Manuel García Viñó
TEORÍA DE LA NOVELA
INTRODUCCIÓN
Mi interés por encontrar lo específico novelístico, es
decir, aquello por lo que una narración no solamente
es una novela, sino una novela con valores estéticos estrictamente
novelísticos, data de los años sesenta, cuando se
dio la circunstancia de que varios novelistas, en artículos y
entrevistas, coincidieron en negar el carácter artístico de
la novela. Mi amor por el género y mi afición a los problemas
de la estética me llevaron a aquella búsqueda, con la
intención de demostrar que estaban equivocados. Unos
treinta años he tardado en comprender que, atendiendo a
las obras concretas, aunque no fuesen de las desdeñables,
por carecer por completo de literariedad, ellos llevaban
razón. Algún tiempo más, en aislar, en un sentido químico,
una serie de obras narrativas que sí merecen ser consideradas
obras de arte —insisto: puramente novelístico— v
que ni mucho menos son todas cuantas se consideran,
y con razón, grandes novelas. No es lo normal, pero las
novelas como manifestaciones puras de la bella arte de la
literatura pueden existir y existen.
No fue injusto Aristóteles al dejar la novela fuera de su
Poética. Tampoco se equivocaron los neoclásicos, en el siglo
XVIII, al empeñarse en no alinearla junto a los géneros
literarios —epopeya, tragedia— más nobles. Y las razones
por las que Paúl Valérv rechazaba la novela como integrante
del arte literario por su prosaísmo antiartístico son plausi9
bles. La novela, para el autor de El cementerio marino, quedaba
al margen de la magia de lo poético. Sin duda, Valérv
no tuvo tiempo de alcanzar a conocer lo que empezaba a
emerger a su alrededor. Hov, sin embargo, ¿quién sostendría
que, aun aplicándoles el medidor más exigente de los
valores estético-literarios, La metamorfosis, El ruido y la
furia, Hacia el faro, Hacedor de estrellas, El viejo y el mar,
La celosía, El tambor de hojalata, El hombre sin atributos,
La conciencia de Zeno, Modéralo Cantábile, El empleo del
tiempo, Los acantilados de mármol, Planetarium, La muerte
supitaña, El círculo vicioso, Un espacio erótico, El laberinto
del Quetzal, Adolfo Hitler está en mi casa, La revuelta,
Un nudo en la eclíptica no entran dentro del ámbito mágico
de lo poético, sobre todo de lo poético entendido en el
sentido esencial en que lo entendió Emil Stciger? Entran,
ciertamente. Entre otras razones, por implicar altas dosis
de extrañamiento —siendo el extrañamiento uno de los
principales, si no el principal, manantiales de valores estéticos—,
de magia, de atmósfera, que la sitúan al margen
de la mera artesanía literaria. Toda obra de arte, es lo que
quiero decir, ha de crear un clima surreal, transrreal o
suprarreal, que le permita envolver en algo muy parecido
a un campo magnético, emanante del libro, al que con término
genérico podemos llamar espectador. Es cuando, cerrada
en sí misma, y envolviendo en su unidad, en su
completez, al contemplador, pasa a constituirse en un símbolo
—un símbolo de sí misma— que, lejos de no significar
nada, significa, como dice Juan Plazaola, todo. Es decir,
«el arte encarnado en una obra maestra confiere a un
fragmento de la realidad la dignidad de un absoluto». En
el sentido de Steiger, esto es, de tomar lo poético como
esencia y raíz de todo lo artístico, digo que la novela-novela
del siglo XX se basa en eso: en una poética, como la del
XIX se apoyó en una novelística, que no tenía por qué ser
plenamente estética en un sentido novelístico, aunque pudiera
serlo en uno épico, lírico o dramático. (Entre las obras
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de los grandes novelistas intelectuales del XIX, tales las de
Dostoieskv, Stendahl, Balzac, Dickens, Thackerav, Galdós,
Clarin, o del XX —Mann, Hesse, Pavese, Julien Green,
Mauriac, Hnxley, Morgan, Steinbeck, Scott Fitgerald...—
habría que establecer una casuística.) Cuidado entonces
con reducir lo estético-novelístico, lo poético-novelístico
—error muy frecuente entre los críticos y los lectores, cualificados
o no, españoles— a la belleza del lenguaje. El lenguaje
en la novela tiene que tender a ser más funcional que
bello, lírico o musical. De hecho, escribir «con pluma galana
», con muchos tropos e ingeniosas ocurrencias, más bien
dificulta la tarea del verdadero novelista, mejor dicho, del
novelista artista de la novela. Los elementos decisivos en
estética novelística vienen de otro lado: de unos factores a
los que me referiré a lo largo de este libro, especialmente
el de composición o forma de presentación, con los necesarios
bulto, consistencia y expresividad, de la realidad:
realidad literaria, claro, que es algo que nada tiene que ver
con el realismo de que adolecen algunas, muchas, obras
particulares. Y ya que me he referido varias veces, de manera
diferente, a la novela-obra-de-arte y al novelista-artista,
diré que estoy dispuesto a obedecer a Occam cuando
decía —Quaestiones Quodlibetales— que no se deben multiplicar
los seres sin necesidad, v recurriré a la perífrasis
siempre que tenga que distinguir una y otro de lo que
comunmente se entiende por novela y novelista.
Decía que mis reflexiones sobre el tema comenzaron
en los años sesenta. Algunas ideas quedaron desperdigadas
por artículos publicados en periódicos y revistas especializadas,
y en mi libro Novela española actual: Madrid,
Guadarrama, 1967. Pero, antes y después de la publicación
de éste, mantuve una correspondencia, en la que tratamos
bastante del tema v que duró unos cinco años, con
Andrés Bosch, que, para mí, es quien primero reflexionó
entre nosotros sobre la novela en un sentido artístico, a
partir de unas ideas suyas muy claras sobre la obra de
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Proust, Jovce, Virginia Wooll—de quien fue el mejor traductor
al español—, Faulkner, Kafka, Musil y Svevov, más
tarde, los miembros del guipo del nouveau román. Su novela
La revuelta constituye, a mi juicio, el paradigma de la
novela-obra-de-arte en España, junto con El círculo vicioso,
Un espacio erótico, El laberinto del Quetzal, Adolfo Hitler
está en mi casa y Un nudo en la eclíptica y, fuera. El empleo
del tiempo, La celosía, Malone muere, La ruta de Flandes,
La metamorfosis, El viejo y el mar o El ruido y la furia, entre
otras. Fruto de aquella correspondencia y de no pocas
conversaciones fue el libro El realismo y la novela actual,
compuesto por una introducción y un ensayo de Andrés y
dos ensayos míos, publicado por la Universidad de Sevilla
en 1973. Los que se refieren al contenido de este libro se
reseñan en su bibliografía.
En el tránsito de los siglos XX a XX1, se ha puesto de
moda, entre escritores, críticos, profesores, académicos y
otras personas relacionadas, al menos aparentemente, con
la literatura, pronosticar la desaparición de la novela. Ya
en los años setenta, cuando bullía la famosa «tesis de la
muerte del arte», igualmente se habló de la desaparición
del que se dice es el género literario más joven. Si hemos de
creer las informaciones de los periódicos, cada año, desde
hace varios, esa defunción se anuncia en los cursos de verano
de la Universidad Internacional Menéndez Pelavo de
Santander y en los de la Complutense en El Escorial. En
los días en que redacto este prólogo me entero de que ha
sido el académico y novelista Francisco Avala, quien ha asegurado
con contundencia que la novela pertenece al pasado,
porque ha perdido su función oricntativa, sin la cual,
según él, para nada sirve.
Ninguna preceptiva antigua, ninguna teoría moderna,
ninguna razón estética o histórica, sobre todo, ha relacio-
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nado el ser de la novela con ninguna función orientativa,
que vo sepa. ¿Orientativa de qué, de quién y para qué?
Supongo que del lector, pero ¿en qué sentido? Avala es profesor
de derecho político v tiende a reducirlo todo a una
sociología bañada de un cierto paternalismo. En ello radica
su error. En los demás, sin duda en el hecho de que
consideran elementos esenciales de la novela (para ellos,
es evidente que novelar consiste en ponerse a contar cosas)
el tema, la peripecia, el argumento. En rigor, tampoco
lo que se llama el contenido lo es. Seguro que nadie en el
coro fúnebre se ha planteado que la novela pudiera llegar
a tener algo que ver con esa rama desgajada de la filosofía
hace por lo menos dos siglos, que es la estética. Y son los
valores estéticos, v no el interés, novedad o carácter ejemplar
de la «historia» que el autor cuenta, lo que dota a la
novela de su densidad ontológica. Valores estéticos de los
que no siempre se han adornado las consideradas, con toda
justicia por lo demás, grandes novelas, aunque sí en parte
algunas de ellas, desde el Quijote a No soy Stiller, pasando
por Crimen y castigo, La educación sentimental, Rojo y negro,
La montaña mágica, Contrapunto, Las uvas de la ira,
etc., que sin duda los poseen, como he dicho, épicos, líricos
y dramáticos, aparte ser grandes construcciones intelectuales,
expresivas de una concepción del mundo, antes
que de una concepción estética.
Pero no es ése el único error en que incurren los agoreros.
Hay otro de más calibre, que consiste en basar sus
conclusiones en la novela tradicional, esa novela a la que
sólo se le exige ser entretenida y estar escrita en un lenguaje
que se entienda: la que ocupaba el lugar que después
ocuparon la radio y la televisión y que ahora, por conveniencia
de la industria cultural, se quiere volver a imponer.
Hacen por ello de la ficcionalidad un absoluto, lo que se
traduce en proposiciones como éstas, suyas o que aceptan
de otros: la novela es un sustitutivo de la vida para el lector
aburrido; la novela es un espejo a lo largo del camino (Saint-
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Real); la novela es una ficción en prosa de determinada
extensión (Forster), de todo lo cual se derivan otros grandes
errores, como que novela es todo libro debajo de cuyo
título se pueda poner la palabra novela (Cela), la novela es
un saco donde cabe todo (Baroja), la novela es cosa ética,
no estética, por lo que en ella no se busca la belleza, sino la
verdad, o la novela es un híbrido de los demás géneros. De
refutar todo esto me ocuparé en su momento.
Para dejar clara mi propuesta desde el principio, he estado
a punto de titular este libro El Quijote no es una obra
de puro arte novelístico. Y es que pienso que la gran obra
ceivantina es una ciclópea creación intelectual, pero no estética,
aunque contiene valores estéticos, pero fundamentalmente
de carácter lírico, épico o dramático, no estrictamente
novelísticos o en mucha menor medida. Lo mismo se
puede decir de Los hermanos Karamazov, La montaña mágica,
El tiempo debe detenerse, El gran Gatsbv, Fortunata y
Jacinta, etc. Las primeras novelas-novelas, es decir, que valen
por sus valores estéticos puramente novelísticos —y esto
no es una redundancia— son todavía muv pocas v todas del
siglo XX. Voy a decir por qué pudieron surgir.
Como va he señalado, todas las opiniones que se vierten
sobre el género novelístico se basan en un concepto del
mismo asentado en la producción, fundamentalmente realista,
del siglo XIX: la novela como creación de un segundo
mundo. Pero ya estamos en el XXI. Y en medio se levanta el
XX, en cuyos primeros tramos se produjo un suceso trascendental:
nada menos que el derrumbe de la cosmovisión
newtoniana, que había imperado durante cinco siglos, y
su sustitución por otra propiciada por la nueva física. En
efecto: merced a la teoría de la relatividad y a la mecánica
cuántica, los absolutos clásicos —tiempo, espacio, movimiento—
se relativizan, el hombre recupera el puesto central
que le otorgara Protágoras v la realidad se torna borrosa.
De hecho, la realidad, en último término, no existe:
su existencia depende del observador.
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Suceso tan descomunal no tenía más remedio que influir
en las artes. En la pintura v en la novela, por supuesto,
influye. Hasta tal punto en esta última, que propició
que un género desterrado, con razón, de las bellas artes
ingresara en ellas. Ahora bien, en cuanto la nueva visión
del mundo permite, hasta grados nunca experimentados,
la extrañeza de Kafka y del nouveau román, la mirada desnuda
faulkneriana, el empleo del tiempo de Butor, unas
nuevas formas novelísticas —que tienen antecedentes en
Proust, Jovce, Svevo v hasta, si se quiere, en Flaubert y en
Clarín— llegan de la pluma de Kafka, Virginia Woolf,
Faulkner, Henrv James, Michel Butor, Claude Simón, Alain
Robbe-Grillet, Samuel Beckett, Carlos Rojas, Antonio Risco,
Andrés Bosch v algún otro.
No conozco bien lo que ha pasado y está pasando en o tías
literaturas, pero tengo muv claro lo que ha ocurrido v ocurre
en la española, como para que se pueda hablar hasta con
razones —distintas ciertamente a las que emplean los pregoneros
del fúnebre presagio— de la muerte de la novela. En el
discurrir del género novelístico hacia el dominio de la estética,
el «boom» de la narrativa hispanoamericana, que aquí
todo el mundo tomó como un avance, significó en realidad
un retroceso. Con todos sus valores de estilo, imaginación,
etc., un paso atrás, en estricto sentido novelístico, salvo en
Cortázar. Un regreso a la fábula. Y luego vino la nefasta imipción
de la industria cultural, su empleo del marketing y su
reducción del libro a la ínfima categoría de valor de cambio,
con la complicidad de los propios «novelistas», los críticos,
los profesores y los académicos. Entre todos han hecho retroceder
la novela a un estadio decimonónico, pregaldosiano,
con unas características, por ende, que ni siquiera entonces
hubiesen sido buenas. Fundamentalmente, por medio de conceder
una primacía al tema, a la anécdota, a las peripecias,
que en la época de la televisión no tendría porqué tener. Todo
ello por buscar un extenso público lector en el que los valores
literarios no despiertan el menor interés.
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Tal vez sea lógico, humanamente hablando, que los escritores
que se han sometido a tan perverso sistema no
quieran acordarse de la existencia de Kafka, Camus,
Stapledon, Butor, Beckelt v los demás nombrados con anterioridad;
de que aún existen escritores que, en los años
sesenta, se comprometieron en la creación de un tipo de
novela que hacía ingresar el género, por fin, en el terreno
de la estética; escritores que siguen trabajando al margen
del posible éxito social y económico, porque toman la del
escritor como una misión, no como una profesión. Los que
hacen esto, tendrían que saber que, como dijo Nietzsche,
tomar como una profesión el estado de escritor viene a ser,
cuando menos, una forma de estulticia.
Soy consciente de que puede parecer contradictorio que
haya hablado de «grandes novelas» al referirme a obras a
las que niego el carácter de obras puras de arte novelístico.
La razón es exclusivamente terminológica. Es evidente que,
para poder llevar a cabo una exposición clara de mi teoría,
lo primero que tendría que haber hecho sería inventar un
término para designar las obras narrativas con valores estético-
novelísticos estrictos y no de otra índole, puesto que
va se viene llamando desde hace mucho tiempo novelas a
«las otras». No lo voy hacer. Dando por descontado que,
aun sin hacerlo, el eslablishment literario, especialmente
el universitario y el académico, ambos especialmente suspicaces
ante las ideas nuevas v personales, no me va a hacer
el menor caso, imagínese lo que ocurriría si además
me dejo caer con algún neologismo. Aparte mi decisión de
obedecer a Occam, no cobro de la universidad, ni soy ni lo
bastante checo ni lo bastante tonto. Pero a donde quiero ir
a parar—después de decir que pienso que tampoco la que
llamaré novela-crcación-intelectual tiene por qué morir—
es a decir que, sobre la base de lo que es y no de lo que
interesa decir, resulta paradójico que se hable de la muerte
de una especie literaria —la Novela con mayúsculas, la
novela obra de arle— que apenas si está comenzando su
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andadura —sin duda muv frenada ahora por causa de las
descritas circunstancias—v tiene unas posibilidades infinitas.
Si la novela es, aunque sea todavía en unos pocos
especímenes, un producto estético, una obra de arte, nos
encontramos más bien con que es inmortal. Es metafísicamente
imposible que un arte muera. Si la obra de arte es,
como decía Hegel, la manifestación de un espíritu individual
en forma sensible, antes tendría que morir el espíritu
y, como consecuencia, la cultura, para que una sola de las
formas del arte dejara de existir. Aunque, en un momento
dado, no se escribiera en todo el mundo una sola novela
digna de ese nombre, la novela no habría muerto —parodiando
a Bécqucr, diríamos: podrá no haber novelistas, pero
siempre habrá novela—: su existencia estaría en la esencia,
como la Medea de Séneca, cuando ya no queda nada.
En esta Teoría de la novela recojo, en primero y segundo
lugar —y quizá tenga que pedir disculpas por algunas
inevitables repeticiones—, dos trabajos ya publicados, pero
de no fácil acceso hoy: el ensayo Introducción a una teoría
de la novela, que lo fue en la revista Arbor (enero, 1984), y
las partes primera y segunda del manual Cómo escribir una
novela, editado por Ibérico Europea de Ediciones. Ambos
constituyen un asedio a una teoría de la novela. Insisto:
entendida como obra de arte literario, no como simple obra
narrativa. El primero es el único que lleva notas a pie de
página. Del segundo, aparte la excepcional reelaboración
de algún pasaje, he suprimido algunos párrafos. En él, que
no lleva notas a pie de página, porque su índole y función
no lo hacía aconsejable, apelo a algunos autores—siempre
citados entre comillas y vueltos a citar en una Bibliografía
al final—, especialmente en la parte histórica, que no es la
que ofrece mayor interés para lo que se trata aquí. Para
componer el tercero, he preferido limitarme, salvo alguna
excepción, a mi propia experiencia de autor de más de dos
docenas de novelas y mis reflexiones sobre el proceso de
su creación. Ello sobre la base de la estética filosófica y de
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todo cuanto asumí de una vez por todas, al principio de mi
andadura literaria, de las obras de creación y las teorías de
Gustavo Adolfo Bécquer y Edgar Alian Poe, especialmente
del segundo. Hoy día, parece estar de moda rechazar la
Filosofía de la composición (Cómo no se debe escribir un
poema, ha titulado alguien un comentario de la misma),
sobre la que pienso que no se ha reflexionado suficientemente.
Habría que partir de la base de que es absolutamente
imposible admitir que una inteligencia fuera de serie,
como la de Poe, no cayera en la cuenta de lo que cualquiera
advierte a primera vista: que las leves de la composición
de El cuervo no podrían resultar de ninguna manera
válidas para todos los poemas que se escriban o se hayan
escrito en el mundo. Ni siquiera para Ulalume, El Coliseo o
Annabel Lee. Pienso que Poe quiso señalar una forma de
hacer, no la forma de hacer, señalando que cada cual tiene
que buscar la que corresponde a cada composición. Esto
es lo decisivo: que tiene que haber una composición, que
ésta ha de avanzar con rigor hacia un fin y que el transcurso
ha de obedecer a unas leyes por ese fin determinadas en
cada caso concreto. Decía Ortega, en su Introducción a una
estimativa, que el conocimiento de los valores es absoluto
v cuasi matemático. Yo pienso que su creación también.
Que Poe recurriera a El cuervo y no a otro poema es anecdótico.
Lo importante es la existencia de leyes, no las leves,
distintas en cada caso concreto v dependientes de la
lógica interna de la obra en cuestión. En último término,
junto a las leyes de la creación de El cuervo, en el ensayo
poevano pueden encontrarse enunciados de valor universal.
Enunciados que, a mi modo de ver, resultan más útiles
para el novelista-artista que para el poeta.
Las teorías de la novela que conozco, o no son propiamente
teorías, sino simples descripciones fenomenológicas,
o son tratados de sociología o historias comentadas. Ante
algunos tratados, como —quizá resulte paradigmático—
la Teoría de la narrativa (Una introducción a la narratología),
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de Mieke Bal (Cátedra, Madrid, 1995) ni siquiera he llegado
a comprender por qué se escriben, como no sea para lo
mismo para lo que se hace un solitario. No contienen una
sola línea útil para los lectores ni, por supuesto, para los
novelistas. Su destino aparenta ser martirizar a los estudiantes.
Estoy convencido, sin la menor reserva, de que si
el señor (o señora) Bal hubiese escrito alguna vez una novela,
no hubiese urdido jamás semejante sarta de neologismos
pedantes, tautologías y obviedades. No quiero, en cualquier
caso, generalizar en exceso y ser injusto. Y achaco
mi desinterés a una fuerte prevención. Prevención que no
actuó —el título era demasiado sugerente—, v he de alegrarme,
ante el excelente libro de María del Carmen Bobes
Naves, Teoría general de la novela. Semiología de La Regenta
(Madrid, Gredos, 1985). Ella, como antes Menéndez
Pelavo, en alguna medida Mariano Baquero Goyanes y, más
extensamente, Andrés Bosch, Juan Ignacio Ferreras v yo
mismo, es la única autora, entre los españoles, en quien he
encontrado reflexiones de estética novelística; en otras palabras,
la única que sabe no sólo lo que la novela es, sino
por lo que una novela vale. Otros hablan sólo de sociología,
de historia, incluso de política, amén del estilo.
Aunque, dados los materiales de que se compone este
libro, casi no tendría por qué justificar ciertas repeticiones
que, al estar situadas en contextos diversos, tal vez resulten
hasta de utilidad, quiero hacerlo respecto al capítulo
titulado De la novela como obra de arte, así como el cierto
desorden que creo advertir en éste, producto de la forma
en que fue escrito, con interrupciones a veces hasta de años.
xMe acuerdo ahora de Cenantes, cuando afirmó con
sencillez: soy el primero en novelar en lengua castellana.
Madrid, setiembre, 2002