sábado, 31 de agosto de 2024

La Mujer y el Amor en Bécquer y en Baudelaire Mª Del Rosario Delgado Suárez

 


El presente estudio gira en torno al análisis de dos conceptos vitales de la poesía, el amor y la mujer, vistos desde la perspectiva arrolladora y feroz de un poeta destrozado por las noches de alcohol y deseos inconfesables, que inmortaliza tanto a damas imposibles como a conocidas rameras, y por otro lado, bajo el tamiz etéreo de un poeta que en su soledad y enfermedad sublima a la mujer más cálida como a la más infernal. Parecería descabellado realizar un estudio comparativo entre dos genios a priori distanciados, pero nada más lejos de la realidad, estos dos “Padres del Modernismo” coinciden en puntos vitales y artísticos y es sorprendente comprobar las analogías tanto biográficas como literarias, aunque eso sí, manteniendo cada uno su propio perfil inconfundible. A través de sus versos descubrimos el maravilloso universo que regalan los poetas a sus musas y éstas le conceden el don de la inmortalidad ofreciendo al lector, la bienvenida a las cavernas de estos dos artistas. Desvelamos pues, el alma rota, los versos negros, las musas de luna y el apasionante viaje por los senderos literarios de dos genios que nunca antes estuvieron tan cerca.


viernes, 30 de agosto de 2024

Manuel García Viñó TEORÍA DE LA NOVELA




Manuel García Viñó

TEORÍA DE LA NOVELA

INTRODUCCIÓN

Mi interés por encontrar lo específico novelístico, es

decir, aquello por lo que una narración no solamente

es una novela, sino una novela con valores estéticos estrictamente

novelísticos, data de los años sesenta, cuando se

dio la circunstancia de que varios novelistas, en artículos y

entrevistas, coincidieron en negar el carácter artístico de

la novela. Mi amor por el género y mi afición a los problemas

de la estética me llevaron a aquella búsqueda, con la

intención de demostrar que estaban equivocados. Unos

treinta años he tardado en comprender que, atendiendo a

las obras concretas, aunque no fuesen de las desdeñables,

por carecer por completo de literariedad, ellos llevaban

razón. Algún tiempo más, en aislar, en un sentido químico,

una serie de obras narrativas que sí merecen ser consideradas

obras de arte —insisto: puramente novelístico— v

que ni mucho menos son todas cuantas se consideran,

y con razón, grandes novelas. No es lo normal, pero las

novelas como manifestaciones puras de la bella arte de la

literatura pueden existir y existen.

No fue injusto Aristóteles al dejar la novela fuera de su

Poética. Tampoco se equivocaron los neoclásicos, en el siglo

XVIII, al empeñarse en no alinearla junto a los géneros

literarios —epopeya, tragedia— más nobles. Y las razones

por las que Paúl Valérv rechazaba la novela como integrante

del arte literario por su prosaísmo antiartístico son plausi9

bles. La novela, para el autor de El cementerio marino, quedaba

al margen de la magia de lo poético. Sin duda, Valérv

no tuvo tiempo de alcanzar a conocer lo que empezaba a

emerger a su alrededor. Hov, sin embargo, ¿quién sostendría

que, aun aplicándoles el medidor más exigente de los

valores estético-literarios, La metamorfosis, El ruido y la

furia, Hacia el faro, Hacedor de estrellas, El viejo y el mar,

La celosía, El tambor de hojalata, El hombre sin atributos,

La conciencia de Zeno, Modéralo Cantábile, El empleo del

tiempo, Los acantilados de mármol, Planetarium, La muerte

supitaña, El círculo vicioso, Un espacio erótico, El laberinto

del Quetzal, Adolfo Hitler está en mi casa, La revuelta,

Un nudo en la eclíptica no entran dentro del ámbito mágico

de lo poético, sobre todo de lo poético entendido en el

sentido esencial en que lo entendió Emil Stciger? Entran,

ciertamente. Entre otras razones, por implicar altas dosis

de extrañamiento —siendo el extrañamiento uno de los

principales, si no el principal, manantiales de valores estéticos—,

de magia, de atmósfera, que la sitúan al margen

de la mera artesanía literaria. Toda obra de arte, es lo que

quiero decir, ha de crear un clima surreal, transrreal o

suprarreal, que le permita envolver en algo muy parecido

a un campo magnético, emanante del libro, al que con término

genérico podemos llamar espectador. Es cuando, cerrada

en sí misma, y envolviendo en su unidad, en su

completez, al contemplador, pasa a constituirse en un símbolo

—un símbolo de sí misma— que, lejos de no significar

nada, significa, como dice Juan Plazaola, todo. Es decir,

«el arte encarnado en una obra maestra confiere a un

fragmento de la realidad la dignidad de un absoluto». En

el sentido de Steiger, esto es, de tomar lo poético como

esencia y raíz de todo lo artístico, digo que la novela-novela

del siglo XX se basa en eso: en una poética, como la del

XIX se apoyó en una novelística, que no tenía por qué ser

plenamente estética en un sentido novelístico, aunque pudiera

serlo en uno épico, lírico o dramático. (Entre las obras

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de los grandes novelistas intelectuales del XIX, tales las de

Dostoieskv, Stendahl, Balzac, Dickens, Thackerav, Galdós,

Clarin, o del XX —Mann, Hesse, Pavese, Julien Green,

Mauriac, Hnxley, Morgan, Steinbeck, Scott Fitgerald...—

habría que establecer una casuística.) Cuidado entonces

con reducir lo estético-novelístico, lo poético-novelístico

—error muy frecuente entre los críticos y los lectores, cualificados

o no, españoles— a la belleza del lenguaje. El lenguaje

en la novela tiene que tender a ser más funcional que

bello, lírico o musical. De hecho, escribir «con pluma galana

», con muchos tropos e ingeniosas ocurrencias, más bien

dificulta la tarea del verdadero novelista, mejor dicho, del

novelista artista de la novela. Los elementos decisivos en

estética novelística vienen de otro lado: de unos factores a

los que me referiré a lo largo de este libro, especialmente

el de composición o forma de presentación, con los necesarios

bulto, consistencia y expresividad, de la realidad:

realidad literaria, claro, que es algo que nada tiene que ver

con el realismo de que adolecen algunas, muchas, obras

particulares. Y ya que me he referido varias veces, de manera

diferente, a la novela-obra-de-arte y al novelista-artista,

diré que estoy dispuesto a obedecer a Occam cuando

decía —Quaestiones Quodlibetales— que no se deben multiplicar

los seres sin necesidad, v recurriré a la perífrasis

siempre que tenga que distinguir una y otro de lo que

comunmente se entiende por novela y novelista.

Decía que mis reflexiones sobre el tema comenzaron

en los años sesenta. Algunas ideas quedaron desperdigadas

por artículos publicados en periódicos y revistas especializadas,

y en mi libro Novela española actual: Madrid,

Guadarrama, 1967. Pero, antes y después de la publicación

de éste, mantuve una correspondencia, en la que tratamos

bastante del tema v que duró unos cinco años, con

Andrés Bosch, que, para mí, es quien primero reflexionó

entre nosotros sobre la novela en un sentido artístico, a

partir de unas ideas suyas muy claras sobre la obra de

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Proust, Jovce, Virginia Wooll—de quien fue el mejor traductor

al español—, Faulkner, Kafka, Musil y Svevov, más

tarde, los miembros del guipo del nouveau román. Su novela

La revuelta constituye, a mi juicio, el paradigma de la

novela-obra-de-arte en España, junto con El círculo vicioso,

Un espacio erótico, El laberinto del Quetzal, Adolfo Hitler

está en mi casa y Un nudo en la eclíptica y, fuera. El empleo

del tiempo, La celosía, Malone muere, La ruta de Flandes,

La metamorfosis, El viejo y el mar o El ruido y la furia, entre

otras. Fruto de aquella correspondencia y de no pocas

conversaciones fue el libro El realismo y la novela actual,

compuesto por una introducción y un ensayo de Andrés y

dos ensayos míos, publicado por la Universidad de Sevilla

en 1973. Los que se refieren al contenido de este libro se

reseñan en su bibliografía.

En el tránsito de los siglos XX a XX1, se ha puesto de

moda, entre escritores, críticos, profesores, académicos y

otras personas relacionadas, al menos aparentemente, con

la literatura, pronosticar la desaparición de la novela. Ya

en los años setenta, cuando bullía la famosa «tesis de la

muerte del arte», igualmente se habló de la desaparición

del que se dice es el género literario más joven. Si hemos de

creer las informaciones de los periódicos, cada año, desde

hace varios, esa defunción se anuncia en los cursos de verano

de la Universidad Internacional Menéndez Pelavo de

Santander y en los de la Complutense en El Escorial. En

los días en que redacto este prólogo me entero de que ha

sido el académico y novelista Francisco Avala, quien ha asegurado

con contundencia que la novela pertenece al pasado,

porque ha perdido su función oricntativa, sin la cual,

según él, para nada sirve.

Ninguna preceptiva antigua, ninguna teoría moderna,

ninguna razón estética o histórica, sobre todo, ha relacio-

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nado el ser de la novela con ninguna función orientativa,

que vo sepa. ¿Orientativa de qué, de quién y para qué?

Supongo que del lector, pero ¿en qué sentido? Avala es profesor

de derecho político v tiende a reducirlo todo a una

sociología bañada de un cierto paternalismo. En ello radica

su error. En los demás, sin duda en el hecho de que

consideran elementos esenciales de la novela (para ellos,

es evidente que novelar consiste en ponerse a contar cosas)

el tema, la peripecia, el argumento. En rigor, tampoco

lo que se llama el contenido lo es. Seguro que nadie en el

coro fúnebre se ha planteado que la novela pudiera llegar

a tener algo que ver con esa rama desgajada de la filosofía

hace por lo menos dos siglos, que es la estética. Y son los

valores estéticos, v no el interés, novedad o carácter ejemplar

de la «historia» que el autor cuenta, lo que dota a la

novela de su densidad ontológica. Valores estéticos de los

que no siempre se han adornado las consideradas, con toda

justicia por lo demás, grandes novelas, aunque sí en parte

algunas de ellas, desde el Quijote a No soy Stiller, pasando

por Crimen y castigo, La educación sentimental, Rojo y negro,

La montaña mágica, Contrapunto, Las uvas de la ira,

etc., que sin duda los poseen, como he dicho, épicos, líricos

y dramáticos, aparte ser grandes construcciones intelectuales,

expresivas de una concepción del mundo, antes

que de una concepción estética.

Pero no es ése el único error en que incurren los agoreros.

Hay otro de más calibre, que consiste en basar sus

conclusiones en la novela tradicional, esa novela a la que

sólo se le exige ser entretenida y estar escrita en un lenguaje

que se entienda: la que ocupaba el lugar que después

ocuparon la radio y la televisión y que ahora, por conveniencia

de la industria cultural, se quiere volver a imponer.

Hacen por ello de la ficcionalidad un absoluto, lo que se

traduce en proposiciones como éstas, suyas o que aceptan

de otros: la novela es un sustitutivo de la vida para el lector

aburrido; la novela es un espejo a lo largo del camino (Saint-

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Real); la novela es una ficción en prosa de determinada

extensión (Forster), de todo lo cual se derivan otros grandes

errores, como que novela es todo libro debajo de cuyo

título se pueda poner la palabra novela (Cela), la novela es

un saco donde cabe todo (Baroja), la novela es cosa ética,

no estética, por lo que en ella no se busca la belleza, sino la

verdad, o la novela es un híbrido de los demás géneros. De

refutar todo esto me ocuparé en su momento.

Para dejar clara mi propuesta desde el principio, he estado

a punto de titular este libro El Quijote no es una obra

de puro arte novelístico. Y es que pienso que la gran obra

ceivantina es una ciclópea creación intelectual, pero no estética,

aunque contiene valores estéticos, pero fundamentalmente

de carácter lírico, épico o dramático, no estrictamente

novelísticos o en mucha menor medida. Lo mismo se

puede decir de Los hermanos Karamazov, La montaña mágica,

El tiempo debe detenerse, El gran Gatsbv, Fortunata y

Jacinta, etc. Las primeras novelas-novelas, es decir, que valen

por sus valores estéticos puramente novelísticos —y esto

no es una redundancia— son todavía muv pocas v todas del

siglo XX. Voy a decir por qué pudieron surgir.

Como va he señalado, todas las opiniones que se vierten

sobre el género novelístico se basan en un concepto del

mismo asentado en la producción, fundamentalmente realista,

del siglo XIX: la novela como creación de un segundo

mundo. Pero ya estamos en el XXI. Y en medio se levanta el

XX, en cuyos primeros tramos se produjo un suceso trascendental:

nada menos que el derrumbe de la cosmovisión

newtoniana, que había imperado durante cinco siglos, y

su sustitución por otra propiciada por la nueva física. En

efecto: merced a la teoría de la relatividad y a la mecánica

cuántica, los absolutos clásicos —tiempo, espacio, movimiento—

se relativizan, el hombre recupera el puesto central

que le otorgara Protágoras v la realidad se torna borrosa.

De hecho, la realidad, en último término, no existe:

su existencia depende del observador.

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Suceso tan descomunal no tenía más remedio que influir

en las artes. En la pintura v en la novela, por supuesto,

influye. Hasta tal punto en esta última, que propició

que un género desterrado, con razón, de las bellas artes

ingresara en ellas. Ahora bien, en cuanto la nueva visión

del mundo permite, hasta grados nunca experimentados,

la extrañeza de Kafka y del nouveau román, la mirada desnuda

faulkneriana, el empleo del tiempo de Butor, unas

nuevas formas novelísticas —que tienen antecedentes en

Proust, Jovce, Svevo v hasta, si se quiere, en Flaubert y en

Clarín— llegan de la pluma de Kafka, Virginia Woolf,

Faulkner, Henrv James, Michel Butor, Claude Simón, Alain

Robbe-Grillet, Samuel Beckett, Carlos Rojas, Antonio Risco,

Andrés Bosch v algún otro.

No conozco bien lo que ha pasado y está pasando en o tías

literaturas, pero tengo muv claro lo que ha ocurrido v ocurre

en la española, como para que se pueda hablar hasta con

razones —distintas ciertamente a las que emplean los pregoneros

del fúnebre presagio— de la muerte de la novela. En el

discurrir del género novelístico hacia el dominio de la estética,

el «boom» de la narrativa hispanoamericana, que aquí

todo el mundo tomó como un avance, significó en realidad

un retroceso. Con todos sus valores de estilo, imaginación,

etc., un paso atrás, en estricto sentido novelístico, salvo en

Cortázar. Un regreso a la fábula. Y luego vino la nefasta imipción

de la industria cultural, su empleo del marketing y su

reducción del libro a la ínfima categoría de valor de cambio,

con la complicidad de los propios «novelistas», los críticos,

los profesores y los académicos. Entre todos han hecho retroceder

la novela a un estadio decimonónico, pregaldosiano,

con unas características, por ende, que ni siquiera entonces

hubiesen sido buenas. Fundamentalmente, por medio de conceder

una primacía al tema, a la anécdota, a las peripecias,

que en la época de la televisión no tendría porqué tener. Todo

ello por buscar un extenso público lector en el que los valores

literarios no despiertan el menor interés.

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Tal vez sea lógico, humanamente hablando, que los escritores

que se han sometido a tan perverso sistema no

quieran acordarse de la existencia de Kafka, Camus,

Stapledon, Butor, Beckelt v los demás nombrados con anterioridad;

de que aún existen escritores que, en los años

sesenta, se comprometieron en la creación de un tipo de

novela que hacía ingresar el género, por fin, en el terreno

de la estética; escritores que siguen trabajando al margen

del posible éxito social y económico, porque toman la del

escritor como una misión, no como una profesión. Los que

hacen esto, tendrían que saber que, como dijo Nietzsche,

tomar como una profesión el estado de escritor viene a ser,

cuando menos, una forma de estulticia.

Soy consciente de que puede parecer contradictorio que

haya hablado de «grandes novelas» al referirme a obras a

las que niego el carácter de obras puras de arte novelístico.

La razón es exclusivamente terminológica. Es evidente que,

para poder llevar a cabo una exposición clara de mi teoría,

lo primero que tendría que haber hecho sería inventar un

término para designar las obras narrativas con valores estético-

novelísticos estrictos y no de otra índole, puesto que

va se viene llamando desde hace mucho tiempo novelas a

«las otras». No lo voy hacer. Dando por descontado que,

aun sin hacerlo, el eslablishment literario, especialmente

el universitario y el académico, ambos especialmente suspicaces

ante las ideas nuevas v personales, no me va a hacer

el menor caso, imagínese lo que ocurriría si además

me dejo caer con algún neologismo. Aparte mi decisión de

obedecer a Occam, no cobro de la universidad, ni soy ni lo

bastante checo ni lo bastante tonto. Pero a donde quiero ir

a parar—después de decir que pienso que tampoco la que

llamaré novela-crcación-intelectual tiene por qué morir—

es a decir que, sobre la base de lo que es y no de lo que

interesa decir, resulta paradójico que se hable de la muerte

de una especie literaria —la Novela con mayúsculas, la

novela obra de arle— que apenas si está comenzando su

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andadura —sin duda muv frenada ahora por causa de las

descritas circunstancias—v tiene unas posibilidades infinitas.

Si la novela es, aunque sea todavía en unos pocos

especímenes, un producto estético, una obra de arte, nos

encontramos más bien con que es inmortal. Es metafísicamente

imposible que un arte muera. Si la obra de arte es,

como decía Hegel, la manifestación de un espíritu individual

en forma sensible, antes tendría que morir el espíritu

y, como consecuencia, la cultura, para que una sola de las

formas del arte dejara de existir. Aunque, en un momento

dado, no se escribiera en todo el mundo una sola novela

digna de ese nombre, la novela no habría muerto —parodiando

a Bécqucr, diríamos: podrá no haber novelistas, pero

siempre habrá novela—: su existencia estaría en la esencia,

como la Medea de Séneca, cuando ya no queda nada.

En esta Teoría de la novela recojo, en primero y segundo

lugar —y quizá tenga que pedir disculpas por algunas

inevitables repeticiones—, dos trabajos ya publicados, pero

de no fácil acceso hoy: el ensayo Introducción a una teoría

de la novela, que lo fue en la revista Arbor (enero, 1984), y

las partes primera y segunda del manual Cómo escribir una

novela, editado por Ibérico Europea de Ediciones. Ambos

constituyen un asedio a una teoría de la novela. Insisto:

entendida como obra de arte literario, no como simple obra

narrativa. El primero es el único que lleva notas a pie de

página. Del segundo, aparte la excepcional reelaboración

de algún pasaje, he suprimido algunos párrafos. En él, que

no lleva notas a pie de página, porque su índole y función

no lo hacía aconsejable, apelo a algunos autores—siempre

citados entre comillas y vueltos a citar en una Bibliografía

al final—, especialmente en la parte histórica, que no es la

que ofrece mayor interés para lo que se trata aquí. Para

componer el tercero, he preferido limitarme, salvo alguna

excepción, a mi propia experiencia de autor de más de dos

docenas de novelas y mis reflexiones sobre el proceso de

su creación. Ello sobre la base de la estética filosófica y de

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todo cuanto asumí de una vez por todas, al principio de mi

andadura literaria, de las obras de creación y las teorías de

Gustavo Adolfo Bécquer y Edgar Alian Poe, especialmente

del segundo. Hoy día, parece estar de moda rechazar la

Filosofía de la composición (Cómo no se debe escribir un

poema, ha titulado alguien un comentario de la misma),

sobre la que pienso que no se ha reflexionado suficientemente.

Habría que partir de la base de que es absolutamente

imposible admitir que una inteligencia fuera de serie,

como la de Poe, no cayera en la cuenta de lo que cualquiera

advierte a primera vista: que las leves de la composición

de El cuervo no podrían resultar de ninguna manera

válidas para todos los poemas que se escriban o se hayan

escrito en el mundo. Ni siquiera para Ulalume, El Coliseo o

Annabel Lee. Pienso que Poe quiso señalar una forma de

hacer, no la forma de hacer, señalando que cada cual tiene

que buscar la que corresponde a cada composición. Esto

es lo decisivo: que tiene que haber una composición, que

ésta ha de avanzar con rigor hacia un fin y que el transcurso

ha de obedecer a unas leyes por ese fin determinadas en

cada caso concreto. Decía Ortega, en su Introducción a una

estimativa, que el conocimiento de los valores es absoluto

v cuasi matemático. Yo pienso que su creación también.

Que Poe recurriera a El cuervo y no a otro poema es anecdótico.

Lo importante es la existencia de leyes, no las leves,

distintas en cada caso concreto v dependientes de la

lógica interna de la obra en cuestión. En último término,

junto a las leyes de la creación de El cuervo, en el ensayo

poevano pueden encontrarse enunciados de valor universal.

Enunciados que, a mi modo de ver, resultan más útiles

para el novelista-artista que para el poeta.

Las teorías de la novela que conozco, o no son propiamente

teorías, sino simples descripciones fenomenológicas,

o son tratados de sociología o historias comentadas. Ante

algunos tratados, como —quizá resulte paradigmático—

la Teoría de la narrativa (Una introducción a la narratología),

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de Mieke Bal (Cátedra, Madrid, 1995) ni siquiera he llegado

a comprender por qué se escriben, como no sea para lo

mismo para lo que se hace un solitario. No contienen una

sola línea útil para los lectores ni, por supuesto, para los

novelistas. Su destino aparenta ser martirizar a los estudiantes.

Estoy convencido, sin la menor reserva, de que si

el señor (o señora) Bal hubiese escrito alguna vez una novela,

no hubiese urdido jamás semejante sarta de neologismos

pedantes, tautologías y obviedades. No quiero, en cualquier

caso, generalizar en exceso y ser injusto. Y achaco

mi desinterés a una fuerte prevención. Prevención que no

actuó —el título era demasiado sugerente—, v he de alegrarme,

ante el excelente libro de María del Carmen Bobes

Naves, Teoría general de la novela. Semiología de La Regenta

(Madrid, Gredos, 1985). Ella, como antes Menéndez

Pelavo, en alguna medida Mariano Baquero Goyanes y, más

extensamente, Andrés Bosch, Juan Ignacio Ferreras v yo

mismo, es la única autora, entre los españoles, en quien he

encontrado reflexiones de estética novelística; en otras palabras,

la única que sabe no sólo lo que la novela es, sino

por lo que una novela vale. Otros hablan sólo de sociología,

de historia, incluso de política, amén del estilo.

Aunque, dados los materiales de que se compone este

libro, casi no tendría por qué justificar ciertas repeticiones

que, al estar situadas en contextos diversos, tal vez resulten

hasta de utilidad, quiero hacerlo respecto al capítulo

titulado De la novela como obra de arte, así como el cierto

desorden que creo advertir en éste, producto de la forma

en que fue escrito, con interrupciones a veces hasta de años.

xMe acuerdo ahora de Cenantes, cuando afirmó con

sencillez: soy el primero en novelar en lengua castellana.

Madrid, setiembre, 2002

jueves, 29 de agosto de 2024

CHARLES BAUDELAIRE LOS DESPOJOS TEXTO COMPLETO

 



Los despojos

 Charles Baudelaire

 

 

 


 

Los despojos

La puesta de sol romántica

 

             

              

 ¡Cuan hermoso es el sol cuando fresco se levanta,
 Como una explosión dándonos su buendía!
 —¡Dichoso aquél que puede con amor
 Saludar su ocaso más glorioso que un ensueño!
 
 ¡Yo lo recuerdo!… Lo vi todo, flor, fuente, surco;
 Desfallecer bajo su mirada como corazón que palpita…
 —¡Acudamos hacia el horizonte, ya es tarde, corramos pronto,
 Para alcanzar, al menos, un oblicuo rayo!
 
 Mas, yo persigo en vano al Dios que se retira;
 La irresistible Noche establece su imperio,
 Negra, húmeda, funesta y llena de escalofríos;
 
 Un olor sepulcral en las tinieblas flota,
 Y mi pie miedoso roza, al borde del lodazal,
 Sapos imprevistos y fríos caracoles.

             

 


 
 

 

 

 

Piezas condenadas extraídas de Las flores del mal

 

 

 

             Lesbos

 

             

Madre de los juegos latinos y de las voluptuosidades griegas,
 Lesbos, en la que los besos, lánguidos o gozosos,
 Cálidos como soles, frescos como sandías,
 Constituyen el ornato de noches y días gloriosos;
 Madre de los juegos latinos y de las voluptuosidades griegas,
 
 Lesbos, donde los besos son como cascadas
 Que se vuelcan sin temor en los abismos insondables,
 Y corren, sollozantes y cacareantes, a borbotones,
 Tempestuosos y secretos, hormigueantes y profundos;
 ¡Lesbos, donde los besos son como las cascadas!
 
 Lesbos, donde las Frinés una a la otra se atraen,
 Donde jamás un suspiro queda sin eco,
 Al igual de Pafos las estrellas te admiran,
 ¡Y Venus tiene justo derecho para celar a Safo!
 Lesbos, donde las Frinés una a la otra se atraen,
 
 ¡Lesbos, tierra de noches cálidas y lánguidas,
 Que reflejan en sus espejos, estéril voluptuosidad!
 Donde las muchachas de mirar profundo en sus cuerpos amorosos,
 Acarician los frutos maduros de su nubilidad;
 Lesbos, tierra de noches cálidas y lánguidas,
 
 Deja del viejo Platón fruncirse el ceño austero;
 Tú logras tu perdón con el exceso de los besos,
 Reina del dulce imperio, amable y noble tierra,
 Y de los refinamientos siempre inagotables.
 Deja del viejo Platón fruncirse el ceño austero.
 
 ¡Tú logras tu perdón del eterno martirio,
 Infligido sin cesar a los corazones ambiciosos,
 Que aleja de nosotros la radiante sonrisa
 Entrevista vagamente al borde de otros cielos!
 ¡Tú logras tu perdón del eterno martirio!
 
 ¿Quién entre los Dioses osará, Lesbos, ser tu juez
 Y condenar tu frente palidecida en las empresas,
 Si sus balanzas de oro no han pesado el diluvio
 De lágrimas que al mar han vertido tus arroyos?
 ¿Quién entre los dioses osará, Lesbos, ser tu juez?
 
 ¿Qué quieren de nosotros las leyes de lo justo y de lo injusto?
 ¡Vírgenes de corazón sublime, honor del archipiélago,
 Vuestra religión como otra cualquiera es augusta,
 Y el amor se reirá del Infierno y del Cielo!
 ¿Qué quieren de nosotros las leyes de lo justo y de lo injusto?
 
 Porque Lesbos, entre todos, me ha escogido sobre la tierra
 Para cantar el secreto de sus vírgenes en flor,
 Y fui desde la infancia admitido en el negro misterio
 De las risas desenfrenadas mezcladas a las sombrías lágrimas;
 Porque Lesbos, entre todos, me ha escogido sobre la tierra
 
 Y desde entonces vigilo en la cima del Leucates,
 Como un centinela de mirar penetrante y seguro,
 Que acecha noche y día, brick, tartana o fragata,
 Cuyas formas a lo lejos se estremecen en el azur;
 Y desde entonces vigilo en la cima del Leucates
 
 Para saber si la mar es indulgente y buena,
 Y entre los sollozos que en la roca repercuten
 Una tarde volverá hacia Lesbos, que perdona,
 El cadáver adorado de Safo, que partió
 ¡Para saber si la mar es indulgente y buena!
 ¡De la máscula Safo, que fue amante y poeta,
 Más hermosa que Venus por sus sombrías palideces!
 —La mirada de azur vencida es por ojos negros que manchan
 El círculo tenebroso trazado por los dolores
 De la máscula Safo, que fue amante y poeta!
 
 —Más hermosa que Venus, irguiéndose sobre el mundo
 Y derramando los tesoros de su serenidad
 Y el centellear de su blonda juventud
 Sobre el viejo Océano de su hija encantada;
 ¡Más hermosa que Venus, irguiéndose sobre el mundo!
 
 —De Safo que murió el día de su blasfemia,
 Cuando, insultando el rito y el culto inventado,
 Hizo de su bello cuerpo el pasto supremo
 De una bestia cuyo orgullo castigó la impiedad
 De aquella que murió el día de su blasfemia.
 
 ¡Y es desde entonces que Lesbos se lamenta,
 Y, malgrado los honores que le rinde el universo,
 Se embriaga cada noche con el grito de la tormenta
 Que lanzan hacia los cielos sus riberas desiertas!
 ¡Y es desde entonces que Lesbos se lamenta!

             

 


 
 Mujeres condenadas
Delfina e Hipólita

 

             

              

 A la pálida claridad de las lámparas mortecinas,
 Sobre profundos cojines impregnados de perfume,
 Hipólita evocaba las caricias intensas
 Que levantaran la cortina de su juvenil candor.
 
 Ella buscaba, con mirada aún turbada por la tempestad,
 De su ingenuidad el cielo ya lejano,
 Así como un viajero que vuelve la cabeza
 Hacia los horizontes azules transpuestos en la mañana.
 
 Sus ojos apagados, las perezosas lágrimas,
 El aire quebrantado, el estupor, la mohína voluptuosidad,
 Sus brazos vencidos, abandonados cual vanas armas,
 Todo contribuía, todo mostraba su frágil beldad.
 
 Tendida a sus pies, tranquila y llena de gozo,
 Delfina la cobijaba con ardientes miradas,
 Como una bestia fuerte vigilando su presa,
 Luego de haberla, desde luego, marcado con sus dientes.
 
 Beldad fuerte prosternada ante la belleza frágil,
 Soberbia, ella trasuntaba voluptuosamente
 El vino de su triunfo, y se alargaba hacia ella,
 Como para recoger un dulce agradecimiento.
 
 Buscaba en la mirada de su pálida víctima
 La canción muda que entona el placer,
 Y esa gratitud infinita y sublime
 Que brota de los párpados cual prolongado suspiro.
 
 —"Hipólita, corazón amado, ¿qué dices de estas cosas?
 Comprendes ahora que no hay que ofrendar
 El holocausto sagrado de tus primeras rosas
 A los soplos violentos que pudieran marchitarlas?
 
 Mis besos son leves como esas efímeras
 Que acarician en la noche los lagos transparentes,
 Y los de tu amante enterrarían sus huellas
 Como los carretones o los arados desgarrantes;
 
 Pasarán sobre ti como una pesada yunta
 De caballos y de bueyes con cascos sin piedad…
 Hipólita, ¡oh, hermana mía! vuelve, pues, tu rostro,
 Tú, mi alma y mi corazón, mi todo y mi mitad,
 
 ¡Vuelve hacia mí tus ojos llenos de azur y de estrellas!
 Por una sola de esas miradas encantadoras, bálsamo divino,
 De placeres más oscuros yo levantaré los velos
 ¡Y te adormeceré en un sueño sin fin!"
 
 Mas Hipólita, entonces, levantando su juvenil cabeza:
 —"Yo no soy nada ingrata y no me arrepiento,
 Mi Delfina, sufro y me siento inquieta,
 Como después de una nocturna y terrible comida.
 
 Siento fundirse sobre mí pesados terrores
 Y negros batallones de fantasmas esparcidos,
 Que quieren conducirme por caminos movedizos
 Que un horizonte sangriento cierra por doquier
 
 ¿Hemos perpetrado, entonces, un acto extraño?
 Explica, si tú puedes, mi turbación y mi espanto:
 Tiemblo de miedo cuando me dices: "¡Mi ángel!"
 Y, empero, yo siento mi boca acudir hacia ti.
 
 ¡No me mires así, tú, mi pensamiento!
 ¡Tú a la que yo amo eternamente, mi hermana dilecta,
 Aunque tú fueras una acechanza predispuesta
 Y el comienzo de mi perdición!"
 
 Delfina, sacudiendo su melena trágica,
 Y como pisoteando sobre el trípode de hierro,
 La mirada fatal, respondió con voz despótica:
 —"Entonces, ¿quién, ante el amor, osa hablar del infierno?
 
 ¡Maldito sea para siempre el soñador inútil
 Que quiso, el primero, en su estupidez,
 Apasionándose por un problema insoluble y estéril,
 A las cosas del amor mezclar la honestidad!
 
 ¡Aquel que quiera unir en un acuerdo místico
 La sombra con el ardor, la noche con el día,
 Jamás caldeará su cuerpo paralítico
 Bajo este rojo sol que llamamos amor!
 
 Ve tú, si quieres, en busca de un navío estúpido;
 Corre a ofrendar un corazón virgen a sus crueles besos;
 Y, llena de remordimientos y de horror, y lívida,
 Volverás a mí con tus pechos estigmatizados…
 
 ¡No se puede aquí abajo contentar más que a un solo amo!"
 Pero, la criatura, desahogándose en inmenso dolor,
 Exclamó de súbito: —Yo siento ensancharse en mi ser
 Un abismo abierto; ¡este abismo es mi corazón!
 
 ¡Ardiente cual un volcán, profundo como el vacío!
 Nada saciará este monstruo gimiente
 Y no refrescará la sed de la Euménide
 Que, antorcha en la mano, le quema hasta la sangre.
 
 ¡Que nuestras cortinas corridas nos separen del mundo,
 Y que la laxitud conduzca al reposo!
 Yo anhelo aniquilarme en tu garganta profunda
 Y encontrar sobre tu seno el frescor de las tumbas!"
 
 —¡Descended, descended, lamentables víctimas,
 Descended el camino del infierno eterno!
 Hundios hasta lo más profundo del abismo, allí donde todos los crímenes,
 Flagelados por un viento que no llega del cielo,
 Barbotean entremezclados con un ruido de huracán.
 Sombras locas, acudid al cabo de vuestros deseos;
 Jamás lograréis saciar vuestra furia,
 Y vuestro castigo nacerá de vuestros placeres.
 
 Jamás un rayo fugaz iluminará vuestras cavernas;
 Por las grietas de los muros las miasmas febricentes
 Fíltranse inflamándose cual linternas
 Y saturan vuestros cuerpos con sus perfumes horrendos.
 
 La áspera esterilidad de vuestro gozo
 Altera vuestra sed y enerva vuestra piel,
 Y el viento furibundo de la concupiscencia
 Hace claquear vuestras carnes como una vieja bandera.
 
 ¡Lejos de los pueblos vivientes, errantes, condenadas,
 A través de los desiertos, acudid como los lobos;
 Cumplid vuestro destino, almas desordenadas,
 Y huid del infinito que lleváis en vosotras!

             

 


 
 El leteo

 

             

              

 Ven sobre mi corazón, alma cruel y sorda,
 Tigre adorado, monstruo de aires indolentes;
 Quiero, por largo rato sumergir mis dedos temblorosos
 En el espesor de tu melena densa;
 
 En tus enaguas saturadas de tu perfume
 Sepultar mi cabeza dolorida,
 Y aspirar, como una flor marchita,
 El dulce relente de mi amor difunto.
 
 ¡Quiero dormir! ¡Dormir antes que vivir!
 En un sueño tan dulce como la muerte,
 Yo derramaré mis besos sin remordimiento,
 Sobre tu hermoso cuerpo pulido como el cobre.
 
 Para absorber mis sollozos sosegados
 Nada equiparable al abismo de tu lecho;
 El olvido poderoso mora sobre tu boca,
 Y el Leteo corre en tus besos.
 
 A mi destino, en lo sucesivo, mi delicia,
 Yo obedeceré como un predestinado;
 Mártir dócil, inocente condenado,
 Del cual el fervor atiza el suplicio,
 
 Yo absorberé, para ahogar mi tormento,
 El nepente y la buena cicuta,
 En los pezones encantadores de ese pecho agudo
 Que jamás aprisionó un corazón.

             

Para aquella que es muy alegre

 

             

             

              

 Tu cabeza, tu gesto, tu aire
 Son hermosos como un bello paisaje;
 La risa juega en tu rostro
 Como una brisa fresca en un cielo claro.
 
 Al pasajero disgusto que rozas
 Lo diluye la salud
 Que brota cual un destello
 De tus brazos y de tus hombros.
 
 Los refulgentes colores
 Con que salpicas tus vestidos
 Vuelcan en el espíritu de los poetas
 La imagen de una danza de flores.
 
 Esos trajes locos son el emblema
 De tu espíritu abigarrado;
 Loco como yo estoy,
 ¡Te odio tanto como te amo!
 
 A veces en un hermoso jardín
 Donde arrastraba mi atonía,
 He sentido, como una ironía,
 Al sol desgarrar mi pecho;
 
 Y la primavera y el verdor
 Tanto han humillado mi corazón,
 Que he purgado sobre una flor
 La insolencia de la Natura.
 
 Así yo quisiera, una noche,
 Cuando la hora de las voluptuosidades suena,
 Hacia los tesoros de tu persona,
 Como un cobarde, deslizarme sin ruido,
 
 Para castigar tu carne gozosa,
 Para magullar tu seno perdonado,
 Y hacerle a tu vientre asombrado
 Una herida ancha y profunda,
 
 Y, ¡vertiginosa dulzura!
 A través de esos labios recientes,
 Más deslumbrantes y más bellos,
 Infundirte mi veneno, ¡hermana mía!

             

 


 
 Las joyas

 

             

              

 La muy querida estaba desnuda, y, conociendo mi corazón,
 No había conservado más que sus joyas sonoras,
 De las que el rico conjunto le daba el aspecto vencedor
 Que tienen en sus días felices las esclavas de los moros.
 
 Cuando arroja danzando su ruido vivaz y burlón,
 Este mundo deslumbrante de metal y de piedra
 Me encanta extasiándome, y amo con furor
 Las cosas en que el sonido se mezcla con la luz.
 
 Así ella estaba, acostada, y dejándose amar,
 Y desde lo alto del diván sonreía complacida
 A mi amor profundo y dulce como el mar,
 Que hasta ella subía como hacia su acantilado
 
 Los ojos fijos en mí, cual un tigre domado,
 Con un aire vago y soñador ella ensayaba poses,
 Y el candor unido a la lubricidad
 Daba un encanto nuevo a sus metamorfosis.
 
 Y su brazo y su pierna y su muslo y sus riñones,
 Pulidos, como aceitados, ondulantes como un cisne,
 Pasaban ante mis ojos clarividentes y serenos;
 Y su vientre y sus senos, esos racimos de mi viña,
 
 Adelantábanse, más mimosos que los ángeles del mal,
 Para turbar el reposo en que yacía mi alma,
 Y para apartarla de la roca de cristal
 En que, serena y solitaria, ella se había asentado.
 
 Yo creí ver unidas por un nuevo diseño
 Las ancas del Antíope al busto de un imberbe,
 ¡Tanto su talle hacía resaltar su pelvis!
 ¡Sobre su tez leonada y parda el afeite estaba soberbio!,
 
 —Y habiéndose la lámpara resignado a morir,
 Como el hogar sólo iluminaba la estancia,
 Cada vez que exhalaba un resplandeciente suspiro,
 ¡Inundaba de sangre aquella piel colorida de ámbar!

             

 


 
 La metamorfosis del vampiro

 

             

             

              

 La mujer, entretanto, de su boca de fresa,
 Retorciéndose cual una serpiente sobre las brasas,
 Y estrujando sus pechos en la cárcel de su corsé,
 Dejó correr estas palabras impregnadas de almizcle:
 —"Yo, yo tengo los labios húmedos, y conozco la ciencia
 De perder en el fondo de un lecho la antigua conciencia.
 Yo enjugo todas las lágrimas sobre mis senos triunfantes,
 Y hago reír a los viejos con risa de niños.
 ¡Reemplazo, para el que me ve desnuda, y sin velos,
 La luna, el sol, el cielo y las estrellas!
 Yo soy, mi sabio querido, tan docta en voluptuosidades,
 Cuando ahogo un hombre entre mis brazos temidos,
 O cuando abandono a sus mordeduras mi busto,
 Tímida y libertina, y frágil y robusta,
 ¡Que sobre estos acolchados, desmayándose de emoción,
 Los ángeles impotentes por mí se condenarían!"
 
 Cuando hubo de mis huesos succionado toda la médula,
 Y yo lánguidamente me volví hacia ella,
 Para devolverle un beso de amor, ya no vi más
 Que un odre con los flancos viscosos, ¡todo lleno de pus!
 Cerré los dos ojos, en mi frío espanto,
 Y cuando los reabrí a la claridad viviente,
 A mi vera, en lugar del maniquí pujante
 Que parecía haber hecho provisión de sangre,
 Temblaban tan confusamente restos de esqueleto,
 Que ellos mismos producían el sonido de una veleta
 O de una muestra, al extremo del vástago de hierro,
 Que balancea el viento durante las noches de invierno.

  Galanterías

 

 

 

 

 

 

 

             El surtidor

 

             

              

 ¡Tus hermosos ojos están fatigados, pobre amante!
 Quédate mucho tiempo, sin volverlos a abrir,
 En esa postura indolente
 En que te sorprendió el placer.
 En el patio el surtidor que brota
 Y no se calla ni de noche ni de día,
 Entretiene dulcemente el éxtasis
 En que, en esta tarde me sumió el amor.
 
 El haz desparramado
 En mil flores,
 Donde Febo gozoso
 Pone sus colores,
 Cae cual una lluvia
 De prolongadas lágrimas.
 
 Así tu alma que enciende
 El ardiente rayo de las voluptuosidades
 Se arroja, rápida y atrevida,
 Hacia la amplitud de los cielos encantados.
 Luego, ella se derrama moribunda,
 En una oleada de triste languidez,
 Que por una invisible pendiente
 Desciende hasta el fondo de mi corazón.
 
 El haz desparramado
 En mil flores,
 Donde Febo gozoso
 Pone sus colores,
 Cae cual una lluvia
 De prolongadas lágrimas.
 
 ¡Oh tú a quien la noche torna tan bella,
 Qué dulce me es, inclinando sobre tus senos,
 Escuchar la queja eterna
 Que solloza en las fuentes!
 Luna, agua sonora, noche bendita,
 Árboles que tembláis alrededor,
 Vuestra pura melancolía
 Es el espejo de mi amor.
 
 El haz desparramado
 En mil flores,
 Donde Febo gozoso
 Pone sus colores
 Cae como una lluvia
 De prolongadas lágrimas.

             


 


  Los ojos de Berta

              

  Puedes despreciar los ojos más célebres,
 ¡Bellos ojos de mi niña, por donde se filtra y huye
 Yo no se qué de bueno, de suave como la noche!
 ¡Bellos ojos, volcad sobre mí vuestras deliciosas tinieblas!
 
 ¡Grandes ojos de mi niña, arcanos adorados,
 Os parecéis mucho a esas grutas mágicas
 Donde, detrás del montón de sombras letárgicas,
 Centellean vagamente tesoros ignorados!
 
 ¡Mi niña tiene ojos oscuros, profundos y enormes,
 Como tú, Noche inmensa, iluminados como tú!
 Los fuegos son estos pensamientos de Amor, mezclados de Fe,
 Que chispean en el fondo, voluptuosos o castos.

              

              

 


             Himno

 

             

              

 A la amadísima, a la muy hermosa
 Que colma mi corazón de claridad,
 Al ángel, al ídolo inmortal,
 ¡Salve en la inmortalidad!
 
 Ella se derrama en mi vida
 Como un soplo impregnado de sal,
 Y en mi alma insaciable
 Vierte el sabor de lo Eterno.
 
 Sachet siempre fresco que perfuma
 La atmósfera de un caro refugio,
 Incensario siempre lleno que humea
 En secreto a través de la noche,
 
 ¿Cómo, amor incorruptible,
 Expresarte con veracidad?
 ¡Grano de almizcle que yaces, invisible,
 En el fondo de mi eternidad!
 
 A la buenísima a la muy hermosa,
 Que me infunde alegría y salud,
 Al ángel, al ídolo inmortal
 ¡Salve en la inmortalidad!

              

             

 


 
 Las promesas de un rostro

 

             

 

             (A mademoiselle A… )

 

             

             
 Yo amo, ¡oh, pálida beldad!, tus pestañas entornadas,
 De las que parecen derramarse las tinieblas;
 Tus ojos, bien que renegridos, me inspiran ideas
 Que no son del todo fúnebres.
 
 Tus ojos, que concuerdan con tus negros cabellos,
 Con tu melena elástica,
 Tus ojos, lánguidamente, me dicen: "Si tú quieres,
 Amante de la musa plástica,
 
 Seguir la esperanza que en ti hemos excitado,
 Y todos los gustos que tú profesas,
 Podrás comprobar nuestra veracidad
 Desde el ombligo hasta las nalgas;
 
 Encontrarás en la punta de ambos senos bien abundantes,
 Dos grandes medallones de bronce,
 Y bajo un vientre terso, suave como de terciopelo,
 Bistre como en la piel de un bonzo,
 
 Un abundante vellón que, verdaderamente, es hermano
 De esta enorme cabellera,
 Suave y rizada, y que te iguala en espesor,
 Noche sin estrellas, ¡Noche oscura!"

             

El monstruo o el paraninfo de una ninfa macabra

 

             

              

 

             I

 

             

              
 
 En verdad, tú no eres, mi bienamada,
 Lo que Veuillot denomina una chiquilla.
 El juego, el amor, la buena comida,
 Hierven en ti, ¡viejo caldero!
 Ya no eres más fresca, amada mía,
 
 ¡Mi vieja infanta! Y, empero,
 Tus correrías insensatas
 Te han dado este brillo abundante
 De las cosas que, muy gastadas,
 Todavía seducen.
 
 Yo no encuentro monótono
 El verdor de tus cuarenta años;
 ¡Prefiero tus frutos, Otoño,
 A las flores banales de la Primavera!
 ¡No! ¡Jamás eres monótona!
 
 Tu osamenta tiene atractivos
 Y gracias particulares;
 Yo encuentro extrañas especias
 En la cavidad de tus dos saleros;
 ¡Tu osamenta tiene atractivos!
 
 ¡Befa de amantes ridículos
 Del melón y de la calabaza!
 Yo prefiero tus clavículas
 A las del rey Salomón,
 ¡Y compadezco a esa gente ridícula!
 
 Tus cabellos, como un casco azul,
 Sombrean tu frente de guerrera,
 Que no piensa ni se abochorna mucho,
 Y además se escapan por detrás,
 Cual las crines de un casco azul.
 
 Tus ojos, que parecen lodo
 Donde brilla algún fanal,
 Reavivados con el colorete de tu mejilla,
 ¡Lanzan un destello infernal!
 ¡Tus ojos son negros como el lodo!
 
 Por su lujuria y su desdén
 Tu labio amargo nos provoca;
 Este labio, es un Edén
 Que nos atrae y que nos choca.
 ¡Qué lujuria! ¡y cuánto desdén!
 
 Tu pierna musculosa y seca
 Sabe trepar hasta lo alto de los volcanes,
 Y, malgrado la nieve y los desechos,
 Bailar los más fogosos cancanes.
 Tu pierna es musculosa y seca;
 
 Tu piel ardiente y áspera,
 Como la de los viejos gendarmes,
 No conoce más el sudor
 Así como tus ojos ignoran las lágrimas.
 (¡Y, empero, tiene su suavidad!)

 

             
 
 II

 

             

             
 
 ¡Tonta! ¡Te vas directamente al Diablo!
 De buen grado yo iría contigo,
 Si esa velocidad espantosa
 No me causara cierta emoción.
 ¡Vete, pues, sola, al Diablo!
 
 Mi riñón, mi pulmón, mi corva
 No me permiten más rendir homenaje
 A este Señor, como convendría.
 "¡Ay de mí! ¡Realmente es una lástima!"
 Dicen mi riñón y mi corva.
 
 ¡Oh! Sinceramente yo siento
 No concurrir a los sabats,
 Para ver, cuando pedorrea el azufre,
 ¡Cómo tú le besas su culo!
 ¡Oh! ¡Sinceramente yo sufro!
 
 Estoy endiabladamente afligido
 De no ser tu antorcha,
 Y de pedirte licencia,
 ¡Llama infernal! Juzga, querida mía,
 Cuánto he de estar afligido,
 
 Pues que, desde largo tiempo yo te amo,
 ¡Siendo tan lógico! En efecto,
 Queriendo del Mal buscar la crema
 Y no amar sino un monstruo perfecto,
 ¡Verdaderamente, sí! Viejo monstruo, ¡yo te amo!

             

Alabanzas de mi Francisca

 

             

              

  Yo te cantaré sobre cuerdas nuevas,
 ¡Oh, mi pequeña corza que te complaces
 En la soledad de mi corazón!
 
 Que te engalanen las guirnaldas,
 ¡Oh, mujer delicada
 Que de los pecados nos redimes!
 
 Como de un bienhechor Leteo,
 Yo extraeré besos tuyos,
 Que están impregnados de amor.
 
 Cuando la tempestad de los vicios
 Turbaba todos los caminos,
 Tú apareciste, Deidad,
 
 Como estrella salvadora
 En los naufragios amargos…
 —¡Yo ofrendaré mi corazón en tus altares!
 
 Piscina desbordante de virtud,
 Fuente eterna de Juvencio,
 ¡Vuélveles la voz a mis labios mudos!
 
 Lo que era vil, tú lo has quemado;
 Ruda, tú lo has allanado,
 Débil, tú lo has afirmado.
 
 En el hambre mi albergue,
 En la noche mi lámpara,
 Guíame siempre como es debido.
 
 Agrega ahora fuerzas a mis fuerzas.
 ¡Dulce baño perfumado
 Por los más suaves aromas!
 
 Brilla alrededor de mis riñones
 ¡Oh, cinturón de castidad,
 Templado en agua seráfica!;
 
 Patera centelleante de gemas,
 Pan realzado de sal, manjar delicado,
 Vino divino, ¡Francisca!

             

 


 
 
 Epígrafes

 

 

 

 

 

 

 

             Versos para el retrato de Monsieur Honoré Daumier

 

             

              

 Este del cual te ofrendamos la imagen,
 Y cuyo arte, sutil entre todos,
 Nos enseña a reír,
 Este, lector, es un sabio.
 
 Es un satírico, un burlón;
 Pero, la energía con la cual
 El pinta el Mal y su secuela,
 Prueba la belleza de su corazón.
 
 Su risa no es la mueca
 De Melmoth o de Mefisto
 Bajo la tea viviente de Alecto
 Que nos desgarra, pero que nos hiela.
 
 Su risa, ¡ah! de la alegría
 No es más que la dolorosa carga;
 ¡La suya brilla, franca y amplia,
 Cual un signo de su bondad!

              

              

 

             Lola de Valencia
 Inscripción para un cuadro de Manet

 

             

              

 Entre tantas beldades como por todas partes puédense ver,
 Yo comprendo bien, amigos, que el deseo vacile;
 Pero sí se ve brillar en Lola de Valencia
 El encanto inesperado de una joya rosada y negra.

              

              

              

 

             Sobre "Tasso en la prisión"
De Eugenio Delacroix'' 

 

             

              

           

 

 El poeta en el calabozo, mal vestido, mal calzado,
 Desgarrando compulsivo bajo su pie un manuscrito,
 Mide con una mirada que la demencia inflama
 La escalera vertiginosa donde se abisma su alma.
 
 Las risas embriagadoras que colman la prisión
 Hacia lo extraño y lo absurdo incitan su razón;
 La Duda lo rodea, y el Miedo ridículo,
 Horroroso y multiforme, alrededor de él circula.
 
 Genio encerrado en un cuchitril malsano,
 Estas muecas, esos gritos, esos espectros de los que el enjambre
 Revolotea cual torbellino, amotinado detrás de su oreja,
 
 Este soñador que el horror de su yacija despierta,
 ¡He aquí tu emblema, Alma de los sueños oscuros,
 Que la Realidad ahoga entre sus cuatro muros!

              

             

 


 
 
 Piezas diversas

 

 

 

 

 

 

 

             La voz

 

             

              

             

 Mi cuna se adosaba a la biblioteca,
 Babel sombría, donde novela, ciencia, romance,
 Todo, la ceniza latina y el polvo griego,
 Se mezclaban. Yo era alto como un infolio.
 Dos voces me hablaban. La una, insidiosa y firme,
 Decía: "La Tierra es un pastel colmado de dulzura;
 Yo puedo (¡Y tu placer entonces no tendrá término!)
 Procurarte un apetito de igual grosor."
 Y la otra: "¡Ven! ¡oh! ven viajero en los sueños,
 Más allá de lo posible, más allá de lo conocido!"
 Y ésta cantaba como el viento de las plazas,
 Fantasma gemebundo, no se sabe de dónde venido,
 Que acaricia el oído y empero lo espanta.
 Yo respondí: "¡Sí! ¡Dulce voz!" Es desde entonces
 Que data lo que se puede, ¡ah! llamar mi llaga
 Y mi fatalidad. Detrás de las decoraciones
 De la existencia inmensa, en lo más negro del abismo,
 Veo distintamente mundos singulares,
 Y, de mi clarividencia, extática víctima,
 Arrastro serpientes que muerden mis zapatos.
 Y es desde entonces que, semejante a los profetas,
 Amo tan tiernamente el desierto y la mar;
 Que río en los duelos y lloro en los festejos,
 Y encuentro un gusto suave al vino más amargo;
 Que tomo con frecuencia los hechos por mentiras,
 Y que, los ojos hacia el cielo, caigo en los agujeros.
 Pero, la voz me consuela y dice: "Guarda tus sueños;
 ¡Los sabios no los tienen tan hermosos como los locos!"

             

 


 
 Lo imprevisto

 

             

              

             

 Harpagón, que velaba a su padre agonizante
 Se dice, soñador, ante esos labios ya blanquecinos:
 "¿Tenemos en el granero una cantidad suficiente,
 Me parece, de viejos tablones?"
 
 Celimena, arrullante, dice: "Mi corazón es bueno,
 Y naturalmente, Dios me ha hecho muy bella".
 —¡Su corazón! ¡Corazón endurecido, ahumado como un jamón,
 Recocido en la llama eterna!
 
 ¡Un gacetillero fumista, que se cree una antorcha,
 Dice al pobre, al cual ha sumido en las tinieblas:
 "¿Dónde, pues, percibes tú, a ese creador de Belleza,
 Este Desfacedor de entuertos que tú celebras?"
 
 Mejor que todos, conozco cierto voluptuoso
 Que bosteza noche y día y se lamenta y llora,
 Repitiendo, impotente y fatuo: "¡Sí, yo quiero
 Ser virtuoso, dentro de una hora!"
 
 El reloj, a su turno, dice en voz baja: "¡Está maduro
 El condenado! Yo no advertí en vano la carne infecta.
 El hombre está ciego, sordo, frágil como un muro
 Que habita y que roe un insecto!"
 
 Y por otra parte, Alguien que parece, habían todos negado,
 Y que les dijo, burlón y fiero: "En mi copón,
 ¿No habéis, creo, con exceso comulgado,
 En la jovialidad de la Misa negra?
 
 Cada uno de vosotros me ha erigido un templo en su corazón;
 ¡Habéis, en secreto, besado mi trasero inmundo!
 ¡Reconoced a Satán en su risa vencedor,
 Enorme y feo como el mundo!
 
 ¿Habéis, pues, creído, hipócritas sorprendidos,
 Que se hace befa del amo, y que con él se trampea,
 Y que es natural recibir dos premios,
 Ir al Cielo y ser rico?
 
 Es preciso que la caza se pague el viejo cazador
 Que se aburrió largo tiempo acechando la presa.
 Yo voy a conduciros a través de la espesura,
 Camaradas de mi triste júbilo,
 
 A través del espesor de la tierra y de la roca,
 A través del montón confuso de vuestra ceniza,
 Hasta un palacio tan grande como yo, de un solo bloque,
 Y que no es de piedra deleznable,
 
 Porque ha sido erigido con el universal Pecado,
 Y contiene mi orgullo, mi dolor y mi gloria!"
 —Entretanto, en lo más alto del universo, encumbrado
 Un ángel proclama la victoria
 
 De aquellos cuyo corazón dice: "¡Que bendito sea tu látigo,
 Señor! ¡Que el dolor, oh, Padre, sea bendito!
 Mi alma entre tus manos no es un vano juguete,
 Y tu prudencia es infinita."
 
 El son de la trompeta es tan delicioso,
 En las tardes solemnes de celestiales vendimias,
 Que se infiltra como un éxtasis en todos aquellos
 De quienes ella entona las alabanzas.

             

 



 El rescate

 

             

              

             

 El hombre tiene, para pagar su rescate,
 Dos campos de toba profundos y ricos,
 Que es preciso que remueva y desmonte
 Con el hierro de la razón;
 
 Para obtener la menor rosa,
 Para arrancar algunas espinas,
 Lágrimas amargas de su frente gris
 Sin cesar es preciso que riegue;
 
 Uno es el Arte, y el otro el Amor.
 —Para rendir el juicio propicio,
 Cuando de la estricta justicia
 Aparezca el día terrible día,
 
 Será preciso mostrarle granjas
 Repletas de mieses, y de flores
 Cuyas formas y colores
 Ganen el sufragio de los Ángeles.

             

 


 
 A una malabaresa

 

             

             

              

             

 Tus pies son tan finos como tus manos, y tu cadera
 Es amplia como para dar envidia a la más bella blanca;
 Para el artista indolente tu cuerpo es suave y caro;
 Tus grandes ojos aterciopelados son más negros que tu carne.
 En las tierras cálidas y azules donde tu Dios te ha hecho carne,
 Tu tarea es la de encender la pipa de tu amo,
 Colmar los frascos de aguas frescas y de perfumes,
 Arrojar lejos del lecho los mosquitos vagabundos,
 Y, en cuanto la mañana hace cantar los plátanos,
 Comprar en el bazar ananás y bananas.
 Todo el día, donde quieres, llevas tus pies desnudos
 Y canturreas muy bajo viejas canciones desconocidas;
 Y cuando cae la tarde con su manto escarlata,
 Posas suavemente tu cuerpo sobre una estera,
 Donde tus sueños flotantes están llenos de colibríes,
 Y siempre, como tú, son graciosos y floridos.
 ¿Para qué, niña afortunada, quieres ver nuestra Francia,
 Este país pobladísimo al que siega el sufrimiento,
 Y, confiando tu vida a los brazos fuertes de los marineros.
 Te despides para siempre de tus queridos tamarindos?
 Tú, vestida a medias por muselinas frágiles,
 Temblorosa allá, bajo la nieve y el granizo,
 ¡Cómo llorarías tus ocios dulces y francos,
 Si, el corsé brutal aprisionando tus flancos,
 Tuvieras que espigar tu cena en nuestros fangos,
 Y vender el perfume de tus encantos extraños,
 Indolente la mirada, y siguiendo, en nuestras sucias neblinas,
 De los cocoteros amados los fantasmas dispersos!
 
 Amor de lo ignoto, jugo de la antigua manzana,
 Ancestral perdición de la mujer y del hombre,
 ¡Oh, curiosidad! siempre les harás
 Desertar como hacen los pájaros, esos ingratos,
 Del techo que han perfumado los ataúdes de sus padres,
 Hacia un lejano espejismo y cielos menos propicios.

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