En apenas diez
años, desde las primeras entregas de El Duende Satírico del Día (1828) hasta el
pistoletazo con que puso fin a su vida (1837), Mariano José de Larra escribió,
con el nombre común de «artículos» y un uso inconfundible del subjetivismo y de
la ironía, la prosa de ideas más penetrante de su siglo, en la que conviven
formas, géneros y modos como el ensayo, la crítica literaria, la sátira
política, la parodia, la narración costumbrista o la carta ficticia.
Mariano José de Larra
Fígaro
Artículos
Título original: Fígaro
Mariano José de
Larra, 1837
Diseño de portada:
José Gutiérrez de la Vega
Mi
nombre y mis propósitos
Figaro.
—… Ennuyé de moi, dégoûté des autres… supérieur aux événements, loué par
ceux-ci, blâmé par ceux-là; aidant au bon temps, supportant le mauvais; me
moquant des sots, bravant les méchants… vous me voyez enfin…
Le comte; Qui t’a donné
une philosophie aussi gaie?
Figaro.- L’habitude du
malheur. Je me presse de rire de tout, de peur d’être obligé d’en pleurer.
Beaumarchais - Le barbier
de Séville, act. I.
Mucho tiempo hace
que tenía yo vehementísimos deseos de escribir acerca de nuestro teatro, no
precisamente porque más que otros le entienda, sino porque más que otros
quisiera que llegasen todos a entenderle. Helo dejado siempre, porque dudaba
las unas veces de que tuviésemos teatro, y las otras de que tuviese yo
habilidad; cosas ambas a dos que creía necesarias para hablar de la una con la
otra.
Otras dudillas
tenía además: la primera, si me querrían oír; la segunda, si me querrían
entender; la tercera, si habría quien me agradeciese mi cristiana intención, y
el evidente riesgo en que claramente me pusiera de no gustar bastante a los
unos y disgustar a los otros más de lo preciso.
En esta no
interrumpida lucha de afectos y de ideas me hallaba, cuando uno de mis amigos
(que algún nombre le he de dar) me quiso convencer, no sólo de que tenemos
teatro, sino también de que tengo habilidad; más fácilmente hubiera creído lo
primero que lo segundo, pero él me concluyó diciendo: que en lo de si tenemos
teatro, yo era quien debía de decírselo al público; y en lo de si tengo
habilidad para ello, que el público era quien me lo había de decir a mí. Acerca
del miedo de que no me quieran oír, asegurome muy seriamente que no sería yo el
primero que hablase sin ser oído, y que como en esto más se trataba de hablar
que de escuchar, más preciso era yo que mi auditorio.
—Ridículo es
hablarme añadió —no habiendo quien oiga; pero todavía sería peor oír sin haber
quien hable.
Acerca de si me
querrían entender, me tranquilizó afirmándome que en los más no estaría el daño
en que no quisiesen, sino en que no pudiesen. Y en lo del riesgo de gustar poco
a unos y disgustar mucho a otros:
—¡Pardiez! —me
dijo— que os embarazáis en casos de poca monta. Si hubieren cuantos escriben de
pararse en esas bicocas, no veríamos tantos autores que viven de fastidiar a
sus lectores; a más de quedaros siempre el simple recurso de disgustar a los
unos y a los otros, dejándolos a todos iguales; y si os motejan de torpe, no os
han de motejar de injusto.
Desvanecidas de
esta manera mis dudas, quedábame aún que elegir un nombre muy desconocido que
no fuese mío, por el cual supiese todo el mundo que era yo el que estos
artículos escribía; porque esto de decir, yo soy fulano, tiene el inconveniente
de ser claro, entenderlo todo el mundo y tener visos de pedante; y aunque uno
lo sea, bueno es, y muy bueno, no parecerlo. Díjome el amigo que debía de
llamarme Fígaro, nombre a la par sonoro y significativo de mis hazañas, porque
aunque ni soy barbero, ni de Sevilla, soy, como si lo fuera, charlatán, enredador
y curioso además, si los hay. Me llamo, pues, Fígaro; suelo hallarme en todas
partes; tirando siempre de la manta y sacando a la luz del día defectillos
leves de ignorantes y maliciosos; y por haber dado en la gracia de ser ingenuo
y decir a todo trance mi sentir, me llaman por todas partes mordaz y satírico;
todo porque no quiero imitar al vulgo de las gentes que, o no dicen lo que
piensan, o piensan demasiado lo que dicen.
Paréceme que por
hoy habré hecho lo bastante si me doy a conocer al público yo y mis
intenciones. El teatro será uno de mis objetos principales, sin que por eso
reconozca límites ni mojones determinados mi inocente malicia, y para que se
vea que no soy tan satírico como dan en suponerlo; mil pequeñeces habrá que
deje a un lado continuamente, y que muy de tarde en tarde haré entrar en la
jurisdicción de mi crítica.
Con respecto, por
ejemplo, a los actores, y sobre todo a los nuevos que nos van dando
continuamente, y los cuales todos daría el público de buena gana por uno solo
mediano, ya me guardaría yo muy bien de fundar sobre ellos una sola crítica
contra nuestro ilustrado ayuntamiento. Acaso rija en los teatros la idea de
aquel famoso general, de cuyo nombre no me acuerdo, si bien he de contar el
lance que los actores, muchos, pero malos, me recuerdan.
Hallábase con su
gente este general en su posición, y recibió aviso de que se acercaba a más
andar el enemigo.
—Mi general —le
dijo su edecán—, ¡el enemigo!
—¿El enemigo, eh?
—preguntó el general—. Déjele usted que se acerque.
—¡Señor, que ya se
le ve! —dijo de allí a un rato el edecán.
—Cierto, ¡ya se le
ve!
—¿Y qué hacemos,
mi general? —añadió el edecán.
—Mire usted
—contestó el general, como hombre resuelto—, mande usted que le tiren un
cañonazo, veremos cómo lo toma.
—¿Un cañonazo, mi
general? —dijo el edecán—. Están muy lejos aún.
—No importa, un
cañonazo he dicho —repuso el general.
—Pero, señor
—contestó el edecán despechado—, un cañonazo no alcanza.
—¿No alcanza?
—interrumpió furioso el general con tono de hombre que desata la dificultad—,
¿no alcanza un cañonazo?
—No, señor, no
alcanza —dijo con firmeza el edecán.
—Pues bien
—concluyó su excelencia—, que tiren dos.
Eso decimos por
acá. Darle un actor malo al público a ver cómo lo toma. ¿No alcanza, no gusta?,
darle dos.
Menos diré, por
consiguiente, que tanto los nuevos como los viejos creen que su oficio es
oficio de memoria, y que puede asegurarse sin escrúpulo de conciencia que los
más dicen sus papeles, pero no los hacen, porque acaso nuestros actores se
lleven la idea de un loco que vivía en Madrid, no hace mucho, solo en su cuarto
y sin consentir comunicación con su familia. Movido de los ruegos de ésta,
fuele a visitar un amigo, y en el desorden de su cuarto notó entre otras cosas
que no debía de hacer nunca su cama; tal estaba ella de malparada.
—¿Pero es posible,
señor don Braulio —le dijo el amigo al loco—, es posible que ni ha de consentir
usted que hagan su cama, ni la ha de hacer usted, ni?…
—No, amigo, no; es
mi sistema.
—¿Pero qué
sistema?
—Tengo razones.
—¿Razones?
—No, amigo
—respondió el loco—, no haré mi cama, no la haré, —y acercándosele al oído,
añadió con aire misterioso—; «no la hagas y no la temas».
A este refrán se
atienen, sin duda, nuestros cómicos cuando no hacen una comedia. No hacemos la
comedia, dicen como el loco, porque «no la hagas y no la temas».
Pues tan comedido
como con los teatros, he de ser, poco más o menos, con todas las demás cosas.
Ni pudiera ser de otra suerte; en política, sobre todo, y en puntos que atañen
al gobierno, ¿qué pudiera hacer un periodista sino alabar? Como suelen decir,
esto se hace sin gana, y si ya desde hoy no nos soltamos a encomiarlo todo de
una vez, es porque somos como cierto sujeto de Úbeda, cuyo caso no he de callar
por vida mía, mas que en cuentos y relatos me llame el lector pesado.
Había llamado el
tal a un pintor, y mandándole hacer un cuadro de las Once mil vírgenes, y el
contrato había sido darle un ducado por virgen, que por cierto no fue caro.
Llevó el pintor el cuadro al cabo de cierto tiempo, pero era claro que ni
cupieran once mil cuerpos en un lienzo, ni había para qué ponerlas todas;
había, pues, imaginado el pintor de Úbeda figurar un templo de donde iban
saliendo, y así sólo podrían contarse alguna docena en primer término, dos o
tres docenas en segundo, e infinidad de cabezas que de las puertas salían.
Contó callandito el aficionado a vírgenes las que alcanzaba a ver, y preguntole
en seguida al artista cuánto valía el cuadro conforme al contrato. Respondiole
aquel, que claro estaba: que once mil ducados.
—¿Cómo puede ser
eso? —le repuso el que había de pagar—, si aquí no cuento yo arriba de cien
cabezas.
—¿No ve vuestra
merced —contestó el pintor—, que las demás están en el templo y por eso no se
ven? Pero…
—¡Ah!, pues
entonces —concluyó el aficionado—, tome vuestra merced por hoy esos cien
ducados que corresponden a las que han salido, y con respecto a las demás yo se
las iré pagando a vuestra merced conforme vayan saliendo.
Vaya, pues,
haciendo nuestro ilustrado gobierno de las suyas, que conforme ellas vayan
saliendo, nosotros se las iremos alabando.
Así que, me iré
muy a la mano en estas y en todas las materias, y antes de pronunciar que hay
una sola cosa reprensible, veré cómo y cuándo, y a quien lo digo, asegurando
desde ahora que no sé qué ángel malo me inspira esta maldita tentación de
reformar, y que entro en esta obligación con la misma disposición de ánimo que
tiene el soldado que va a tomar una batería.
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