viernes, 7 de abril de 2023

Yo Servi Al Rey De Inglaterra Bohumil Hrabal FRAGMENTO.

 




             En la década de 1930, en Praga, un joven aprendiz de camarero, Jan, logra su primer trabajo dispuesto a convertirse en dueño de un hotel e ingresar en el selecto club de los millonarios. Listo y ambicioso, todo lo supeditará a alcanzar el éxito y el reconocimiento social. Pero el punto de vista de Jan es a menudo equivocado: se casa con una alemana que adora a Hitler justo cuando las tropas nazis entran en Praga, y se convierte en millonario justo cuando en su país se implanta el comunismo.

Con un brillante sentido del humor y escenas hilarantes, Hrabal nos cuenta las picarescas peripecias del joven camarero quien, como el buen soldado Svejk, pone en evidencia el absurdo de la vida cotidiana y de los personajes con los que se encuentra. Como Svejk, la aparente idiotez de Jan esconde una aguda inteligencia que le permite sobrevivir a los acontecimientos históricos más dramáticos del siglo XX: la invasión nazi de su país, la Segunda Guerra Mundial y la llegada del comunismo.

Comedia y melancolía, ambición y resignación, se mezclan en esta novela inolvidable coronada con un bellísimo final.

Como ha dicho de Hrabal su traductora y biógrafa, Monika Zgustova, “ninguno de sus lectores puede resistirse a la magia de su narración en primera persona y al atractivo de sus personajes inauditos, estrafalarios, originales, esos quijotes de la cotidianidad”.

Con la publicación de esta nueva traducción de Yo serví al rey de Inglaterra, Galaxia Gutenberg inicia la recuperación en español de las mejores obras de Bohumil Hrabal, considerado por Milan Kundera como el mejor escritor checo contemporáneo.

 


1
 Un vaso de granadina

 

Escuchad bien lo que voy a contaros.

Apenas había llegado al hostal Praga Ciudad Dorada, cuando el patrón me tiró de la oreja izquierda y me dijo: Serás el mozo del restaurante, ¿de acuerdo? ¡Recuerda, no has visto nada, no has oído nada! ¡Repítelo! Así pues repetí que en aquel restaurante no debía ver ni oír nada. Entonces el patrón me tiró de la oreja derecha: Pero grábate en la memoria que tienes que verlo y oírlo todo. ¡Repítelo! Sorprendido, repetí que lo vería y oiría todo. Así fue como empecé. Cada día a las seis nos reunían en el comedor del restaurante, como si fueran a pasar revista a la tropa: a un lado de la alfombra estábamos el maître, los camareros y yo, en el extremo, insignificante como corresponde a un botones; al otro lado se colocaban los cocineros, las camareras, las mujeres de la limpieza y la mujer que friega los platos; el patrón pasaba entre unos y otros y comprobaba si las camisas, los cuellos y el frac estaban inmaculados, que no les faltase ningún botón, que lleváramos los zapatos enlustrados, se inclinaba para olfatear si nos habíamos lavado los pies y al fin decía: Buenos días señoras, buenos días señores… Y desde aquel momento no debíamos hablar con nadie; los camareros me enseñaron a envolver los cubiertos con una servilleta, yo me dedicaba a limpiar los ceniceros y a mi obligación de cada mañana: lavar el recipiente metálico con el que llevaba las salchichas calientes para venderlas en la estación del tren; me lo había enseñado el que ejercía de mozo antes que yo y que lo dejó para convertirse en camarero; cuántas veces rogó que le permitieran continuar vendiendo salchichas en la estación, a mí me parecía extraño, pero después lo comprendí y también empecé a preocuparme para poder recorrer todo el tren con las salchichas calientes. Y es que cada día me sucedía la historia siguiente: servía a un viajero un bocadillo de salchichas que costaba una corona con ochenta, pero el viajero tenía sólo un billete de veinte o cincuenta coronas, entonces yo fingía no disponer de cambio, aunque tenía los bolsillos repletos de monedas, continuaba vendiendo hasta que el viajero subía al tren y con los codos se abría camino hasta la ventanilla para sacar el brazo, mientras yo poco a poco me libraba del bote de salchichas y removía las monedas en el bolsillo; el viajero gritaba que me podía quedar con la calderilla, pero que procurara sobre todo devolverle los billetes, y yo, con toda la calma del mundo, buscaba los billetes en el bolsillo, el ferroviario silbaba mientras yo los sacaba pausadamente; así que el tren arrancaba, me ponía a correr y cuando el convoy ya iba a toda marcha, yo levantaba el brazo, de forma que el viajero asomado por la ventanilla casi podía tocar los billetes con la punta de los dedos; algunos se abalanzaban de tal manera que los demás viajeros tenían que sujetarles por las piernas; en una ocasión, uno se golpeó la cabeza con un poste, pero entonces sus dedos ya se alejaban y yo me quedaba allí, resoplando igual que una locomotora y con el brazo extendido, con el dinero en la mano, dinero mío porque los viajeros no volvían casi nunca a reclamar el cambio; de esta forma yo iba ahorrando, cada fin de mes contaba con unos cuantos cientos de coronas, un día llegué a reunir mil, pero ya que cada mañana a las seis y cada noche antes de acostarme el patrón venía a comprobar si me había lavado los pies y si a las doce ya estaba en la cama, me vi obligado a desplegar la táctica de no oír nada pero oírlo todo a mi alrededor, y de no ver nada pero verlo todo, principalmente veía el orden y la disciplina que el patrón había establecido, y su satisfacción al vernos atemorizados por su rigidez; imaginad que la cajera fuera al cine con uno de los camareros: ¡eso le hubiera valido un despido seguro! También empezaba a conocer a los clientes fijos que tenían mesa reservada, cada día debía limpiar sus vasos, cada uno tenía su número y su signo, uno con un ciervo, otro con violetas o con un pueblecillo, había vasos cuadrados y redondos, una jarra de barro con las letras HB, que provenía de lejos, de Munich; la clientela fija venía cada tarde: el notario, el jefe de estación, el juez, el veterinario, el director de la escuela de música y el industrial Jína; yo les ayudaba a sacarse y ponerse el abrigo, cuando repartía la cerveza debía servir cada vaso a su dueño, y me quedaba maravillado al ver cómo aquellos ricos perdían una tarde tras otra discutiendo si en las afueras de la ciudad había una pasarela, al lado de la cual, hacía treinta años, hubo un chopo: uno decía que antes no había ninguna pasarela, en cambio el chopo, sí, otro decía que nunca hubo ni un chopo ni una pasarela, sólo un tablón con una barandilla… y con esta animada conversación se divertían toda la tarde, los de un lado de la mesa gritaban que había una pasarela, pero no un chopo, los del otro les devolvían la pelota afirmando que hubo un chopo, pero nunca una pasarela, y al final todo el mundo estaba más contento que unas pascuas: gritando y discutiendo la cerveza entraba mejor; otra tarde batallaban para aclarar cuál era la mejor cerveza de Bohemia, uno decía que la de Protivín, otro que la de Vodňany, un tercero que la de Pilsen, un cuarto que la de Nymburk; se peleaban y gritaban, pero en el fondo se querían, y si vociferaban era para hacer algo, para matar el tiempo, para pasar la tarde de algún modo… Un día, mientras yo les servía sus jarras de cerveza, el jefe de estación se inclinó y dijo en voz baja que habían visto al veterinario con las chicas de El Paraíso, que se quedó con Jaruška, entonces el director del instituto murmuró que el veterinario sí había estado, pero no el jueves, sino el miércoles y no con Jaruška, sino con Vlasta, y pasaron la tarde hablando de las chicas de El Paraíso y de los que iban y de los que no habían ido nunca; yo oía todo lo que hablaban, pero me daba igual, no me preocupaba por tonterías como si en las cercanías de la ciudad hubo un chopo o una pasarela, o un chopo sin pasarela, o una pasarela sin chopo, o si era mejor la cerveza de Bráník o la de Protivín, yo no quería ver ni oír nada, lo único que me habría gustado era visitar aquella casa de El Paraíso. A partir de entonces ahorraba más que nunca, vendía salchichas calientes con el claro objetivo de poder ir un día a El Paraíso, por eso aprendí a dar pena en el andén, y pequeño como era los viajeros indicaban con un gesto la intención de dejarlo y me decían que me quedara con el cambio; creían que era un huérfano. Ideé un plan de batalla: un día, después de que el patrón comprobara que yo tenía los pies limpios, saltaría por la ventana de mi habitación e iría a El Paraíso. En el Praga Ciudad Dorada, aquella jornada empezó de una forma muy alterada. Un poco antes de la hora de comer entró un grupo de gitanos, iban bien vestidos y ya que eran caldereros, tenían dinero y pedían los mejores platos; siempre que pedían más platos enseñaban el dinero. El director de la escuela de música estaba sentado cerca de la ventana y leía un libro, pero como los gitanos hablaban a gritos, se cambió a una mesa en el centro del restaurante y continuó leyendo, el libro debía de ser muy interesante porque el director no paraba de leer ni mientras iba de una mesa a otra, leía cuando se inclinaba para sentarse, leía y con la mano buscaba la silla. Entretanto yo lavaba los vasos de los clientes fijos, los miraba a contraluz, tenía poco trabajo porque era última hora de la mañana y había pocos clientes, que además pidieron platos sencillos: una sopa y un estofado; los camareros siempre debíamos simular que estábamos atareados, por eso yo limpiaba una y otra vez y los camareros ponían orden en los cubiertos ya ordenados… Cuando miraba a contraluz un vaso en el que ponía Praga Ciudad Dorada, vi por la ventana un grupo de gitanos con mala pinta que corrían hacia nuestro restaurante, hacia el Praga Ciudad Dorada; en el pasillo debieron de sacar los puñales y lo que pasó después fue horrible: se pusieron frente a los gitanos que estaban en la mesa, y éstos, como si ya los estuvieran esperando, dieron un salto y cogieron las mesas del restaurante para ponérselas de coraza, pero aun así dos de ellos no tardaron en caer boca abajo con un puñal clavado en la espalda, y los del clan de los puñales venga pinchar y llenar de cortes manos, mesas y lo que se les ponía por delante. Las mesas estaban llenas de sangre, pero el director de la escuela de música continuaba leyendo su libro con una sonrisa en los labios, los rayos de la tormenta gitana no caían a su alrededor sino sobre él, tenía la cabeza y el libro ensangrentados, clavaron dos veces un cuchillo en su mesa, pero el señor director continuaba leyendo como si nada; yo mismo me había escondido bajo el mostrador y a cuatro patas me arrastraba hacia la cocina, los gitanos gritaban, los puñales centelleaban, parecían moscas de color metálico que volaban a través del Praga Ciudad Dorada; finalmente los gitanos retrocedieron hacia la puerta y en un momento desaparecieron, se entiende que sin pagar, dejando tras de sí las mesas ensangrentadas, dos hombres en el suelo, dos dedos, una oreja y un trozo de carne cortados de un golpe; alguien llamó al médico para que ayudara a los apuñalados e identificase los trozos: una vez allí comprobó que el trozo de carne lo habían cortado del músculo de un brazo; durante este tiempo, el director continuó leyendo su libro con la cabeza entre las manos y los codos apoyados sobre la mesa, el resto estaban arrimadas a la pared cerca de la puerta de salida, aquellas mesas formaban una barricada que ayudó a la huída de los gitanos; al patrón, vestido con su chaleco blanco, aquél del dibujo de abejas, no se le ocurrió hacer nada mejor que plantarse delante del restaurante, levantar las manos y lamentarse a los clientes que venían, ¡cuánto lo siento!, hemos tenido un incidente y no volveremos a abrir hasta mañana. Yo me encargué de los manteles llenos de sangre, debía llevarlos al patio y encender el fuego de la caldera grande, la mujer de la limpieza y la de fregar platos tenían que hacer el baldeo semanal, poner los manteles en remojo con agua hirviendo, yo debía tenderlos, pero no llegaba a la cuerda, así que los tendía la mujer de fregar platos, yo le alcanzaba los manteles escurridos mientras ella se hartaba de reír porque yo le llegaba sólo hasta la altura del pecho, me tomaba el pelo: me ponía los pechos en la cara, fingiendo que era sin querer, primero un pecho y luego el otro; cuando me los colocaba en los ojos, el mundo se oscurecía y desprendía un olor que sabía a gloria, después la mujer se inclinaba para coger otro mantel del cesto y yo veía el canalillo entre los pechos que se balanceaban; cuando se incorporaba, volvían a ponerse firmes y las mujeres me decían, ¿qué, hijo, cuántos años tienes? ¿Ya has cumplido los catorce? ¡Caramba! Al anochecer soplaba un poco de brisa y los manteles se hincharon formando una especie de biombo, como los que ponemos en el restaurante cuando queremos aislar una boda o un banquete; yo ya lo tenía todo ordenado y el restaurante volvía a estar limpio, reluciente y lleno de claveles, cada día teníamos una cesta llena de flores del tiempo; simulé acostarme, pero después, cuando todo estuvo sumergido en el silencio, solamente se oía el borboteo de los manteles que parecía que hablaban entre sí y el aire estaba impregnado de conversaciones de muselina, abrí la ventana y resbalé hacia abajo; abriéndome camino entre los manteles llegué hasta la puerta y salté el muro. Tomé un callejón y avanzando por las sombras entre los faroles, evitando los transeúntes nocturnos, al final llegué a la esquina desde donde se veía el rótulo verde que decía «El Paraíso»; me quedé un rato para recuperar el aliento, de las entrañas del edificio llegaba el rumor del piano mecánico, me armé de valor para entrar: en el pasillo había una ventanilla, tan alta que tuve que ponerme de puntillas, dentro estaba sentada la señora Paraíso y me preguntó, ¿qué desea, señorito?, yo contesté, me gustaría divertirme, cuando me abrió la puerta, dentro estaba sentada, fumando, una chica joven con los cabellos color de noche, peinados hacia arriba, y me hizo la misma pregunta: ¿qué desea? Le dije, querría cenar, ella me preguntó si deseaba pasar al restaurante, yo me ruboricé y le dije, no, no, querría cenar en un reservado; ella me miró largamente, soltó un silbido y me preguntó, su pregunta sobraba porque conocía la respuesta de antemano, ¿y con quién? La señalé mientras decía: con usted. Moviendo la cabeza, me cogió de la mano y me llevó a través del oscuro pasillo con luces rojas; después abrió la puerta de una habitación con un sofá, una mesa y dos sillas tapizadas de terciopelo; la luz brillaba tras la cortina y caía desde el techo como las ramas del sauce llorón; una vez sentado acaricié el dinero con la mano para coger fuerzas y dije, ¿verdad que cenará conmigo? ¿Qué quiere beber?, ella dijo que champán, asentí con la cabeza y ella dio unas palmadas, compareció un camarero con una botella, la descorchó, después se la llevó tras la cortina para llenar las copas; yo bebía champán, las burbujas cosquilleaban en mi nariz provocándome ruidosos estornudos, la chica bebía un vaso tras otro, después me dijo su nombre y me confesó que tenía hambre, yo dije, vamos, que traigan lo mejor de la casa, ella dijo que le encantaban las ostras, que las tenían frescas, así pues comimos ostras, acompañadas de otra botella de champán; la chica empezó a acariciarme el pelo y me preguntó de dónde era, yo dije que de un pueblo tan pequeño que hasta hace un año no había visto el carbón, eso le hizo gracia y me dijo que me pusiera cómodo, yo tenía calor, pero sólo me quité la americana, ella también tenía calor y me preguntó si me importaría que se quitase el vestido, yo la ayudé y dejé su vestido bien colocado sobre la silla, ella me desabrochó la bragueta; en aquel momento yo estaba convencido que El Paraíso era un lugar no bueno ni fantástico sino paradisíaco, me cogió la cabeza y me la apretujó entre sus pechos perfumados, cerré los ojos y me habría gustado dormirme entre aquel aroma y aquella piel suave, ella me ponía la cabeza más abajo y yo le olfateaba la barriguita mientras ella respiraba, era muy bonito, y con más razón aún porque estaba prohibido, yo ya no deseaba nada más que eso, sí, cada semana ahorraría ochocientas coronas vendiendo salchichas calientes porque ahora tenía una meta bella y noble; mi padre acostumbraba a decirme que mientras tuviera un objetivo, viviría bien, porque tendría un motivo para ir tirando. Y vi que aún no se había terminado; en silencio, Jaruška, ése era su nombre, me sacó los pantalones y los calzoncillos y de pronto sentí sus labios en el bajo vientre; pensé en todas las cosas que podrían pasar en El Paraíso, empezó a temblarme todo el cuerpo y bruscamente me encogí como un gusano diciendo: ¿qué es esto, Jaruška, qué hace? Pero lo que ella quería es que yo perdiera el control: me acarició con su boca, yo quería apartarla, pero ella pareció enloquecer, movía la cabeza cada vez más rápido, yo ya no quería evitarla, me tumbé y la cogí de las orejas, sentía que todo fluía de mí, qué diferencia, ahora que una chica con el pelo bonito y los ojos cerrados me bebía hasta la última gota, a cuando me lo hacía yo solo, en el subterráneo, y tiraba con asco la porquería entre el carbón, o en la cama recogiéndolo con un pañuelo… Jaruška se levantó y dijo con voz lánguida, ahora haremos el amor… pero yo estaba demasiado sobreexcitado y cansado, así que me resistí diciendo: tengo hambre, ¿usted no? Y ya que tenía sed, cogí el vaso de Jaruška, ella me lo quería impedir, pero rápidamente tomé un sorbo y desencantado aparté la copa: no era champán sino limonada, que yo pagaba a precio de champán, así descubrí cómo se hacían las cosas; a mí que no me tomen el pelo: riendo pedí otra botella de champán como debe ser, y cuando me subió, me arrodillé para apoyar la cabeza en el regazo de la chica mientras con la lengua le enredaba aquel pelo bonito; como yo pesaba poco, me cogió por las axilas y me subió encima de ella, se abrió de piernas y yo, por primera vez, entré dentro de una mujer: fue una maravilla, ella me aprisionaba contra su cuerpo y me decía al oído que aguantara al máximo, pero yo me moví sólo un par de veces y a la tercera salpiqué en la carne tibia; ella arqueó la espalda haciendo el puente, tocando el sofá con el pelo y con los pies hasta el último momento; cuando quedé lacio, yacía sobre el arco de su cuerpo y entonces me aparté para ponerme a su lado. Ella respiraba profundamente, se tendió también y sin mirarme paseó su mano por mi vientre y por todo mi cuerpo… Y ya era hora de vestirme, de decir adiós y de pagar, el camarero hizo números y me alargó la cuenta de setecientas veinte coronas, cuando me iba le di doscientas a Jaruška; una vez en la calle, me alejé un poco para apoyarme en una pared y así me quedé, soñando con las cosas que acababa de ver por primera vez en una de aquellas casas mágicas llenas de chicas, y me dije, bien, que esto te sirva de lección, volverás mañana mismo como un señor, y es que los había dejado a todos boquiabiertos entrando como un miserable vendedor de salchichas de la estación y saliendo mejor que cualquiera de los notables de la ciudad que se acomodan cada tarde en el Praga Ciudad Dorada…

Al día siguiente veía el mundo de otra forma; poderoso caballero es don dinero: el dinero me abrió no solamente la puerta de El Paraíso, sino también del respeto; más tarde recordé que la señora Paraíso, cuando vio que yo tiraba alegremente al aire dos billetes de cien coronas, quiso cogerme la mano para besarla, supuse que quería saber la hora y que buscaba un reloj que yo aún no tenía; pero el beso no iba dirigido a mí, un pequeño botones del Praga Ciudad Dorada, sino a las doscientas coronas, a mi dinero en general, a las mil coronas que tengo escondidas bajo el colchón, al dinero que gano cada día vendiendo salchichas calientes en la estación. Por la mañana me mandaron por flores; cuando volvía con la cesta vi a un anciano que se arrastraba por el suelo buscando una moneda que se le había caído, con las manos revolvía el polvo y como seguramente no veía muy bien, le dije, ¿qué busca, abuelo? Me contestó que había perdido una moneda de veinte céntimos y yo esperé a que pasara más gente por allí, cogí un puñado de monedas y lo lancé al aire; a toda prisa cogí las asas de la cesta para irme y cuando al llegar a la esquina me volví, observé a varias personas que se arrastraban por el suelo simulando que las monedas eran suyas, y las querían recuperar ante las narices de los demás, gritando, escupiendo y sacando las uñas como gatos rabiosos; ante aquel espectáculo me harté de reír porque vi claramente qué es lo que mueve a la humanidad, qué desespera a la gente y de lo que es capaz el género humano para conseguir unas monedas. De vuelta con las flores, vi a un grupo de gente delante del restaurante, subí a una habitación del primer piso y tras asomarme, lancé un puñado de monedas de tal forma que no cayeran directamente al lado de la gente sino un poco más lejos. Entonces bajé y mientras cortaba los claveles que acababa de traer, los colocaba uno en cada jarrón y los adornaba con dos ramitas de esparraguera, contemplaba a la gente que se arrastraba por el suelo entre el polvo recogiendo mis monedas, arrancándoselas a arañazos, insultándose y gritando… Aquella noche y todas las siguientes soñaba con lo mismo, también durante el día; mientras limpiaba una y otra vez, simulando que trabajaba, miraba a través de los vasos la plaza, la maltrecha columna de la peste, el cielo y las nubes; el ensueño me perseguía: volaba por encima de las ciudades y pueblos, tenía un bolsillo enorme, infinito, del cual sacaba puñados de monedas que esparcía por las aceras, como si sembrara trigo; nadie podía resistirse, se agachaban a recoger las monedas golpeándose con la cabeza e insultándose, entonces yo continuaba mi vuelo, sacaba más dinero del bolsillo y las monedas sonaban y caían por la espalda de los viandantes; tenía el poder de entrar volando al interior de los trenes y tranvías, y allí lanzaba el dinero por el suelo: el vagón se convertía en una olla de grillos, todos se inclinaban, se agachaban y venga codazos, fingiendo que era a él a quien había caído el dinero… Esta especie de sueños me animaban: puesto que era bajito, tenía el pescuezo corto y el cuello de celuloide de la camisa que nos obligaban a llevar en el trabajo me dolía, para evitar aquel martirio iba siempre con la cabeza erguida, había aprendido además a mirar desde lo alto, puesto que no podía agachar la cabeza sin que el cuello de la camisa me segara la carne, me inclinaba con todo el cuerpo y así iba por el mundo, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos semicerrados y mirando con cara de desprecio, como si me burlara, como si nada fuera digno de mi atención; todo el mundo, hasta los clientes, creían que yo era una criatura engreída; las plantas de los pies me ardían siempre como dos planchas: me extrañaba que los zapatos no se convirtieran en ceniza, de tanto que me ardían las plantas de los pies; a veces, sobre todo en el andén de la estación, estaba tan desesperado que me echaba agua helada dentro de los zapatos, pero únicamente me sentía aliviado un ratito, me carcomía el deseo de quitármelos, correr hacia el torrente y sumergir los pies en el agua, pero me limitaba a echarme sifón, algunas veces me ponía un poco de helado, y empezaba a entender porque en el trabajo los camareros llevaban los zapatos más viejos, más miserables y más roñosos, los que llevaría un trapero, porque sólo con unos zapatos así podía aguantarse estar de pie y andar todo el día; de hecho, todos, las mujeres de la limpieza y la cajera, padecían de las piernas y con razón, cada noche cuando me sacaba los zapatos tenía las piernas sucias hasta las rodillas, como si en vez de rondar durante el día entre parqué y alfombras, lo hiciera entre hollín; ésta era la otra cara de la moneda de los mozos, camareros y maîtres del mundo entero: por un lado hecho un petimetre, elegante, camisa almidonada con cuello blanco como la nieve, y por el otro, piernas negras como el carbón, igual que las de un apestado… pero a pesar de estos males no dejaba nunca de ahorrar para poder tener una chica distinta cada semana; la segunda chica de mi vida fue una rubia: cuando me preguntaron qué deseaba, dije que quería cenar, pero enseguida añadí que debía ser en un reservado, y cuando me preguntaron con quién, señalé a una rubia, así que aquella vez fue de una chica con el pelo claro de la que me enamoré; la velada que pasé con ella fue aún mejor que la primera, aunque la primera vez fue inolvidable. No dejaba de sentir el poder del dinero, pedía champán, pero lo probaba antes, la chica debía tomarlo conmigo, ya no permitía que me sirvieran champán a mí y a ella, limonada. Tumbado y desnudo con la rubia al lado se me ocurrió una idea: me levanté para coger una peonía del jarrón y tras arrancarle los pétalos adorné el vientre de la chica, lo mismo hice con las demás peonías, era tan bonito que me quedé maravillado, la chica se levantó apoyándose en los codos para mirarse el vientre, pero los pétalos caían; dulcemente la volví a tumbar y descolgué el espejo de la pared para que también ella pudiese admirar la belleza de su barriguita tapizada con pétalos de peonías; me dije, cada vez que venga le adornaré la barriguita con flores, será fantástico, ella dijo que por culpa de las flores se había enamorado de mí, que nunca nadie había pensado en rendir un homenaje como aquél a su belleza, yo le dije, por Navidad arrancaré ramas de abeto y la adornaré, ¡qué bonito será!, ella opinó que el rusco sería aún más bello y que tendría que poner un espejo sobre el sofá para vernos tumbados juntos, y sobre todo para poder admirar su belleza desnuda, coronada con un ramo de flores alrededor del vello, con un ramo que cambiaría de aspecto de acuerdo con las estaciones y los meses, siempre hecho con flores de temporada, suspiró, qué delicia, estar adornada de margaritas, de campanillas, de crisantemos, de dalias y de hojas caducas multicolores… cuando me levanté me abracé y me sentía grande; en el momento de salir quise darle doscientas coronas, pero ella me las devolvió, así que las dejé encima de la mesa y me marché, por la ventanilla tendí un billete de cien coronas a la señora Paraíso, ella se inclinó para cogerlo y me atisbó a través de sus gafas… y me sumergí en la noche, en la oscuridad de las callejuelas, el cielo estaba cubierto de estrellas, pero yo no veía otra cosa que lirios de los valles, violetas, pensamientos y narcisos alrededor del vientre de la chica rubia, mi éxtasis aumentaba cada vez más al contemplar la idea de adornar con flores una bonita barriguita femenina con una colinita de vello en el centro, como si decorara un plato de jamón con hojas de lechuga; andaba despacio vistiendo mentalmente el cuerpo desnudo de la rubia con pétalos de tulipanes y de lirios, sonreía pensando que con dinero se puede comprar no sólo una chica hermosa sino también la poesía. Al día siguiente por la mañana, mientras estábamos todos reunidos en la alfombra, el patrón controló si llevábamos las camisas limpias, que no nos faltara ningún botón y acabó la revista con su habitual: Buenos días señoras, buenos días señores, yo no sacaba la vista de los delantales blancos de la mujer de la limpieza y de la que friega los platos, hasta que la de la limpieza me tiró de la oreja por haberla mirado tan fijamente, y comprobé que ninguna de ellas se dejaría adornar la barriguita ni con margaritas ni con peonías, ni con ramitas de abeto (¡cómo si se tratara de un ciervo asado!), y aún menos con rusco… como siempre, me puse a lavar los vasos y a través de ellos miraba por la ventana la mitad de cintura para arriba de las personas que avanzaban mientras repasaba mentalmente todas las flores veraniegas, las sacaba de la cesta y las colocaba, o bien enteras o bien sólo los pétalos, sobre la barriguita de la magnífica rubia de El Paraíso, ella estaba tumbada boca arriba y se abría de piernas, le adornaba también los muslos y cuando las flores resbalaban, se las pegaba con cola y las clavaba con un clavo o con una chincheta, eso me lo imaginaba mientras lavaba los vasos; nadie quería hacer aquel trabajo, en cambio yo me lo pasaba en grande, chapoteaba en el agua con el vaso, después me lo llevaba al ojo cómo para ver si estaba limpio, pero de hecho miraba a través del vaso y pensaba en las cosas que haría en El Paraíso; cuando se me terminaron las flores de los prados y los bosques, me entristecí: ¿qué haré en invierno? Pero enseguida solté una carcajada, porque las flores en invierno aún son más bonitas, compraría azaleas, begonias y si fuera necesario iría a Praga a buscar orquídeas o me quedaría a vivir en Praga; también encontraría trabajo en un restaurante y durante el invierno tendría todas las flores que quisiera… se acercaba la hora de comer y yo ponía las mesas, servía limonada, granadina y cerveza, el restaurante estaba lleno a tope y todos íbamos locos, entonces se abrió la puerta y entró la rubia preciosa de El Paraíso, cerró la puerta y se sentó; sacó un sobre del bolso y se quedó mirando a su alrededor; yo me agaché como para abrocharme un zapato, el corazón me latía sobre la rodilla, a continuación el maître se me plantó delante para ordenarme que regresara enseguida al comedor, yo asentí con la cabeza, tenía la sensación de que la rodilla y el corazón se me habían intercambiado de sitio, sentía los latidos, pero al final me armé de valor y me levanté, estirando al máximo la cabeza y con una servilleta sobre el brazo fui hacia la chica a pedirle qué deseaba. Verle a usted y una granadina, dijo, y yo la imaginaba con un vestido de pétalos de peonías, las peonías la ceñían entera y me sonrojé, como una peonía; eso sí que no lo habría pensado nunca, mi dinero no tenía nada que ver, eso era gratis; fui por una bandeja llena de vasos de granadina y con la bandeja en la mano vi que en el sobre había las doscientas coronas y entonces la rubia me miró de tal forma que me temblaron las rodillas, la bandeja se inclinó y uno de los vasos resbaló, se cayó y se vertió sobre el regazo de la chica; en un santiamén vinieron el patrón y el maître para presentar excusas, el patrón me tiró de la oreja y me la retorció, pero no debería haberlo hecho porque la rubia gritó en medio del restaurante: ¿Con qué derecho hace esto? Y el patrón: Le acaba de ensuciar el vestido y yo tendré que pagar la tintorería… Y ella: ¿Por qué se mete dónde no le llaman? Yo no le he reclamado nada, ¿con qué derecho humilla a este hombre ante todo el mundo? Y el patrón dulcemente: Le ha estropeado el vestido… los clientes habían dejado de comer y escuchaban con atención, y ella exclamó: ¿Y a usted qué le importa?, ¡le prohíbo hacer estas cosas! ¡Mire! Y cogió una jarra de granadina y se la vertió entera encima de la cabeza y el pelo, luego otra y otra hasta que quedó completamente empapada de granadina y cubierta de burbujas de gas, cogió la última jarra y se la echó en el escote mientras decía: ¡La cuenta!… y se fue, dejando el perfume de granadina tras de sí como un velo, vestida de pétalos sedosos de peonías y rodeada de abejas; el patrón cogió el sobre de la mesa y me ordenó: Corre, dale esto, se lo ha dejado aquí… Cuando salí la vi en la plaza, parecía un puesto de golosinas de feria, llena de avispas y abejas, no oponía ninguna resistencia para que le chuparan el jugo dulce que formaba su segunda piel, igual que el barniz en los muebles o en los barcos, y yo no quitaba la vista de su vestido de peonías, le di las doscientas coronas, pero ella me las devolvió diciendo que la noche anterior las había olvidado… Y añadió que aquella noche no dejara de ir a verla a El Paraíso, porque había comprado un precioso ramo de amapolas… y yo veía que con el sol se le había secado la granadina en el pelo, que lo tenía aplastado y tieso como un pincel cuando el pintor se olvida de limpiarlo con aguarrás, no apartaba los ojos de su vestido pegado al cuerpo por la bebida azucarada y me imaginaba que se lo tendría que arrancar como un viejo cartel, o el papel de la pared… pero todo eso no era nada, lo que me dejó boquiabierto fue que la chica hablara conmigo de aquel modo, que yo no le daba miedo, que me conocía mejor que los del restaurante, que seguramente me conocía mejor que yo mismo… Aquella noche el patrón me dijo que necesitaba mi habitación de la planta baja para ampliar la lavandería, que debía trasladar mis cosas al primer piso. Dije, podemos esperar hasta mañana, ¿no? Pero el patrón me miró largamente y yo me di cuenta que sabía que había gato encerrado, por eso tenía que trasladarme enseguida, y me volvió a recordar que a las once debía estar en la cama, que respondía de mí tanto delante de mis padres como delante de la sociedad, que para poder trabajar durante el día, un mozo debía dormir toda la noche…

FUENTE:

Yo serví al rey de Inglaterra (Narrativa) (Spanish Edition) Edición Kindle

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