Shintaro
Ishihara
El eclipse de Yukio Mishima
Título
original: 三島由紀夫の日蝕 (Mishima Yukio no nisshoku)
Shintaro
Ishihara, 1991
Traducción:
Yoko Ogihara y Fernando Cordobés
Diseño de
cubierta: Marta Lozano
El eclipse de Yukio Mishima
«Sentí entonces un gozo que casi podría definir
como terror […]. Ésa ha sido, desde entonces, la actitud con la que me he
enfrentado a la vida: querer escapar de todo lo esperado con excesivas ansias,
de todo lo que previamente había adornado exageradamente con mis fantasías».
—Yukio Mishima,
Confesiones de una máscara.
La mayor fortuna de la que podía gozar la obra
literaria de Yukio Mishima en el presente consiste, sin duda, en que al fin ha
llegado el momento de que sus obras se lean tal cual, es decir, por sí mismas,
ajenas a la poderosa influencia de su autor. Es la lógica del tiempo, una
consecuencia inevitable después de los más de veinte años transcurridos desde
su muerte[1]. Un proceso natural para cualquier otra obra literaria
y que en el caso de Mishima se puede considerar afortunado. Dicho sin ambages,
su obra al fin se ha liberado de su autor o, más bien, de su alargada y
poderosa sombra. Además, el tiempo ha traído nuevos lectores que nada tienen
que ver con las circunstancias históricas del autor que las escribió.
La muerte de Mishima produjo una suerte de hartazgo
en la sociedad japonesa. No solo dentro del limitado círculo del mundo
literario, sino en todo el conjunto de la sociedad. De algún modo, su
producción literaria se convirtió en algo molesto, fastidioso. Cuanto más
potente es la presencia del creador de una obra de arte, mayor conflicto genera
en el público. Algo que, además de innecesario, siempre va en detrimento de los
dos.
La reiterada presencia de políticos, deportistas y
demás personalidades de la vida pública, tiene un significado distinto pues
aporta un valor peculiar en cada caso, pero cuando se trata de literatura, las
obras y sus autores deben separarse en algún momento, emprender una vida
propia, liberarse del influjo de quien las hizo nacer. No obstante, habrá quien
piense lo contrario, que precisamente eso es una condición indispensable, que
la unión física, psíquica y sociológica genera un reflejo necesario para el
público. Cierto. Por muy artista que sea uno, no puede anular su condición de miembro
de la sociedad. Por muy intelectual que uno sea, el mundo real y cotidiano se
enreda inevitablemente en su existencia. Una cuestión clave para la mayoría de
los creadores consiste, por tanto, en cómo separar lo prosaico y perecedero del
mundo real, de los valores sublimados en sus obras. Lo normal es un esfuerzo
consciente para borrar de uno todo lo que no sea estrictamente necesario.
Desde la aparición de la corriente naturalista en
la literatura japonesa, se produjo un solapamiento del autor con su obra. Eso
lleva a los lectores a confundir vida y obra, es decir, a asumir que los
protagonistas, sus tramas y problemas, no son sino trasuntos de quien los
inventó. A mí mismo esa idea preconcebida me ha provocado considerables
molestias, pero Mishima era muy consciente de ella y la utilizaba a propósito
para falsear a su antojo lo que le convenía. En su caso, su compleja
personalidad está inseparablemente unida tanto a sus obras, como a la idea que
se forman de él sus lectores a través de ellas. Lograrlo fue un propósito
consciente. Para mí, por ejemplo, que pasé una época de mi vida muy unido a él,
sus carcajadas forman un todo con su recuerdo.
Un escritor que se gana la vida con lo que escribe,
lleva una existencia ambigua y por mucho que ponga el acento en el hecho de que
se expresa a sí mismo, en realidad muchas veces dice las cosas para encubrirse.
Precisamente por eso es un escritor. En el caso de Mishima, su escritura parece
transparente a primera vista, pero si uno observa con detalle, si tiene en cuenta
su vida después de haberse cruzado con él, descubre muchos mimetismos que no
son lo que parecen, cuestiones que no se pueden tomar en serio si se tiene en
cuenta lo que hacía y decía en privado.
Poco después de la muerte de Mishima me encontré
con Shichiro Fukazawa[2], al que no veía desde hacía tiempo y de
quien se puede decir que se hizo un nombre en el mundo literario después de ser
reconocido por él. Fukazawa siempre vivió muy pegado a la realidad que le tocó
vivir. En esa ocasión me dijo algo en un tono áspero que me impresionó: «Por
muy inteligente que fuera, si uno se empeña en vivir de un modo tan irracional
es normal que muera joven».
Para una persona con el carácter de Fukazawa, la
presencia y las huellas intencionadas que Mishima quiso imprimir en la sociedad
quizá resultasen irracionales. Recuerdo cuando ambos irrumpimos en el panorama
literario, más o menos en la misma época. Por aquel entonces, Fukazawa se
presentó en mi casa de Zushi sin previo aviso con un cartón de Peace, el tabaco
que fumaba entonces. No solo me sorprendió su visita, sino que él me
impresionó. Le conté el episodio a un conocido nuestro y me dijo: «Muy suyo.
Quiero decir, es una persona sin relación con el mundo literario y ni siquiera
tiene conciencia de la necesidad de relacionarse». Yo compartía su opinión.
Cuando le pregunté a Fukazawa por qué había venido a verme, me respondió con un
gesto serio: «Bueno, ya que todo el mundo se mete con nosotros, he pensado que
sería mejor llevarnos bien».
Se lo conté también a Mishima y se rio a
carcajadas: «Es verdad, es típico de él. Es un hombre al que habrá que seguir
la pista. Un talento raro en el mundo literario, como tú».
En el transcurso de la charla de aquel día,
Fukazawa y yo hablamos sobre distintos temas y como no podía ser de otra
manera, también del mundillo literario. Cuando surgió el nombre de Mishima, que
siempre se había puesto de nuestra parte, dijo: «No confío en él. Después de
todo, es mejor no contar con personas ajenas. Además, proviene de una familia
rica y lo cierto es que hay cosas que solo pueden entender los que pasan
estrecheces como nosotros». Eso, en cambio, no se lo transmití a Mishima.
Entendí que a ojos de Fukazawa el sofisticado
suicidio de Mishima representara nada más que una lamentable muerte prematura.
Para un lector atento y perspicaz como era él, capaz de valorar su obra sin
dejarse confundir por las falsedades con las que las decoraba, quizá fuera
inevitable interpretarlo así, pero para un lector digamos medio, no creo que su
suicidio significase lo mismo.
La primera impresión que me produjo Mishima fue tan
inesperada como extraña. Me convocaron a una sesión conjunta de fotos para la
revista Bunshun. Fui al edificio
donde estaba la redacción, en la avenida Shinbashi, y en la azotea nos hicieron
las fotos. Después de presentarnos, Mishima se asomó a la barandilla para
observar el panorama. Yo le imité y puse las manos sobre la barandilla, que
estaba cubierta de suciedad. Di unas palmadas para sacudirme y retrocedí unos
pasos. Mishima no se movió.
—La barandilla está sucia.
—¿De verdad?
No parecía preocupado. De hecho, parecía como si
quisiera limpiarla con los guantes que llevaba puestos. Vestía un abrigo y
debajo un traje. Los guantes eran de color pardo verdoso, a juego con el traje.
De tanto asomarse, terminó por ponerse perdido.
Cuando terminaron con las fotos se lo hice notar:
—Se ha ensuciado mucho.
—No tanto —contestó él con su aire despreocupado—.
Da igual. ¿Qué título le pondrías a estas fotos? Yo había pensado Shin kyu yokogami-yaburi[3].
¿Qué te parece?
Se rio a carcajadas y dio unas palmadas para
sacudirse sus guantes echados a perder.
«¡Menudo personaje!», pensé. A partir de ese día,
siempre tuve la impresión de que era un hombre que intentaba lo imposible para
lograr algo que en realidad ni siquiera él sabía qué era.
Me había llevado conmigo a mi hermano pequeño, que
aún no se había hecho un nombre en el mundo del cine. Mishima ni se dio cuenta
de su existencia. Me esperó detrás de las cámaras y aún recuerdo bien lo que me
dijo: «No sé cómo será él personalmente, pero lleva ropa hecha a medida. Se
nota que es cara, de primera calidad, aunque los guantes del mismo color que el
traje no me parecen un detalle elegante. Ese tono, además, no le sienta bien a
los japoneses, ni por complexión ni por estatura».
Poco tiempo después, coincidimos de nuevo en otra
entrevista para la revista Bungakukai[4]
que iban a titular «La estación de los novatos». Al leerla ahora, me doy cuenta
de que yo no era más que un joven que acababa de irrumpir en el mundo literario
y Mishima trataba de ayudarme como habría hecho un profesor de universidad
empeñado en aprobar a un mal estudiante.
FUENTE:
EL ECLIPSE DE YUKIO MISHIMA
ISHIHARA, SHINTARO
Disponibilidad:
- Madrid
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