Andrea, recién terminada la Guerra Civil Española, se traslada a la
ciudad de Barcelona para estudiar y empezar una nueva vida.
Cuando Andrea llega a casa de su abuela, de donde sólo tiene
recuerdos de su infancia, sus ilusiones se ven rotas. En este piso de
la calle de Aribau, donde aparte de su abuela viven su tía Angustias,
su tío Román, su tío Juan, la mujer de este último, Gloria, y la
criada, la tensión se continúa en un ambiente caracterizado por el
hambre, la suciedad, la violencia y el odio. Andrea, que vive
oprimida por su tía Angustias, siente que su vida va a cambiar
cuando su tía se marcha.
Prólogo
Rosa Montero
Cuando Carmen Laforet escribió, a los 23 años, su asombrosa
primera novela Nada, estaba sin duda tocada por la gracia. Aunque
tal vez fuera más exacto decir por la desgracia, y no ya tocada, sino
herida, partida, atravesada por un sufrimiento tan profundo y tan
vasto que llegó a impregnar todo su universo. Nada, como sucede
casi siempre con las obras escritas por autores muy jóvenes, es una
novela autobiográfica, de manera que el mundo atroz que describe
Andrea, la protagonista y narradora, debe de estar muy cerca de la
realidad vivida por Laforet, de una pesadilla marcada a sangre y
lágrimas.
Esto no resta ni un ápice del valor literario de Nada, sino que, por
el contrario, lo multiplica. Porque sólo los escritores de verdadera
talla, sólo los poseedores de un enorme talento son capaces de
manejar un material totalmente biográfico sin hacer con ella
costumbrismo barato, sino una obra independiente, emblemática y
poderosa. Como hizo Joseph Conrad, por ejemplo, con El corazón
de las tinieblas. O como hace Carmen Laforet en su bella y
fascinante Nada.
Y así, esta novela se lee como un cuento perverso. Tiene algo
de relato gótico, con esa muchacha que llega a Barcelona
emborrachada de ansias de vida y que cae, como las doncellas de
las fábulas, en medio de una familia enigmática, siniestra y
perturbadora. De madrugada, recién llegada a la aterradora casa de
la calle Aribau, Andrea se encierra en el cochambroso cuarto de
baño y se mira en el espejo: es como Alicia, una niña atrapada al
otro lado del azogue, no en el país de las maravillas, sino en el
infierno. Hay un tono febril y delirante que impregna toda la obra. Es
el frenesí del hambre constante, que te hace ver visiones; y es el
desquiciamiento que el dolor produce cuando no puedes soportarlo.
Los personajes de Nada arrastran misterios, memorias que queman
como brasas. Los personajes, se dice literalmente en el libro, se han
vuelto locos con la guerra.
La novela ganó el primer premio Nadal, concedido en 1944. Es
una obra, pues, escrita en la más álgida posguerra; y por encima de
Laforet, que nació en 1921, había pasado la apisonadora del
enfrentamiento civil. La guerra y sus horrores protagonizan Nada,
aunque apenas si se mencionen directamente. Pero la casa de
Aribau, que un día fue un hogar normal y feliz, y que hoy ha sido
reducida a la mitad (han vendido parte del piso), y está atestada de
muebles astillados, de chinches escondidas en el mugriento
empapelado, de miseria y violencia, es un preciso, escalofriante
retrato de la España de posguerra; y esos dos hermanos varones
que se aman y se odian, que se intentan matar y se lloran el uno al
otro, que guardan un pasado de traiciones y denuncias, son un
evidente trasunto de la locura fratricida del 36.
Leída hoy, Nada sorprende por su modernidad. Por su absoluta
carencia de sentimentalismo, pese a las atrocidades que relata. Por
su estilo exacto, limpio, cortante como un cristal, y al mismo tiempo
lleno de fuerza expresiva y originalidad poética. Y por sus
personajes y sus temas. Inolvidable Gloria, esa pobre muchacha
apaleada bárbaramente una y otra vez por su marido. Inolvidable la
abuela, que es como un hada madrina deteriorada y rota. Inolvidable
Andrea, la protagonista, pasiva y casi incapaz de amar. Pero es que
las verdaderas víctimas son pasivas y están destrozadas. Con su
hermosa escritura, Carmen Laforet define en la novela a las amigas
de la tía de Andrea, un puñado de mujeres que antaño fueron
muchachas felices y que ahora son seres desbaratados: «Eran
como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes
de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño». Nada
nos describe ese pequeño y asfixiante fragmento de cielo. Es un
cuento cruel, el cuento de la vida cuando se vuelve mala…
A mis amigos Linka Babecka de
Borrell y el pintor Pedro Borrell.
A veces un gusto amargo
Un olor malo, una rara
Luz, un tono desacorde,
Un contacto que desgana,
Como realidades fijas
Nuestros sentidos alcanzan
Y nos parecen que son
La verdad no sospechada…
J. R. J.
PRIMERA PARTE
1
Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a
Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había
anunciado y no me esperaba nadie.
Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada;
por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante
aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje
largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas
entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran estación
de Francia y los grupos que se formaban entre las personas que
estaban aguardando el expreso y los que llegábamos con tres horas
de retraso.
El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre
tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis
impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad
grande, adorada en mis ensueños por desconocida.
Empecé a seguir —una gota entre la corriente— el rumbo de la
masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi
equipaje era un maletón muy pesado —porque estaba casi lleno de
libros— y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de
mi ansiosa expectación.
Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la
primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas
dormidas; de establecimientos cerrados; de faroles como centinelas
borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con
el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de
las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón
excitado, estaba el mar.
Debía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi
viejo abrigo que, impulsos de la brisa, me azotaba las piernas,
defendiendo mi maleta, desconfiada de los obsequiosos camàlics.
Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran
acera, porque la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba
por arracimarse en el tranvía.
Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir
después de la guerra se detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear,
causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de él
desesperado, agitando el sombrero.
Corrí aquella noche en el desvencijado vehículo, por anchas
calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda
hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció
corto y que para mí se cargaba de belleza.
El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que
el bello edificio me conmovió como un grave saludo de bienvenida.
Enfilamos la calle de Aribau, donde vivían mis parientes, con sus
plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vivido
de la respiración de mil almas detrás de los balcones apagados. Las
ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en
mi cerebro. De improviso sentí crujir y balancearse todo el
armatoste. Luego quedó inmóvil.
—Aquí es —dijo el cochero.
Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas
de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el
secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían
aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un
poco temblorosa di unas monedas al vigilante y cuando él cerró el
portal detrás de mí, con gran temblor de hierro y cristales, comencé
a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta.
Todo empezaba a ser extraño a mi imaginación; los estrechos y
desgastados escalones de mosaico, iluminados por la luz eléctrica,
no tenían cabida en mi recuerdo.
Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar
a aquellas personas desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo,
mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una tímida
llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos
de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona:
«¡Ya va! ¡Ya va!».
Unos pies arrastrándose y unas manos torpes descorriendo
cerrojos.
Luego me pareció todo una pesadilla.
Lo que estaba delante de mí era un recibidor alumbrado por la
única y débil bombilla que quedaba sujeta a uno de los brazos de la
lámpara, magnífica y sucia de telarañas, que colgaba del techo. Un
fondo oscuro de muebles colocados unos sobre otros como en las
mudanzas. Y en primer término la mancha blanquinegra de una
viejecita decrépita, en camisón, con una toquilla echada sobre los
hombros. Quise pensar que me había equivocado de piso, pero
aquella infeliz viejecilla conservaba una sonrisa de bondad tan
dulce, que tuve la seguridad de que era mi abuela.
—¿Eres tú, Gloria? —dijo cuchicheando.
Yo negué con la cabeza, incapaz de hablar, pero ella no podía
verme en la sombra.
—Pasa, pasa, hija mía. ¿Qué haces ahí? ¡Por Dios! ¡Que no se
dé cuenta Angustias de que vuelves a estas horas!
Intrigada, arrastré la maleta y cerré la puerta detrás de mí.
Entonces la pobre vieja empezó a balbucear algo, desconcertada.
—¿No me conoces, abuela? Soy Andrea.
—¿Andrea?
Vacilaba. Hacía esfuerzos por recordar. Aquello era lastimoso.
—Sí, querida, tu nieta… no pude llegar esta mañana como había
escrito.
La anciana seguía sin comprender gran cosa, cuando de una de
las puertas del recibidor salió en pijama un tipo descarnado y alto
que se hizo cargo de la situación. Era uno de mis tíos, Juan. Tenía la
cara llena de concavidades, como una calavera a la luz de la única
bombilla de la lámpara.
En cuanto él me dio unos golpecitos en el hombro y me llamó
sobrina, la abuelita me echó los brazos al cuello con los ojos claros
llenos de lágrimas y dijo «pobrecita» muchas veces.
En toda aquella escena había algo angustioso, y en el piso un
calor sofocante como si el aire estuviera estancado y podrido. Al
levantar los ojos vi que habían aparecido varias mujeres
fantasmales. Casi sentí erizarse mi piel al vislumbrar a una de ellas,
vestida con un traje negro que tenía trazas de camisón de dormir.
Todo en aquella mujer parecía horrible y desastrado, hasta la
verdosa dentadura que me sonreía. La seguía un perro, que
bostezaba ruidosamente, negro también el animal, como una
prolongación de su luto. Luego me dijeron que era la criada, pero
nunca otra criatura me ha producido impresión más desagradable.
Detrás de tío Juan había aparecido otra mujer flaca y joven con
los cabellos revueltos, rojizos, sobre la aguda cara blanca y una
languidez de sábanas colgada, que aumentaba la penosa sensación
del conjunto.
Yo estaba aún, sintiendo la cabeza de la abuela sobre mi
hombro, apretada por su abrazo y todas aquellas figuras me
parecían igualmente alargadas y sombrías. Alargadas, quietas y
tristes, como luces de un velatorio de pueblo.
—Bueno, ya está bien, mamá, ya está bien —dijo una voz seca y
como resentida.
Entonces supe que aún había otra mujer a mi espalda. Sentí una
mano sobre mi hombro y otra en mi barbilla. Yo soy alta, pero mi tía
Angustias lo era más y me obligó a mirarla así. Ella manifestó cierto
desprecio en su gesto. Tenía los cabellos entrecanos que le bajaban
a los hombros y cierta belleza en su cara oscura y estrecha.
—¡Vaya un plantón que me hiciste dar esta mañana, hija!…
¿Cómo me podía yo imaginar que ibas a llegar de madrugada?
Había soltado mi barbilla y estaba delante de mí con toda la
altura de su camisón blanco y de su bata azul.
—Señor, Señor, ¡qué trastorno! Una criatura así, sola… Oí gruñir
a Juan.
—¡Ya está la bruja de Angustias estropeándolo todo!
Angustias aparentó no oírlo.
—Bueno, tú estarás cansada. Antonia —ahora se dirigía a la
mujer enfundada de negro—, tiene usted que preparar una cama
para la señorita.
Yo estaba cansada y, además, en aquel momento, me sentía
espantosamente sucia. Aquellas gentes moviéndose o mirándome
en un ambiente que la aglomeración de cosas ensombrecía,
parecían haberme cargado con todo el calor y el hollín del viaje, del
que antes me había olvidado. Además, deseaba angustiosamente
respirar un soplo de aire puro.
Observé que la mujer desgreñada me miraba sonriendo,
abobada por el sueño, y miraba también mi maleta con la misma
sonrisa. Me obligó a volver la vista en aquella dirección y mi
compañera de viaje me pareció un poco conmovedora en su
desamparo de pueblerina. Pardusca, amarrada con cuerdas, siendo,
a mi lado, el centro de aquella extraña reunión.
Juan se acercó a mí:
—¿No conoces a mi mujer, Andrea?
Y empujó por los hombros a la mujer despeinada.
—Me llamo Gloria —dijo ella.
Vi que la abuelita nos estaba mirando con una ansiosa sonrisa.
—¡Bah, bah!… ¿Qué es eso de daros la mano? Abrazaos,
niñas…, ¡así, así!
Gloria me susurró al oído:
—¿Tienes miedo?
Y entonces casi lo sentí, porque vi la cara de Juan que hacía
muecas nerviosas mordiéndose las mejillas. Era que trataba de
sonreír.
Volvió tía Angustias autoritaria.
—¡Vamos!, a dormir, que es tarde.
—Quisiera lavarme un poco —dije.
—¿Cómo? ¡Habla más fuerte! ¿Lavarte?
Los ojos se abrían asombrados sobre mí. Los ojos de Angustias
y de todos los demás.
—Aquí no hay agua caliente —dijo al fin Angustias.
—No importa…
—¿Te atreverás a tomar una ducha a estas horas?
—Sí —dije—, sí.
¡Qué alivio el agua helada sobre mi cuerpo! ¡Qué alivio estar
fuera de las miradas de aquellos seres originales! Pensé que allí, el
cuarto de baño no se debía utilizar nunca. En el manchado espejo
del lavabo —¡qué luces macilentas, verdosas, había en toda la casa!
— se reflejaba el bajo techo cargado de telas de arañas, y mi propio
cuerpo entre los hilos brillantes del agua, procurando no tocar
aquellas paredes sucias, de puntillas sobre la roñosa bañera de
porcelana.
Parecía una casa de brujas aquel cuarto de baño. Las paredes
tiznadas conservaban la huella de manos ganchudas, de gritos de
desesperanza. Por todas partes los desconchados abrían sus bocas
desdentadas rezumantes de humedad. Sobre el espejo, porque no
cabía en otro sitio, habían colocado un bodegón macabro de
besugos pálidos y cebollas sobre fondo negro. La locura sonreía en
los grifos torcidos.
Empecé a ver cosas extrañas como los que están borrachos.
Bruscamente cerré la ducha, el cristalino y protector hechizo, y
quedé sola entre la suciedad de las cosas.
No sé cómo pude llegar a dormir aquella noche. En la habitación
que me habían destinado se veía un gran piano con las teclas al
descubierto. Numerosas cornucopias —algunas de gran valor— en
las paredes. Un escritorio chino, cuadros, muebles abigarrados.
Parecía la buhardilla de un palacio abandonado, y era, según supe,
el salón de la casa.
En el centro, como un túmulo funerario rodeado por dolientes
seres —aquella doble fila de sillones destripados—, una cama turca,
cubierta por una manta negra, donde yo debía dormir. Sobre el
piano habían colocado una vela, porque la gran lámpara del techo
no tenía bombillas.
Angustias se despidió de mí haciendo en mi frente la señal de la
cruz, y la abuela me abrazó con ternura. Sentí palpitar su corazón
como un animalillo contra mi pecho.
—Si te despiertas asustada, llámame, hija mía —dijo con su
vocecilla temblona.
Y luego, en un misterioso susurro a mi oído:
—Yo nunca duermo, hijita, siempre estoy haciendo algo en la
casa por las noches. Nunca, nunca duermo.
Al fin se fueron dejándome con la sombra de los muebles que la
luz de la vela hinchaba llenando de palpitaciones y profunda vida. El
hedor que se advertía en toda la casa llegó en una ráfaga más
fuerte. Era un olor a porquería de gato. Sentí que me ahogaba y
trepé en peligroso alpinismo sobre el respaldo de un sillón para abrir
una puerta que aparecía entre cortinas de terciopelo y polvo. Pude
lograr mi intento en la medida que los muebles lo permitían y vi que
comunicaba con una de esas galerías abiertas que dan tanta luz a
las casas barcelonesas. Tres estrellas temblaban en la suave
negrura de arriba y al verlas tuve unas ganas súbitas de llorar, como
si viera amigos antiguos, bruscamente recobrados.
Aquel iluminado palpitar de las estrellas me trajo en un tropel
toda mi ilusión a través de Barcelona, hasta el momento de entrar
en este ambiente de gentes y de muebles endiablados. Tenía miedo
de meterme en aquella cama parecida a un ataúd. Creo que estuve
temblando de indefinibles terrores cuando apagué la vela.
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