miércoles, 15 de marzo de 2023

LAFORET CARMEN. NOVELA. NADA. FRAGMENTO.



 


Andrea, recién terminada la Guerra Civil Española, se traslada a la

ciudad de Barcelona para estudiar y empezar una nueva vida.

Cuando Andrea llega a casa de su abuela, de donde sólo tiene

recuerdos de su infancia, sus ilusiones se ven rotas. En este piso de

la calle de Aribau, donde aparte de su abuela viven su tía Angustias,

su tío Román, su tío Juan, la mujer de este último, Gloria, y la

criada, la tensión se continúa en un ambiente caracterizado por el

hambre, la suciedad, la violencia y el odio. Andrea, que vive

oprimida por su tía Angustias, siente que su vida va a cambiar

cuando su tía se marcha.

Prólogo

Rosa Montero

Cuando Carmen Laforet escribió, a los 23 años, su asombrosa

primera novela Nada, estaba sin duda tocada por la gracia. Aunque

tal vez fuera más exacto decir por la desgracia, y no ya tocada, sino

herida, partida, atravesada por un sufrimiento tan profundo y tan

vasto que llegó a impregnar todo su universo. Nada, como sucede

casi siempre con las obras escritas por autores muy jóvenes, es una

novela autobiográfica, de manera que el mundo atroz que describe

Andrea, la protagonista y narradora, debe de estar muy cerca de la

realidad vivida por Laforet, de una pesadilla marcada a sangre y

lágrimas.

Esto no resta ni un ápice del valor literario de Nada, sino que, por

el contrario, lo multiplica. Porque sólo los escritores de verdadera

talla, sólo los poseedores de un enorme talento son capaces de

manejar un material totalmente biográfico sin hacer con ella

costumbrismo barato, sino una obra independiente, emblemática y

poderosa. Como hizo Joseph Conrad, por ejemplo, con El corazón

de las tinieblas. O como hace Carmen Laforet en su bella y

fascinante Nada.

Y así, esta novela se lee como un cuento perverso. Tiene algo

de relato gótico, con esa muchacha que llega a Barcelona

emborrachada de ansias de vida y que cae, como las doncellas de

las fábulas, en medio de una familia enigmática, siniestra y

perturbadora. De madrugada, recién llegada a la aterradora casa de

la calle Aribau, Andrea se encierra en el cochambroso cuarto de

baño y se mira en el espejo: es como Alicia, una niña atrapada al

otro lado del azogue, no en el país de las maravillas, sino en el

infierno. Hay un tono febril y delirante que impregna toda la obra. Es

el frenesí del hambre constante, que te hace ver visiones; y es el

desquiciamiento que el dolor produce cuando no puedes soportarlo.

Los personajes de Nada arrastran misterios, memorias que queman

como brasas. Los personajes, se dice literalmente en el libro, se han

vuelto locos con la guerra.

La novela ganó el primer premio Nadal, concedido en 1944. Es

una obra, pues, escrita en la más álgida posguerra; y por encima de

Laforet, que nació en 1921, había pasado la apisonadora del

enfrentamiento civil. La guerra y sus horrores protagonizan Nada,

aunque apenas si se mencionen directamente. Pero la casa de

Aribau, que un día fue un hogar normal y feliz, y que hoy ha sido

reducida a la mitad (han vendido parte del piso), y está atestada de

muebles astillados, de chinches escondidas en el mugriento

empapelado, de miseria y violencia, es un preciso, escalofriante

retrato de la España de posguerra; y esos dos hermanos varones

que se aman y se odian, que se intentan matar y se lloran el uno al

otro, que guardan un pasado de traiciones y denuncias, son un

evidente trasunto de la locura fratricida del 36.

Leída hoy, Nada sorprende por su modernidad. Por su absoluta

carencia de sentimentalismo, pese a las atrocidades que relata. Por

su estilo exacto, limpio, cortante como un cristal, y al mismo tiempo

lleno de fuerza expresiva y originalidad poética. Y por sus

personajes y sus temas. Inolvidable Gloria, esa pobre muchacha

apaleada bárbaramente una y otra vez por su marido. Inolvidable la

abuela, que es como un hada madrina deteriorada y rota. Inolvidable

Andrea, la protagonista, pasiva y casi incapaz de amar. Pero es que

las verdaderas víctimas son pasivas y están destrozadas. Con su

hermosa escritura, Carmen Laforet define en la novela a las amigas

de la tía de Andrea, un puñado de mujeres que antaño fueron

muchachas felices y que ahora son seres desbaratados: «Eran

como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes

de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño». Nada

nos describe ese pequeño y asfixiante fragmento de cielo. Es un

cuento cruel, el cuento de la vida cuando se vuelve mala…

A mis amigos Linka Babecka de

Borrell y el pintor Pedro Borrell.

A veces un gusto amargo

Un olor malo, una rara

Luz, un tono desacorde,

Un contacto que desgana,

Como realidades fijas

Nuestros sentidos alcanzan

Y nos parecen que son

La verdad no sospechada…

J. R. J.

PRIMERA PARTE

1

Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a

Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había

anunciado y no me esperaba nadie.

Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada;

por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante

aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje

largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas

entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran estación

de Francia y los grupos que se formaban entre las personas que

estaban aguardando el expreso y los que llegábamos con tres horas

de retraso.

El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre

tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis

impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad

grande, adorada en mis ensueños por desconocida.

Empecé a seguir —una gota entre la corriente— el rumbo de la

masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi

equipaje era un maletón muy pesado —porque estaba casi lleno de

libros— y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de

mi ansiosa expectación.

Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la

primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas

dormidas; de establecimientos cerrados; de faroles como centinelas

borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con

el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de

las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón

excitado, estaba el mar.

Debía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi

viejo abrigo que, impulsos de la brisa, me azotaba las piernas,

defendiendo mi maleta, desconfiada de los obsequiosos camàlics.

Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran

acera, porque la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba

por arracimarse en el tranvía.

Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir

después de la guerra se detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear,

causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de él

desesperado, agitando el sombrero.

Corrí aquella noche en el desvencijado vehículo, por anchas

calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda

hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció

corto y que para mí se cargaba de belleza.

El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que

el bello edificio me conmovió como un grave saludo de bienvenida.

Enfilamos la calle de Aribau, donde vivían mis parientes, con sus

plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vivido

de la respiración de mil almas detrás de los balcones apagados. Las

ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en

mi cerebro. De improviso sentí crujir y balancearse todo el

armatoste. Luego quedó inmóvil.

—Aquí es —dijo el cochero.

Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas

de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el

secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían

aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un

poco temblorosa di unas monedas al vigilante y cuando él cerró el

portal detrás de mí, con gran temblor de hierro y cristales, comencé

a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta.

Todo empezaba a ser extraño a mi imaginación; los estrechos y

desgastados escalones de mosaico, iluminados por la luz eléctrica,

no tenían cabida en mi recuerdo.

Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar

a aquellas personas desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo,

mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una tímida

llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos

de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona:

«¡Ya va! ¡Ya va!».

Unos pies arrastrándose y unas manos torpes descorriendo

cerrojos.

Luego me pareció todo una pesadilla.

Lo que estaba delante de mí era un recibidor alumbrado por la

única y débil bombilla que quedaba sujeta a uno de los brazos de la

lámpara, magnífica y sucia de telarañas, que colgaba del techo. Un

fondo oscuro de muebles colocados unos sobre otros como en las

mudanzas. Y en primer término la mancha blanquinegra de una

viejecita decrépita, en camisón, con una toquilla echada sobre los

hombros. Quise pensar que me había equivocado de piso, pero

aquella infeliz viejecilla conservaba una sonrisa de bondad tan

dulce, que tuve la seguridad de que era mi abuela.

—¿Eres tú, Gloria? —dijo cuchicheando.

Yo negué con la cabeza, incapaz de hablar, pero ella no podía

verme en la sombra.

—Pasa, pasa, hija mía. ¿Qué haces ahí? ¡Por Dios! ¡Que no se

dé cuenta Angustias de que vuelves a estas horas!

Intrigada, arrastré la maleta y cerré la puerta detrás de mí.

Entonces la pobre vieja empezó a balbucear algo, desconcertada.

—¿No me conoces, abuela? Soy Andrea.

—¿Andrea?

Vacilaba. Hacía esfuerzos por recordar. Aquello era lastimoso.

—Sí, querida, tu nieta… no pude llegar esta mañana como había

escrito.

La anciana seguía sin comprender gran cosa, cuando de una de

las puertas del recibidor salió en pijama un tipo descarnado y alto

que se hizo cargo de la situación. Era uno de mis tíos, Juan. Tenía la

cara llena de concavidades, como una calavera a la luz de la única

bombilla de la lámpara.

En cuanto él me dio unos golpecitos en el hombro y me llamó

sobrina, la abuelita me echó los brazos al cuello con los ojos claros

llenos de lágrimas y dijo «pobrecita» muchas veces.

En toda aquella escena había algo angustioso, y en el piso un

calor sofocante como si el aire estuviera estancado y podrido. Al

levantar los ojos vi que habían aparecido varias mujeres

fantasmales. Casi sentí erizarse mi piel al vislumbrar a una de ellas,

vestida con un traje negro que tenía trazas de camisón de dormir.

Todo en aquella mujer parecía horrible y desastrado, hasta la

verdosa dentadura que me sonreía. La seguía un perro, que

bostezaba ruidosamente, negro también el animal, como una

prolongación de su luto. Luego me dijeron que era la criada, pero

nunca otra criatura me ha producido impresión más desagradable.

Detrás de tío Juan había aparecido otra mujer flaca y joven con

los cabellos revueltos, rojizos, sobre la aguda cara blanca y una

languidez de sábanas colgada, que aumentaba la penosa sensación

del conjunto.

Yo estaba aún, sintiendo la cabeza de la abuela sobre mi

hombro, apretada por su abrazo y todas aquellas figuras me

parecían igualmente alargadas y sombrías. Alargadas, quietas y

tristes, como luces de un velatorio de pueblo.

—Bueno, ya está bien, mamá, ya está bien —dijo una voz seca y

como resentida.

Entonces supe que aún había otra mujer a mi espalda. Sentí una

mano sobre mi hombro y otra en mi barbilla. Yo soy alta, pero mi tía

Angustias lo era más y me obligó a mirarla así. Ella manifestó cierto

desprecio en su gesto. Tenía los cabellos entrecanos que le bajaban

a los hombros y cierta belleza en su cara oscura y estrecha.

—¡Vaya un plantón que me hiciste dar esta mañana, hija!…

¿Cómo me podía yo imaginar que ibas a llegar de madrugada?

Había soltado mi barbilla y estaba delante de mí con toda la

altura de su camisón blanco y de su bata azul.

—Señor, Señor, ¡qué trastorno! Una criatura así, sola… Oí gruñir

a Juan.

—¡Ya está la bruja de Angustias estropeándolo todo!

Angustias aparentó no oírlo.

—Bueno, tú estarás cansada. Antonia —ahora se dirigía a la

mujer enfundada de negro—, tiene usted que preparar una cama

para la señorita.

Yo estaba cansada y, además, en aquel momento, me sentía

espantosamente sucia. Aquellas gentes moviéndose o mirándome

en un ambiente que la aglomeración de cosas ensombrecía,

parecían haberme cargado con todo el calor y el hollín del viaje, del

que antes me había olvidado. Además, deseaba angustiosamente

respirar un soplo de aire puro.

Observé que la mujer desgreñada me miraba sonriendo,

abobada por el sueño, y miraba también mi maleta con la misma

sonrisa. Me obligó a volver la vista en aquella dirección y mi

compañera de viaje me pareció un poco conmovedora en su

desamparo de pueblerina. Pardusca, amarrada con cuerdas, siendo,

a mi lado, el centro de aquella extraña reunión.

Juan se acercó a mí:

—¿No conoces a mi mujer, Andrea?

Y empujó por los hombros a la mujer despeinada.

—Me llamo Gloria —dijo ella.

Vi que la abuelita nos estaba mirando con una ansiosa sonrisa.

—¡Bah, bah!… ¿Qué es eso de daros la mano? Abrazaos,

niñas…, ¡así, así!

Gloria me susurró al oído:

—¿Tienes miedo?

Y entonces casi lo sentí, porque vi la cara de Juan que hacía

muecas nerviosas mordiéndose las mejillas. Era que trataba de

sonreír.

Volvió tía Angustias autoritaria.

—¡Vamos!, a dormir, que es tarde.

—Quisiera lavarme un poco —dije.

—¿Cómo? ¡Habla más fuerte! ¿Lavarte?

Los ojos se abrían asombrados sobre mí. Los ojos de Angustias

y de todos los demás.

—Aquí no hay agua caliente —dijo al fin Angustias.

—No importa…

—¿Te atreverás a tomar una ducha a estas horas?

—Sí —dije—, sí.

¡Qué alivio el agua helada sobre mi cuerpo! ¡Qué alivio estar

fuera de las miradas de aquellos seres originales! Pensé que allí, el

cuarto de baño no se debía utilizar nunca. En el manchado espejo

del lavabo —¡qué luces macilentas, verdosas, había en toda la casa!

— se reflejaba el bajo techo cargado de telas de arañas, y mi propio

cuerpo entre los hilos brillantes del agua, procurando no tocar

aquellas paredes sucias, de puntillas sobre la roñosa bañera de

porcelana.

Parecía una casa de brujas aquel cuarto de baño. Las paredes

tiznadas conservaban la huella de manos ganchudas, de gritos de

desesperanza. Por todas partes los desconchados abrían sus bocas

desdentadas rezumantes de humedad. Sobre el espejo, porque no

cabía en otro sitio, habían colocado un bodegón macabro de

besugos pálidos y cebollas sobre fondo negro. La locura sonreía en

los grifos torcidos.

Empecé a ver cosas extrañas como los que están borrachos.

Bruscamente cerré la ducha, el cristalino y protector hechizo, y

quedé sola entre la suciedad de las cosas.

No sé cómo pude llegar a dormir aquella noche. En la habitación

que me habían destinado se veía un gran piano con las teclas al

descubierto. Numerosas cornucopias —algunas de gran valor— en

las paredes. Un escritorio chino, cuadros, muebles abigarrados.

Parecía la buhardilla de un palacio abandonado, y era, según supe,

el salón de la casa.

En el centro, como un túmulo funerario rodeado por dolientes

seres —aquella doble fila de sillones destripados—, una cama turca,

cubierta por una manta negra, donde yo debía dormir. Sobre el

piano habían colocado una vela, porque la gran lámpara del techo

no tenía bombillas.

Angustias se despidió de mí haciendo en mi frente la señal de la

cruz, y la abuela me abrazó con ternura. Sentí palpitar su corazón

como un animalillo contra mi pecho.

—Si te despiertas asustada, llámame, hija mía —dijo con su

vocecilla temblona.

Y luego, en un misterioso susurro a mi oído:

—Yo nunca duermo, hijita, siempre estoy haciendo algo en la

casa por las noches. Nunca, nunca duermo.

Al fin se fueron dejándome con la sombra de los muebles que la

luz de la vela hinchaba llenando de palpitaciones y profunda vida. El

hedor que se advertía en toda la casa llegó en una ráfaga más

fuerte. Era un olor a porquería de gato. Sentí que me ahogaba y

trepé en peligroso alpinismo sobre el respaldo de un sillón para abrir

una puerta que aparecía entre cortinas de terciopelo y polvo. Pude

lograr mi intento en la medida que los muebles lo permitían y vi que

comunicaba con una de esas galerías abiertas que dan tanta luz a

las casas barcelonesas. Tres estrellas temblaban en la suave

negrura de arriba y al verlas tuve unas ganas súbitas de llorar, como

si viera amigos antiguos, bruscamente recobrados.

Aquel iluminado palpitar de las estrellas me trajo en un tropel

toda mi ilusión a través de Barcelona, hasta el momento de entrar

en este ambiente de gentes y de muebles endiablados. Tenía miedo

de meterme en aquella cama parecida a un ataúd. Creo que estuve

temblando de indefinibles terrores cuando apagué la vela.

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