Gimferrer Pere
Premio
***
Para Cuca, el amor de mi vida.
My dear,
these things are life.
MEREDITH
I
¿Qué espero, en la campana de luz
dorada y blanca de esta tarde de invierno, en este bar de hotel de un ajado
lujo old fashion, como para rodar de
nuevo Death in Venice o para que
vuelva a suceder lo que no sucedió acaso en Marienbad? Sí, bajo aquel reloj de
péndulo desayuné en 1967 con Carlos Fuentes, y desde aquella butaca vi pasar
con Octavio Paz el «papamóvil» en 1982. Pero hoy espero a una mujer rubia. Esta
mujer no está hecha de sus imágenes prismáticas superpuestas. No es aquella
belleza de una cabellera tenue que se me apareció por primera vez en contraluz
ante el lienzo aún blanco de la pantalla, en el Palacio de Congresos de Montjuïc,
ni es aquella voz insuperada, que une la inteligencia vivacísima al arte
supremo del coqueteo verbal, ni es aquella risa clara y dilapidada (como en el
verso de Rubén «¡Y es crüel y eterna su risa de oro!»); ni es aquel desnudo
precisamente dorado que pasa muy lejos en mi memoria o que creo apresar todavía
suave, ni es aquella pericia erótica instintiva para explorar y dominar —con
suavidad y con dureza a la vez, como un dardo o como una clavellina— las zonas
ambiguas de la sexualidad masculina, ni es aquella claridad de aquelarre de la
noche de fin de año de 1969, en aquella Barcelona ciudad Potemkin (no
«acorazado Potemkin») que algunos (unos pocos quizá, pero los suficientes) nos
supimos fingir —leyendo a altas horas de la madrugada la poesía Tang traducida
al italiano por M. Benedikter—, ni es aquel álbum del Macbeth de Verdi comprado con la calderilla sobrante del estipendio
que le di para que pudiera reunirse con su amante bisexual; todas éstas, sí, y
muchas más —en aquel palacio, museo de la hidalguía como en una novela de
Ricardo León, con las apariciones súbitas, como cuerpos astrales en la penumbra
espiritista, de dos cuadros de Tàpies y uno de Canaletto, cuando ella pasaba a
desmaquillarse y luego hablábamos hora tras hora por su línea telefónica
individual, la que le pusieron para hablar conmigo; «la sensación de hablar y
oír hablar», como en el poema de Jaime Gil de Biedma—; no es aquella muchacha
de la primavera o el invierno de 1969 en aquella ciudad aventada bajo la
caperuza del frío, pero es indudablemente —aquellos ojos «cuyo color nunca
supe», como en el poema de Machado, aquella boca decidora, aquel metal de voz:
¡estos ojos, esta boca, esta voz!— la misma muchacha, la que, como desvelada
por una súbita ráfaga de viento, me acompañaba hace poco más de un año a la
visión hitchcockiana del hueco de la escalera del edificio Planeta, con paso
firme, decidida, entregada y ciega, confiando plenamente en mí y a la vez como
imantada, pese a sufrir ella misma real vértigo, por una meta invisible y
evidente: ella, la que se ha construido y constituido por una sucesión de actos
de valentía, de autoafirmación, de orgullo y de rebeldía a la vez;
verdaderamente, the pursuit of happiness,
como en el tiempo mítico de Washington y Jefferson, o también, como en las
antiguas palabras de Heráclito (y luego de Nietzsche), el carácter de cada cual
es su destino (o su demonio), hasta convertirse así del todo en la que en 1969
se esbozaba en ella, mediante una inmensa energía intelectual.
Crossed swords: como en el viejo film crepuscular de capa y espada con Errol Flynn y Gina
Lollobrigida, dirigido por el oscuro Milton Krims, esta mujer rubia y yo hemos
mantenido durante treinta y cuatro años una esgrima elegante y trágica de
encuentros esbozados en zigzag, donde cada momento de la vida del uno no
encajaba con el momento de la vida del otro, a la inversa de lo que ocurrió en
1969, y a la inversa de lo que ha ocurrido cuando ahora nos hemos puesto a
hablar nuevamente por teléfono para concertar la cita: cada palabra daba en el
blanco. La llamaré C.
Yo he llegado antes de la hora
fijada; C. también, muy poco después de mí; ambos, con más de quince minutos de
antelación. Mientras se acercaba, veía el arrebol en sus mejillas; luego, lo
dominan todo estos grandes ojos, que yo creo azules, pese a ser, como los míos,
pardo-verdosos, y esta boca, y nuevamente esta voz. Aunque sin duda he
interpretado bien la verdadera frase principal, en apariencia neutra y de
afecto cortés nada más, de la breve nota que, me dirá luego, le llevó un cuarto
de hora redactar, ella se cree tal vez en el caso de mantener una conversación
que empiece con la pregunta «¿Cómo estás?» Muy pocos minutos la proseguiré: de
lo vivido por mí y en mí no deseo hablar ahora; no hay, particularmente, nada doloroso
que desee evocar aquí. Treinta y cuatro años de historia interrumpida
significan, hoy lo veo, una suspensión, no un desenlace. Nuevamente en palabras
de Heráclito: el tiempo es un niño que juega con los dados; su reino es el de
un niño.
C. tal vez está sorprendida, pero
no sería propio de ella el demostrármelo; me sostendrá la mirada durante tres
horas y cuarto sin interrupción, y sólo una vez —cuando digo algo que realmente
no contaba con oír jamás de mis labios— varía el tono de voz y me obliga a repetírselo
(al fondo, en su reino de Ofelia de las algas marinas, sé que la náyade muerta,
el agente provocador, sí contaba con que hoy yo diría eso: me anunció hace
meses la fecha aproximada, la persona, casi las palabras mismas). Hoy empiezo a
vivir, dividido mi ser, entre la tragedia recién terminada y el melodrama
sentimental recién iniciado, entre El
idiota y An affair to remember.
Las espadas, rápidamente en alto, empiezan a cruzarse de nuevo con el mismo
sonido cristalino y desnudo del metal de antaño: es el envés del verso de
Neruda (y luego de Jaime Gil de Biedma) «Nosotros, los de entonces, ya no somos
los mismos»: hablamos como en 1969, pero con nuestro ser de ahora, subsumido en
el de entonces.
C. no se arrepiente de nada: non, je ne regrette rien. Me cuenta sus amores lésbicos,
posteriores al momento en que nuestras vidas se bifurcaron; me habla de su
primer matrimonio (apenas del segundo, el actual: «Hoy por hoy» es la frase más
frecuente en sus labios, junto con un silabeado «No te obsesiones conmigo»).
Pero, manifiestamente, sus palabras son una cosa, su actitud y conducta otra, y
todavía otra muy distinta el tono de su voz, y, sobre todo, sus ojos desmienten
a veces sus palabras. (Así en Cernuda: «Tus ojos son los ojos de un hombre
enamorado. / Tus labios son los labios de un hombre que no cree / En el amor.»)
No ha tardado en recuperar el hábito, no digo ya de la coquetería, sino del
erotismo intelectual, nuestro verdadero territorio. Ping-pong.
Lo dicho ha quedado ahí, como un
puño de luz bajo una escafandra en una cueva submarina: C. no volverá hoy sobre
ello, pues su mente lo ha recogido —al modo del florete que para a tiempo una
finta o estocada—, y, aunque semanas más tarde me dirá que ha pensado que estoy
loco, necesita procesar el dato, gestionar la situación, quizá vernos en un
espejo cóncavo como los que deforman la imagen espectralizada de Orson Welles
antes de que empiece el «fracaso de cristales» del tiroteo final de The lady from Shanghai. No nos damos un
instante de respiro, pero no hay cansancio en nuestros ojos ni en nuestras
voces: sin probar ni una gota de la escasa consumición, hablamos y hablamos. No
a torrentes ni a borbotones, no: destilando las palabras como artesanos de alta
licorería, o haciéndolas esponjarse y destellar como vidrieros de Murano. Cada
palabra, bruñida, es a la vez una obra de arte y un objeto erótico inmaterial.
Quizá por eso ella exclama: «¡Qué fríos somos!» y yo le respondo: «Sí. Por eso
nos entendemos tan bien.» Es, manifiestamente, sólo media verdad: la verdad
relativa a nuestra mente analítica y a nuestra vocación de orfebres de la
palabra, no la relacionada con nuestra emotividad, profundamente sacudida por
esta inmersión que —como al muchacho rubio que desciende al fondo del pozo en Moonfleet, de Fritz Lang, en busca de un
anillo de piedras preciosas— nos devuelve a ser nuevamente los que éramos.
Estamos sentados muy cerca uno
del otro en el sofá, pero no nos rozamos: únicamente en un par de ocasiones
fugaces esbozo muy rápidamente algo parecido a una caricia pasajera a su
cintura a través del abrigo, cuando le digo qué admirable me parece lo que, al
cabo de los años, ella ha hecho consigo misma. Por primera y única vez, me
confiesa: «No me ha ido muy bien en la vida», y, no por única vez, el adjetivo «loca»
aparece en sus labios, para describir la forma en que cree ser vista por los
demás, empezando por P., su actual pareja. C. nunca ha sido, a mis ojos, una
loca: otros la habrán querido a pesar de los rasgos de su carácter que ellos
juzgaban defectos, yo la quise en 1969 y la quiero hoy precisamente a causa de
estos rasgos. Elle a les qualités de ses
défauts.
Bien sé que he caído de pronto en
su vida como un paracaidista, al modo de los voluntarios de la Free France lanzados sobre suelo francés
desde aviones británicos en las jornadas del desembarco de Normandía: les parachutés. Para el que cae en
paracaídas, la sorpresa es a un tiempo el mejor aliado y el principal
obstáculo: debe abrirse paso entre «limbos y lianas» —como el título que
Baudelaire quiso en cierto momento dar a Las
flores del mal— para llegar tal vez a una casa iluminada que pueda aceptar
su presencia, del mismo modo que la idea de mi irrupción necesita abrirse
camino en la cabecita rubia de C., que ha vivido siempre en el mundo de la táctica
y la estrategia amatorias, pero a la que esta vez he sorprendido en parte (a mi
pregunta «¿Te esperabas esto?» responde sólo: «Regular»), y que, como todos
nosotros, se ha ido tejiendo con el tiempo una red de múltiples quehaceres a la
vez fútiles (en sí mismos) e indispensables para su supervivencia moral, para
alejar de su vida el horror vacui.
Pero las palabras no cesan, y no dejamos de mirarnos a los ojos: bebemos
nuestras palabras, devoramos nuestras miradas, vivimos de la imagen y la idea
ininterrumpidamente. C. tiene hoy una forma de verbalizar esto: «Estoy bien
contigo, me encuentro a gusto contigo, me siento bien contigo.» Primer round: el gong es el reloj de péndulo
que dará pronto la hora que ella misma ha fijado para separarnos hoy; nos volveremos
a ver, convenimos, dentro de dos meses, que ambos fingimos creer que son tres,
acogiéndonos a los pocos días que quedan del mes actual a modo de pretexto.
Puedo acompañar a C. hasta la calle, pero luego ella desea caminar un rato a
solas por este barrio que fue el suyo, que era el suyo en 1969: la veo alejarse
como en cámara lenta, pisando firme siempre, rubia y casi sonambúlica, al modo
de la Robin Vote a la que Djuna Barnes describe aparentemente distracted a su llegada a Nueva York en
el capítulo final de Nightwood.
Al día siguiente estoy leyendo a
Barbey d’Aurevilly; cierro de pronto el libro y me pongo a redactar un ensayo
sobre Benvenuto Cellini y Salvador Dalí que debía entregar dentro de cuarenta
días, y que en cambio redacto en pocas horas. Es la obra de mi reencuentro con
C. ¿Por qué galerías los que fuimos en 1969 se han posesionado de los que somos
hoy? No es un espejismo: los espejismos se desvanecen, y no resisten a un tête-à-tête de tres horas y cuarto en
tensión vigilante y lúcida. Otra cosa es lo ambiguo de la situación: C. no se
ha atrincherado, pero cabe la posibilidad de que quiera persuadirse
momentáneamente a sí misma de que yo podría tal vez, a fin de cuentas, aceptar,
como Jaufré Rudel respecto a la condesa de Trípoli, un amor de lonh, pero en esta ocasión referido a una dama que sí he
visto y sí ha sido mía (como en la carta de Mercè Rodoreda: «I hauré de viure
d’engrunes, jo, que ho he tingut tot!» [«¡Y tendré que vivir de migajas, yo,
que lo he tenido todo!»]) Pero tenemos una cita pendiente, y aún creo, o aún
puedo creer si así lo prefiero, que se trata de una obsesión, no de amor.
Cuando, más tarde, ante el texto ya tecleado en ordenador sobre Cellini y Dalí,
me quede diez minutos mirando la dedicatoria «Para C.», comprenderé que he
vuelto a enamorarme. Ella, en el bar del hotel old fashion, a mi pregunta «¿Estoy enamorado de ti?» ha respondido:
«Ni estabas enamorado de mí entonces ni lo estás ahora.» «Pero nos queremos.»
«Eso sí.» Tal vez ninguno de los dos creía que esas palabras fueran verídicas:
a los dos, sin duda, nos parecieron brillantes y, por lo tanto, dignas de ser
dichas. Ahora recuerdo (son, curiosamente, sus poemas breves los que me gustan)
nuevamente a Machado: «Creí mi hogar apagado / y revolví la ceniza… / Me quemé
la mano.» Pero hay algo cerca de mí, algo que soy yo, que dice aún más, como en
el poema de Valéry: Mais qui pleure, / Si
proche de moi-même au moment de pleurer?
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