martes, 7 de marzo de 2023

GIMFERRER PERE. INTERLUDIO AZUL. FRAGMENTO.





Interludio azul es un relato, pero no una ficción: se trata, más bien, de una historia totalmente real contada como si fuese una novela, la narración de un amor tan verídico como insólito, iniciado a fines de los años 60 y reanudado más de treinta años después.La acción alterna fundamentalmente dos momentos (1969 y 2004) que se entrecruzan, contraponen y complementan mediante una técnica de mosaico y flash backs. Ambos capítulos de esta historia de amor quedan deliberadamente en suspenso: el desenlace de la de 1969 fue inconcluso, el de la de 2004 se producirá una vez finalizada la redacción del texto y se expone con minucioso detalle en el libro de poemas Amor en vilo.Aunque en lo esencial nos hallamos ante un relato autobiográfico, coexisten en Interludio azul la narración y el ensayo que reflexiona sobre lo narrado y sobre el propio texto, e incluso, en ocasiones, aparecen breves tramos cercanos al poema en prosa, junto a diálogos plenamente coloquiales. Historia de una gran pasión, pues, el regreso en prosa de Pere Gimferrer es también la historia de una escritura.

Clasificado como: Narrativa; Contemporánea

Gimferrer Pere
Premio
Pere Gimferrer (Barcelona, 22 de junio de 1945) es un poeta, prosista, crítico literario y traductor español. Su obra literaria está compuesta tanto de obras en castellano como en catalán. Fue elegido miembro de la Real Academia Española en 1985. Premio Nacional de las Letras Españolas en 1998.Inicia su actividad como poeta con Mensaje del Tetrarca (1963). Le siguen Arde el mar (Premio Nacional de Poesía, 1966) y La muerte en Beverly Hills (1968) y Extraña fruta y otros poemas (1969). En todos ellos se observa una fastuosidad verbal que, desde el magisterio del Modernismo, reclama una poesía de sensaciones. El distanciamiento culturalista y la reflexión metapoética son también elementos constantes. Todo ello le valió el reconocimiento unánime como uno de los poetas más originales nacidos después de la Guerra Civil y que más había modificado el panorama de la poesía española contemporánea por la innovación de sus propuestas.En 1970 escribió y publicó Els miralls, su primer libro de poesía en catalán, que pronto fue seguido por Hora foscant (1972) y Foc cec (1973). Es ésta una poesía discursiva, metaliteraria, que ensaya enlazar el Barroco y las vanguardias. Explora las tenues fronteras entre realidad real y realidad artística.De 1977 es L`espai desert. Siguiendo el ejemplo de T.S. Eliot, plantea un poema extenso de reflexión amorosa, sexual.En 1981 recopiló toda su obra anterior en Mirall, espai, aparicions, que incluía un libro nuevo, Aparicions. Posteriormente publicó El vendaval (1989) y La llum (1991), en las cuales domina la nota visual, el epigrama. Mascarada (1996) es un largo poema unitario en el cual, con un trasfondo parisino (paisaje y referencias literarias), insiste en temas de la experiencia amorosa, llegando a extremos de crudeza y provocación. En L`agent provocador (1998), las prosas poéticas son una reflexión sobre cómo el yo se hace autoconsciente en la escritura, el paso del yo activo al yo reflexivo, combinado con detalles autobiográficos.En el año 2000 Visor editó Poemas (1962-1969), recopilación de toda la poesía originariamente escrita en castellano.Como prosista es autor de: Dietari. 1979-1980 (1981) y Segon dietari. 1980-1982 (1982). Son los artículos que publicaba regularmente en el periódico barcelonés El Correo Catalán. Hay una serie de temas recurrentes: la actitud de rechazo y de silencio que caracteriza a los intelectuales en determinados momentos de la historia, la crítica del poder y la política, el poeta y el artista en aprendizaje constante, la voluntad de definir el momento cultural catalán, las evocaciones personales literarias, artísticas, cinematográficas.También ha escrito una novela, Fortuny (1983), premio Ramón Llull y premio Joan Crexells.
RECOPILADOR: 
DR. ENRICO PUGLIATTI.

 ***

 Para Cuca, el amor de mi vida.

 

 


 My dear, these things are life. 

MEREDITH

 

 


 

 I

¿Qué espero, en la campana de luz dorada y blanca de esta tarde de invierno, en este bar de hotel de un ajado lujo old fashion, como para rodar de nuevo Death in Venice o para que vuelva a suceder lo que no sucedió acaso en Marienbad? Sí, bajo aquel reloj de péndulo desayuné en 1967 con Carlos Fuentes, y desde aquella butaca vi pasar con Octavio Paz el «papamóvil» en 1982. Pero hoy espero a una mujer rubia. Esta mujer no está hecha de sus imágenes prismáticas superpuestas. No es aquella belleza de una cabellera tenue que se me apareció por primera vez en contraluz ante el lienzo aún blanco de la pantalla, en el Palacio de Congresos de Montjuïc, ni es aquella voz insuperada, que une la inteligencia vivacísima al arte supremo del coqueteo verbal, ni es aquella risa clara y dilapidada (como en el verso de Rubén «¡Y es crüel y eterna su risa de oro!»); ni es aquel desnudo precisamente dorado que pasa muy lejos en mi memoria o que creo apresar todavía suave, ni es aquella pericia erótica instintiva para explorar y dominar —con suavidad y con dureza a la vez, como un dardo o como una clavellina— las zonas ambiguas de la sexualidad masculina, ni es aquella claridad de aquelarre de la noche de fin de año de 1969, en aquella Barcelona ciudad Potemkin (no «acorazado Potemkin») que algunos (unos pocos quizá, pero los suficientes) nos supimos fingir —leyendo a altas horas de la madrugada la poesía Tang traducida al italiano por M. Benedikter—, ni es aquel álbum del Macbeth de Verdi comprado con la calderilla sobrante del estipendio que le di para que pudiera reunirse con su amante bisexual; todas éstas, sí, y muchas más —en aquel palacio, museo de la hidalguía como en una novela de Ricardo León, con las apariciones súbitas, como cuerpos astrales en la penumbra espiritista, de dos cuadros de Tàpies y uno de Canaletto, cuando ella pasaba a desmaquillarse y luego hablábamos hora tras hora por su línea telefónica individual, la que le pusieron para hablar conmigo; «la sensación de hablar y oír hablar», como en el poema de Jaime Gil de Biedma—; no es aquella muchacha de la primavera o el invierno de 1969 en aquella ciudad aventada bajo la caperuza del frío, pero es indudablemente —aquellos ojos «cuyo color nunca supe», como en el poema de Machado, aquella boca decidora, aquel metal de voz: ¡estos ojos, esta boca, esta voz!— la misma muchacha, la que, como desvelada por una súbita ráfaga de viento, me acompañaba hace poco más de un año a la visión hitchcockiana del hueco de la escalera del edificio Planeta, con paso firme, decidida, entregada y ciega, confiando plenamente en mí y a la vez como imantada, pese a sufrir ella misma real vértigo, por una meta invisible y evidente: ella, la que se ha construido y constituido por una sucesión de actos de valentía, de autoafirmación, de orgullo y de rebeldía a la vez; verdaderamente, the pursuit of happiness, como en el tiempo mítico de Washington y Jefferson, o también, como en las antiguas palabras de Heráclito (y luego de Nietzsche), el carácter de cada cual es su destino (o su demonio), hasta convertirse así del todo en la que en 1969 se esbozaba en ella, mediante una inmensa energía intelectual.

Crossed swords: como en el viejo film crepuscular de capa y espada con Errol Flynn y Gina Lollobrigida, dirigido por el oscuro Milton Krims, esta mujer rubia y yo hemos mantenido durante treinta y cuatro años una esgrima elegante y trágica de encuentros esbozados en zigzag, donde cada momento de la vida del uno no encajaba con el momento de la vida del otro, a la inversa de lo que ocurrió en 1969, y a la inversa de lo que ha ocurrido cuando ahora nos hemos puesto a hablar nuevamente por teléfono para concertar la cita: cada palabra daba en el blanco. La llamaré C.

Yo he llegado antes de la hora fijada; C. también, muy poco después de mí; ambos, con más de quince minutos de antelación. Mientras se acercaba, veía el arrebol en sus mejillas; luego, lo dominan todo estos grandes ojos, que yo creo azules, pese a ser, como los míos, pardo-verdosos, y esta boca, y nuevamente esta voz. Aunque sin duda he interpretado bien la verdadera frase principal, en apariencia neutra y de afecto cortés nada más, de la breve nota que, me dirá luego, le llevó un cuarto de hora redactar, ella se cree tal vez en el caso de mantener una conversación que empiece con la pregunta «¿Cómo estás?» Muy pocos minutos la proseguiré: de lo vivido por mí y en mí no deseo hablar ahora; no hay, particularmente, nada doloroso que desee evocar aquí. Treinta y cuatro años de historia interrumpida significan, hoy lo veo, una suspensión, no un desenlace. Nuevamente en palabras de Heráclito: el tiempo es un niño que juega con los dados; su reino es el de un niño.

C. tal vez está sorprendida, pero no sería propio de ella el demostrármelo; me sostendrá la mirada durante tres horas y cuarto sin interrupción, y sólo una vez —cuando digo algo que realmente no contaba con oír jamás de mis labios— varía el tono de voz y me obliga a repetírselo (al fondo, en su reino de Ofelia de las algas marinas, sé que la náyade muerta, el agente provocador, sí contaba con que hoy yo diría eso: me anunció hace meses la fecha aproximada, la persona, casi las palabras mismas). Hoy empiezo a vivir, dividido mi ser, entre la tragedia recién terminada y el melodrama sentimental recién iniciado, entre El idiota y An affair to remember. Las espadas, rápidamente en alto, empiezan a cruzarse de nuevo con el mismo sonido cristalino y desnudo del metal de antaño: es el envés del verso de Neruda (y luego de Jaime Gil de Biedma) «Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos»: hablamos como en 1969, pero con nuestro ser de ahora, subsumido en el de entonces.

C. no se arrepiente de nada: non, je ne regrette rien. Me cuenta sus amores lésbicos, posteriores al momento en que nuestras vidas se bifurcaron; me habla de su primer matrimonio (apenas del segundo, el actual: «Hoy por hoy» es la frase más frecuente en sus labios, junto con un silabeado «No te obsesiones conmigo»). Pero, manifiestamente, sus palabras son una cosa, su actitud y conducta otra, y todavía otra muy distinta el tono de su voz, y, sobre todo, sus ojos desmienten a veces sus palabras. (Así en Cernuda: «Tus ojos son los ojos de un hombre enamorado. / Tus labios son los labios de un hombre que no cree / En el amor.») No ha tardado en recuperar el hábito, no digo ya de la coquetería, sino del erotismo intelectual, nuestro verdadero territorio. Ping-pong.

Lo dicho ha quedado ahí, como un puño de luz bajo una escafandra en una cueva submarina: C. no volverá hoy sobre ello, pues su mente lo ha recogido —al modo del florete que para a tiempo una finta o estocada—, y, aunque semanas más tarde me dirá que ha pensado que estoy loco, necesita procesar el dato, gestionar la situación, quizá vernos en un espejo cóncavo como los que deforman la imagen espectralizada de Orson Welles antes de que empiece el «fracaso de cristales» del tiroteo final de The lady from Shanghai. No nos damos un instante de respiro, pero no hay cansancio en nuestros ojos ni en nuestras voces: sin probar ni una gota de la escasa consumición, hablamos y hablamos. No a torrentes ni a borbotones, no: destilando las palabras como artesanos de alta licorería, o haciéndolas esponjarse y destellar como vidrieros de Murano. Cada palabra, bruñida, es a la vez una obra de arte y un objeto erótico inmaterial. Quizá por eso ella exclama: «¡Qué fríos somos!» y yo le respondo: «Sí. Por eso nos entendemos tan bien.» Es, manifiestamente, sólo media verdad: la verdad relativa a nuestra mente analítica y a nuestra vocación de orfebres de la palabra, no la relacionada con nuestra emotividad, profundamente sacudida por esta inmersión que —como al muchacho rubio que desciende al fondo del pozo en Moonfleet, de Fritz Lang, en busca de un anillo de piedras preciosas— nos devuelve a ser nuevamente los que éramos.

Estamos sentados muy cerca uno del otro en el sofá, pero no nos rozamos: únicamente en un par de ocasiones fugaces esbozo muy rápidamente algo parecido a una caricia pasajera a su cintura a través del abrigo, cuando le digo qué admirable me parece lo que, al cabo de los años, ella ha hecho consigo misma. Por primera y única vez, me confiesa: «No me ha ido muy bien en la vida», y, no por única vez, el adjetivo «loca» aparece en sus labios, para describir la forma en que cree ser vista por los demás, empezando por P., su actual pareja. C. nunca ha sido, a mis ojos, una loca: otros la habrán querido a pesar de los rasgos de su carácter que ellos juzgaban defectos, yo la quise en 1969 y la quiero hoy precisamente a causa de estos rasgos. Elle a les qualités de ses défauts.

Bien sé que he caído de pronto en su vida como un paracaidista, al modo de los voluntarios de la Free France lanzados sobre suelo francés desde aviones británicos en las jornadas del desembarco de Normandía: les parachutés. Para el que cae en paracaídas, la sorpresa es a un tiempo el mejor aliado y el principal obstáculo: debe abrirse paso entre «limbos y lianas» —como el título que Baudelaire quiso en cierto momento dar a Las flores del mal— para llegar tal vez a una casa iluminada que pueda aceptar su presencia, del mismo modo que la idea de mi irrupción necesita abrirse camino en la cabecita rubia de C., que ha vivido siempre en el mundo de la táctica y la estrategia amatorias, pero a la que esta vez he sorprendido en parte (a mi pregunta «¿Te esperabas esto?» responde sólo: «Regular»), y que, como todos nosotros, se ha ido tejiendo con el tiempo una red de múltiples quehaceres a la vez fútiles (en sí mismos) e indispensables para su supervivencia moral, para alejar de su vida el horror vacui. Pero las palabras no cesan, y no dejamos de mirarnos a los ojos: bebemos nuestras palabras, devoramos nuestras miradas, vivimos de la imagen y la idea ininterrumpidamente. C. tiene hoy una forma de verbalizar esto: «Estoy bien contigo, me encuentro a gusto contigo, me siento bien contigo.» Primer round: el gong es el reloj de péndulo que dará pronto la hora que ella misma ha fijado para separarnos hoy; nos volveremos a ver, convenimos, dentro de dos meses, que ambos fingimos creer que son tres, acogiéndonos a los pocos días que quedan del mes actual a modo de pretexto. Puedo acompañar a C. hasta la calle, pero luego ella desea caminar un rato a solas por este barrio que fue el suyo, que era el suyo en 1969: la veo alejarse como en cámara lenta, pisando firme siempre, rubia y casi sonambúlica, al modo de la Robin Vote a la que Djuna Barnes describe aparentemente distracted a su llegada a Nueva York en el capítulo final de Nightwood.

Al día siguiente estoy leyendo a Barbey d’Aurevilly; cierro de pronto el libro y me pongo a redactar un ensayo sobre Benvenuto Cellini y Salvador Dalí que debía entregar dentro de cuarenta días, y que en cambio redacto en pocas horas. Es la obra de mi reencuentro con C. ¿Por qué galerías los que fuimos en 1969 se han posesionado de los que somos hoy? No es un espejismo: los espejismos se desvanecen, y no resisten a un tête-à-tête de tres horas y cuarto en tensión vigilante y lúcida. Otra cosa es lo ambiguo de la situación: C. no se ha atrincherado, pero cabe la posibilidad de que quiera persuadirse momentáneamente a sí misma de que yo podría tal vez, a fin de cuentas, aceptar, como Jaufré Rudel respecto a la condesa de Trípoli, un amor de lonh, pero en esta ocasión referido a una dama que sí he visto y sí ha sido mía (como en la carta de Mercè Rodoreda: «I hauré de viure d’engrunes, jo, que ho he tingut tot!» [«¡Y tendré que vivir de migajas, yo, que lo he tenido todo!»]) Pero tenemos una cita pendiente, y aún creo, o aún puedo creer si así lo prefiero, que se trata de una obsesión, no de amor. Cuando, más tarde, ante el texto ya tecleado en ordenador sobre Cellini y Dalí, me quede diez minutos mirando la dedicatoria «Para C.», comprenderé que he vuelto a enamorarme. Ella, en el bar del hotel old fashion, a mi pregunta «¿Estoy enamorado de ti?» ha respondido: «Ni estabas enamorado de mí entonces ni lo estás ahora.» «Pero nos queremos.» «Eso sí.» Tal vez ninguno de los dos creía que esas palabras fueran verídicas: a los dos, sin duda, nos parecieron brillantes y, por lo tanto, dignas de ser dichas. Ahora recuerdo (son, curiosamente, sus poemas breves los que me gustan) nuevamente a Machado: «Creí mi hogar apagado / y revolví la ceniza… / Me quemé la mano.» Pero hay algo cerca de mí, algo que soy yo, que dice aún más, como en el poema de Valéry: Mais qui pleure, / Si proche de moi-même au moment de pleurer?

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