GUILLOTINA
Victor Hugo
Sucedió en D. una aventura trágica.
Un hombre fue condenado a muerte por asesinato. Era un desgraciado, no completamente ignorante, no del todo falto de instrucción, que había sido titiritero en las ferias, y memorialista. Aquella causa metió mucho ruido en la ciudad. La víspera del día fijado para la ejecución del reo, el capellán de la cárcel cayó enfermo. Era menester un sacerdote para que asistiera al reo en sus últimos momentos. Se fue a buscar a un cura, el cual parece que rehusó asistirle, diciendo que aquello no le concernía. «Yo —dijo— nada tengo que ver con esa tarea, ni con ese saltimbanqui; también yo estoy enfermo, además, esta no es mi función». Se le repitió esta respuesta al obispo quien dijo: «El señor cura tiene razón; esa misión no es de él, es mía». Inmediatamente marchó a la cárcel, bajó al calabozo del saltimbanqui, le llamó por su nombre, le dio la mano y le habló. Pasó todo el día a su lado, olvidando el alimento y el sueño, pidiendo al reo que rezara por la vida de él, el obispo.
Le dijo las mejores verdades, que era un amigo; obispo sólo para bendecir. Le enseñó todo, tranquilizándole y consolándole. Aquel hombre iba a morir desesperado; la muerte era para él un abismo. En pie y estremecido sobre el umbral lúgubre de la tumba, retrocedía horrorizado. No era bastante ignorante para ser absolutamente indiferente. La sentencia, rápida y profunda sacudida, había, en cierto modo, roto acá y allá en torno suyo ese cercado que nos separa del misterio de las cosas, y al cual llamamos vida. Miraba sin cesar fuera de este mundo por aquellas fatales brechas, y sólo alcanzaba a ver tinieblas. El obispo le hizo ver una luz.
Al día siguiente, cuando fueron a buscar al reo, el obispo estaba allí. Le siguió, y se presentó a la vista del pueblo con su traje morado, con su cruz episcopal al cuello, al lado de aquel miserable amarrado y sujeto con cuerdas.
Subió con él a la carreta, y luego al cadalso. El reo, taciturno y abatido la víspera, estaba animado y radiante, pero contrito. Sentía que su alma se había reconciliado, y esperaba en Dios. El obispo le abrazó, y en el momento en que la cuchilla iba a caer le dijo: «Aquel a quien el hombre mata, Dios le resucita: aquel a quien sus hermanos repelen, lo acoge, el Padre. Orad, creed, entrad en la vida. El Padre está allí».
Cuando bajó del cadalso había alguna cosa en su mirada que hizo que el pueblo le abriese camino. No se sabía qué era más de admirar en él, si su palidez o su serenidad… Al volver a aquella humilde habitación, que él llamaba sonriendo «su palacio», dijo su hermana: «Acabo de oficiar de pontífice».
Como las cosas más sublimes son por lo general las menos comprendidas, no faltó gente que, comentando la conducta del obispo, dijera que aquello «era teatro». Pero fue sólo un comentario de salón. El pueblo, que nunca supone malicia en las acciones verdaderamente santas, quedó estremecido y admirado.
En cuanto al obispo, la vista de la guillotina fue para él un golpe terrible, del cual tardó mucho tiempo en reponerse.
En efecto: el patíbulo, cuando está ante nuestros ojos levantado, en pie, derecho, tiene algo que alucina. Se puede abrigar cierta indiferencia hacia la pena de muerte, no pronunciarse ni en pro ni en contra, no decir que sí ni que no, mientras no se ha visto una guillotina; pero si se llega a encontrar una, la sacudida es violenta; es menester decidirse, y tomar partido en pro o en contra de ella.
Los unos la admiran, como De Maistre; los otros la execran, como Beccaria. La guillotina es la concreción de la ley: se llama «vindicta», no es neutral, ni os permite que lo seáis tampoco. Quien llega a divisarla, se estremece con el más misterioso de los estremecimientos. Todas las cuestiones sociales alzan sus interrogantes en torno de aquella cuchilla.
El cadalso es una visión: no es un tablado, ni una máquina, ni mecanismo inerte de madera, de hierro y de cuerdas. Parece que es una especie de ser, que tiene no sé qué sombría iniciativa. Se diría que aquellas cuerdas tienen voluntad. En la horrible meditación en que aquella vista sume al alma, el patíbulo aparece terrible y como teniendo conciencia de lo que hace. El patíbulo es el cómplice del verdugo; devora, come carne, bebe sangre. El patíbulo es una especie de monstruo fabricado por el juez y por el carpintero; un espectro, que parece vivir de una especie de vida espantosa, hecha y amasada con todas las muertes que ha dado.
Así, la impresión fue horrible y profunda: al siguiente día de la ejecución, y aun muchos días después, el obispo estuvo abatido. Habíase desvanecido la serenidad casi violenta del fatal momento, y el fantasma de la justicia social le asediaba. Él, que de ordinario recababa de todas sus acciones una satisfacción tan pura, parecía como que se acusaba en esta, como que le causaba pesar el haberla llevado acabo. A intervalos hablaba consigo mismo, y murmuraba a media voz lúgubres monólogos. He aquí uno que su hermana oyó y recogió una noche:
—No creía que esto fuese tan monstruo. Acaso es una falta absorberse en la ley divina hasta el punto de no acordarse de la ley humana. Sólo a Dios pertenece la muerte. ¿Con qué derecho tocan los hombres a esta cosa desconocida?
Con el tiempo estas impresiones se atenuaron y acaso se borraron del todo. Sin embargo, se observó que desde entonces el obispo evitaba pasar por la plaza de las ejecuciones.
A cualquier hora se podía llamar a monseñor Myriel a la cabecera de los enfermos y de los moribundos. No ignoraba que aquél era su mayor deber y su mayor tarea. Las viudas y los huérfanos no necesitaban llamarle; iba él mismo. Sabía sentarse y callar largas horas al lado del hombre que había perdido la mujer que amaba, o de la madre que había perdido a su hijo; y así como sabía el momento de callar, conocía también el instante en que debía de hablar. ¡Oh qué admirable consuelo llevaba! No trataba de borrar el dolor con el olvido sino de agrandarlo y dignificarlo por la esperanza. Decía: «cuidado con la manera con que recordáis a los muertos. No penséis en lo que se pudre. Mirad fijamente, con atención, y veréis la viva luz de vuestro amado difunto allá en el fondo del cielo». Sabía aconsejar y tranquilizar al hombre desesperado, señalando con el dedo al hombre resignado, y transformar el dolor del que mira a una fosa, enseñándole la paz del que mira a una estrella.
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