martes, 19 de abril de 2022

Nada había ya que retener... LA MUERTE DE VIRGILIO. HERMANN BROCH.



 Nada había ya que retener, ya no era preciso, nada era discorde, y él, el que acababa de beber, él, Publio Virgilio Marón, tampoco él necesitaba ya del nombre, podía despojarse de él, podía dejarlo empalidecer en una simple noción, en un delicado olvido, maravillosamente púdico, pues la singladura iba en solitario, pero no en soledad, por la inmensidad segunda...

***

El tiempo había perdido su duración y sobre la vacía quietud se cernía sosegado en quieto deslizar el viaje; perdida ya toda velocidad, el objetivo ya sólo sentido e incierto, el viaje, sin embargo, llevaba una dirección, legible en las estrellas...

***

Entretanto, aunque aún no era de noche realmente, el verdadero crepúsculo había pasado en realidad, atrás quedaba el interregno; entre los enjambres de estrellas incandescentes en plena claridad, la esfera solar descansaba en su rojo, oscuro y frío, muy baja, sobre el horizonte marino doradamente plomizo, plúmbeamente dorado, más aún, casi se hubiera podido creer que ya se había hundido y volvía a ser reflejado hacia arriba por una insólita refracción de la luz, pues como presa de la esfera inferior, como en un reflejo de su camino suboceánico, comenzó a rodar despacio a lo largo del horizonte y, atravesando allí una constelación tras otra, a tender hacia el punto del Oriente de donde debía alzarse otra vez portador de la mañana, sol demorado en el ser de la noche, su reflejo o el sol mismo, en movimiento reflejado o propio, en prisión terrena o en etérea libertad, no era posible establecerlo, y los círculos del arriba y el abajo se cruzaban en la ignorancia, definitivos y grandes en la gloria de la rotante cúpula de estrellas: como si el viaje se dirigiera al sol, como si fuera éste el objetivo, como si el gesto nostálgico del muchacho indicara hacia el sol, el piloto seguía la ruta de la incandescente imagen, y la punta del esquife se mantenía siempre vuelta hacia el astro con un viraje sumamente lento, era arrastrada por él en un viraje auténtico o aparente, en un movimiento verdadero o aparente, sin que, menos que nunca, fuera posible distinguir uno de otro. Y es que en el curso del nocturno-no-nocturno acontecer el esquife se había alargado prodigiosamente y sin duda seguía alargándose, como se notaba por la creciente distancia del niño allá en la proa, como se percibía por el timonel hundiéndose allá lejos en la popa: prolongación del esquife hacia delante y hacia atrás, un crecimiento que consumía una parte de la velocidad de navegación y la absorbía, transformando la velocidad en crecimiento, en un crecimiento que lo abarcaba todo tan irresistiblemente que, de seguir, iba a detener por completo el viaje y la noche misma, más aún, convertiría lo inmutable que circulaba alrededor en inalterable; la navegación se había hecho infinitamente lenta y en igual quietud se extendía alrededor de la deslizante inmovilidad el orbe del arriba y abajo, reflejándose en el resplandor de los astros, tranquilo panorama de las esferas, reflejado en sí mismo, por encima de él el ojo gris de las aguas y el gris más oscuro del celeste ojo, ambos ensanchados uno en otro, ambos ensanchados en noche de claridad, ensanchados en la media luz sin duración, ni devenir, ni nombre, ni acaso, ni recuerdo, ni destino.

***

Ante su ojo que volvía a ver, volvió a transformarse entonces infinitamente la nada y se convirtió en lo que es y lo que fue; infinitamente volvió a extenderse al círculo del tiempo, para que el círculo volviera a cerrarse, tornándose infinito; infinito el panóptico del cielo, infinita la cúpula del cielo, que volvía a combarse, infinito el infinito escudo del mundo, bordeado por el arco de siete colores en infinito recuerdo. Volvió a hacerse la luz y la tiniebla, otra vez día y noche, otra vez noches y días, y otra vez se ordenó lo infinito según la altura, anchura y profundidad, se establecieron las direcciones del cielo en su cuaterno número abierto, hubo arriba y abajo, la nube y mar; y en el medio del mar se levantó otra vez la tierra, la verde isla del mundo, cubierta de plantas, cubierta de praderas, mutación en lo inmutable.

***

... y él, sobrecogido por la palabra y rodeado por su rumor, se cernía con la palabra; no obstante, cuanto más le envolvía, cuanto más penetraba él en ese mar de sonido y era penetrado por él, tanto más inaccesible y grande, tanto más pesado e inaprensible se tornaba la palabra, un mar cerniéndose, un fuego cerniéndose, pesado como el mar y leve como el mar, sin dejar por ello de seguir siendo palabra: no pudo retenerlo y no debía hacerlo; para él era inconcebiblemente inefable, pues estaba más allá del lenguaje.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas