sábado, 22 de enero de 2022

LA TENTACIÓN DE LO IMPOSIBLE. VARGAS LLOSA. (INTRODUCCIÓN).

 

 


En una versión abreviada, este ensayo fue materia del curso que dicté en la Universidad de Oxford, en abril y mayo de 2004, como Weidenfeld Visiting Professor in European Comparative Literature. Dejo constancia de mi agradecimiento a Lady y Lord Weidenfeld, al doctor Nigel Bowles, Acting Principal, y a todos los fellows de St. Anne’s College por su hospitalidad, al profesor John King, amigo y traductor, y a todas las personas que con su presencia, preguntas y observaciones hicieron de aquellas clases, para mí, una estimulante experiencia intelectual.

 

A Albert Bensoussan, el mejor de los traductores  y el más leal de los amigos.

 

«La más homicida y la más terrible de las pasiones que se puede infundir a las masas, es la pasión de lo imposible.»

LAMARTINE, en su ensayo sobre Los Miserables

 

Victor Hugo, océano

El invierno, en el internado del Colegio Militar Leoncio Prado, de Lima, ese año de 1950, era húmedo y ceniza, la rutina atontadora y la vida algo infeliz. Las aventuras de Jean Valjean, la obstinación de sabueso de Javert, la simpatía de Gavroche, el heroísmo de Enjolras, borraban la hostilidad del mundo y mudaban la depresión en entusiasmo en esas horas de lectura robadas a las clases y a la instrucción, que me trasladaban a un universo de flamígeros extremos en la desdicha, en el amor, en el coraje, en la alegría, en la vileza. La revolución, la santidad, el sacrificio, la cárcel, el crimen, hombres superhombres, vírgenes o putas, santas o perversas, una humanidad atenta al gesto, a la eufonía, a la metáfora. Era un gran refugio huir allí: la vida espléndida de la ficción daba fuerzas para soportar la vida verdadera. Pero la riqueza de la literatura hacía también que la realidad real se empobreciera.

¿Quién fue Victor Hugo? Después de haber pasado los dos últimos años sumergido en cuerpo y alma en sus libros y en su época, ahora sé que no lo sabré nunca. Jean-Marc Hovasse, el más meticuloso de sus biógrafos hasta la fecha —su biografía está aún inconclusa—, ha calculado que un apasionado bibliógrafo del bardo romántico, leyendo catorce horas diarias, tardaría unos veinte años en agotar sólo los libros dedicados al autor de Los Miserables que se hallan en la Biblioteca Nacional de París. Porque Victor Hugo es, después de Shakespeare, el autor occidental que ha generado más estudios literarios, análisis filológicos, ediciones críticas, biografías, traducciones y adaptaciones de sus obras en los cinco continentes.

¿Cuánto tardaría aquel titánico lector en leer las obras completas del propio Victor Hugo, incluyendo los millares de cartas, apuntes, papeles y borradores todavía inéditos que pululan por las bibliotecas públicas y privadas y los anticuarios de medio mundo? No menos de diez años, siempre y cuando esa lectura fuera su única y obsesiva dedicación en la vida. La fecundidad del poeta y dramaturgo emblemático del romanticismo en Francia produce vértigo a quien se asoma a ese universo sin fondo. Su precocidad fue tan notable como su capacidad de trabajo y esa terrible facilidad con que las rimas, las imágenes, las antítesis, los hallazgos geniales y las cursilerías más sonoras salían de su pluma. Antes de cumplir quince años había escrito ya millares de versos, una ópera cómica, el melodrama en prosa Inez de Castro, el borrador de una tragedia en cinco actos (en verso) Athélie ou les Scandinaves, el poema épico Le Déluge y bosquejado centenares de dibujos. En una revista que editó de adolescente con sus hermanos Abel y Eugène y que duró apenas año y medio, publicó 112 artículos y 22 poemas. Mantuvo este ritmo enloquecido a lo largo de esa larga vida —1802-1885— que abraza casi todo el siglo XIX y dejó a la posteridad una montaña tal de escritos que, sin duda, nadie ha leído ni leerá nunca de principio a fin.

 

Parecería que la vida de alguien que generó toneladas de papel borroneadas de tinta fuera la de un monje laborioso y sedentario, confinado los días y los años en su escritorio y sin levantar la cabeza del tablero donde su mano incansable fatigaba las plumas y vaciaba los tinteros. Pero no, lo extraordinario es que Victor Hugo hizo en la vida casi tantas cosas como las que su imaginación y su palabra fantasearon, pues tuvo una de las más ricas y aventureras existencias de su tiempo, en el que se zambulló a manos llenas, arreglándoselas siempre con olfato genial para estar en el centro de la historia viva como protagonista o testigo de excepción. Sólo su vida amorosa es tan intensa y variada que causa asombro (y cierta envidia, claro está). Llegó virgen a su matrimonio con Adèle Foucher, a los veinte años, pero desde la misma noche de bodas comenzó a recuperar el tiempo perdido. En los muchos años que le quedaban perpetró innumerables proezas amorosas con imparcialidad democrática, pues se acostaba con damas de toda condición —de marquesas a sirvientas, con una cierta preferencia por estas últimas en sus años provectos— y sus biógrafos, esos voyeurs, han descubierto que pocas semanas antes de morir, a sus 83 años, escapó de su casa para hacer el amor con una antigua camarera de su amante perenne, Juliette Drouet.

No sólo alternó con toda clase de seres vivientes, aguijoneado como estaba siempre por una curiosidad universal hacia todo y hacia todos; acaso el más allá, la trascendencia, Dios, lo preocuparon todavía más que las criaturas de este mundo, y sin ánimo humorístico se puede decir de este escritor con los pies tan bien asentados en la tierra y en la carne, que, más todavía que poeta, dramaturgo, narrador, profeta, dibujante y pintor, llegó a creerse un teólogo, un vidente, un develador de los misterios del trasmundo, de los designios más recónditos del Ser Supremo y su magna obra, que según él no es la creación y redención del hombre, sino el perdón de Satán. En su intención, Los Miserables no fue una novela de aventuras, sino un tratado religioso.

Su comercio con el más allá tuvo una etapa entre truculenta y cómica, todavía mal estudiada: por dos años y medio practicó el espiritismo, en su casa de Marine Terrace, en Jersey, donde pasó parte de sus diecinueve años de exilio. Al parecer, lo inició en estas prácticas una médium parisina, Delphine de Girardin, que vino a pasar unos días con la familia Hugo en esa isla del Canal. La señora Girardin compró una mesa apropiada —redonda y de tres patas— en Saint-Hélier, y la primera sesión tuvo lugar la noche del 11 de septiembre de 1853. Luego de una espera de tres cuartos de hora, compareció Leopoldine, la hija de Victor Hugo fallecida en un naufragio. Desde entonces y hasta diciembre de 1854 se celebraron en Marine Terrace innumerables sesiones —asistían a ellas, además del poeta, su esposa Adèle, sus hijos Charles y Adèle y amigos o vecinos— en las que Victor Hugo tuvo ocasión de conversar con Jesucristo, Mahoma, Josué, Lutero, Shakespeare, Molière, Dante, Aristóteles, Platón, Galileo, Luis XVI, Isaías, Napoleón (el grande) y otras celebridades. También con animales míticos y bíblicos como el León de Androcles, la Burra de Balam y la Paloma del Arca de Noé. Y entes abstractos como la Crítica y la Idea. Esta última resultó ser vegetariana y manifestó una pasión que encantaría a los fanáticos del Frente de Defensa Animal, a juzgar por ciertas afirmaciones que comunicó a los espiritistas valiéndose de la copa de cristal y las letras del alfabeto: «La gula es un crimen. Un paté de hígado es una infamia... La muerte de un animal es tan inadmisible como el suicidio del hombre».

Los espíritus manifestaban su presencia haciendo saltar y vibrar las patas de la mesa. Una vez identificada la visita trascendente, comenzaba el diálogo. Las respuestas del espíritu eran golpecillos que correspondían a las letras del alfabeto (los aparecidos sólo hablaban francés). Victor Hugo pasaba horas de horas —a veces, noches enteras— transcribiendo los diálogos. Aunque se han publicado algunas recopilaciones de estos «documentos mediúmnicos», quedan aún cientos de páginas inéditas que deberían figurar de pleno derecho entre las obras del poeta, aunque sólo fuera porque todos los espíritus con los que dialoga coinciden a pies juntillas con sus convicciones políticas, religiosas y literarias, y comparten su desenvoltura retórica y sus manías estilísticas, además de profesar por él la admiración que exigía su egolatría.

Es difícil imaginar hoy la extraordinaria popularidad que llegó a tener Victor Hugo en su tiempo en todo el orbe occidental y aún más allá. Su talento precoz de poeta lo hizo conocido del medio literario e intelectual cuando era todavía adolescente, y, luego, sus obras de teatro, sobre todo a partir del estreno tumultuoso de Hernani, el 25 de febrero de 1830, que marca de manera simbólica el nacimiento del movimiento romántico en Francia, hicieron del joven dramaturgo una figura célebre, sólo comparable a lo que son en nuestros días ciertos cantantes o artistas de cine. Sus novelas, principalmente Nuestra Señora de París, y más tarde Los Miserables, acrecentaron de manera geométrica el número de sus lectores y desbordaron el marco francés e invadieron otras lenguas, en las que pronto Quasimodo o Jean Valjean se hicieron tan famosos como en Francia. A la vez que su prestigio literario, su activa participación política, como representante en el parlamento y como orador, comentarista y polemista de actualidad, fue consolidando su prestigio con una aureola de referente cívico, conciencia política y moral de la sociedad. En sus diecinueve años y pico de exilio esta imagen de gran patriarca de las letras, de la moral pública y de la vida cívica alcanzó ribetes legendarios. Su retorno a Francia, el 5 de septiembre de 1870, con la instauración de la República, fue un acontecimiento multitudinario, sin precedentes, con participación de millares de parisinos que lo aclamaban, muchos de ellos sin haber leído siquiera una línea de sus obras. Esta popularidad seguiría creciendo, sin tregua, hasta el día de su muerte y por eso toda Francia, toda Europa, lo lloraron. París entero, o poco menos, se volcó a seguir su cortejo fúnebre, en una demostración de afecto y solidaridad que desde entonces sólo ciertos estadistas o dirigentes políticos han conseguido. Cuando murió, en 1885, Victor Hugo se había convertido en algo más que un gran escritor: en un mito, en la personificación de la República, en símbolo de su sociedad y de su siglo.

España y lo español desempeñaron un papel central en la mitología romántica europea, y en Victor Hugo más que en ningún otro escritor de su época. Aprendió el español a los nueve años, antes de viajar a España, en 1811, con su madre y sus dos hermanos para reunirse con su padre, uno de los generales lugartenientes de José Bonaparte. Tres meses antes del viaje, el niño recibió sus primeras clases de ese idioma con el que, más tarde, aderezaría poemas y dramas, y que aparece en Los Miserables, en la cancioncilla idiosincrática que le canta el bohemio Tholomyès a su amante Fantine: «Soy de Badajoz / Amor me llama / Toda mi alma / Es en mis ojos / Porque enseñas / A tus piernas» (sic). En Madrid estuvo interno unos meses en el Colegio de los Nobles, en la calle Hortaleza, regentado por religiosos. Victor y Abel fueron exceptuados de ayudar a misa, confesarse y comulgar porque su madre, que era volteriana, los hizo pasar por protestantes. En ese tétrico internado, afirmaría más tarde, pasó frío, hambre y tuvo muchas peleas con sus compañeros. Pero en esos meses aprendió cosas sobre España y la lengua española que lo acompañaron el resto de su vida y fertilizaron de manera notable su inventiva. Al regresar a Francia, en 1812, vio por primera vez un patíbulo, y la imagen del hombre al que iban a dar garrote, montado de espaldas sobre un asno, rodeado de curas y penitentes, se le grabó con fuego en la memoria. Poco después, en Vitoria, divisó en una cruz los restos de un hombre descuartizado, lo que lo impulsaría, años más tarde, a hablar con horror de la ferocidad de las represalias del ocupante francés contra los resistentes. Es posible que de estas experiencias de infancia naciera su rechazo a la pena de muerte, contra la que luchó sin descanso, la única convicción política a la que fue absolutamente fiel a lo largo de toda su vida.

El español no sólo le sirvió para impregnarse de leyendas, historias y mitos de un país en el que creyó encontrar aquel paraíso de pasiones, sentimientos, aventuras y excesos desorbitados con el que soñaba su calenturienta imaginación; también, para disimular a los ojos ajenos las notas impúdicas que registraba en sus cuadernos secretos, no por exhibicionismo, sino por ese prurito enfermizo de llevar cuenta minuciosa de todos sus gastos, que nos permite, ahora, saber con una precisión inconcebible en cualquier otro escritor cuánto ganó y cuánto gastó a lo largo de toda su vida Victor Hugo (murió rico).

El profesor Henri Guillemin ha descifrado, en un libro muy divertido, Hugo et la sexualité, aquellos cuadernos secretos que llevó Victor Hugo en Jersey y Guernesey, en los años de su exilio. Unos años que, por razones obvias, algunos comentaristas han bautizado «los años de las sirvientas». El gran vate, pese a haberse llevado consigo a las islas del Canal a su esposa Adèle y a su amante Juliette, y a entablar esporádicas relaciones íntimas con damas locales o de paso, mantuvo un constante comercio carnal con las muchachas del servicio. Era un comercio en todos los sentidos de la palabra, empezando por el mercantil. Él pagaba las prestaciones de acuerdo a un esquema estricto. Si la muchacha se dejaba sólo mirar los pechos recibía unos pocos centavos. Si se desnudaba del todo, pero el poeta no podía tocarla, cincuenta centavos. Si podía acariciarla sin llegar a mayores, un franco. Cuando llegaba a aquellos excesos, en cambio, la retribución podía llegar a franco y medio y alguna tarde pródiga ¡a dos francos! Casi todas estas indicaciones de los carnets secretos están escritas en español para borrar las pistas. El español, el idioma de la transgresión, de lo prohibido y el pecado, del gran romántico, quién lo hubiera dicho. Algunos ejemplos: «E. G. Esta mañana. Todo, todo», «Mlle. Rosiers. Piernas», «Marianne. La primera vez», «Ferman Bay. Toda tomada. 1fr.25», «Visto mucho. Cogido todo. Osculum», etcétera.

¿Hacen mal los biógrafos explorando estas intimidades sórdidas y bajando de su pedestal al dios olímpico? Hacen bien. Así lo humanizan y rebajan a la altura del común de los mortales, esa masa con la que está también fraguada la carne del genio. Victor Hugo lo fue, no en todas, pero sí en algunas de las obras que escribió, como Nuestra Señora de París, Cromwell y sobre todo Los Miserables, una de las más ambiciosas empresas literarias del siglo XIX, ese siglo de grandes deicidas, como Tolstoi, Dickens, Melville y Balzac. Pero también fue un vanidoso y un cursi y buena parte de lo mucho que escribió es hoy palabra muerta, literatura circunstancial. (André Breton lo elogió con maldad, diciendo de él: «Era surrealista cuando no era con (un idiota)». Pero la definición más bonita de él la hizo Jean Cocteau: «Victor Hugo era un loco que se creía Victor Hugo».)

En la casa de la Plaza de los Vosgos donde vivió hay un museo dedicado a su memoria, donde se puede ver en una vitrina un sobre dirigido a él que llevaba como única dirección: «Mr. Victor Hugo. Océan». Y ya era tan famoso que la carta llegó a sus manos. Aquello de océano le viene de perillas, por lo demás. Eso fue: un mar inmenso, quieto a ratos y a veces agitado por tormentas sobrecogedoras, un océano habitado por hermosas bandadas de delfines y por crustáceos sórdidos y eléctricas anguilas, un infinito maremágnum de aguas encrespadas donde conviven lo mejor y lo peor —lo más bello y lo más feo— de las creaciones humanas.

Lo que más nos admira en él es la vertiginosa ambición que delatan algunas de sus realizaciones literarias y la absoluta convicción que lo animaba de que la literatura que salía de su pluma no era sólo una obra de arte, una creación artística que enriquecería espiritualmente a sus lectores, dándoles un baño de inefable belleza. También que, leyéndolo, profundizarían en su comprensión de la naturaleza y de la vida, mejoraría su conducta cívica y su adivinación del arcano infinito: el más allá, el alma trascendente, Dios. Esas ideas pueden parecernos hoy ingenuas: ¿cuántos lectores creen todavía que la literatura puede revolucionar la existencia, subvertir a la sociedad y ganarnos la vida eterna? Pero leyendo Los Miserables, sumidos en el vértigo de ese remolino en el que parece atrapado todo un mundo en su infinita desmesura y en su mínima pequeñez, es imposible no sentir el escalofrío que produce la intuición del atributo divino, la omnisciencia.

¿Nos hace mejores o peores incorporar a nuestra vida la ficción, tratar de incrustarla en la historia? Es difícil saber si las mentiras que urde la imaginación ayudan al hombre a vivir o contribuyen a su infortunio al revelarle el abismo entre la realidad y el sueño, si adormecen su voluntad o lo inducen a actuar. Hace algunos siglos, a un manchego cincuentón, las novelas a que era tan aficionado le enajenaron la percepción de la realidad y lo lanzaron al mundo —que él creía igual al de las ficciones— en pos de honor, gloria y aventura, con el resultado que sabemos. Sin embargo, las burlas y desventuras que padeció Alonso Quijano por culpa de las novelas, no lo han hecho un personaje digno de conmiseración. Por el contrario, en su imposible designio de vivir la ficción, de modelar la realidad en concierto con su fantasía, el personaje de Cervantes fijó un paradigma de generosidad e idealismo a la especie humana. Sin llegar a los extremos de Alonso Quijano, es posible que las novelas inoculen también en nosotros una insatisfacción de lo existente, un apetito de irrealidad que influya en nuestras vidas de la manera más diversa y ayude a moverse a la humanidad. Si llevamos tantos siglos escribiendo y leyendo ficciones, por algo será. Yo sé que aquel invierno del año 50, con uniforme, garúa y neblina, en lo alto del acantilado de La Perla, gracias a Los Miserables la vida fue para mí mucho menos miserable.

Lima, 14 de junio de 2004

Fuente:

Title: La Tentacion de lo Imposible

Publisher: Santillana Ediciones Generales, 28043, Madrid, Spain

Publication Date: 2004

Binding: Tapa Blanda Con Solapa

Book Condition: Muy bien

Edition: Primera edición

viernes, 7 de enero de 2022

TERCER ACTO. FÉLIX DE AZÚA. NOVELA. FRAGMENTO.



 Esta novela es un brillante e implacable retrato generacional que sigue a un grupo de amigos en su peripecia vital por la Cataluña franquista, la disidencia francesa, la modernización de España y el declive físico y mental de todos y cada uno de sus miembros. Un viaje resumido a través de imágenes fugaces y saturado de estimulantes lisérgicos, tertulias parisinas, tabernas barcelonesas, viajes ampurdaneses, coros eslavos, visitas a Jünger… todo sazonado con la mirada lúcida y el humor característico de un escritor imprescindible para entender a toda una generación de intelectuales y literatos. La filosofía, la muerte, la paternidad, la frivolidad y la locura son solo algunos de los temas de una novela que, en cierto sentido, cierra un ciclo en la obra de su autor. Para Eva y para Inés, con quienes he pasado un confinamiento de meses, aunque yo habría preferido que fuera un confinamiento de años. De muchos años. UNAS PALABRAS PARA EL POSIBLE LECTOR Aun cuando esta es la cuarta y última parte de una falsa autobiografía, sigue siendo tan falsa como las otras o incluso más si cabe. En ningún momento, ni ahora ni antes, he querido escribir un relato de mi vida, si acaso tuviera yo una, sino más bien dar cuenta del mundo tal y como lo he conocido. Como decían los antiguos sobre los pintores de paisajes, lo interesante no es representar lo que uno ve sino la conciencia que en uno produce lo que ve. Tener conciencia de un mundo o de una parte del mismo es todo lo que podemos llevarnos a la tumba, y esa es la tarea de la literatura. Al igual que las tres partes anteriores, esta cuarta es totalmente libre, quiero decir que se puede leer, como cada una de sus antecesoras, sin contar con la existencia de las otras tres. En la última parte trato de repasar algunos finales de comedia que nos atañen a todos y al protagonista en particular. A todos nos llega el final de la comedia y, como quiso Beethoven, cuando llega lo más adecuado es aplaudir. Me gustaría que este libro fuera un aplauso al caer el telón tras el tercer acto. Como es lógico, nada de lo que aquí aparece es real o verdadero en el sentido legal o científico. Por pura honestidad debo adelantar que tampoco los personajes de esta novela creen que haya nada real, aparte de las sentencias judiciales y las matemáticas. Si alguien cree reconocer en esta narración algo o alguien real, legal o científico, está completamente equivocado. Incluso yo diría que es posible que sufra algún tipo de desorden mental. Dicho lo cual, también puedo afirmar que el mundo que yo he conocido está lealmente expuesto en estos libros, sin adornos y sin la menor curiosidad por mi ombligo.

 2017 Durante demasiados años he vivido como si fuera a ser eterno, y hoy mi tiempo se ha agotado. No para el cuerpo, que renquea, bizquea, tose y sigue admirando la luz, sino, muy a mi pesar, para el mundo. Es el mundo lo que se aleja día a día con acelerada velocidad, y aunque no lo pierdo de vista, sin duda mi cuerpo ya no puede alcanzarlo. Ha sido una vida bastante buena. He amado la fidelidad de los grandes árboles, la bondad de los animales y la grandeza de los humanos. En esta última persecución del mundo avanza el cuerpo cuanto puede, pero arrastrando las piernas como un perro herido incapaz de saber que tiene una mitad paralizada y sigue adelante dejando el doble rastro de las patas muertas. El tiempo, que antes se deslizaba con alegres brincos de delfín, es ahora una bancada de imágenes que van en masa, como sardinas. No obstante, sin ellas el tiempo se haría invisible y podría recorrerse todo él en un guiño: el principio y el fin serían simultáneos, transparentes. Algunos agonizantes viven ese transcurso a ciegas, sin imágenes, y su tiempo se escurre por el sumidero de la muerte en escasos segundos. Yo, por fortuna, conservo imágenes, muchas imágenes. Las imágenes son mi conocimiento. Si uno trata de entender, por ejemplo, la vida de un labriego medieval en imágenes temporales, solo podrá concebir tres o cuatro estampas, hijos nacidos y muertos, inviernos crueles que mataron a la mula, quizás una romería hasta la iglesia del burgo con su aroma a incienso, entierro del sarmentoso abuelo, vejez arrugada y muda de una esposa paciente destruida por los partos, poco más: es un camino que la muerte seguramente recorre en un instante, desganada, apática, porque el muerto nada ha guardado de aquellos momentos en los que latió su corazón al ver mocear los tallos verdes o la luna llena sobre las encinas o la fuerza de la sangre. Los momentos de plenitud han sido aplastados por los de la ruina. Yo me acerco ya al instante en que veré caer al vacío mis imágenes hasta quedar totalmente ciego. Querría ahora ayudar al tiempo, pero a la manera de aquel personaje, Serenus Zeitblom, que en una novela de Thomas Mann relata la vida y la obra del oscuro o quizás embrollado Adrian Leverkühn, músico alemán, desde la convicción de que él, pobre hombre vulgar, no ha tenido el talento necesario para comprender cabalmente la profundidad y la audacia de las composiciones, los tormentos del músico, su indudable grandeza. No, sin duda aquel personaje de ficción, Serenus, no podía entender al compositor y aun así, por humildad, procedió a salvar trabajosamente las imágenes del músico antes de que las borrara el huracán de la muerte. Yo querría ahora ser el Zeitblom de mí mismo porque tampoco yo me he comprendido, no he tenido el talento suficiente para entenderme y amarme, y me veo, ya al final, como un perfecto desconocido. Quizás algunas imágenes del pasado (pero ¿qué es eso del «pasado», acaso otra imagen de imágenes?) me ayuden a verme cabalmente si consigo ponerlas en claro. Vengan ellas como corderos al pastor.

Fuente:

  • Editorial ‏ : ‎ LITERATURA RANDOM HOUSE; 001 edición (8 Octubre 2020)
  • Idioma ‏ : ‎ Español
  • Tapa blanda ‏ : ‎ 224 páginas
  • ISBN-10 ‏ : ‎ 8439737815
  • ISBN-13 ‏ : ‎ 978-8439737810
  • Peso del Artículo ‏ : ‎ 11 onzas
  • Dimensiones ‏ : ‎ 5.55 x 0.63 x 9.06 pulgadas

lunes, 3 de enero de 2022

CRISTINA PERI ROSSI SOLITARIO DE AMOR. (Fragmento).

 




CRISTINA PERI ROSSI SOLITARIO DE AMOR Editorial Lumen Publicado por Editorial Lumen, S.A., Ramón Miquel i Planas, 10, 08034 Barcelona. Reservados los derechos de edición en lengua castellana para todo el mundo. © Cristina Peri Rossi, 1998 Depósito Legal: B. 856-1999 ISBN: 84-264-1268-8 Printed in Spain

 Aída se queja de llamadas telefónicas anónimas; un comunicante clandestino que no osa decir su nombre, ni hablar, ni proponerle citas, que se conforma con su «hola» airado, y luego recibe pasivamente una sarta de improperios. -¿Cómo sabes que es un hombre? -pregunto, con aparente indiferencia. -Las mujeres son más valientes -dice Aída. No sabe que yo sería ese comunicante anónimo; yo podría, también, marcar su número, tembloroso, y esperar con ansiedad el sonido de su voz. Y para evitar el áspero «hola» de Aída irritada (para evitar sus improperios frente al tímido silencio), la llamaría a horas diferentes; entonces, desprevenida, el «hola» de Aída no sería áspero ni iracundo, sería un «hola» espontáneo, con timbres, monedas y un pez en el agua. -A veces golpea suavemente el audífono, quizás con las uñas, como si fuera una frase que tengo que descifrar -agrega Aída. Aída no conoce el código Morse. El comunicante anónimo no sabe que Aída ignora el morse, y quizás esa posibilidad lo anima; lo que no dice con la voz lo expresa con menudos golpes cifrados. Citas audaces o imprevistas: «A las cinco, en el Habana: yo iré de traje oscuro y camisa blan7 ca, llevaré un pañuelo lila en el bolsillo de la chaqueta, me gustaría que fueras de sandalias». Al amanecer, me entretengo pensando en todas las citas frustradas del comunicante anónimo. -Seguramente no es nada lírico lo que me propone -dice Aída, que no puede creer en el lirismo de nadie. Ni en el mío. De modo que estoy condenado a vivirlo en soledad. A veces, defiendo, sin querer, al comunicante anónimo. -Sólo el lirismo es secreto, inconfesable -le digo a Aída. Quioscos llenos de revistas, láminas con sexos grandes como fauces de animales bestiales, primarios, antediluvianos-. La obscenidad es pública -agrego-, ya no produce ni excitación ni sorpresa. Sólo un loco, un lírico solitario sería capaz de proponerle a Aída una cita en el umbráculo de la Ciudadela, un paseo por la escalera marítima, una visita al museo de zoología. En cambio, Aída rechaza varias propuestas para fiestas íntimas, con exhibición de desnudos e intercambios sexuales. Propuestas de hombres y mujeres. -No creo que exista algo tan pecaminoso como para no poder ser dicho -declaro. (Sin embargo, Aída, algunas de mis fantasías son inconfesables. Tendría vergüenza, no de haberlas concebido, sino de habértelas confesado.) -No sé lo que desea ese hombre -dice Aída y, por un momento, me ruborizo: ¿es a mí a quien ha dirigido, sin querer, esa frase? -Mejor te vas, no quiero que el niño te encuentre al despertarse. Amanece color tanino. Todos los días amanece del mismo color, en esta ciudad de cielos lánguidos, pastosos, que diluyen los contornos. Me gustaría quedarme un poco más en tu casa, mirar la claridad metálica del cielo a través de las ventanas. Los techos son de tejas oscuras: el plumaje azul de águilas gigantes. -No me gustan las águilas -le digo a Aída. -Tengo que poner la ropa en la máquina, preparar el desayuno del niño y hacer las compras. Sale del amor con un extraordinario vigor para las cosas cotidianas. Como si el amor hubiera sido sólo una pausa en los quehaceres, una isla fugitiva en el mar espeso de la rutina. Una isla en la que apenas hemos reposado, viajeros intermitentes. Yo, en cambio, naufrago en nebulosas olas lejanas: el amor me traslada, me transporta, me separa de las cosas. Vago, viajero perdido, en vagas holandas, en dinamarcas brumosas. No podría decir cuándo ha comenzado el placer ni cuándo ha terminado. Podría no haber empezado en la piel ni haber terminado en un clítoris encajado a la boca como una llave en la perfecta cerradura. Y nada habría cambiado. Envuelto en sueños lánguidos como velos, como volutas azules, la veo ponerse de pie, encender un cigarrillo, beber agua. -Si me miras así, no puedo levantarme -dice, ya de pie. Como una fotografía bien contrastada, en blanco y negro, su cuerpo, desnudo, se dibuja contra el fondo de la pared. La foto, fija, detendría este minuto para siempre: Aída en el acto de calzarse una sandalia, levemente inclinada hacia abajo, dándome la espalda, los muslos gemelos apenas separados por una breve línea (más oscura), la columna vertebral arqueada con suavidad, la línea casi recta de los hombros, la cavidad a ambos lados del cuello, donde yo hurgo, como en el fondo de un lago antediluviano. Aída no tiene cintura, y eso da a su cuerpo una extraordinaria armonía: no hay cortes abruptos, no hay entradas y salidas, sólo una leve inclinación del vientre (pego mi oreja contra su superficie y procuro escuchar el rumor de sus visceras: el lento bullir del hígado, las imperceptibles contracciones del 9 píloro, las vibraciones del colon, clepsidra invisible, el lento ronroneo de la vesícula -tortura hundida en el aljibe-, las maquinaciones del estómago y el bostezo de los intestinos). Las piernas, solemnes, columnas sin arcos, se prolongan hacia arriba. Aída no se desplaza por partes, como otras mujeres: es una entidad única, indivisible, con algo de giganta en una playa desierta, con algo de matrona romana en un patio de piedra. Mirándola, nada más ajeno que un junco, que esas frágiles porcelanas de nuestras abuelas, de los soñadores románticos. El vello del pubis, abundante y oscuro, la protege de las miradas obscenas. Mi mirada (mi múltiple mirada: te miro desde el pasado remoto del mar y de la piedra, del hombre y de la mujer neolíticos, del antiguo pez que fuimos una vez lejana, del volcán que nos arrojó, de la madera tallada, de la pesca y de la caza; te miro desde otros que no son enteramente yo y sin embargo; te miro desde la fría lucidez de tu madre y la confusa pasión de tu padre, desde el rencor de tu hermano y la envidia menoscabante de tus amigas; te miro desde mi avergonzado macho cabrío y desde mi p ártele mujer enamorada de otra mujer; te miro desde la vejez que a veces -«Estoy cansada», dicesasoma en tus ojeras, en las arrugas de la frente), hipnotizada, la sigue, perruna, hambrienta, pasiva y paciente: así algunos ojos al pez en el acuario, sus sinuosos movimientos; así el apóstol las parábolas rojas del fuego; así el puma la huella de la sangre; así la cabellera las fluctuaciones onduladas del viento; así el tímido principiante la fuerza del brujo. Aída no advierte mi hechizo, de modo que nada puede hacer para exorcizarme: estoy condenado a vivirlo en angustiosa soledad. -Es tarde -dice Aída. ¿Pasa el tiempo? Instalado en una eternidad fija como un lago de cristal me vuelvo inmutable, perenne: tengo una sola 10 dimensión, la del espacio. Los poros te miran, te miran las venas, las arterias y las cavidades. No he escuchado el ruido de la lavadora que encendiste: los sonidos no tienen ningún tiempo que atravesar en mi contemplación estática. Leo diarios viejos. El tiempo sólo existe hacia atrás: algún martes, algún viernes anterior en que un hombre violó a una muchacha, un hombre mató a su mujer, hubo un incendio, una central ardió, la bolsa subió, una actriz se suicidó. Sólo cuando abandono la casa de Aída consigo romper la fascinación del tiempo cristalizado, en la que he flotado, pez sonámbulo. Salgo a la calle, arrojado de mi estanque. Entonces, súbitamente, aparecen, abruptos, brutales, los sonidos. Crujientes ortópteros con ruedas y bocinas atraviesan, enloquecidos, las largas avenidas. Trepidantes jeringas perforan espasmódicámente el suelo, cavan fosos. Los frenos rascan el pavimento grisáceo. Nazco violentamente al sol y al ruido. Nazco entre residuos y ronquidos. La vida bulle, grasienta, maloliente, sonora. Los instrumentos se mezclan, la partitura es confusa. Nazco y de inmediato soy expulsado a una isla de hormigón y de cemento, rugiente, hormiguero bárbaro. Destetado demasiado pronto, soy el huérfano de Aída en un mundo que no conozco y que me hiere con su luz violenta, con su precipitación y su ruido. Camino sin rumbo, viajero extraviado en una tierra colonizada por otros. Me cuesta integrarme a la colmena, he perdido la identidad. -Contra la neurosis y el delirio, lo mejor es someterse a una rutina, como a una dieta -dice Raúl-. Si se consigue ordenar los actos, día a día, posiblemente se organice la estructura interior. Una rutina: eso es lo que Raúl me recomienda. 11 Cuando se levanta, Aída abre la ducha. El agua cae, aunque ella no está: escucho el límpido tintineo, a veces lo confundo con el de su orina, en tránsito hacia el baño pasa a mi lado con un vestido sobre los hombros, oigo el agua, miro la falda. «Levántate», me dice. «Desayuna con pomelo», aconseja Raúl, todas las mañanas, hay que construirse una rutina. Construirse una rutina como un edificio de varias plantas: el piso inferior, la base, un buen desayuno. Compro ostras para desayunar con Aída. Abre la boca. «Es un animal musco so», le digo. «Y musgoso», dice ella. Mucosa, contra mucosa; ostra, boca. El celo de la ostra, su boca. Su boca en celo devora la ostra. En su lengua, la ostra es un músculo. Animales húmedos, en contacto ávido. No obstante, la desnudez de Aída tiene algo de ascética, de impermeable: como la de los grandes ídolos asirios. Es un desnudo limpio, sin residuos nocturnos, sin adherencias. Como si siempre estuviera recién salida del baño. Entonces las palabras, las viejas palabras de toda la vida, aparecen súbitamente, ellas también desnudas, frescas, resplandecientes, crudas, con toda su potencia, con todo su peso, desprendidas del uso, en toda su pureza, como si se hubieran bañado en una fuente primigenia. Como si Aída las hubiera parido entre los dientes, y una vez rota la tela de los labios -bolsa prenatal- estallaran, rojas, imberbes, iguales a sí mismas. El lenguaje convencional estalla, bosque desfoliado, nazco entre las sábanas de Aída y conmigo nacen otras palabras, otros sonidos, muerte y resurrección. No amo su piel, sino su epidermis: la blanca membrana que cubre sus brazos, sus extremidades, su cuello, su nuca, su pie, sus brazos, su codo, su fémur, sus axilas y sus falanges. Cobro una lucidez repentina acerca del lenguaje. Como si las palabras surgieran de una oculta caverna, arrancadas con pico y martillo, separadas de las otras, duras gemas cuya belleza hay que descubrir bajo la pátina de sarro 12 y ganga. No amo sus olores, amo sus secreciones: el sudor escaso y salado que asoma entre ambos senos; la saliva densa que se instala en sus comisuras, como un pozo de espuma; la sinuosa bilis que vomita cuando está cansada; la oxidada sangre menstrual, con la que dibujo signos cretenses sobre su espalda; el humor transparente de su nariz; la espléndida y sonora orina de caballo que cae como cascada de sus largas y anchas piernas abiertas. Nazco y me despojo de eufemismos; no amo su cuerpo, estoy amando su hígado membranoso de imperceptible pálpito, la blanca esclerótica de sus ojos, el endometrio sangrante, el lóbulo agujereado, las estrías de las uñas, el pequeño y turbulento apéndice intestinal, las amígdalas rojas como guindas, el oculto mastoides, la mandíbula crujiente, las meninges inflamables, el paladar abovedado, las raíces de los dientes, el lunar marrón del hombro, la carótida tensa como una cuerda, los pulmones envenenados por el humo, el pequeño clítoris engarzado en la_yulya„como un faro. No la toco: la palpo con la impudicia de un ciego.

domingo, 2 de enero de 2022

Cristina Peri Rossi La última noche de Dostoievski. (Fragmento).

 



Las tragaperras, el bingo, los casinos, son para muchos una mera escapatoria de la monotonía cotidiana; un vicio tolerado y respetable, lo más parecido a ir al burdel en familia.

El verdadero jugador es otra cosa. El juego es para él crudamente erótico, pero también místico. Jugando, se sitúa más allá de la razón y de la moral, en el verdadero principio rector del universo: el absurdo. Como decía Dostoievski, «Sólo en el juego nada depende de nada». Si Dios juega a los dados, el jugador puede contestarle: «Yo también».

Llegando a los cuarenta, esa edad en la que «todo está permitido porque también, de alguna manera, todo está perdido», el narrador, un desengañado periodista, se deja fascinar por el juego, sin por ello perder la lucidez. Las sesiones con una psicoanalista, un viaje a Baden-Baden, una noche con una jovencita llena de desparpajo y la seducción de una señora que conoce los barrotes de su jaula, le harán comprender algunas cosas.

 


 

Cristina Peri Rossi

  La última noche de Dostoievski

 

 

 


 

 El juego es la primera experiencia de libertad en el mundo físico.

(DOSTOIEVSKI, «Diario de ultratumba»).


Aquella noche el bingo estaba lleno. Detesto los fines de semana, cuando las buenas y honestas familias de clase media deciden apostar unos duros, no muchos, con la esperanza de ganar un bingo. No son verdaderos jugadores; sólo son apostadores ocasionales, de fin de semana; lo mismo podrían ir al cine, a visitar a un pariente enfermo o a ver un espectáculo de variedades. Se desplazan en familia, como unidades blindadas. Generalmente, son cuatro: el matrimonio maduro, con ligera tendencia a la obesidad, y el hijo o la hija recién casados, quienes ya tienen ese aspecto tedioso y vagamente resentido de las frustraciones aceptadas por cobardía o falta de imaginación. Al entrar a la sala profusamente iluminada y tapizada de rojo, el matrimonio fundacional ensancha el pecho, con la mediocre satisfacción de haber criado un par de hijos, haberlos colocado en la buena senda (el matrimonio y el trabajo) y la velada de bingo surge, entonces, como el pecado permitido, el vicio tolerado, la frivolidad burguesa, el coqueteo con el peligro y con la pasión. Es como ir al burdel con la familia. Son ruidosos y aparatosos; pisan fuerte, con el oscuro beneficio de haber aceptado siempre las normas. Nada que ver con el verdadero jugador, un solitario que detesta la compañía, las aglomeraciones, y que necesita toda su concentración para enfrentarse al azar. Entonces, cuando la sala es invadida por las buenas familias de clase media y sus vástagos, no me gusta jugar. Si he conseguido una mesa libre, para mí solo, con su verde tapete de felpa (como las mesas de billar) erijo, alrededor de los cartones (juego con tres, con cuatro o con una serie entera, según la ocasión) una especie de fortaleza, para evitar la intromisión de los grupos familiares. Ostensiblemente, coloco el gran cenicero de aluminio, redondo, a mi lado; me apodero del vaso de laca negro con los rotuladores (hay verdes y rojos) y construyo, con las hojas del bloc de anotaciones que suministra la dirección, una suene de empalizada alrededor de mis cartones.

A pesar de todo, es inevitable que algún grupo familiar, molesto y ruidoso, ocupe los asientos vacíos de mi mesa: los fines de semana el local rebosa, como una olla a presión. Por lo demás, cuando la gente se agrupa (ya sea por lazos de familia, de opiniones políticas o de preferencias deportivas) se vuelve presuntuosa, triunfalista, avasalladora. No puedo impedir que se sienten a mi lado, el bingo es un juego democrático, pero desde ese momento, juego a disgusto. Cualquier combate contra el destino o contra la suerte exige una absoluta concentración; es un duelo solitario donde no caben ni los sentimientos, ni la piedad, ni el sexo. En cambio, para el grupo familiar de clase media, se trata de una especie de orgía; un pasatiempo que pueden compartir, incestuosamente. Infatuados y ebrios de sí mismos, resoplan, ríen, recuerdan intrascendentes anécdotas familiares, eructan y hacen estúpidos comentarios en voz alta. Manifiestan entre sí una grosera concupiscencia: la de las ocultas pasiones familiares. Compartir una redonda mesa de juego, permitida por el Estado, es como cometer el turbio pecado original que esconden, en nombre de la legalidad y el orden. De ahí la fruición con que comparten los cartones. Un verdadero jugador jamás compartiría un cartón: atento a las oscuras maniobras del azar, el cartón o el naipe que recibe es una cifra sagrada de los dioses, un don individual y único. Nada de esto saben los bingueros de fin de semana. El padre que oscuramente desea a su hija, y ahora, sobre el verde tapete, despliega, con los ojos llenos de brillo y las manos sudorosas, dos cartones que le regala, mientras el otro macho, el macho joven que se la llevó, baja la cabeza, humillado, y acepta las prerrogativas de la paternidad y de la vejez. Y la vaquillona, la proterva madre de familia se permite bromear con el yerno, a propósito de los números, sin ignorar el sentido • obsceno de alguno de ellos. La joven pareja, entretanto, amparada por la soledad del cartón individual, puede exhibir impunemente su rivalidad, su egoísmo.

Los fines de semana no tengo más remedio que esperar, pacientemente, a que la sala se despeje de estos apostadores ocasionales. Alrededor de las doce, las familias se retiran. No les gusta trasnochar. Se van como vinieron: en grupo. Cogen sus abrigos, hacen algún comentario despectivo sobre el juego (no son buenos perdedores) y vuelven a asumir sus papeles habituales, el orden, las represiones. Ya han olvidado ese par de horas en que la vieja vaquillona fue lo que siempre quiso ser, una encantadora de machos, toreándolos con sus duros pectorales, aparatosos y en punta, en que el manso buey crepuscular fue un Júpiter infatuado enamorado de sus hijas, en que el yerno dejó de ser un pusilánime funcionario de rostro ceniciento y en que la hija, domesticada por el matrimonio, se dejó acariciar las mejillas por el padre baboso y complaciente.

Cuando se van, quedamos solos los verdaderos jugadores y jugadoras. Hay un suspiro de satisfacción en la sala. El verdadero jugador y la verdadera jugadora no quieren compañía, necesitan toda su soledad y su concentración, enzarzados en la disputa frenética con el azar. Allí no hay sexo que valga. Cada jugador quiere una mesa para sí, como un campo de batalla. No acepta más compañía que la del cenicero, el cigarrillo, el encendedor y el rotulador para anotar las cifras mágicas y rebeldes. A lo sumo, un buen whisky, una cerveza o un agua con hielo. El desafío da sed. No hay miradas más que para la pantalla de los televisores donde grandes, obesas, opulentas, de a una, rítmicamente, van apareciendo las bolas con los números. No hay oídos más que para la voz monótona de la locutora, que como una azafata de gran rigor profesional, canta los números de manera monocorde, sin traducir ninguna emoción. Toda la emoción está reservada para la mesa donde cada jugador, tenso y febril, anota la aparición progresiva de esos números cuyo orden repite alguna combinación del azar que ignoramos, que no intuimos y que es un misterio indescifrable.

A las dos de la mañana, sólo permanecemos en la sala los jugadores convencidos, los fanáticos, los místicos. («Templos del azar», fueron llamados los casinos, de Montecarlo a Saigón). Los verdaderos jugadores somos solitarios y silenciosos: jamás nos dignaríamos a hacer un comentario sobre el azar: nuestra postura frente a él es soberbia, orgullosa. Perdemos con gran entereza, sin un improperio, sin una maldición. Nada de reclamar contra el seis, que no salió, ni despotricar contra el veintinueve, que quedó en pantalla. Del mismo modo, el verdadero jugador, cuando gana, no gesticula, no alardea, no hace alharacas. Sabe que perder o ganar es un hecho más allá de cualquier comentario. En todo caso, perder o ganar es un asunto de orden metafisico, acerca del cual no sirven los juicios humanos: no es un asunto de justicia, ni de trabajo, ni de eficacia, ni de método. Es otra cosa. Esa otra cosa que es no tiene todavía un código, un signo con el cual expresarse o simbolizarse. Sólo una aparente indiferencia corresponde a este orden del azar: la impavidez cuando se pierde, la impavidez cuando se gana. El azar reproduce el desorden del mundo; a uno le toca nacer en una familia rica, a otro, nacer de padres pobres y desconocidos; a uno le toca un cáncer, a otro, inteligencia para las ciencias, Hay teorías que pretenden explicar esos misterios: las religiones, la historia, la biología. Pero a pesar de esas teorías, la vida sigue siendo irreductible, un verdadero caos. No sabe más acerca de estos misterios aquél cuyo cartón recibe el premio que el otro, cuyo cartón ha perdido. Ganar o perder no son iluminaciones: no hay ninguna verdad accesible en el azar. Tampoco en otras disciplinas. No sabe más acerca del misterio de la existencia el budista o el cristiano, el físico o el burócrata, el militar o el político, el hombre o la mujer, como no sabe nada acerca de la seda el gusano que la produce, ni sabe nada acerca del marfil el elefante.

El hecho de que el azar sea irreductible provoca, en la mayoría de los jugadores, una tendencia incontenible al fetichismo y a la superstición. Conozco a un jugador de ruleta, por ejemplo, convencido de que sólo puede ganar la noche que usa una cinta negra al cuello, heredada de su abuela de Kansas. La noche en que la lleva y pierde, no atribuye su mala fortuna al delgado y largo fetiche, pero si en cambio, el azar lo favorece, cree que se debe a los poderes ocultos del fino lazo.

Muchos llevan amuletos en el bolsillo: un anillo de la madre, un encendedor de la esposa, un abanico de sándalo, unos calcetines a rayas; sienten predilección por una mesa, un rotulador especial o una prenda de ropa favorita. (Tai Hing, famoso fumador de opio y jefe de los casinos chinos de Macao, estaba convencido de que el rojo era el color que aportaba suerte a los jugadores, y el verde y el blanco, en cambio, favorecían a la banca. Prohibió el rojo en todas sus habitaciones y en la publicidad de sus casinos). Yo mismo estoy sujeto a estas supersticiones. Porque el pensamiento mágico nos asalta cada vez que nos sentimos inseguros o que comprendemos la desproporción de nuestras fuerzas frente al azar. «La morena que vende los cartones me da suerte», o «La mesa veintitrés es cantadora» son las manifestaciones de este pensamiento irracional. (Pero cuando estamos gravemente enfermos ocurre lo mismo; nos sanará la gorda papisa que efectúa imposición de manos, o la pasta de hierbas de la India, o ese agua milagrosa conservada en un pequeño frasco sin etiquetar). Durante un período en que perdía casi todas las noches, terminé por atribuir la mala racha a una americana de tweed color miel que hasta entonces había sido una prenda cómoda y que me sentaba bien. Comencé a mirarla con malos ojos cuando el veintidós no salió, y me pareció que ella era la culpable de mi mala suerte. Al fin, la abandoné en el fondo del ropero, y cambié de americana. Por supuesto, estas relaciones no se pueden demostrar científicamente, pero el orden del azar es el de la irracionalidad y el misterio, como la fe. El jugador sólo cuenta los éxitos, no los fracasos, igual que los curanderos, los adivinos y los políticos.

Del mismo modo, nos parece que algunas vendedoras de cartones son más auspiciosas que otras. Si nos sonríe o nos hace un comentario halagador, pensamos que sabe que esa noche ganaremos. Si nos trata con indiferencia y no nos mira, sospechamos que ha elegido a otro para dispensarle la fortuna. La tendencia a emplear mujeres en las salas de juego responde a una simbología casi religiosa. Para el jugador vocacional, el casino o el bingo es un templo, donde la pasión de ganar y la de descifrar el destino sustituyen a la oración. Como en los templos, las salas de juego están llenas de reclamos para los sentidos. Brillan las arañas de caireles como velas votivas, se expande el humo de los cigarrillos como el perfume de los incensarios y el púrpura de las alfombras y de las sillas ahoga los pasos, los gestos, para que sólo se escuche, como una letanía, la voz sacerdotal que recita los números, las bolas. En los templos paganos, las vestales custodiaban los secretos del destino. En las salas de juego, las vendedoras de cartones son las divinidades menores del templo: dispensan la gracia de manera imperturbable y arbitraria, sin inmutarse. Su distante simpatía es una manera genérica de trato, para que nadie se sienta distinguido por una protección especial. Con suprema imperturbabilidad sufren el asedio de los jugadores nerviosos, aquellos que quieren tocarles un brazo o la mano, seducirlas o conquistar sus favores. Por eso, porque su deber de divinidades menores es la indiferencia, los adictos tratan de descifrar por pequeños detalles, por gestos inconscientes la benevolencia de la fortuna o el castigo de la pérdida. Yo mismo suelo caer en esta clase de interpretaciones. Por ejemplo, la otra noche, luego de perder durante dos horas, decidí beber un vaso de agua y tomar una aspirina que llevaba en el bolsillo. En ese momento, la expendedora de cartones de mi mesa, la vestal morena de intensos ojos negros, me sonrió, y me dijo, compasivamente: «A mí también me duele la cabeza». Mientras pagaba los nuevos cartones, le ofrecí una aspirina, con un leve gesto de la mano. No pudo detener su marcha —la venta de cartones es muy rápida— pero luego, cuando el canto de bolas comenzó, lento, mecánico, como las cuentas de un rosario, se aproximó a mi mesa y cogió una aspirina del envase. Me pareció un buen augurio. Pensé que a partir de ese momento, tenía muchas más posibilidades de ganar. Si me había elegido a mí para la aspirina, seguramente me devolvería el favor otorgándome el premio. En la otra vuelta, el bingo cayó en la mesa contigua a la mía. Ella me miró con una especie de piedad —creí ver en sus ojos—. El cálculo había fracasado por un cartón de diferencia: la intención fue buena, pero se lo dio a otro, muy próximo a mí. De todos modos, se lo agradecí mentalmente. A partir de ese momento, supe que esa noche no ganaría: la distribución del azar me había rozado, solamente, y su hálito, su caricia no se repite.

—Hay un momento, sólo un momento en que la fortuna nos sonreirá: todo es cuestión de saber aprovecharlo o de retirarse a tiempo —dice Carlos, un jugador frío y eficaz.

No converso mucho con Carlos acerca del juego, a pesar de nuestra común adicción. Somos jugadores completamente diferentes, como son completamente diferentes dos feligreses del mismo templo. Sólo se parecen en el espacio y en el tiempo, pero su manera de amar, de acercarse a la divinidad, su manera de sufrir o de gozar de las ceremonias religiosas es completamente distinta. Carlos es un jugador vanidoso: desprecia el azar, sólo juega porque se aburre. No cree descubrir ningún secreto en la distribución de la suerte, ni busca símbolos en el hecho de jugar: huye de un tedio monótono e insoportable que atribuye al mundo, a su profesión (es dentista), al matrimonio convencional y a la vida sedentaria, pero que corresponde a una frialdad interior inconmovible. Juega con desprecio y distancia, como examina una boca llena de caries o la radiografía de una mandíbula desencajada. Evita mancharse la túnica blanca con la sangre o las purulencias de las encías enfermas, como evita enamorarse o perder lo que acaba de ganar en el juego. Tiene una inquebrantable fe en sí mismo, en su superioridad sobre el azar, y eso hace que gane muchas veces. Es vanidoso, pero no soberbio: cuando ha ganado, no vuelve hasta varios días después. Yo, en cambio, si gano, ensoberbecido, intento repetir: mi ambición es desmedida; no se trata de ganar una vez, sino siempre. Nada significa, para mí, obtener un premio: quiero todos los premios, todos los éxitos.

—Yo sólo pretendo ganar algunas veces, y perder otras, como suele ocurrir —dice Carlos—. Pero tú, es imposible saber qué quieres, qué buscas.

Lo que busco, Carlos, es muy sencillo de decir: ganar una y otra vez, saltar la banca, destruir la mecánica normal de los hechos. Tú solo quieres matar el aburrimiento: yo quiero matar a Dios.

De vez en cuando, Carlos intenta ligar con una de las empleadas de la sala de juego. Ésta o la otra, lo mismo da. No es muy exigente con sus amoríos, como no es muy exigente con el azar. Nunca habla de estas rápidas relaciones sin pasión. Yo, en cambio, soy ascético: nunca una insinuación, un gesto equívoco. Estas divinidades menores, dispensadoras de la suerte o de la desgracia son, para mí, sólo instrumentos de un poder mucho mayor, más absoluto. La pasión del juego me resulta tan absorbente que no deja lugar para otras pasiones. Cuando gano, deposito el óbolo ritual en la bandeja de plata que me acerca la pagadora, y cuando pierdo, me retiro en silencio, luego de la última partida, sin expresar mi malestar. Un trato más próximo, más íntimo con estas expendedoras del azar me inquietaría, como una superposición de planos que elimina el más alto. No se trafica con lo ilusorio, salvo que se quiera terminar con él.

—A veces —le digo a Carlos, en uno de esos raros momentos en que tomamos una copa juntos, en el bar de la sala de juego— me parece que estoy, en la mesa, como en un avión: las azafatas consuelan a los pasajeros afligidos por un mareo, explican el trazado de la ruta, intentan tranquilizar a los más ansiosos, como madres protectoras con los nerviosos hijos de pecho.

He creído advertir cierta mirada de desprecio en alguna de las vendedoras de cartones, como si los jugadores que ocupamos los asientos de cuero fuéramos los enfermos de una sala de oncología, o los huéspedes incurables de un manicomio. Pero sólo es una mirada fugaz. Es posible que a veces nos desprecien: niños autistas y locos, fanáticamente dependientes del casual giro de unas bolas que saltan arbitrariamente en un bombo electrónico. Pero el desprecio o la admiración poco tienen que ver con el objeto (como el amor) y dicen más acerca de quienes lo experimentan que del objeto en sí. También me ocurre a mí; hay días en que detesto el juego, quiero estar lejos de cualquier salón de apuestas, encuentro infantil y ridícula esta adicción: otros días, en cambio, me despierto víctima de una horrible ansiedad, no veo la hora de estar a solas con una máquina tragaperras (como si fuera una amante), acariciarla, seducirla, oírla cantar, hundirle monedas como balas, despojarla, humillarla, violarla. Noches en que salgo cansado, aturdido del trabajo y las luminosas, brillantes candilejas de las salas de bingo se abren, como prostíbulos fascinantes y me sumerjo en ellos, pago por un placer que no siempre obtengo. Blando el rojo rotulador —pene de fuego— y escucho, atento, la infernal sucesión de números. Cuatro. Veintiocho. Sesenta y nueve. Dieciséis. Cincuenta y cuatro. «Han cantado bingo». Se escucha un murmullo en la sala, como el zureo de palomas en celo. Hundo la mano en el bolsillo. Sólo me queda un billete de mil. Pero tengo la tarjeta de crédito. Junto a las salas de juego siempre hay una agencia bancaria con cajero permanente. Los perdedores empedernidos recurrimos a ellos como los enfermos graves al servicio de urgencia de un hospital. Salgo de la sala. Hace frío afuera. Encandilado por las luces brillantes y las pantallas de vídeo del bingo, me siento como un fantasma, en una calle, una ciudad desconocidas. Automáticamente, me dirijo a la agenda del banco más cercana. Abro la puerta con mi tarjeta de identificación. Corro hacia el cajero. Marco mi número secreto. He elegido un número fácil (el año de mi nacimiento) para ahorrar tiempo en estas circunstancias. No soporto la pequeña demora de la caja en suministrar los billetes. Cuando consigo apoderarme de ellos, vuelvo, como una exhalación, a la sala de bingo. Por suerte la puerta de acceso está libre (eso quiere decir que la siguiente partida todavía no comenzó). Los jugadores somos fanáticos: no podemos perder tiempo, no podemos ahorrarnos una partida. Tememos que el lapso de nuestra ausencia fuera el momento elegido por la fortuna para favorecernos, la partida en que hubiéramos ganado. Aquel que se retira antes del cierre del local o antes de haberlo perdido todo, no es un verdadero jugador. Sólo es un apostador. He dejado en mi asiento (en la mesa número veintitrés, mi preferida) el abrigo, para que nadie me quite el lugar. Vuelvo a entrar a la sala y me dirijo velozmente a mi mesa. No tengo tiempo —ni ganas— de observar a los demás. Miro, con ansiedad, a la vendedora de cartones que me corresponde, y antes de ocupar mi asiento le hago un gesto con la mano, para que deposite cuatro sobre la mesa. Esta noche he perdido demasiado dinero y tengo que intentar recuperarlo. Ya no pretendo ganar, sino no perder. Las vendedoras, como palomas sobrevolando el asfalto, gritan; «Último cartón». «Último cartón». Los ansiosos, alzan la mano para comprarlo, para tentar la suerte con el que no les tocó en el reparto. Hay dos clases de supersticiosos; los que siempre compran el último cartón, esperando que sea el de la suerte, y los supersticiosos que jamás compran el último cartón, porque la palabra «último» les trae malas premoniciones. (Pertenezco a ambas clases; ora me parece que el último ganará, ora que el último está sentenciado). Mientras desde la mesa central comienzan a cantar las bolas, calculo cuánto dinero he perdido ya. Si canto, habré conseguido recuperarlo, pero es posible que no cante y la noche se cierre con un fracaso. Me prometo a mí mismo que de allora en adelante, seré un jugador moderado: dejaré la tarjeta de crédito en casa, para apostar sólo la cantidad que he previsto. Pero, si como ha ocurrido otras veces, la suerte se aproxima en el momento en que me he quedado sin un duro, habré perdido la oportunidad de que me roce con su manto, con su hálito, con sus caderas, con su cuello, con sus pechos, con sus cabellos. En todas las mitologías, la fortuna es mujer. En todas las mitologías, hay que seducirla. Machos ansiosos, desvelados, inquietos, como niños de teta, la asediamos con nuestros falos enhiestos, con nuestras bocas babeantes, con nuestras promesas. «Si me favoreces —prometemos, sin creérnoslo— no volveré a jugar. Seré un hombre cuerdo, trabajador, sin vicios. Me acostaré temprano, ahorraré, dejaré de fumar y visitaré a la familia».

La suerte es mujer, y para que nos beneficie con su favor una sola vez, la convocamos con promesas, con votos, con sortilegios, como amantes anhelosos y desesperados. Pero ella no nos cree. Es mujer, y no nos cree. ¿Cómo iba a creernos? Sabe, perfectamente, que sólo son recursos, estratagemas para conquistarla. En cuanto a las mujeres que juegan, son potencialmente lesbianas. Ellas también intentan seducir a la fortuna, pero lo hacen desde su común condición de mujer. La fortuna las prefiere, a veces, porque son más expresivas, más expansivas. Gritan: «¡Bingo!» con ardor; ríen, festejan. Nada de la opresiva seriedad del jugador macho, solitario, empecinado en un combate silencioso contra esa mujer bella y esquiva, la loca fortuna que no depende de nada, ni de nadie, y que coquetea indiscriminadamente. (Pero es posible, también, que nuestro goce callado tenga una dimensión más profunda, más oculta, más simbólica). Después del trabajo —soy redactor de una condenada revista semanal de gran tiraje—, la sala de juego, con sus alfombras mullidas, sus luces brillantes, sus anchas arañas de caireles y las pantallas de vídeo dispersas por todas partes tiene, para mí, la acogedora familiaridad de un verdadero hogar. De un hogar o de un burdel. («Templos del placer», llamaban a los salones de juego en el siglo XIX: sagrados y secretos, como todos los placeres. Casinos instalados en lujosas estaciones termales y en los balnearios de ciudades europeas). Allí me siento cómodo, protegido y amparado del mundo. Las camareras se deslizan suavemente, sirven un trago, sonríen a los jugadores conocidos, cambian los rotuladores y tienen una palabra amable para el que ha ganado. Mientras permanezco en la sala de juego, arrellanado en mi asiento, la única realidad es el canto regular, monótono de los números que gotean, ajenos a cualquier conflicto, a cualquier preocupación. Allí no existe ni el duelo, ni la muerte, ni el desamor; sólo la compra y la venta (de cartones), como en un raro edén marginal. Once. Seis. Veintidós. Ochenta. Diecinueve. Treinta y dos. Setenta y siete. Doce. Cuarenta y cuatro. Treinta y nueve. «Línea, se ha cantado línea», dice la metálica voz de la locutora. Lee los números premiados, y luego, agrega: «Seguimos para bingo». La economía y el ritual exigen fórmulas claras y repetitivas. Me ha faltado el quince para cantar línea. Saldrá enseguida, o no saldrá hasta el final de la partida. El azar: ese orden impredecible. («Sólo en el juego nada depende de nada», escribió Dostoievski). Todo lo demás, en el mundo, se puede analizar, se puede conocer, se puede calcular: las tormentas y las nevadas, las enfermedades, el fin de los amores, las herencias, los créditos bancarios, las crisis industriales, los resultados del fútbol y de las elecciones, las guerras, los idilios y las bodas. La progresión de números, en cambio, es imprevisible, desordenada, sorprendente. Si espero el dos con impaciencia, para cantar, ningún cálculo, ninguna combinación, ninguna promesa, ningún pacto adelantarán su salida; con el aliento en suspenso, los nervios alterados y el rotulador en ristre, sólo puedo esperar, confiado, o desesperar, inquieto. Esperar en silencio. Me gusta el silencio de las salas de juego. Los templos y las salas de juego son los únicos lugares donde el hombre, ese charlatán insignificante, ese hablador sin sentido, ese ruidoso impenitente, ese filósofo banal, ese propagador de mentiras, ese panegirista de sí mismo, se calla.

Lucía, mi psicoanalista —una de las pocas personas que conoce mi afición al juego—, me dijo, una vez:

—Le gusta el silencio de las salas de juego porque está harto de la cháchara de los diarios y revistas. Debería cambiar de profesión.

Todos deberíamos cambiar de profesión alguna vez, Lucía. El médico que luego de veinte años de atender infartos, comas diabéticos, carcinomas y oclusiones intestinales, ya no siente más que una universal indiferencia ante el dolor y la muerte; el profesor que ya duda del saber o de la posibilidad de transmitir alguna clase de saber; la secretaria que ya no experimenta repugnancia alguna ante los secretos de la empresa; el revolucionario cansado de la historia; el diputado obligado a votar afirmativamente, por disciplina de partido; el ama de casa que ha criado a cuatro hijos y un marido, cuya única distracción son las monedas que echa en la tragaperras, a la vuelta del mercado. También deberíamos poder cambiar de ciudad, de padres, de hijos, de amigos y de amantes.

—¿Usted no está cansada? —le pregunté a Lucía.

—Un poco menos que usted —contestó—. No necesito olvidarme de mi profesión en las salas de juego.

9 . 27 . 16 . 90 . 88 . 40. 44. 21 . 11 . 17 . 19 . 52 . 60 .

Hay que ver cómo se repite el cuarenta y cuatro: sale al principio, en todas las partidas. En cambio el veintisiete es un inconstante. Aparece y desaparece arbitrariamente, sin piedad con el jugador.

Meto la mano en el bolsillo y extraigo otro billete. Partida especial. Cartones al doble de su valor. Bien: si consigo ganar esta partida, no sólo habré recuperado lo perdido, sino que habré ganado un poco.

Compro cinco cartones. Por cábala, busco el dieciséis. Si no lo tengo, pienso que voy a perder. Primer número, el veintiocho. Ése sí, lo tengo. Anoto tres números seguidos, en el mismo cartón, pero luego, la serie varía y comienza otra, cuyos números están en otros cartones. (No hay dos partidas iguales, en la vida, Claudia; nadie jugó dos veces la misma baza, nadie acertó con el mismo cartón, nadie conoce la próxima combinación, no hay dos existencias idénticas en el mundo). No gano esa mano, ni las siguientes. A las dos y media de la mañana, extenuado, espero con ansiedad las dos últimas partidas. Me duelen los huesos, tengo la vista irritada y he fumado demasiado. Lo peor es que con la excitación que me produce el juego, cuando regreso a mi apartamento, no puedo dormir. Dado que he de ir a trabajar (la poderosa revista que no falta en ninguna peluquería, en ningún consultorio, en ninguna sala de espera), me tomo una pastilla para dormir.

Al despertar, me sobrevendrá el arrepentimiento; he arriesgado demasiado dinero, no he ganado, y además, estoy sonámbulo, deprimido y con el cuerpo deshecho.

Y, sin embargo, a pesar de todos mis propósitos, es posible que mañana esté otra vez aquí, como en el templo, arañando los bolsillos, pendiente de la serie de números, de las bolas blancas que saltan de manera imprevisible. Anoche, en la última partida, el dieciséis no salió.

Fuente:

ítulo del libroLa última noche de Dostoievski
AutorCristina Peri Rossi
IdiomaEspañol
Editorial del libroGRIJALBO MONDADORI

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