En una versión abreviada, este
ensayo fue materia del curso que dicté en la Universidad de Oxford, en abril y
mayo de 2004, como Weidenfeld Visiting Professor in European
Comparative Literature. Dejo constancia de mi agradecimiento a Lady y
Lord Weidenfeld, al doctor Nigel Bowles, Acting Principal, y a todos los fellows de St. Anne’s College por su hospitalidad, al
profesor John King, amigo y traductor, y a todas las personas que con su
presencia, preguntas y observaciones hicieron de aquellas clases, para mí, una
estimulante experiencia intelectual.
A
Albert Bensoussan, el mejor de los traductores y el más leal de los amigos.
LAMARTINE, en su ensayo sobre Los Miserables
Victor Hugo, océano
El invierno, en el internado
del Colegio Militar Leoncio Prado, de Lima, ese año de 1950, era húmedo y
ceniza, la rutina atontadora y la vida algo infeliz. Las aventuras de Jean
Valjean, la obstinación de sabueso de Javert, la simpatía de Gavroche, el
heroísmo de Enjolras, borraban la hostilidad del mundo y mudaban la depresión
en entusiasmo en esas horas de lectura robadas a las clases y a la instrucción,
que me trasladaban a un universo de flamígeros extremos en la desdicha, en el
amor, en el coraje, en la alegría, en la vileza. La revolución, la santidad, el
sacrificio, la cárcel, el crimen, hombres superhombres, vírgenes o putas,
santas o perversas, una humanidad atenta al gesto, a la eufonía, a la metáfora.
Era un gran refugio huir allí: la vida espléndida de la ficción daba fuerzas
para soportar la vida verdadera. Pero la riqueza de la literatura hacía también
que la realidad real se empobreciera.
¿Quién fue Victor Hugo? Después
de haber pasado los dos últimos años sumergido en cuerpo y alma en sus libros y
en su época, ahora sé que no lo sabré nunca. Jean-Marc Hovasse, el más
meticuloso de sus biógrafos hasta la fecha —su biografía está aún inconclusa—,
ha calculado que un apasionado bibliógrafo del bardo romántico, leyendo catorce
horas diarias, tardaría unos veinte años en agotar sólo los libros dedicados al
autor de Los Miserables que se hallan en la Biblioteca
Nacional de París. Porque Victor Hugo es, después de Shakespeare, el autor
occidental que ha generado más estudios literarios, análisis filológicos,
ediciones críticas, biografías, traducciones y adaptaciones de sus obras en los
cinco continentes.
¿Cuánto tardaría aquel titánico
lector en leer las obras completas del propio Victor Hugo, incluyendo los
millares de cartas, apuntes, papeles y borradores todavía inéditos que pululan
por las bibliotecas públicas y privadas y los anticuarios de medio mundo? No
menos de diez años, siempre y cuando esa lectura fuera su única y obsesiva
dedicación en la vida. La fecundidad del poeta y dramaturgo emblemático del
romanticismo en Francia produce vértigo a quien se asoma a ese universo sin
fondo. Su precocidad fue tan notable como su capacidad de trabajo y esa
terrible facilidad con que las rimas, las imágenes, las antítesis, los
hallazgos geniales y las cursilerías más sonoras salían de su pluma. Antes de
cumplir quince años había escrito ya millares de versos, una ópera cómica, el
melodrama en prosa Inez de Castro, el borrador de una
tragedia en cinco actos (en verso) Athélie ou les Scandinaves,
el poema épico Le Déluge y bosquejado centenares de
dibujos. En una revista que editó de adolescente con sus hermanos Abel y Eugène
y que duró apenas año y medio, publicó 112 artículos y 22 poemas. Mantuvo este
ritmo enloquecido a lo largo de esa larga vida —1802-1885— que abraza casi todo
el siglo XIX y dejó a la posteridad una
montaña tal de escritos que, sin duda, nadie ha leído ni leerá nunca de
principio a fin.
Parecería que la vida de
alguien que generó toneladas de papel borroneadas de tinta fuera la de un monje
laborioso y sedentario, confinado los días y los años en su escritorio y sin
levantar la cabeza del tablero donde su mano incansable fatigaba las plumas y
vaciaba los tinteros. Pero no, lo extraordinario es que Victor Hugo hizo en la
vida casi tantas cosas como las que su imaginación y su palabra fantasearon,
pues tuvo una de las más ricas y aventureras existencias de su tiempo, en el
que se zambulló a manos llenas, arreglándoselas siempre con olfato genial para
estar en el centro de la historia viva como protagonista o testigo de
excepción. Sólo su vida amorosa es tan intensa y variada que causa asombro (y
cierta envidia, claro está). Llegó virgen a su matrimonio con Adèle Foucher, a
los veinte años, pero desde la misma noche de bodas comenzó a recuperar el
tiempo perdido. En los muchos años que le quedaban perpetró innumerables
proezas amorosas con imparcialidad democrática, pues se acostaba con damas de
toda condición —de marquesas a sirvientas, con una cierta preferencia por estas
últimas en sus años provectos— y sus biógrafos, esos voyeurs,
han descubierto que pocas semanas antes de morir, a sus 83 años, escapó de su
casa para hacer el amor con una antigua camarera de su amante perenne, Juliette
Drouet.
No sólo alternó con toda clase
de seres vivientes, aguijoneado como estaba siempre por una curiosidad
universal hacia todo y hacia todos; acaso el más allá, la trascendencia, Dios,
lo preocuparon todavía más que las criaturas de este mundo, y sin ánimo
humorístico se puede decir de este escritor con los pies tan bien asentados en
la tierra y en la carne, que, más todavía que poeta, dramaturgo, narrador,
profeta, dibujante y pintor, llegó a creerse un teólogo, un vidente, un
develador de los misterios del trasmundo, de los designios más recónditos del
Ser Supremo y su magna obra, que según él no es la creación y redención del
hombre, sino el perdón de Satán. En su intención, Los
Miserables no fue una novela de aventuras, sino un tratado religioso.
Su comercio con el más allá
tuvo una etapa entre truculenta y cómica, todavía mal estudiada: por dos años y
medio practicó el espiritismo, en su casa de Marine Terrace, en Jersey, donde
pasó parte de sus diecinueve años de exilio. Al parecer, lo inició en estas
prácticas una médium parisina, Delphine de Girardin, que vino a pasar unos días
con la familia Hugo en esa isla del Canal. La señora Girardin compró una mesa
apropiada —redonda y de tres patas— en Saint-Hélier, y la primera sesión tuvo
lugar la noche del 11 de septiembre de 1853. Luego de una espera de tres
cuartos de hora, compareció Leopoldine, la hija de Victor Hugo fallecida en un
naufragio. Desde entonces y hasta diciembre de 1854 se celebraron en Marine
Terrace innumerables sesiones —asistían a ellas, además del poeta, su esposa
Adèle, sus hijos Charles y Adèle y amigos o vecinos— en las que Victor Hugo
tuvo ocasión de conversar con Jesucristo, Mahoma, Josué, Lutero, Shakespeare,
Molière, Dante, Aristóteles, Platón, Galileo, Luis XVI, Isaías, Napoleón (el
grande) y otras celebridades. También con animales míticos y bíblicos como el
León de Androcles, la Burra de Balam y la Paloma del Arca de Noé. Y entes
abstractos como la Crítica y la Idea. Esta última resultó ser vegetariana y
manifestó una pasión que encantaría a los fanáticos del Frente de Defensa
Animal, a juzgar por ciertas afirmaciones que comunicó a los espiritistas
valiéndose de la copa de cristal y las letras del alfabeto: «La gula es un
crimen. Un paté de hígado es una infamia... La muerte de un animal es tan
inadmisible como el suicidio del hombre».
Los espíritus manifestaban su
presencia haciendo saltar y vibrar las patas de la mesa. Una vez identificada
la visita trascendente, comenzaba el diálogo. Las respuestas del espíritu eran
golpecillos que correspondían a las letras del alfabeto (los aparecidos sólo
hablaban francés). Victor Hugo pasaba horas de horas —a veces, noches enteras—
transcribiendo los diálogos. Aunque se han publicado algunas recopilaciones de
estos «documentos mediúmnicos», quedan aún cientos de páginas inéditas que
deberían figurar de pleno derecho entre las obras del poeta, aunque sólo fuera
porque todos los espíritus con los que dialoga coinciden a pies juntillas con
sus convicciones políticas, religiosas y literarias, y comparten su
desenvoltura retórica y sus manías estilísticas, además de profesar por él la
admiración que exigía su egolatría.
Es difícil imaginar hoy la
extraordinaria popularidad que llegó a tener Victor Hugo en su tiempo en todo
el orbe occidental y aún más allá. Su talento precoz de poeta lo hizo conocido
del medio literario e intelectual cuando era todavía adolescente, y, luego, sus
obras de teatro, sobre todo a partir del estreno tumultuoso de Hernani, el 25 de febrero de 1830, que marca de manera
simbólica el nacimiento del movimiento romántico en Francia, hicieron del joven
dramaturgo una figura célebre, sólo comparable a lo que son en nuestros días
ciertos cantantes o artistas de cine. Sus novelas, principalmente Nuestra Señora de París, y más tarde Los
Miserables, acrecentaron de manera geométrica el número de sus lectores
y desbordaron el marco francés e invadieron otras lenguas, en las que pronto
Quasimodo o Jean Valjean se hicieron tan famosos como en Francia. A la vez que
su prestigio literario, su activa participación política, como representante en
el parlamento y como orador, comentarista y polemista de actualidad, fue
consolidando su prestigio con una aureola de referente cívico, conciencia
política y moral de la sociedad. En sus diecinueve años y pico de exilio esta
imagen de gran patriarca de las letras, de la moral pública y de la vida cívica
alcanzó ribetes legendarios. Su retorno a Francia, el 5 de septiembre de 1870,
con la instauración de la República, fue un acontecimiento multitudinario, sin
precedentes, con participación de millares de parisinos que lo aclamaban,
muchos de ellos sin haber leído siquiera una línea de sus obras. Esta
popularidad seguiría creciendo, sin tregua, hasta el día de su muerte y por eso
toda Francia, toda Europa, lo lloraron. París entero, o poco menos, se volcó a
seguir su cortejo fúnebre, en una demostración de afecto y solidaridad que
desde entonces sólo ciertos estadistas o dirigentes políticos han conseguido.
Cuando murió, en 1885, Victor Hugo se había convertido en algo más que un gran
escritor: en un mito, en la personificación de la República, en símbolo de su
sociedad y de su siglo.
España y lo español
desempeñaron un papel central en la mitología romántica europea, y en Victor
Hugo más que en ningún otro escritor de su época. Aprendió el español a los
nueve años, antes de viajar a España, en 1811, con su madre y sus dos hermanos
para reunirse con su padre, uno de los generales lugartenientes de José
Bonaparte. Tres meses antes del viaje, el niño recibió sus primeras clases de
ese idioma con el que, más tarde, aderezaría poemas y dramas, y que aparece en Los Miserables, en la cancioncilla idiosincrática que le
canta el bohemio Tholomyès a su amante Fantine: «Soy de Badajoz / Amor me llama
/ Toda mi alma / Es en mis ojos / Porque enseñas / A tus piernas» (sic). En
Madrid estuvo interno unos meses en el Colegio de los Nobles, en la calle
Hortaleza, regentado por religiosos. Victor y Abel fueron exceptuados de ayudar
a misa, confesarse y comulgar porque su madre, que era volteriana, los hizo
pasar por protestantes. En ese tétrico internado, afirmaría más tarde, pasó
frío, hambre y tuvo muchas peleas con sus compañeros. Pero en esos meses
aprendió cosas sobre España y la lengua española que lo acompañaron el resto de
su vida y fertilizaron de manera notable su inventiva. Al regresar a Francia,
en 1812, vio por primera vez un patíbulo, y la imagen del hombre al que iban a
dar garrote, montado de espaldas sobre un asno, rodeado de curas y penitentes,
se le grabó con fuego en la memoria. Poco después, en Vitoria, divisó en una
cruz los restos de un hombre descuartizado, lo que lo impulsaría, años más
tarde, a hablar con horror de la ferocidad de las represalias del ocupante
francés contra los resistentes. Es posible que de estas experiencias de
infancia naciera su rechazo a la pena de muerte, contra la que luchó sin
descanso, la única convicción política a la que fue absolutamente fiel a lo
largo de toda su vida.
El español no sólo le sirvió
para impregnarse de leyendas, historias y mitos de un país en el que creyó
encontrar aquel paraíso de pasiones, sentimientos, aventuras y excesos
desorbitados con el que soñaba su calenturienta imaginación; también, para
disimular a los ojos ajenos las notas impúdicas que registraba en sus cuadernos
secretos, no por exhibicionismo, sino por ese prurito enfermizo de llevar
cuenta minuciosa de todos sus gastos, que nos permite, ahora, saber con una
precisión inconcebible en cualquier otro escritor cuánto ganó y cuánto gastó a
lo largo de toda su vida Victor Hugo (murió rico).
El profesor Henri Guillemin ha
descifrado, en un libro muy divertido, Hugo et la sexualité,
aquellos cuadernos secretos que llevó Victor Hugo en Jersey y Guernesey, en los
años de su exilio. Unos años que, por razones obvias, algunos comentaristas han
bautizado «los años de las sirvientas». El gran vate, pese a haberse llevado
consigo a las islas del Canal a su esposa Adèle y a su amante Juliette, y a
entablar esporádicas relaciones íntimas con damas locales o de paso, mantuvo un
constante comercio carnal con las muchachas del servicio. Era un comercio en
todos los sentidos de la palabra, empezando por el mercantil. Él pagaba las
prestaciones de acuerdo a un esquema estricto. Si la muchacha se dejaba sólo
mirar los pechos recibía unos pocos centavos. Si se desnudaba del todo, pero el
poeta no podía tocarla, cincuenta centavos. Si podía acariciarla sin llegar a
mayores, un franco. Cuando llegaba a aquellos excesos, en cambio, la
retribución podía llegar a franco y medio y alguna tarde pródiga ¡a dos
francos! Casi todas estas indicaciones de los carnets secretos están escritas
en español para borrar las pistas. El español, el idioma de la transgresión, de
lo prohibido y el pecado, del gran romántico, quién lo hubiera dicho. Algunos
ejemplos: «E. G. Esta mañana. Todo, todo», «Mlle. Rosiers. Piernas», «Marianne.
La primera vez», «Ferman Bay. Toda tomada. 1fr.25», «Visto mucho. Cogido todo.
Osculum», etcétera.
¿Hacen mal los biógrafos
explorando estas intimidades sórdidas y bajando de su pedestal al dios
olímpico? Hacen bien. Así lo humanizan y rebajan a la altura del común de los
mortales, esa masa con la que está también fraguada la carne del genio. Victor
Hugo lo fue, no en todas, pero sí en algunas de las obras que escribió, como Nuestra Señora de París, Cromwell y sobre todo Los Miserables, una de las más ambiciosas empresas
literarias del siglo XIX, ese siglo de grandes deicidas,
como Tolstoi, Dickens, Melville y Balzac. Pero también fue un vanidoso y un
cursi y buena parte de lo mucho que escribió es hoy palabra muerta, literatura
circunstancial. (André Breton lo elogió con maldad, diciendo de él: «Era
surrealista cuando no era con (un idiota)». Pero la
definición más bonita de él la hizo Jean Cocteau: «Victor Hugo era un loco que
se creía Victor Hugo».)
En la casa de la Plaza de los
Vosgos donde vivió hay un museo dedicado a su memoria, donde se puede ver en
una vitrina un sobre dirigido a él que llevaba como única dirección: «Mr.
Victor Hugo. Océan». Y ya era tan famoso que la carta llegó a sus manos.
Aquello de océano le viene de perillas, por lo demás. Eso fue: un mar inmenso,
quieto a ratos y a veces agitado por tormentas sobrecogedoras, un océano
habitado por hermosas bandadas de delfines y por crustáceos sórdidos y
eléctricas anguilas, un infinito maremágnum de aguas encrespadas donde conviven
lo mejor y lo peor —lo más bello y lo más feo— de las creaciones humanas.
Lo que más nos admira en él es
la vertiginosa ambición que delatan algunas de sus realizaciones literarias y
la absoluta convicción que lo animaba de que la literatura que salía de su
pluma no era sólo una obra de arte, una creación artística que enriquecería
espiritualmente a sus lectores, dándoles un baño de inefable belleza. También
que, leyéndolo, profundizarían en su comprensión de la naturaleza y de la vida,
mejoraría su conducta cívica y su adivinación del arcano infinito: el más allá,
el alma trascendente, Dios. Esas ideas pueden parecernos hoy ingenuas: ¿cuántos
lectores creen todavía que la literatura puede revolucionar la existencia,
subvertir a la sociedad y ganarnos la vida eterna? Pero leyendo Los Miserables, sumidos en el vértigo de ese remolino en el
que parece atrapado todo un mundo en su infinita desmesura y en su mínima
pequeñez, es imposible no sentir el escalofrío que produce la intuición del
atributo divino, la omnisciencia.
¿Nos hace mejores o peores
incorporar a nuestra vida la ficción, tratar de incrustarla en la historia? Es
difícil saber si las mentiras que urde la imaginación ayudan al hombre a vivir
o contribuyen a su infortunio al revelarle el abismo entre la realidad y el
sueño, si adormecen su voluntad o lo inducen a actuar. Hace algunos siglos, a
un manchego cincuentón, las novelas a que era tan aficionado le enajenaron la
percepción de la realidad y lo lanzaron al mundo —que él creía igual al de las
ficciones— en pos de honor, gloria y aventura, con el resultado que sabemos.
Sin embargo, las burlas y desventuras que padeció Alonso Quijano por culpa de
las novelas, no lo han hecho un personaje digno de conmiseración. Por el
contrario, en su imposible designio de vivir la ficción, de modelar la realidad
en concierto con su fantasía, el personaje de Cervantes fijó un paradigma de
generosidad e idealismo a la especie humana. Sin llegar a los extremos de
Alonso Quijano, es posible que las novelas inoculen también en nosotros una
insatisfacción de lo existente, un apetito de irrealidad que influya en
nuestras vidas de la manera más diversa y ayude a moverse a la humanidad. Si llevamos
tantos siglos escribiendo y leyendo ficciones, por algo será. Yo sé que aquel
invierno del año 50, con uniforme, garúa y neblina, en lo alto del acantilado
de La Perla, gracias a Los Miserables la vida fue para
mí mucho menos miserable.
Lima, 14 de junio de 2004
Fuente:
Title: La Tentacion de lo Imposible
Publisher: Santillana Ediciones Generales, 28043, Madrid, Spain
Publication Date: 2004
Binding: Tapa Blanda Con Solapa
Book Condition: Muy bien
Edition: Primera edición