Si esta propuesta ha conseguido sobresalir entre toda la
producción literaria de esta novelista es porque su contenido refiere a una
época oscura que atormentó, en distintas épocas, a millones de ciudadanos de
países latinoamericanos.
Según
se puede advertir al conocer la biografía de esta mujer, el cuento “La rebelión
de los niños” fue elaborado en 1971, algunos meses antes de que su creadora se
exiliara en España. Por ese entonces, en su tierra natal no se habían producido
secuestros de menores por parte de la dictadura militar que gobernó el país
hasta 1985.
Sin
embargo, ciertas creencias y sospechas de Peri Rossi llevaron a la escritora a
adelantarse en el tiempo y construir un relato en el cual el narrador es un
niño que duda acerca de su origen y teme no pertenecer a la familia.
El
resultado de ese ejercicio literario es “La rebelión de los niños”, un texto al
cual, en una entrevista, la uruguaya presentó como “uno de los más terribles
que he escrito en mi vida”.
Lamentablemente,
el horror que ella había imaginado a la hora de redactar ese cuento que
llegaría a darle nombre a una colección, se cumplió. Por ese motivo, leer hoy,
a la distancia, el contenido de ese material es descubrir que Cristina Peri
Rossi presentía el plan macabro que pondrían en marcha los militares respecto
al secuestro de mujeres embarazadas y el posterior apropiamiento de los bebés.
Si
todavía no han tenido oportunidad de leer obras de Cristina Peri Rossi,
conseguir un ejemplar de “La rebelión de los niños” constituye un buen comienzo
para iniciarse en la lectura de sus trabajos.
Cristina Peri Rossi
La
rebelión de los niños
ULVA LACTUCA
Ella
miró la cuchara con aversión. Era una cuchara de metal, oscura, con una pequeña
filigrana en el borde y de sabor áspero.
—Abre
la boca, despacio, des-pa-cii-iiiiiiito, como los pajaritos en el nido —dijo
él, tratando de aproximar la cuchara hacia ella. Odiaba las cucharas. Desde
pequeño, le habían parecido objetos despreciables. ¿Por qué se veía ahora en la
obligación de blandiría, llena de sopa, de intentar introducirla en la boca de
aquella pequeña criatura, como sus padres habían hecho con él, como seguramente
los padres de sus padres habían hecho, si es que en aquel tiempo se usaban las
cucharas, si es que algún estúpido ya las había inventado? Tenía que conseguir
una enciclopedia y averiguar en qué año se había confeccionado la primera
cuchara. Tenía que conseguir una enciclopedia para aprender todo lo que le
hacía falta para seguir viviendo. Cuchara: Utensilio
de mesa que termina en una patita cóncava y sirve para llevar a la boca las
cosas líquidas.
Lo
que más le molestaba era la palita. Por eso no tenía la menor intención de
abrir la boca, por más que él insistiera. Se distrajo, contemplando una figura
bordada que había en el mantel. Eran hilos rojos y verdes, entrelazados,
formando una flor. No podía soportar el ruido de la cuchara raspando el plato.
Desde pequeño odió las cucharas. Todas: las de metal, las de plástico, las de
fórmica, las de madera y las de laca. ¿Por qué esa criatura no quería abrir la
boca? Llevaba más de media hora en la delicada operación de hacerle tomar la
sopa. La sopa se había enfriado varias veces, él la había vuelto a calentar y
había cambiado el plato, a lo mejor lo que no le gusta es el dibujo del fondo
—pensó—. Había oído decir que a veces los niños no comen porque no les gusta el
dibujo del plato. Existían varios platos en la casa, según le había informado
su esposa, antes de abandonarlo: plato con coneja en la cama, las grandes
orejas sobresaliendo del lecho, ideal para papillas y cremas. Un plato con un
bosque pintado, donde se veía a una pareja de niños juntando moras. Este plato
a él no le gustaba nada. Empezando, porque en su vida había visto un árbol de
moras, y estaba en contra de la colonización cultural. En segundo término,
porque ambos niños parecían excesivamente robustos y un poco antiguos, niños
ingleses o niños holandeses del siglo pasado. Algo bastante desagradable. ¿Qué
niño se iba a identificar con esos dos? Otro plato tenía un dibujo abstracto,
muy coloreado. Seguramente su esposa lo había comprado convencida de que hay
que acostumbrar a los niños desde pequeños a las formas de arte de vanguardia.
Aunque el informalismo había dejado de ser vanguardia hacía mucho. Seguramente
su esposa no tuvo tiempo de saberlo, o ya había comprado el plato. Primero,
probó con la coneja, y luego con el dibujo informal. (La niña seguía sin abrir
la boca).
No
podía soportar el peso de la cuchara en la mano indefinidamente. ¿Por qué la
apuntaba con aquel objeto metálico, provisto de una palita cóncava que servía
para llevar a la boca las cosas líquidas? Cómo hacen las enciclopedias, eso me
gustaría saber. Cómo las escriben. Por ejemplo: era muy inteligente eso de no
poner «utensilio de metal», puesto que para desgracia de la humanidad, había
cucharas de madera, de plástico, de vidrio, de hule, de cerámica, de hilo y
hasta de espuma de mar. Cómprese un colchón de. Él había querido probar el
nuevo colchón de agua, pero a ella le pareció una inversión excesiva. Inversión
no —corrigió él—, gasto. Sobre aquel colchón acuático hubieran podido bogar
toda la vida, apenas meciéndose, remando —los brazos en cruz, por favor, cruz,
los brazos extendidos en, forma de, cruz, sacrificio, las manos apenas
inclinadas, el ara de los homenajes, dioses menos perversos que tú, las piernas
suavemente abiertas, así, manos inclinadas brazos extendidos ara del sacrificio
gesto ritual— balanceándose, ora hacia un lado —a babor— ora hacia el otro, yo
arriba, tú abajo, yo abajo, tú arriba, y la nave siempre meciéndose, yo al
costado, tú en cuclillas, yo de pie, tú arrodillada, yo inclinado, tú de
espaldas, tú de pie, yo zozobrando. ¿Por qué no quería abrir la boca?
Había
conseguido distraerse mirando el dibujo verde y rojo mientras él iba hasta la
cocina, pero ahora ya volvía otra vez, volvía paciente, volvía terco y sereno y
ella quiso sonreírle, estaba dispuesta a hacer las paces y a soltar una de sus
risas favoritas, esas que a él le gustaban, pero de pronto del interior del
plato —donde había naufragado— volvió a aparecer la cuchara, la terrible
cuchara de metal terminada en una palita cóncava que sirve para llevar a la
boca las cosas líquidas. Y ella apretó fuertemente los labios. Si no habían
comprado el colchón de agua era porque ella no quiso. Seguramente ya entonces
no lo amaba, por eso no le entusiasmó la idea del colchón flotante, donde yacer
como en un bote en perpetuo movimiento. Él la hubiera mecido allí como a una
diosa del agua, como a una estatua sumergida en el mar, la hubiera amado como a
una virgen flotante, vestal de espuma, rodeada de algas y de líquenes, le
habría construido un santuario en el mar, lleno de conchas, estrellas,
hipocampos, moluscos y medusas. Seguramente los antiguos tenían una diosa del
mar. Los antiguos tenían dioses para todo. ¿La madre de Aquiles no era una
divinidad acuática? Él hubiera conseguido trofeos marinos, crustáceos y peces
pequeños. «Navegaremos la vida entera», le dijo. «Tendrás un lecho de agua como
las esponjas y los corales». Como la ulva
lactuca, que es como la enciclopedia llama a la lechuga de mar. Buena para
el cutis. Un náufrago, había leído una vez en un diario, sobrevivió dos meses
comiendo sólo lechugas de mar. Y una mujer rejuveneció como veinte años
frotándose el rostro todos los días con la ulva
lactuca. Cosas así salían en los periódicos a cada rato. Pero ella no quiso
comprar el colchón de agua y ahora la niña no abría la boca delante de la
cuchara por nada del mundo. La apuntaba rigurosamente. El borde metálico
avanzaba cortando despiadadamente el aire. Hizo como que no la veía, miró hacia
otro lado, disimulando. El borde helado le rozó la mejilla. Si soplaba fuerte,
todo el líquido se volcaría y se iría para otro lado. Había realizado esta operación
varias veces. Había dejado que la terrible palita cóncava se acercara, y cuando
la tuvo próxima, casi tocándola con su frialdad, sopló muy fuerte, con todos
sus pulmones, y el líquido había ido a parar al suelo, al mantel o a la
servilleta. Los líquidos rodaban, eso era lo que tenían los líquidos. Ella no
podía soplar la cuchara, para apartarla de sí, pero en cambio podía conseguir
que el líquido se fuera al diablo con el aliento de sus pulmones. Sin embargo,
no se animaba a repetir la operación. Una vez, su padre y su madre habían reído
mucho cuando el líquido se fue rodando hasta el suelo, manchando el mosaico y
la alfombra. A ella también le pareció muy gracioso que de pronto el contenido
de la cuchara resbalara y quedara vacía, como una cuna sin niño. Pero la
próxima vez que lo hizo su madre rezongó mucho, agitó los brazos, levantó la
voz y dijo una serie de cosas que ella no entendió, pero que evidentemente
tenían que ver con el hecho de que la cuchara estaba vacía y el líquido en el
suelo. En cuanto a él, también festejó un par de veces su soplido, pero —no se
sabía por qué— a partir de determinado momento comenzó a fastidiarse con el
asunto y ya no pareció disfrutarlo más, por el contrario, se ofendía y ponía
furioso como si el líquido y el suelo fueran cosas personales. Y todos los días
del mundo había cucharas, todos los días del mundo apuntaban hacia ella,
siempre tenían los bordes fríos y siempre servían para llevar a la boca cosas
líquidas. Si no quiso el colchón de agua, era que ya no lo quería. En la vida
cotidiana hay síntomas así, sólo que uno no los ve porque vienen disfrazados de
otras cosas razonables y un día cualquiera uno descubre que las pautas de la
catástrofe estaban allí, que en realidad la catástrofe había comenzado hacía
mucho tiempo, era una amiga en la casa, la tercera persona no incluida en la
pareja, la catástrofe estaba con ellos desde antiguo, desde el día en que se
conocieron, tal vez, pero ambos disimularon, ambos la escondieron, buscaron
lugares secretos y muy ocultos para no verla, para disimularla, para ignorar su
presencia. Para disuadirla. Catástrofe: Suceso
desgraciado que produce grave trastorno. Y el suceso desgraciado había
ocurrido, provocando un grave trastorno. Catástrofe: cataclismo. Un tren se
había estrellado en alguna parte, un maremoto inundó la casa, la habitación,
los objetos naufragaron, las sillas se perdieron, un terremoto sacudió las
paredes, los cimientos, las instalaciones, el viento se llevó los techos, la
marea hundió puertas y ventanas, las cosas familiares de pronto dejaron de
serlo (odiaba las cucharas y los relojes) y otras, otras cosas familiares de
pronto se volvieron intolerables. Todo estaba preparado desde entonces, pensó,
desde que nos conocimos. La cuchara se hundió en la superficie líquida. Ella
aprovechó para cambiar de posición en la silla de comer. No tenía gran libertad
de movimientos, la silla era una celda para aprisionarla mientras comía. Por un
lado y por otro había maderas que la sujetaban, que la acorralaban; intentó
morderlas, cortarlas con los dientes, arañarlas, pero la madera era dura,
resistente; como un perro, horadó los bordes, rasqueteando. «Esta niña es
incapaz de tomar la sopa, pero en cambio se tragará la silla», comentó un día
su padre en voz alta. Manías de niños. Volvió a surgir, llena de sopa. La
palita cóncava que sirve para llevar a la boca las cosas líquidas.
—Estoy
seguro de que no será feliz. No puede
ser feliz. No podrá serlo —dijo el hombre empuñando la cuchara. Ascendió
mansamente. Ella la vio subir como un lento animal metálico que dulce y pesado
se levanta. Eleva el vuelo. Con angustia, esperó que ganara altura.
Él
le había pedido que le dejara a la niña, aunque fuera durante el primer tiempo,
para sentirse menos solo. Accedió, en un gesto comprensivo y tolerante que le
dolió como un golpe bajo. Le enseñó a preparar las papillas, a lavarla, a
curarle las escaldaduras. Dejó un cuaderno lleno de prolijas y correctas
anotaciones acerca de cada cosa. Había una hora para despertarla y otra para
hacerla dormir. En cualquier caso, mientras él estuviera trabajando, vendría
una joven estudiante todas las tardes a ocuparse de la niña. No olvides arrojar
la bolsa de los residuos cada noche en el incinerador. Hervir rigurosamente la
leche antes de ponerla en el biberón. Sopa diaria de verduras. El teléfono del
pediatra de la niña y las instrucciones para quemaduras, resfriados e
indigestiones. No será nunca feliz. No podrá serlo. La dirección de la
lavandería más económica. Para reparaciones de artefactos eléctricos, llame al
2423315. Urgencias: 999. Policía: 002. Si se atraganta, sacudirle la espalda,
suavemente, con pequeños golpecitos. (Ah los desvanecimientos de tus manos. La
languidez de tu rostro. Geografías diversas que recorrí, explorador, y quedé
clavado, clavado para siempre de la cruz. Envarado en los brazos extendidos,
para siempre perpendiculares. Pendiente de los gestos de tus manos,
profetizadoras, para siempre, pendiente, de.) Colocar cada cosa en su lugar,
para no perder tiempo. Dejar un juego de llaves en casa de mamá, por si olvidas
las tuyas. Jamás será feliz.
La
cuchara se elevó, como un pájaro que lento gana altura. La vio venir de lejos.
Desde lejos venía, siempre arribando, como la marea. Dar cuerda al despertador
todas las noches. No la despiertes si gime en sueños, eso no es bueno. Llegaba
desde la calle como si fuera la primera vez. Quedó un momento en suspenso, en
el aire, humeante. Volvió la cabeza, con cuidado, como si algo en su cuello
fuera a quebrarse. La leche, colada. El caldo, también. Fíjate que el teléfono
esté bien conectado, al pasar la aspiradora a veces se desconecta. He olvidado
cómo es vivir solo. Cómo es despertarse en medio de la almohada vacía. Si no
estuviera encerrada en la silla de comer, podría mirar por la ventana y aburrirse
un poco menos. Todas las tardes, cuando regreses del empleo, acuérdate de
entrar la botella de la leche. No dejes objetos cortantes a su alcance. Ningún
objeto cortante, más que su mirada de hielo cuando se fue. Ah qué lápida de
Carrara. Recuerda que los ruidos muy intensos la ponen nerviosa. Respiró hondo.
La niña no quería abrir la boca. Desde hacía más de media hora, no quería abrir
la boca. Una dieta balanceada.
—Despacito,
despacito —le dijo—; mira qué conejo tan bonito hay en el fondo del plato.
Nadie
podría saber nunca si era un conejo o una coneja. Sin embargo, su esposa había
dejado indicado claramente que se trataba de una coneja. Si no quiere la sopa
en el plato de los niños en el bosque, cámbialo por el plato de la coneja.
Enfundada en las sábanas del lecho, ¿quién podía saber si se trataba de un
conejo o de una coneja? Con sólo un pequeño esfuerzo, podría pararse en la
silla de comer, inclinarse hacia atrás y tumbarla al suelo. Haría mucho ruido y
nadie más se acordaría de la sopa. Estoy seguro de que no conseguirá ser feliz,
pensó. Volvió a hundir la cuchara en el líquido. Hay tres grupos de esponjas:
calcáreas, silíceas y córneas. La gran mayoría de las esponjas se reproducen
vegetativamente. El líquido humeaba. Empujando todo el cuerpo hacia atrás,
apenas conseguía que la silla se moviera. Sólo en caso de urgencia llama a casa
de mamá. Ella te dirá dónde encontrarme. ¿Por qué su madre sabía dónde estaba
—seguramente también con quién— y él
no? Solamente las propias madres merecen cariño. Todas las demás son
detestables. No se trata de un complot contra ti, dijo ella. Levantó la cuchara
y la dirigió hacia la niña. La vio venir desde lejos. Desde lejos venía,
siempre arribando, como la marea. Metálica y de bordes afilados, siempre venía,
como si se tratara de la primera vez. Tomó empuje. No permitas que te domine,
debe obedecerte. No cedas a todos sus caprichos. ¿Por qué no quería abrir la
boca? La coneja dormía en su lecho blanco, en el fondo del plato. Una coneja de
grandes orejas claras. Acercó la cuchara a la cara de la niña, y con dos dedos,
la asió por la nuca. Así la tendría sujeta. No quise nunca oprimirte. Una
posesión sin límites. El gesto ritual del abandono. La puerta que no abrirás.
Se sintió atenazada por unos dedos grandes, poderosos.
No
te haré daño. Sólo quiero que extiendas los brazos en cruz, y en el lecho de
agua naveguemos como dos barcos mecidos por la marea. Comprendió que no podía
zafarse. Así. La cuchara, en punta, cruzaba el espacio con su carga líquida.
Las piernas abiertas y la cabeza girando, llena de espinas. Quiso pensar, para
aliviar la angustia, que sólo era un juego. Acentuó la presión y ella quiso
rechazarlo, tuvo miedo. Él se acercaba más y más. Estaba sin aliento, por eso
aspiró con fuerza y trató de apartarlo de sí. Se dio cuenta de que tenía los
ojos llenos de lágrimas, que iba a sollozar en el orgasmo de la pena, no
grites, por favor, no grites, ella aspiró profundamente, quédate así, un minuto
más, y sopló con todas sus fuerzas sobre la cuchara, sobre el líquido pegajoso,
sobre el mantel de la sábana y la sábana blanca como un mantel.
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