domingo, 5 de diciembre de 2021

Cristina Peri Rossi La rebelión de los niños (FRAGMENTO).

 


            

Si esta propuesta ha conseguido sobresalir entre toda la producción literaria de esta novelista es porque su contenido refiere a una época oscura que atormentó, en distintas épocas, a millones de ciudadanos de países latinoamericanos.

Según se puede advertir al conocer la biografía de esta mujer, el cuento “La rebelión de los niños” fue elaborado en 1971, algunos meses antes de que su creadora se exiliara en España. Por ese entonces, en su tierra natal no se habían producido secuestros de menores por parte de la dictadura militar que gobernó el país hasta 1985.

Sin embargo, ciertas creencias y sospechas de Peri Rossi llevaron a la escritora a adelantarse en el tiempo y construir un relato en el cual el narrador es un niño que duda acerca de su origen y teme no pertenecer a la familia.

El resultado de ese ejercicio literario es “La rebelión de los niños”, un texto al cual, en una entrevista, la uruguaya presentó como “uno de los más terribles que he escrito en mi vida”.

Lamentablemente, el horror que ella había imaginado a la hora de redactar ese cuento que llegaría a darle nombre a una colección, se cumplió. Por ese motivo, leer hoy, a la distancia, el contenido de ese material es descubrir que Cristina Peri Rossi presentía el plan macabro que pondrían en marcha los militares respecto al secuestro de mujeres embarazadas y el posterior apropiamiento de los bebés.

Si todavía no han tenido oportunidad de leer obras de Cristina Peri Rossi, conseguir un ejemplar de “La rebelión de los niños” constituye un buen comienzo para iniciarse en la lectura de sus trabajos.

 



 

Cristina Peri Rossi

  La rebelión de los niños

 

 

 


 

 ULVA LACTUCA

Ella miró la cuchara con aversión. Era una cuchara de metal, oscura, con una pequeña filigrana en el borde y de sabor áspero.

—Abre la boca, despacio, des-pa-cii-iiiiiiito, como los pajaritos en el nido —dijo él, tratando de aproximar la cuchara hacia ella. Odiaba las cucharas. Desde pequeño, le habían parecido objetos despreciables. ¿Por qué se veía ahora en la obligación de blandiría, llena de sopa, de intentar introducirla en la boca de aquella pequeña criatura, como sus padres habían hecho con él, como seguramente los padres de sus padres habían hecho, si es que en aquel tiempo se usaban las cucharas, si es que algún estúpido ya las había inventado? Tenía que conseguir una enciclopedia y averiguar en qué año se había confeccionado la primera cuchara. Tenía que conseguir una enciclopedia para aprender todo lo que le hacía falta para seguir viviendo. Cuchara: Utensilio de mesa que termina en una patita cóncava y sirve para llevar a la boca las cosas líquidas.

Lo que más le molestaba era la palita. Por eso no tenía la menor intención de abrir la boca, por más que él insistiera. Se distrajo, contemplando una figura bordada que había en el mantel. Eran hilos rojos y verdes, entrelazados, formando una flor. No podía soportar el ruido de la cuchara raspando el plato. Desde pequeño odió las cucharas. Todas: las de metal, las de plástico, las de fórmica, las de madera y las de laca. ¿Por qué esa criatura no quería abrir la boca? Llevaba más de media hora en la delicada operación de hacerle tomar la sopa. La sopa se había enfriado varias veces, él la había vuelto a calentar y había cambiado el plato, a lo mejor lo que no le gusta es el dibujo del fondo —pensó—. Había oído decir que a veces los niños no comen porque no les gusta el dibujo del plato. Existían varios platos en la casa, según le había informado su esposa, antes de abandonarlo: plato con coneja en la cama, las grandes orejas sobresaliendo del lecho, ideal para papillas y cremas. Un plato con un bosque pintado, donde se veía a una pareja de niños juntando moras. Este plato a él no le gustaba nada. Empezando, porque en su vida había visto un árbol de moras, y estaba en contra de la colonización cultural. En segundo término, porque ambos niños parecían excesivamente robustos y un poco antiguos, niños ingleses o niños holandeses del siglo pasado. Algo bastante desagradable. ¿Qué niño se iba a identificar con esos dos? Otro plato tenía un dibujo abstracto, muy coloreado. Seguramente su esposa lo había comprado convencida de que hay que acostumbrar a los niños desde pequeños a las formas de arte de vanguardia. Aunque el informalismo había dejado de ser vanguardia hacía mucho. Seguramente su esposa no tuvo tiempo de saberlo, o ya había comprado el plato. Primero, probó con la coneja, y luego con el dibujo informal. (La niña seguía sin abrir la boca).

No podía soportar el peso de la cuchara en la mano indefinidamente. ¿Por qué la apuntaba con aquel objeto metálico, provisto de una palita cóncava que servía para llevar a la boca las cosas líquidas? Cómo hacen las enciclopedias, eso me gustaría saber. Cómo las escriben. Por ejemplo: era muy inteligente eso de no poner «utensilio de metal», puesto que para desgracia de la humanidad, había cucharas de madera, de plástico, de vidrio, de hule, de cerámica, de hilo y hasta de espuma de mar. Cómprese un colchón de. Él había querido probar el nuevo colchón de agua, pero a ella le pareció una inversión excesiva. Inversión no —corrigió él—, gasto. Sobre aquel colchón acuático hubieran podido bogar toda la vida, apenas meciéndose, remando —los brazos en cruz, por favor, cruz, los brazos extendidos en, forma de, cruz, sacrificio, las manos apenas inclinadas, el ara de los homenajes, dioses menos perversos que tú, las piernas suavemente abiertas, así, manos inclinadas brazos extendidos ara del sacrificio gesto ritual— balanceándose, ora hacia un lado —a babor— ora hacia el otro, yo arriba, tú abajo, yo abajo, tú arriba, y la nave siempre meciéndose, yo al costado, tú en cuclillas, yo de pie, tú arrodillada, yo inclinado, tú de espaldas, tú de pie, yo zozobrando. ¿Por qué no quería abrir la boca?

Había conseguido distraerse mirando el dibujo verde y rojo mientras él iba hasta la cocina, pero ahora ya volvía otra vez, volvía paciente, volvía terco y sereno y ella quiso sonreírle, estaba dispuesta a hacer las paces y a soltar una de sus risas favoritas, esas que a él le gustaban, pero de pronto del interior del plato —donde había naufragado— volvió a aparecer la cuchara, la terrible cuchara de metal terminada en una palita cóncava que sirve para llevar a la boca las cosas líquidas. Y ella apretó fuertemente los labios. Si no habían comprado el colchón de agua era porque ella no quiso. Seguramente ya entonces no lo amaba, por eso no le entusiasmó la idea del colchón flotante, donde yacer como en un bote en perpetuo movimiento. Él la hubiera mecido allí como a una diosa del agua, como a una estatua sumergida en el mar, la hubiera amado como a una virgen flotante, vestal de espuma, rodeada de algas y de líquenes, le habría construido un santuario en el mar, lleno de conchas, estrellas, hipocampos, moluscos y medusas. Seguramente los antiguos tenían una diosa del mar. Los antiguos tenían dioses para todo. ¿La madre de Aquiles no era una divinidad acuática? Él hubiera conseguido trofeos marinos, crustáceos y peces pequeños. «Navegaremos la vida entera», le dijo. «Tendrás un lecho de agua como las esponjas y los corales». Como la ulva lactuca, que es como la enciclopedia llama a la lechuga de mar. Buena para el cutis. Un náufrago, había leído una vez en un diario, sobrevivió dos meses comiendo sólo lechugas de mar. Y una mujer rejuveneció como veinte años frotándose el rostro todos los días con la ulva lactuca. Cosas así salían en los periódicos a cada rato. Pero ella no quiso comprar el colchón de agua y ahora la niña no abría la boca delante de la cuchara por nada del mundo. La apuntaba rigurosamente. El borde metálico avanzaba cortando despiadadamente el aire. Hizo como que no la veía, miró hacia otro lado, disimulando. El borde helado le rozó la mejilla. Si soplaba fuerte, todo el líquido se volcaría y se iría para otro lado. Había realizado esta operación varias veces. Había dejado que la terrible palita cóncava se acercara, y cuando la tuvo próxima, casi tocándola con su frialdad, sopló muy fuerte, con todos sus pulmones, y el líquido había ido a parar al suelo, al mantel o a la servilleta. Los líquidos rodaban, eso era lo que tenían los líquidos. Ella no podía soplar la cuchara, para apartarla de sí, pero en cambio podía conseguir que el líquido se fuera al diablo con el aliento de sus pulmones. Sin embargo, no se animaba a repetir la operación. Una vez, su padre y su madre habían reído mucho cuando el líquido se fue rodando hasta el suelo, manchando el mosaico y la alfombra. A ella también le pareció muy gracioso que de pronto el contenido de la cuchara resbalara y quedara vacía, como una cuna sin niño. Pero la próxima vez que lo hizo su madre rezongó mucho, agitó los brazos, levantó la voz y dijo una serie de cosas que ella no entendió, pero que evidentemente tenían que ver con el hecho de que la cuchara estaba vacía y el líquido en el suelo. En cuanto a él, también festejó un par de veces su soplido, pero —no se sabía por qué— a partir de determinado momento comenzó a fastidiarse con el asunto y ya no pareció disfrutarlo más, por el contrario, se ofendía y ponía furioso como si el líquido y el suelo fueran cosas personales. Y todos los días del mundo había cucharas, todos los días del mundo apuntaban hacia ella, siempre tenían los bordes fríos y siempre servían para llevar a la boca cosas líquidas. Si no quiso el colchón de agua, era que ya no lo quería. En la vida cotidiana hay síntomas así, sólo que uno no los ve porque vienen disfrazados de otras cosas razonables y un día cualquiera uno descubre que las pautas de la catástrofe estaban allí, que en realidad la catástrofe había comenzado hacía mucho tiempo, era una amiga en la casa, la tercera persona no incluida en la pareja, la catástrofe estaba con ellos desde antiguo, desde el día en que se conocieron, tal vez, pero ambos disimularon, ambos la escondieron, buscaron lugares secretos y muy ocultos para no verla, para disimularla, para ignorar su presencia. Para disuadirla. Catástrofe: Suceso desgraciado que produce grave trastorno. Y el suceso desgraciado había ocurrido, provocando un grave trastorno. Catástrofe: cataclismo. Un tren se había estrellado en alguna parte, un maremoto inundó la casa, la habitación, los objetos naufragaron, las sillas se perdieron, un terremoto sacudió las paredes, los cimientos, las instalaciones, el viento se llevó los techos, la marea hundió puertas y ventanas, las cosas familiares de pronto dejaron de serlo (odiaba las cucharas y los relojes) y otras, otras cosas familiares de pronto se volvieron intolerables. Todo estaba preparado desde entonces, pensó, desde que nos conocimos. La cuchara se hundió en la superficie líquida. Ella aprovechó para cambiar de posición en la silla de comer. No tenía gran libertad de movimientos, la silla era una celda para aprisionarla mientras comía. Por un lado y por otro había maderas que la sujetaban, que la acorralaban; intentó morderlas, cortarlas con los dientes, arañarlas, pero la madera era dura, resistente; como un perro, horadó los bordes, rasqueteando. «Esta niña es incapaz de tomar la sopa, pero en cambio se tragará la silla», comentó un día su padre en voz alta. Manías de niños. Volvió a surgir, llena de sopa. La palita cóncava que sirve para llevar a la boca las cosas líquidas.

—Estoy seguro de que no será feliz. No puede ser feliz. No podrá serlo —dijo el hombre empuñando la cuchara. Ascendió mansamente. Ella la vio subir como un lento animal metálico que dulce y pesado se levanta. Eleva el vuelo. Con angustia, esperó que ganara altura.

Él le había pedido que le dejara a la niña, aunque fuera durante el primer tiempo, para sentirse menos solo. Accedió, en un gesto comprensivo y tolerante que le dolió como un golpe bajo. Le enseñó a preparar las papillas, a lavarla, a curarle las escaldaduras. Dejó un cuaderno lleno de prolijas y correctas anotaciones acerca de cada cosa. Había una hora para despertarla y otra para hacerla dormir. En cualquier caso, mientras él estuviera trabajando, vendría una joven estudiante todas las tardes a ocuparse de la niña. No olvides arrojar la bolsa de los residuos cada noche en el incinerador. Hervir rigurosamente la leche antes de ponerla en el biberón. Sopa diaria de verduras. El teléfono del pediatra de la niña y las instrucciones para quemaduras, resfriados e indigestiones. No será nunca feliz. No podrá serlo. La dirección de la lavandería más económica. Para reparaciones de artefactos eléctricos, llame al 2423315. Urgencias: 999. Policía: 002. Si se atraganta, sacudirle la espalda, suavemente, con pequeños golpecitos. (Ah los desvanecimientos de tus manos. La languidez de tu rostro. Geografías diversas que recorrí, explorador, y quedé clavado, clavado para siempre de la cruz. Envarado en los brazos extendidos, para siempre perpendiculares. Pendiente de los gestos de tus manos, profetizadoras, para siempre, pendiente, de.) Colocar cada cosa en su lugar, para no perder tiempo. Dejar un juego de llaves en casa de mamá, por si olvidas las tuyas. Jamás será feliz.

La cuchara se elevó, como un pájaro que lento gana altura. La vio venir de lejos. Desde lejos venía, siempre arribando, como la marea. Dar cuerda al despertador todas las noches. No la despiertes si gime en sueños, eso no es bueno. Llegaba desde la calle como si fuera la primera vez. Quedó un momento en suspenso, en el aire, humeante. Volvió la cabeza, con cuidado, como si algo en su cuello fuera a quebrarse. La leche, colada. El caldo, también. Fíjate que el teléfono esté bien conectado, al pasar la aspiradora a veces se desconecta. He olvidado cómo es vivir solo. Cómo es despertarse en medio de la almohada vacía. Si no estuviera encerrada en la silla de comer, podría mirar por la ventana y aburrirse un poco menos. Todas las tardes, cuando regreses del empleo, acuérdate de entrar la botella de la leche. No dejes objetos cortantes a su alcance. Ningún objeto cortante, más que su mirada de hielo cuando se fue. Ah qué lápida de Carrara. Recuerda que los ruidos muy intensos la ponen nerviosa. Respiró hondo. La niña no quería abrir la boca. Desde hacía más de media hora, no quería abrir la boca. Una dieta balanceada.

—Despacito, despacito —le dijo—; mira qué conejo tan bonito hay en el fondo del plato.

Nadie podría saber nunca si era un conejo o una coneja. Sin embargo, su esposa había dejado indicado claramente que se trataba de una coneja. Si no quiere la sopa en el plato de los niños en el bosque, cámbialo por el plato de la coneja. Enfundada en las sábanas del lecho, ¿quién podía saber si se trataba de un conejo o de una coneja? Con sólo un pequeño esfuerzo, podría pararse en la silla de comer, inclinarse hacia atrás y tumbarla al suelo. Haría mucho ruido y nadie más se acordaría de la sopa. Estoy seguro de que no conseguirá ser feliz, pensó. Volvió a hundir la cuchara en el líquido. Hay tres grupos de esponjas: calcáreas, silíceas y córneas. La gran mayoría de las esponjas se reproducen vegetativamente. El líquido humeaba. Empujando todo el cuerpo hacia atrás, apenas conseguía que la silla se moviera. Sólo en caso de urgencia llama a casa de mamá. Ella te dirá dónde encontrarme. ¿Por qué su madre sabía dónde estaba —seguramente también con quién— y él no? Solamente las propias madres merecen cariño. Todas las demás son detestables. No se trata de un complot contra ti, dijo ella. Levantó la cuchara y la dirigió hacia la niña. La vio venir desde lejos. Desde lejos venía, siempre arribando, como la marea. Metálica y de bordes afilados, siempre venía, como si se tratara de la primera vez. Tomó empuje. No permitas que te domine, debe obedecerte. No cedas a todos sus caprichos. ¿Por qué no quería abrir la boca? La coneja dormía en su lecho blanco, en el fondo del plato. Una coneja de grandes orejas claras. Acercó la cuchara a la cara de la niña, y con dos dedos, la asió por la nuca. Así la tendría sujeta. No quise nunca oprimirte. Una posesión sin límites. El gesto ritual del abandono. La puerta que no abrirás. Se sintió atenazada por unos dedos grandes, poderosos.

No te haré daño. Sólo quiero que extiendas los brazos en cruz, y en el lecho de agua naveguemos como dos barcos mecidos por la marea. Comprendió que no podía zafarse. Así. La cuchara, en punta, cruzaba el espacio con su carga líquida. Las piernas abiertas y la cabeza girando, llena de espinas. Quiso pensar, para aliviar la angustia, que sólo era un juego. Acentuó la presión y ella quiso rechazarlo, tuvo miedo. Él se acercaba más y más. Estaba sin aliento, por eso aspiró con fuerza y trató de apartarlo de sí. Se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas, que iba a sollozar en el orgasmo de la pena, no grites, por favor, no grites, ella aspiró profundamente, quédate así, un minuto más, y sopló con todas sus fuerzas sobre la cuchara, sobre el líquido pegajoso, sobre el mantel de la sábana y la sábana blanca como un mantel.

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