Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por la novela Olegaroy, David Toscana (Monterrey, 1961)
NOVELA OLEGAROY.
Una novela no es para buscar al
asesino; es para encontrar al hombre. Simon
Berkovits
«El insomne le tiene miedo a la
noche», escribió Olegaroy en un trozo de papel que acabó por perder. «El
insomnio es peor que una pesadilla porque no existe la escapatoria de
despertar», escribió Olegaroy en otro papel que también se perdió. Fueron
tiempos en los que no había sospechado su propia grandeza, su cualidad de sabio
universal o al menos local.
En un principio confundió sus máximas
con ocurrencias. Así fue dejando sus escritos en cualquier sitio hasta
olvidarlos como un recibo de tintorería o como un códice del siglo primero. Se
cuenta que él mismo llegó a decir a sus colegas de la Academia Regiomontana de
la Luna Llena que los historiadores del futuro compararían su muerte con la
destrucción de la biblioteca de Alejandría; lo cual habría dicho en un arranque
de excesivo amor propio y quizás bajo los efectos atolondrantes del insomnio.
Sin embargo, lo más probable es que Olegaroy no supiera indicar dónde estaba
Alejandría ni pudiera mencionar uno solo de los textos de aquella antigüedad;
mas la idea de que en algún remoto pasado se había incendiado una gran
biblioteca pertenecía al dominio de doctos e iletrados por igual.
Para las generaciones venideras
será siempre difícil medir el impacto de Olegaroy en la cultura de Occidente,
pues de sus escrituras sólo sobrevivió una obra inconclusa, inédita y de poco
ingenio que tituló Enciclopedia de la
desgracia humana. Aún hoy no se ha detectado que Olegaroy hubiese dejado
huella siquiera en Monterrey, su ciudad natal de la que nunca salió por miedo
de que el viaje en auto, tren o avión terminara en un accidente que le costara
la vida. Ninguna idea tenía entonces de que cualquiera de las muertes que más
temía hubiese sido preferible a la que le reservó el destino.
Mas antes de hablar del final,
debemos tomar el relato en su origen.
La biografía de Olegaroy no
comienza con su nacimiento sino cuando contaba con cincuentaitrés años, pues
aun los grandes hombres salen animales del vientre materno y se dan a la luz
sólo en el instante en que adviene una epifanía o se hace un descubrimiento o
baja algún espíritu en forma de paloma o susurra el diablo al oído o
simplemente cuando se topan con la historia a la vuelta de la esquina. Entre
los estudiosos del legado de Olegaroy hay quienes aseguran que dicho momento
coincidió con la llegada de la edición del 8 de abril de 1949 del periódico El Porvenir. Otros prefieren señalar el
asesinato de Antonia Crespo como punto de partida. Unos más afirman que ambas
cosas son lo mismo.
Libro primero de Olegaroy El insomnio
1
Olegaroy comenzó aquella
madrugada igual que de costumbre: revolviéndose en la cama. A ratos cerraba los
ojos y a ratos los abría para intentar mirar el techo. Estaba seguro de que sus
sábanas se gastaban más que las de otra gente, por eso un día escribió: «Las
sábanas de un insomne se gastan más». La bajera solía rasgarse a la altura de
los pies. Entonces la volteaba para que la almohada disimulara el desgarrón.
«Es que tienes callos en los talones», le dijo su madre. ¿Pero ella qué sabía?
Era una vieja que cada vez sabía menos.
Él también se estaba haciendo
viejo. Quizás muy pronto. Pero ante el espejo estaba seguro de que representaba
menor edad de la que tenía.
Estos detalles personales son
superfluos, pero a los humanos comunes les gusta saber que la mujer de Sócrates
era insufrible o que Kant tenía los hábitos de un reloj o que Heidegger apoyó a
los nazis o que Nietzsche abrazó a un caballo, y poco esfuerzo hacen por
comprender en qué consiste la mayéutica o el imperativo categórico o el Dasein o al menos por escribir Nietzsche
correctamente.
Olegaroy bajó a la cocina. Se
bebió lo que restaba de leche. Enjuagó la botella. Le metió un billete de a
peso y la sacó al pórtico. A más tardar en dos horas pasaría el lechero.
Había acabado por detestar a
quienes dormían cuando él se llenaba de espanto o fastidio o angustia o las
tres cosas al mismo tiempo. No se daba oportunidad de pensar en empleados de
hospitales ni en obreros de la fundidora ni en un ciclista que en ese momento
estaba repartiendo periódicos con la noticia de una mujer asesinada de cuarenta
cuchilladas. También detestaba que su madre despertara cuando él aún no había
pegado los ojos y comenzara una conversación sobre los sueños mientras tomaba
una taza de café. «Soñé que me perseguía un cerdo», le había dicho la vez
anterior.
Olegaroy abrió la puerta. Se
sentó en la escalinata. Pudo escuchar que se aproximaba el periodiquero en su
bicicleta. Le asombraba el modo en que ese muchacho mantenía el equilibrio pese
a la resma que apoyaba en el manubrio. Él no había aprendido a andar en
bicicleta cuando niño. Una vez lo intentó. Se cayó. Se peló la rodilla.
El muchacho lanzó el periódico
con regular puntería hacia la casa de enfrente. Olegaroy agradeció a los
cielos. Fue allá a tomarlo.
El vecino había fallecido el día
anterior. Un ataque de apoplejía o algo así y Olegaroy cruzaba los dedos porque
hubiese renovado la suscripción justo el último día de su vida. Una suscripción
anual.
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