martes, 19 de octubre de 2021

Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017. DAVID TOSCANA.


  


Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por la novela Olegaroy, David Toscana (Monterrey, 1961)

NOVELA OLEGAROY.

 

  Una novela no es para buscar al asesino; es para encontrar al hombre. Simon Berkovits


«El insomne le tiene miedo a la noche», escribió Olegaroy en un trozo de papel que acabó por perder. «El insomnio es peor que una pesadilla porque no existe la escapatoria de despertar», escribió Olegaroy en otro papel que también se perdió. Fueron tiempos en los que no había sospechado su propia grandeza, su cualidad de sabio universal o al menos local.

En un principio confundió sus máximas con ocurrencias. Así fue dejando sus escritos en cualquier sitio hasta olvidarlos como un recibo de tintorería o como un códice del siglo primero. Se cuenta que él mismo llegó a decir a sus colegas de la Academia Regiomontana de la Luna Llena que los historiadores del futuro compararían su muerte con la destrucción de la biblioteca de Alejandría; lo cual habría dicho en un arranque de excesivo amor propio y quizás bajo los efectos atolondrantes del insomnio. Sin embargo, lo más probable es que Olegaroy no supiera indicar dónde estaba Alejandría ni pudiera mencionar uno solo de los textos de aquella antigüedad; mas la idea de que en algún remoto pasado se había incendiado una gran biblioteca pertenecía al dominio de doctos e iletrados por igual.

Para las generaciones venideras será siempre difícil medir el impacto de Olegaroy en la cultura de Occidente, pues de sus escrituras sólo sobrevivió una obra inconclusa, inédita y de poco ingenio que tituló Enciclopedia de la desgracia humana. Aún hoy no se ha detectado que Olegaroy hubiese dejado huella siquiera en Monterrey, su ciudad natal de la que nunca salió por miedo de que el viaje en auto, tren o avión terminara en un accidente que le costara la vida. Ninguna idea tenía entonces de que cualquiera de las muertes que más temía hubiese sido preferible a la que le reservó el destino.

Mas antes de hablar del final, debemos tomar el relato en su origen.

La biografía de Olegaroy no comienza con su nacimiento sino cuando contaba con cincuentaitrés años, pues aun los grandes hombres salen animales del vientre materno y se dan a la luz sólo en el instante en que adviene una epifanía o se hace un descubrimiento o baja algún espíritu en forma de paloma o susurra el diablo al oído o simplemente cuando se topan con la historia a la vuelta de la esquina. Entre los estudiosos del legado de Olegaroy hay quienes aseguran que dicho momento coincidió con la llegada de la edición del 8 de abril de 1949 del periódico El Porvenir. Otros prefieren señalar el asesinato de Antonia Crespo como punto de partida. Unos más afirman que ambas cosas son lo mismo.

 


 Libro primero de Olegaroy El insomnio


1

Olegaroy comenzó aquella madrugada igual que de costumbre: revolviéndose en la cama. A ratos cerraba los ojos y a ratos los abría para intentar mirar el techo. Estaba seguro de que sus sábanas se gastaban más que las de otra gente, por eso un día escribió: «Las sábanas de un insomne se gastan más». La bajera solía rasgarse a la altura de los pies. Entonces la volteaba para que la almohada disimulara el desgarrón. «Es que tienes callos en los talones», le dijo su madre. ¿Pero ella qué sabía? Era una vieja que cada vez sabía menos.

Él también se estaba haciendo viejo. Quizás muy pronto. Pero ante el espejo estaba seguro de que representaba menor edad de la que tenía.

Estos detalles personales son superfluos, pero a los humanos comunes les gusta saber que la mujer de Sócrates era insufrible o que Kant tenía los hábitos de un reloj o que Heidegger apoyó a los nazis o que Nietzsche abrazó a un caballo, y poco esfuerzo hacen por comprender en qué consiste la mayéutica o el imperativo categórico o el Dasein o al menos por escribir Nietzsche correctamente.

Olegaroy bajó a la cocina. Se bebió lo que restaba de leche. Enjuagó la botella. Le metió un billete de a peso y la sacó al pórtico. A más tardar en dos horas pasaría el lechero.

Había acabado por detestar a quienes dormían cuando él se llenaba de espanto o fastidio o angustia o las tres cosas al mismo tiempo. No se daba oportunidad de pensar en empleados de hospitales ni en obreros de la fundidora ni en un ciclista que en ese momento estaba repartiendo periódicos con la noticia de una mujer asesinada de cuarenta cuchilladas. También detestaba que su madre despertara cuando él aún no había pegado los ojos y comenzara una conversación sobre los sueños mientras tomaba una taza de café. «Soñé que me perseguía un cerdo», le había dicho la vez anterior.

Olegaroy abrió la puerta. Se sentó en la escalinata. Pudo escuchar que se aproximaba el periodiquero en su bicicleta. Le asombraba el modo en que ese muchacho mantenía el equilibrio pese a la resma que apoyaba en el manubrio. Él no había aprendido a andar en bicicleta cuando niño. Una vez lo intentó. Se cayó. Se peló la rodilla.

El muchacho lanzó el periódico con regular puntería hacia la casa de enfrente. Olegaroy agradeció a los cielos. Fue allá a tomarlo.

El vecino había fallecido el día anterior. Un ataque de apoplejía o algo así y Olegaroy cruzaba los dedos porque hubiese renovado la suscripción justo el último día de su vida. Una suscripción anual.

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