martes, 26 de octubre de 2021

FRAGMENTO. NOVELA. "PRINCIPIOS NOCTURNOS". J. MÉNDEZ-LIMBRICK.

 


¿Cómo vino la señora Muerte? Una mañana, sin hacer ruido, cuando mis siete secretarios –mi séquito mefistofélico– estaban dormidos. ¿La razón? Lo aclaro: a ellos les gusta dormir hasta pasado el mediodía. Única regla propuesta e irrevocable por Belfegor, señor de la Pereza, mi primer secretario, mi maestro en retórica y también señor de las Moscas Zumbantes, demonio del pecado capital de la pereza, conocido en el mundo literario como el señor Sawney Beane. Porque él proponía a los otros demonios –con su ojo flamígero– perecear e iniciar trabajos en horas vespertinas.

Antes de cerrar nuestro trato, los demás diablos por supuesto que lo aprobaron y dijeron: “Consentimos el trato, sire... con la única condición de que nadie nos despierte antes del mediodía”.

—Eminencias... ¿estáis de acuerdo? —rezongó Belfegor, bostezando, y miró a sus demás hermanos, los seis demonios de los otros seis pecados capitales: la lujuria, la ira, la avaricia, la pereza, la envidia, la soberbia y por supuesto la gula.

—De acuerdo —Dijeron los siete demonios, al unísono, sellando nuestro pacto.

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¿Y el pacto? ¿De qué se trataba el pacto entre los siete demonios y mi persona?

¡Nada nuevo en la historia de la literatura universal! Yo conseguiría ser el número uno, el gran escritor. Revolucionaría las estructuras novelísticas, revolucionaría la lengua castellana como otro Rubén Darío y, a cambio, al morir les daría mi alma, mi alma quedaría al servicio del Diablo Mayor. Más, con el trato existía una oportunidad de no quedar a sus órdenes y de la cual más adelante hablaré.

Y esa mañana, entonces, la señora Muerte, llegó al despuntar el alba, a hurtadillas, porque no deseaba enfrentarse, ni discutir con ninguno de mis secretarios acerca de mi último viaje.

Esfria, padre de la lujuria y embajador itinerante, demonio de la Edad Media, yacía en las recámaras contiguas a la mía con una vedette de nombre Himenea, quien adornaba como un lupanar de la belle epoque parisina el recinto para satisfacer a su invitada: ornamentación barroca.

El ministro sin cartera Malfas, señor de la Gula, amo de la inmundicia, constructor y arquitecto de fortalezas y quien construía las mansiones una vez a mi servicio, destructor de mis enemigos literarios, amo indiscreto de las orgías opíparas, dormía satisfecho por una noche libertina con amigos (diablos inferiores), quienes saciaban con varios toneles de vino chianti la comilona con ordenanzas de perdices, lampreas y todos los platos marinos del Mediterráneo.

El consejero editor y presidente del Senado de los Demonios, Adremelech, dormitaba a unas dos habitaciones más a la izquierda de Malfas. Adremelech, señor de la Avaricia, en medio del duermevela desplegaba una y otra vez un enorme pergamino en una destartalada mesilla de caoba. ¿La labor? Debía rendir cuentas al diablo supremo para un listado de tareas resumidas esa semana y que

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debían cumplir. Anoto también que el consejero Adremelech se hacía acompañar de un solo cirio que proyectaba la mínima luz en su habitación.

Contrario a lo que los diablos temían cada mañana, el segundo secretario, el señor de la Ira, habilidoso en hacer espionaje a mis otros colegas de cuanto escribían, el señor Nergal, alias Gilles II de Rais, dormía con placidez porque la noche anterior había sido el promotor de un pleito en una taberna en donde morían dos jovenzuelos en disputa por amores hacia una Mesalina del lupanar y taberna improvisada en donde habían pasado la noche.

El tercer secretario, Goodfellow, señor de la Envidia, alias Gorgus Black, demonio menor de los viejos aquelarres en la época shakesperiana, no ponía atención por ningún ruido que pudiera existir en la mañana. Quizá la misma envidia lo aquietaba, porque lo corroía el suponer que él estaría desvelado y los otros diablos dormían. Entonces, Goodfellow cabeceaba con Morfeo.

El último que dormía muy al fondo de la mansión era el agregado diplomático, señor de la Soberbia, el galán Aamón, conocido como Fabiano Stirge en el mundo de los mortales, al cual yo, el escritor Byron Deford, tenía en alta estima, pues me recordaba el modelo a seguir por su belleza, dignidad y sobriedad, tanto en los ademanes como en sus trajes usados en citas con empresarios, políticos, demiurgos, actrices de cine latinoamericano y hollywoodense, y por supuesto con otros colegas escritores a los que no veía con buen agrado. Acepto que –y nunca lo oculté– su soberbia de demonio se hermanaba con mi soberbia de humano.

Hago la observación de que, en las convenciones y ferias de libros fuera de las fronteras de mi país, me hacía acompañar por los siete demonios, pero permitía que el señor de la Soberbia se presentara como el secretario personalísimo.

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Retomo ideas anteriores: entonces, el día que morí y los siete demonios se daban cuenta de mi ausencia, yo ya estaba en el hospital.

El primero que se enteró que no me encontraba en la mansión fue Adremelech, señor de la Avaricia, quien se levantó para ahorrar sueños y contar unas monedas de oro que siempre lleva consigo. Harto es de comentar que lo anterior lo hacía una vez rendido el informe al Diablo Mayor.

Adremelech, al no encontrarme, despertó al séquito entero: al embajador de la Lujuria, al ministro de la Gula, al agregado diplomático de la Soberbia y a los tres secretarios: el de la Pereza, el de la Ira, y el de la Envidia. Corrieron deprisa y preguntaron a las personas del servicio el porqué de mi ausencia.

—Hace dos horas, señores, que se llevaron al señor Byron Deford —dijo la vieja bruja del Destino, Guadalupe, acomodando llaves en su limpísimo delantal y mirando de hito en hito a las demás damas de ayuda.

—¿Hace dos horas? —repitió Esfria, tronando los dientes incisivos.

—Sí, eminencia... Sucede que el señor Byron Deford nos hizo jurar que no íbamos a interrumpir vuestros sueños.

—Ahhhh... pero, no, no, esto está mal —repetía Esfria, el Lujurioso.

Interrumpió entonces Aamón:

—¿Y la señora Guadalupe nos podría decir con exactitud quién y a dónde se llevaron al señor Byron Deford? —vociferó, acentuando las frases con un golpeteo de su bastón negro y relampagueando con su ojo verde, mientras su ojo café se mantenía en actitud expectante.

Aamón, señor de la Soberbia esperó la respuesta.

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—Tengo entendido que al señor Byron Deford se lo llevaron al hospital más cercano porque no se sentía nada bien del estómago —dijo la bruja y calló.

—¿Vomitó sangre de nuevo? —preguntó Goodfellow, sin saber por qué preguntaba, ya que sus menesteres no eran esos, sino todo lo que competía a la envidia, pero, en un segundo de flaqueza demoníaca, preguntaba.

—Creo, vuecencia, creo que así fue —replicó la bruja del Destino e hizo mutis para esperar más preguntas.

—¡Ahhh... Ahhhh... Uhmm! Muy serio este tema, demasiado serio por el pacto...

Aamón, señor de la Soberbia, pensó y luego habló sobre la Phantasmagoriana, que yo, patrón interino de los siete demonios, no terminaba de escribir en mi scriptorium. Y en medio de los diálogos, la toga de Aamón transmutó del púrpura encendido a la toga negra en señal de un luto inminente. Esperó un instante para que sus hermanos lo escucharan:

—Ya lo tenía pactado y firmado para la editorial Oxford University Press.

—¡Eminencias, el tiempo corre! Debemos irnos y no pensar si el texto está o no está concluido. Dejemos las preguntas para después. La curiosidad esperará... Ya pronto buscaremos en el scriptorium —rezongó, un poco malhumorado, el príncipe de la Lujuria, el señor Esfria, tocándose los gemelos de oro y de puño francés.

E igual como lo hiciera Aamón, Esfria mudó de vestimenta para lucir el mejor frac que sastre alguno hubiese hecho: la camisa blanca y de hilo parecía recién aplanchada y almidonada; la chaqueta, el chaleco, la pajarita, el pantalón, los calcetines y los zapatos le aseguraron al señor embajador de la Lujuria que mejor estampa nadie podría tener.

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“En la aristocracia y en la política no todos somos iguales”, se dijo en voz baja Esfria, conocido como conde Estruch.

Y sin que la vieja bruja Guadalupe y las demás brujas de los aquelarres ingleses a nuestro servicio pudieran saber qué sucedía, los siete espíritus infernales volaron al hospital en donde se hallaban mis restos mortales.

(EDITORIAL EUNED. SAN JOSÉ, COSTA RICA).

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