La
señorita de Somerset
La historia es tan delicada y
discreta como debió serlo ella misma y tan irreal como los romances que
escribió y devoró hasta el fin de sus días. Que haya ocurrido y forme ahora
parte de la realidad es una conmovedora prueba de los poderes de la ficción,
engañosa mentira que, por los caminos más inesperados, se vuelve un día verdad.
El principio es sorprendente y
con una buena dosis de suspenso. La Sociedad de Autores de Gran Bretaña es
informada, por un albacea, que una dama recién fallecida le ha legado sus
bienes — 400.000 libras esterlinas, unos 700.000 dólares— a fin de que
establezca un premio literario anual para novelistas menores de 35 años. La
obra premiada deberá ser «una historia romántica o una novela de carácter más
tradicional que experimental». La noticia llegó en el acto a la primera página
de los periódicos porque el premio así creado —70.000 dólares anuales— es
cuatro o cinco veces mayor que los dos premios literarios británicos más
prestigiosos: el Booker-McConwell y el Whitebread.
¿Quién era la generosa donante?
Una novelista, por supuesto. Pero los avergonzados directivos de la Sociedad de
Autores tuvieron que confesar a los periodistas que ninguno había oído hablar
jamás de Miss Margaret Elizabeth Trask. Y, a pesar de sus esfuerzos, no habían
podido encontrar en las librerías de Londres uno solo de sus libros.
Sin embargo, Miss Trask publicó
más de cincuenta «historias románticas» a partir de los años treinta, con un
nombre de pluma que acortaba y aplebeyaba ligeramente el propio: Betty Trask.
Algunos de sus títulos sugieren la naturaleza del contenido: Vierto mi corazón, Irresistible,
Confidencias, Susurros de primavera, Hierba
amarga. La última apareció en 1957 y ya no quedan ejemplares de ellas ni en
las editoriales que las publicaron ni en la agencia literaria que administró
los derechos de la señorita Trask. Para poder hojearlas, los periodistas
empeñados en averiguar algo de la vida y la obra de la misteriosa filántropa de
las letras inglesas tuvieron que sepultarse en esas curiosas bibliotecas de
barrio que, todavía hoy, prestan novelitas de amor a domicilio por una módica
suscripción anual.
De este modo ha podido
reconstruirse la biografía de esta encantadora Corín Tellado inglesa, que, a diferencia
de su colega española, se negó a evolucionar con la moral de los tiempos y en
1957 colgó la pluma al advertir que la distancia entre la realidad cotidiana y
sus ficciones se anchaba demasiado. Sus libros, que tuvieron muchos lectores a
juzgar por la herencia que ha dejado, cayeron inmediatamente en el olvido, lo
que parece haber importado un comino a la evanescente Miss Trask, quien
sobrevivió a su obra por un cuarto de siglo.
Lo más extraordinario en la vida
de Margaret Elizabeth Trask, que dedicó su existencia a leer y escribir sobre
el amor, es que no tuvo en sus 88 años una sola experiencia amorosa. Los
testimonios son concluyentes: murió soltera y virgen, de cuerpo y corazón. Los
que la conocieron hablan de ella como de una figura de otros tiempos, un
anacronismo victoriano o eduardiano perdido en el siglo de los hippies y los punkis.
Su familia era de Frome, en
Somerset, industriales que prosperaron con los tejidos de seda y la manufactura
de ropa. Miss Margaret tuvo una educación cuidadosa, puritana, estrictamente
casera. Fue una jovencita agraciada, tímida, de maneras aristocráticas, que
vivió en Bath y en el barrio más encumbrado de Londres: Belgravia. Pero la
fortuna familiar se evaporó con la muerte del padre. Esto no perjudicó demasiado
las costumbres, siempre frugales, de la señorita Trask. Nunca hizo vida social,
salió muy poco, profesó una amable alergia por los varones y jamás admitió un
galanteo. El amor de su vida fue su madre, a la que cuidó con devoción desde la
muerte del padre. Estos cuidados y escribir «romances», a un ritmo de dos por
año, completaron su vida.
Hace 35 años las dos mujeres
retornaron a Somerset y, en la localidad familiar, Frome, alquilaron una
minúscula casita, en un callejón sin salida. La madre murió a comienzos de los
años sesenta. La vida de la espigada solterona fue un enigma para el
vecindario. Asomaba rara vez por la calle, mostraba una cortesía distante e
irrompible, no recibía ni hacía visitas.
La única persona que ha podido
hablar de ella con cierto conocimiento de causa es el administrador de la
biblioteca de Frome, a la que Miss Trask estaba abonada. Era una lectora
insaciable de historias de amor aunque también le gustaban las biografías de
hombres y mujeres fuera de lo común. El empleado de la biblioteca hacía un
viaje semanal a su casa, llevando y recogiendo libros.
Con los años, la estilizada
señorita Margaret comenzó a tener achaques. Los vecinos lo descubrieron por la
aparición en el barrio de una enfermera de la National Health que, desde entonces,
vino una vez por semana a hacerle masajes. (En su testamento, Miss Trask ha
pagado estos desvelos con la cauta suma de 200 libras). Hace cinco años, su
estado empeoró tanto que ya no pudo vivir sola. La llevaron a un asilo de
ancianos donde, entre las gentes humildes que la rodeaban, siguió llevando la
vida austera, discreta, poco menos que invisible, que siempre llevó.
Los vecinos de Frome no dan
crédito a sus ojos cuando leen que la solterona de Oakfield Road tenía todo el
dinero que ha dejado a la Sociedad de Autores, y menos que fuera escritora. Lo
que les resulta aún más imposible de entender es que, en vez de aprovechar esas
400.000 libras esterlinas para vivir algo mejor, las destinara ¡a premiar
novelas románticas! Cuando hablan de Miss Trask a los reporteros de los diarios
y la televisión, los vecinos de Frome ponen caras condescendientes y se apenan
de lo monótona y triste que debió ser la vida de esta reclusa que jamás invitó
a nadie a tomar el té.
Los vecinos de Frome son unos
bobos, claro está, como lo son todos a quienes la tranquila rutina que llenó
los días de Margaret Elizabeth Trask merezca compasión. En verdad, Miss
Margaret tuvo una vida maravillosa y envidiable, llena de exaltación y de
aventuras. Hubo en ella amores inconmensurables y desgarradores heroísmos,
destinos a los que una turbadora mirada desbocaba como potros salvajes y actos
de generosidad, sacrificio, nobleza y valentía como los que aparecen en las
vidas de santos o los libros de caballerías.
La señorita Trask no tuvo tiempo
de hacer vida social con sus vecinas, ni de chismorrear sobre la carestía de la
vida y las malas costumbres de los jóvenes de hoy, porque todos sus minutos
estaban concentrados en las pasiones imposibles, de labios ardientes que al
rozar los dedos marfileños de las jovencitas hacen que estas se abran al amor
como las rosas y de cuchillos que se hunden con sangrienta ternura en el
corazón de los amantes infieles. ¿Para qué hubiera salido a pasear por las
callecitas pedregosas de Frome, Miss Trask? ¿Acaso hubiera podido ese
pueblecito miserablemente real ofrecerle algo comparable a las suntuosas casas
de campo, a las alquerías remecidas por las tempestades, a los bosques
encabritados, las lagunas con mandolinas y glorietas de mármol que eran el
escenario de esos acontecimientos de sus vigilias y sueños? Claro que la
señorita Trask evitaba tener amistades y hasta conversaciones. ¿Para qué
hubiera perdido su tiempo con gentes tan banales y limitadas como las
vivientes? Lo cierto es que tenía muchos amigos; no la dejaban aburrirse un
instante en su modesta casita de Oakfield Road y nunca decían nada tonto,
inconveniente o chocante. ¿Quién, entre los carnales, hubiera sido capaz de
hablar con el encanto, el respeto y la sabiduría con que musitaban sus
diálogos, a los oídos de Miss Trask, los fantasmas de las ficciones?
La existencia de Margaret
Elizabeth Trask fue seguramente más intensa, variada y dramática que la de
muchos de sus contemporáneos. La diferencia es que, ayudada por cierta
formación y una idiosincrasia particular, ella invirtió los términos habituales
que suelen establecerse entre lo imaginario y lo experimentado —lo soñado y lo
vivido— en los seres humanos. Lo corriente es que, en sus atareadas
existencias, estos «vivan» la mayor parte del tiempo y sueñen la menor. Miss
Trask procedió al revés. Dedicó sus días y sus noches a la fantasía y redujo lo
que se llama vivir a lo mínimamente indispensable.
¿Fue así más feliz que quienes
prefieren la realidad a la ficción? Yo creo que lo fue. Si no ¿por qué hubiera
destinado su fortuna a fomentar las novelas románticas? ¿No es esta una prueba
de que se fue al otro mundo convencida de haber hecho bien sustituyendo la
verdad de la vida por las mentiras de la literatura? Lo que muchos creen una
extravagancia —su testamento— es una severa admonición contra el odioso mundo
que le tocó y que ella se las arregló para no vivir.
Londres, mayo de 1983
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