Sombras
de amigos
Advierto, con cierta alarma, que
muchos amigos que hice y frecuenté en los años sesenta, en Barcelona, ya no
están más. Tampoco de la ciudad condal que conocí quedan casi trazas. Barcelona
era entonces, todavía, pobretona, cosmopolita y universal; ahora es riquísima,
nacionalista y provinciana. Como antes se desbordaba, culturalmente, hacia el
resto del mundo, ahora parece fascinada por su propio ombligo. Este
ensimismamiento está de moda en Europa y es la respuesta natural del instinto
conservador y tradicionalista, en los pueblos antiguos, a la
internacionalización creciente de la vida, a ese —imparable— proceso histórico
moderno de disolución de las fronteras y confusión de las culturas. Pero en
Cataluña el regreso al «espíritu de la tribu», de poderoso arraigo político,
contradice otra antiquísima vocación, la del universalismo, tan obvia en sus
grandes creadores, de Foix a Pla y de Tàpies a Dalí.
Aquellos amigos eran, todos,
ciudadanos del mundo. Gabriel Ferraté escribía sus poemas en catalán, porque,
decía, en su lengua materna podía «meter mejores goles» que en castellano (le
gustaba el fútbol, como a mí) pero no era nacionalista ni nada que exigiera
alguna fe. Salvo, tal vez, la literatura, todas las otras convicciones y
pasiones le provocaban unos sarcasmos con púas y estricnina, unas feroces
metáforas cínicas y exterminadoras. Como otros derrochan su dinero o su tiempo,
Gabriel derrochaba su genio escribiendo informes de lectura para editores,
papeletas para enciclopedias, hablando con los amigos o lo iba destruyendo a
demoledores golpes de ginebra.
«Genio» es una palabra de letras
mayúsculas, pero no sé con cuál otra describir esa monstruosa facultad que
tenía Gabriel para aprender todo aquello que le interesaba y convertirse, al
poco tiempo, en un especialista. Entonces, se desinteresaba del tema y se movía
en una nueva dirección. Un diletante es un superficial y él no lo fue cuando
hacía crítica de arte y desmenuzaba a Picasso, ni cuando discutía gesticulando
como un molino de viento las teorías lingüísticas del Círculo de Praga, ni
cuando pretendía demostrar, citando de memoria, que el alemán de Kafka provenía
de los atestados policiales. Yo sí creo que aprendió polaco en un dos por tres,
sólo para leer a Gombrowicz y poder traducirlo. Porque leía todos los idiomas
del mundo y todos los hablaba con un desmesurado acento catalán.
Tal vez, con «genialidad», fuera
«desmesura» la palabra que mejor le convenía. Todo en él era exceso, desde sus
caudalosas lecturas y conocimientos hasta esas larguísimas manos incontinentes
que, después del primer trago, hacían dar brincos a todas las damas que se
ponían a su alcance. Por haber votado en favor de Guimarães Rosa y en contra de
Gombrowicz, en un jurado del cual formábamos parte, a mí me castigó privándome
un año de su amistad. El día trescientos sesenta y cinco recibí un libro de
Carles Riba, con estas líneas: «Pasado el año del castigo, podemos reanudar,
etcétera. Gabriel».
Dicen que siempre dijo que era
inmoral cumplir cincuenta años y que esa coquetería fue la razón de su
suicidio. Puede ser cierto: casa muy bien con la curiosa mezcla de anarquía,
insolencia, disciplina, ternura y narcisismo que componía su personalidad. La
última vez que lo vi eran las diez de la mañana y ahí estaba, en el Bar del
Colón. Llevaba casi veinticuatro horas bebiendo y se lo veía congestionado y
exultante. Bajo la paciente atención de Juanito García Hortelano, ronco y a
gritos, recitaba a Rilke en alemán.
A diferencia de Gabriel, García
Hortelano era discreto, medido, servicial y, sobre todo, modesto para exhibir
su inteligencia, a la que disimulaba detrás de una actitud bonachona y una
cortina de humor. No era de Barcelona, pero en esta ciudad lo conocí y allí lo
vi muchas veces —más que en su Madrid—, y el día que nos presentaron fuimos a
comprar juntos una gramática catalana y nos confesamos nuestra idéntica
debilidad por esa tierra, de modo que mi recuerdo no puede disociarlo de
Barcelona ni de los sesenta, en que se publicaron sus primeras novelas, esos
años que, con el agua que ha corrido, van pareciendo ahora prehistóricos.
De muchachos jugábamos con un
amigo en Lima tratando de adivinar qué escritores se irían al cielo (caso de
existir) y nos parecía que pocos, entre los antiguos, y entre los
contemporáneos ninguno. Mucho me temo que, si aquel hipotético reparto póstumo
tiene lugar, nos quedemos privados de Juan, que a él se lo lleven allá arriba.
Pues entre todos los letraheridos que me ha tocado frecuentar él es el único
que califica. Trato de bromear, pero hablo muy en serio. Nunca conocí, entre
las gentes de mi oficio, a alguien que me pareciera tan íntegro y tan limpio, tan
naturalmente decente, tan falto de vanidad y de dobleces, tan generoso como
Juan. La bondad es una misteriosa y atrabiliaria virtud, que, en mi experiencia
—deprimente, lo admito— tiene mucho que ver con la falta de imaginación y la
simpleza de espíritu, con una ingenuidad que a menudo nos parece candidez. Por
eso, no está nada de moda y por eso, en los círculos de alta cultura, se la
mira con desconfianza y desdén, como una manifestación de bobería. Y por eso un
hombre bueno que es, a la vez, un espíritu extremadamente sutil y una
sensibilidad muy refinada, resulta una rareza preocupante.
Es verdad que los malvados suelen
ser más divertidos que los buenos y que la bondad es, generalmente, aburrida.
Pero García Hortelano rompía también en esto la regla pues era una de las
personas más graciosas del mundo, un surtidor inagotable de anécdotas,
fantasías, piruetas intelectuales, inventor de apodos y carambolas
lingüísticas, que podían mantener en vilo a todos los noctámbulos del angosto
Bar Cristal. Con la misma seriedad que aseguraba que Walter Benjamin era un
seudónimo de Jesús Aguirre, le oí yo jurar, alguna vez, que sólo iba a las
Ramblas, al amanecer, a comprar La
Vanguardia.
Entre las muchas cosas que alguna
vez me propuse escribir pero que no escribiré, figura un mágico encuentro con
él, una madrugada con niebla, en el mar de Calafell. Como en sus novelas,
ocurrían muchas cosas y no pasaba nada. Habíamos oído el disco de un debutante
llamado Raimón, traído por Luis Goytisolo, y, guiados por el señor del lugar,
Carlos Barral, recorrido bares, restaurantes, trajinado entre barcas y
pescadores, encendido una fogata en la playa. Durante largo rato, Jaime Gil de
Biedma nos tuvo fascinados con electrizantes maldades. A medianoche nos
bañamos, en una neblina que nos volvía fantasmas. Salimos, nos secamos,
conversamos y, de pronto, alguien preguntó por Juan. No aparecía por ninguna
parte. Se habría ido a dormir, sin duda. Mucho después, volví a zambullirme en
el agua y en la niebla. Entre las gasas blancuzcas apareció, tiritando, el
escritor. ¿Qué hacía allí, pingüinizado? Los dientes castañeteando, me informó
que no encontraba el rumbo de la playa. Cada vez que intentaba salir, tenía la
impresión de estar enfilando hacia Sicilia o Túnez. ¿Y por qué no había pedido
socorro, gritado? ¿Socorro? ¿Gritos? Eso, sólo los malos novelistas.
A diferencia de Juan, Jaime Gil
de Biedma exhibía su inteligencia con total impudor y cultivaba, como otros
cultivan su jardín o crían perros, la arrogancia intelectual. Provocaba
discusiones para pulverizar a sus contendores y a los admiradores de su poesía
que se acercaban a él llenos de unción, solía hacerles un número que los
descalabraba. Hacía lo imposible para parecer antipático, altanero,
inalcanzable. Pero era mucho menos malvado de lo que hubiera querido ser y
menos duro y cerebral de lo que se presenta en su Diario, cuando, en un círculo restringido de amigos, en la alta
noche, se cansaba de posar, ponía de lado la máscara del maldito, y aparecía el
fino lector, el hombre descuartizado entre una vocación y un oficio, el de la
ambivalencia sexual, el vulnerable y atormentado muchacho que escribía versos.
Cuando no se contemplaba a sí
mismo, su inteligencia podía ser deslumbrante. Tenía un instinto infalible para
detectar la idea original o el matiz exquisito en un verso, en una frase, o
para advertir la impostura y el puro relumbrón, y uno podía seguir a ciegas sus
advertencias literarias. Pero, aunque su poesía y sus ensayos se leen con
placer, hay en la obra de Jaime algo que pugna por aparecer y que parece
reprimido, algo que se quedó en mero atisbo: aquel territorio de la experiencia
que está fuera del orden intelectual. Tal vez porque en su estética sólo había
sitio para la elegancia, y los sentimientos y las pasiones son siempre algo
cursis, en su poesía se piensa más que se vive, como en los cuentos de Borges.
Fue por Carlos Barral que conocí
a Gabriel, a Juan, a Jaime y a casi todos mis amigos españoles de aquellos
años. Él publicó mi primera novela, luchando como un tigre para que salvara el
obstáculo de la censura, me hizo dar premios, traducir a varias lenguas, me
inventó como escritor. Ya se ha dicho todo lo que hace falta sobre el ventarrón
refrescante que fue, para la embotellada cultura de España de hace treinta
años, la labor de Carlos en Seix Barral. Pero nunca se dirá lo suficiente sobre
el encanto del personaje que creó de sí mismo y sobre el hechizo que era capaz
de ejercer, entonces, antes de las durísimas pruebas que tuvo que sobrellevar.
¿Con qué me asombrará esta vez?,
me preguntaba yo cuando iba a verlo. Siempre había algo: su perro Argos ladraba
histérico si los poemas que le leía eran malos, se había puesto a usar capas
dieciochescas y bastones con estiletes por las calles de La Bonanova o me
recitaba un catálogo, en latín, de las doscientas maderitas de un bote en el
que, según él, había navegado Ulises. Era todo un señor, de grandes gestos y
adjetivos fosforescentes. Su generosidad no tenía límites y aunque posaba a
veces de cínico, pues el cinismo resultaba ya entonces de buen ver, era bueno
como un pan. Para parecer malo, se había inventado la risa del diablo: una risa
con la boca abierta, trepidante, pedregosa, volcánica, que contorsionaba su
flaca figura quijotesca de la cabeza a los pies y lo dejaba exhausto. Una risa
formidable, que a mí se me quedaba resonando en la memoria.
Tenía fijaciones literarias que
había que respetar, so pena de perder su amistad: Mallarmé y Bocángel eran
intocables, por ejemplo, y a la literatura inglesa le perdonaba a duras penas
la vida, con la excepción, tal vez, de Shakespeare y de Marlowe. Pero de los
autores que le gustaban podía hablar horas, diciendo cosas brillantísimas y
citándolos de memoria, con apasionamiento de adolescente. Su amor a las formas
era tal que, en los restaurantes, en una época le dio por pedir sólo «ostras y
queso», porque sonaba bien. Soñaba con tener un tigrillo, para pasearse con él
por Calafell, y se lo traje, desde el fondo de la Amazonía, a costa de ímprobos
esfuerzos. Pero en el aeropuerto de Barcelona un guardia civil lo bañó con una
manguera y le dio a comer chorizo, malhiriendo de muerte al pobre animal.
Conservo la bellísima carta de Carlos sobre la muerte de Amadís como uno de mis
tesoros literarios.
Debajo de la pose y el teatro
había, también, algo menos perecedero: un creador de talento y un editor y
promotor literario que dejó una huella profunda en todo el mundo hispánico.
Esto, en la España abierta a todos los vientos del mundo de nuestros días, es
difícil advertirlo. Pero quienes, como yo, llegaron a Madrid en 1958, y
descubrieron que el aislamiento y la gazmoñería de la vida cultural española
eran aún peor que los de Lima o Tegucigalpa, saben que los esfuerzos de Carlos
Barral por perforar esos muros y familiarizar al lector español con lo que se
escribía y publicaba en el resto del mundo, y por sacar del anonimato y la
catacumba a los jóvenes o reprimidos escritores de la Península, fueron un
factor decisivo en la modernización intelectual de España. Y también, por
supuesto, en redescubrir a los españoles a Hispanoamérica y a los
hispanoamericanos entre sí. ¿Cuántos de las decenas de jóvenes poetas y
narradores del Nuevo Mundo que emigraron a Barcelona en los setenta y ochenta,
y convirtieron a esta ciudad, por un tiempo, en la capital literaria de América
Latina, sabían que quien les había entreabierto aquellas puertas era el
filiforme caballero, ya sin editoriales y ahora con úlceras, a quien se podía
divisar aún, con capa, bastón, barba, cadenas y melena, paseando un perro como
un aparecido por las calles de Sarriá?
Cosas que se llevó el viento y
amigos que son sombras. Pero que aún están ahí.
Berlín, mayo de 1992
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