Vargas Llosa Mario - El Lenguaje De La Pasión.
Prólogo
Los textos que componen este
libro son una selección de los que aparecieron en mi columna «Piedra de toque»,
en el diario El País, de Madrid, y en
una cadena de publicaciones afiliadas, entre 1992 y 2000. A diferencia de los
de una recopilación anterior (Desafíos a
la libertad, 1994), reunidos por su vecindad temática, los de este abarcan
un abanico de temas, y en ellos la política alterna con la cultura, los
problemas sociales, las notas de viaje, la literatura, la pintura, la música y
sucesos de actualidad.
Uso para título del libro el que
lleva mi pequeño homenaje a Octavio Paz, no porque estos textos hayan sido
escritos con una vocación apasionada y beligerante. La verdad es que siempre
trato de escribir de la manera más desapasionada posible, pues sé que la cabeza
caliente, las ideas claras y una buena prosa son incompatibles, aunque sé
también que no siempre lo consigo. En todo caso, la pasión no les es ajena, a
juzgar por las reacciones que han merecido en distintas partes del mundo, de un
variado elenco de objetores, entre los que el arzobispo de Buenos Aires se
codea con una socióloga mundana de Londres, un burócrata de Washington con un
ideólogo catalán, y escribidores supuestamente progres con carcas a más no
poder. No celebro ni lamento estas críticas a mis artículos; las consigno como
una prueba de la independencia y libertad con que los escribo.
He añadido como prólogo la nota
con que agradecí el Premio de Periodismo José Ortega y Gasset conferido a uno
de estos textos, «Nuevas inquisiciones», en España, en 1998.
Quiero dejar constancia de mi
reconocimiento, por la ayuda que me prestaron al preparar el material de este
libro, a mis colaboradoras y amigas Rosario de Bedoya y Lucía Muñoz-Nájar
Pinillos.
Londres, agosto de 2000
Piedra
de toque
Desde niño me fascinó la idea de
esa «piedra de toque» que, según el diccionario, sirve para medir el valor de
los metales, una piedra que nunca vi, que todavía no sé si es real o
fantástica.
Pero el nombre se me impuso de
inmediato a la hora de bautizar mi columna periodística. Una columna en la que,
un domingo sí y otro no, me esfuerzo por comentar algún suceso de actualidad
que me exalte, irrite o preocupe, sometiéndolo a la criba de la razón y
cotejándolo con mis convicciones, dudas y confusiones. Una columna que me
obliga a tratar de ver claro en la tumultuosa actualidad y que me gustaría
ayudara a mis presuntos lectores a tomar posición sobre lo que ocurre a su
alrededor.
La escribo con dificultad pero
con inmenso placer, tratando de no olvidar la sentencia de Raimundo Lida: «Los
adjetivos se han hecho para no usarlos» (mandato que va contra mis impulsos
naturales). Ella me sirve para sentirme inmerso en la vida de la calle y de mi
tiempo, en la historia haciéndose que es el reino del periodismo. Descubrí este
reino cuando tenía catorce años, en el diario La Crónica, de Lima, y desde entonces lo he frecuentado sin
interrupción, como redactor, reportero, cabecero, editorialista y columnista.
El periodismo ha sido la sombra de mi vocación literaria; la ha seguido,
alimentado e impedido alejarse de la realidad viva y actual, en un viaje
puramente imaginario.
Por eso, «Piedra de toque»
refleja lo que soy, lo que no soy, lo que creo, temo y detesto, mis ilusiones y
mis desánimos, tanto como mis libros, aunque de manera más explícita y
racional.
Sartre escribió que las palabras
eran armas y que debían usarse para defender las mejores opciones (algo que no
siempre hizo él mismo). En el mundo de la lengua española nadie practicó mejor
esta tesis que José Ortega y Gasset, un pensador de alto rango capaz de hacer
periodismo de opinión sin banalizar las ideas ni sacrificar el estilo. Ganar un
premio que lleva su nombre es un honor, una satisfacción, y, sobre todo, un
desafío.
París, 4 de mayo de 1999
La
señorita de Somerset
La historia es tan delicada y
discreta como debió serlo ella misma y tan irreal como los romances que
escribió y devoró hasta el fin de sus días. Que haya ocurrido y forme ahora
parte de la realidad es una conmovedora prueba de los poderes de la ficción,
engañosa mentira que, por los caminos más inesperados, se vuelve un día verdad.
El principio es sorprendente y
con una buena dosis de suspenso. La Sociedad de Autores de Gran Bretaña es
informada, por un albacea, que una dama recién fallecida le ha legado sus
bienes — 400.000 libras esterlinas, unos 700.000 dólares— a fin de que
establezca un premio literario anual para novelistas menores de 35 años. La
obra premiada deberá ser «una historia romántica o una novela de carácter más
tradicional que experimental». La noticia llegó en el acto a la primera página
de los periódicos porque el premio así creado —70.000 dólares anuales— es
cuatro o cinco veces mayor que los dos premios literarios británicos más
prestigiosos: el Booker-McConwell y el Whitebread.
¿Quién era la generosa donante?
Una novelista, por supuesto. Pero los avergonzados directivos de la Sociedad de
Autores tuvieron que confesar a los periodistas que ninguno había oído hablar
jamás de Miss Margaret Elizabeth Trask. Y, a pesar de sus esfuerzos, no habían
podido encontrar en las librerías de Londres uno solo de sus libros.
Sin embargo, Miss Trask publicó
más de cincuenta «historias románticas» a partir de los años treinta, con un
nombre de pluma que acortaba y aplebeyaba ligeramente el propio: Betty Trask.
Algunos de sus títulos sugieren la naturaleza del contenido: Vierto mi corazón, Irresistible,
Confidencias, Susurros de primavera, Hierba
amarga. La última apareció en 1957 y ya no quedan ejemplares de ellas ni en
las editoriales que las publicaron ni en la agencia literaria que administró
los derechos de la señorita Trask. Para poder hojearlas, los periodistas
empeñados en averiguar algo de la vida y la obra de la misteriosa filántropa de
las letras inglesas tuvieron que sepultarse en esas curiosas bibliotecas de
barrio que, todavía hoy, prestan novelitas de amor a domicilio por una módica
suscripción anual.
De este modo ha podido
reconstruirse la biografía de esta encantadora Corín Tellado inglesa, que, a diferencia
de su colega española, se negó a evolucionar con la moral de los tiempos y en
1957 colgó la pluma al advertir que la distancia entre la realidad cotidiana y
sus ficciones se anchaba demasiado. Sus libros, que tuvieron muchos lectores a
juzgar por la herencia que ha dejado, cayeron inmediatamente en el olvido, lo
que parece haber importado un comino a la evanescente Miss Trask, quien
sobrevivió a su obra por un cuarto de siglo.
Lo más extraordinario en la vida
de Margaret Elizabeth Trask, que dedicó su existencia a leer y escribir sobre
el amor, es que no tuvo en sus 88 años una sola experiencia amorosa. Los
testimonios son concluyentes: murió soltera y virgen, de cuerpo y corazón. Los
que la conocieron hablan de ella como de una figura de otros tiempos, un
anacronismo victoriano o eduardiano perdido en el siglo de los hippies y los punkis.
Su familia era de Frome, en
Somerset, industriales que prosperaron con los tejidos de seda y la manufactura
de ropa. Miss Margaret tuvo una educación cuidadosa, puritana, estrictamente
casera. Fue una jovencita agraciada, tímida, de maneras aristocráticas, que
vivió en Bath y en el barrio más encumbrado de Londres: Belgravia. Pero la
fortuna familiar se evaporó con la muerte del padre. Esto no perjudicó demasiado
las costumbres, siempre frugales, de la señorita Trask. Nunca hizo vida social,
salió muy poco, profesó una amable alergia por los varones y jamás admitió un
galanteo. El amor de su vida fue su madre, a la que cuidó con devoción desde la
muerte del padre. Estos cuidados y escribir «romances», a un ritmo de dos por
año, completaron su vida.
Hace 35 años las dos mujeres
retornaron a Somerset y, en la localidad familiar, Frome, alquilaron una
minúscula casita, en un callejón sin salida. La madre murió a comienzos de los
años sesenta. La vida de la espigada solterona fue un enigma para el
vecindario. Asomaba rara vez por la calle, mostraba una cortesía distante e
irrompible, no recibía ni hacía visitas.
La única persona que ha podido
hablar de ella con cierto conocimiento de causa es el administrador de la
biblioteca de Frome, a la que Miss Trask estaba abonada. Era una lectora
insaciable de historias de amor aunque también le gustaban las biografías de
hombres y mujeres fuera de lo común. El empleado de la biblioteca hacía un
viaje semanal a su casa, llevando y recogiendo libros.
Con los años, la estilizada
señorita Margaret comenzó a tener achaques. Los vecinos lo descubrieron por la
aparición en el barrio de una enfermera de la National Health que, desde entonces,
vino una vez por semana a hacerle masajes. (En su testamento, Miss Trask ha
pagado estos desvelos con la cauta suma de 200 libras). Hace cinco años, su
estado empeoró tanto que ya no pudo vivir sola. La llevaron a un asilo de
ancianos donde, entre las gentes humildes que la rodeaban, siguió llevando la
vida austera, discreta, poco menos que invisible, que siempre llevó.
Los vecinos de Frome no dan
crédito a sus ojos cuando leen que la solterona de Oakfield Road tenía todo el
dinero que ha dejado a la Sociedad de Autores, y menos que fuera escritora. Lo
que les resulta aún más imposible de entender es que, en vez de aprovechar esas
400.000 libras esterlinas para vivir algo mejor, las destinara ¡a premiar
novelas románticas! Cuando hablan de Miss Trask a los reporteros de los diarios
y la televisión, los vecinos de Frome ponen caras condescendientes y se apenan
de lo monótona y triste que debió ser la vida de esta reclusa que jamás invitó
a nadie a tomar el té.
Los vecinos de Frome son unos
bobos, claro está, como lo son todos a quienes la tranquila rutina que llenó
los días de Margaret Elizabeth Trask merezca compasión. En verdad, Miss
Margaret tuvo una vida maravillosa y envidiable, llena de exaltación y de
aventuras. Hubo en ella amores inconmensurables y desgarradores heroísmos,
destinos a los que una turbadora mirada desbocaba como potros salvajes y actos
de generosidad, sacrificio, nobleza y valentía como los que aparecen en las
vidas de santos o los libros de caballerías.
La señorita Trask no tuvo tiempo
de hacer vida social con sus vecinas, ni de chismorrear sobre la carestía de la
vida y las malas costumbres de los jóvenes de hoy, porque todos sus minutos
estaban concentrados en las pasiones imposibles, de labios ardientes que al
rozar los dedos marfileños de las jovencitas hacen que estas se abran al amor
como las rosas y de cuchillos que se hunden con sangrienta ternura en el
corazón de los amantes infieles. ¿Para qué hubiera salido a pasear por las
callecitas pedregosas de Frome, Miss Trask? ¿Acaso hubiera podido ese
pueblecito miserablemente real ofrecerle algo comparable a las suntuosas casas
de campo, a las alquerías remecidas por las tempestades, a los bosques
encabritados, las lagunas con mandolinas y glorietas de mármol que eran el
escenario de esos acontecimientos de sus vigilias y sueños? Claro que la
señorita Trask evitaba tener amistades y hasta conversaciones. ¿Para qué
hubiera perdido su tiempo con gentes tan banales y limitadas como las
vivientes? Lo cierto es que tenía muchos amigos; no la dejaban aburrirse un
instante en su modesta casita de Oakfield Road y nunca decían nada tonto,
inconveniente o chocante. ¿Quién, entre los carnales, hubiera sido capaz de
hablar con el encanto, el respeto y la sabiduría con que musitaban sus
diálogos, a los oídos de Miss Trask, los fantasmas de las ficciones?
La existencia de Margaret
Elizabeth Trask fue seguramente más intensa, variada y dramática que la de
muchos de sus contemporáneos. La diferencia es que, ayudada por cierta
formación y una idiosincrasia particular, ella invirtió los términos habituales
que suelen establecerse entre lo imaginario y lo experimentado —lo soñado y lo
vivido— en los seres humanos. Lo corriente es que, en sus atareadas
existencias, estos «vivan» la mayor parte del tiempo y sueñen la menor. Miss
Trask procedió al revés. Dedicó sus días y sus noches a la fantasía y redujo lo
que se llama vivir a lo mínimamente indispensable.
¿Fue así más feliz que quienes
prefieren la realidad a la ficción? Yo creo que lo fue. Si no ¿por qué hubiera
destinado su fortuna a fomentar las novelas románticas? ¿No es esta una prueba
de que se fue al otro mundo convencida de haber hecho bien sustituyendo la
verdad de la vida por las mentiras de la literatura? Lo que muchos creen una
extravagancia —su testamento— es una severa admonición contra el odioso mundo
que le tocó y que ella se las arregló para no vivir.
Londres, mayo de 1983
Sombras
de amigos
Advierto, con cierta alarma, que
muchos amigos que hice y frecuenté en los años sesenta, en Barcelona, ya no
están más. Tampoco de la ciudad condal que conocí quedan casi trazas. Barcelona
era entonces, todavía, pobretona, cosmopolita y universal; ahora es riquísima,
nacionalista y provinciana. Como antes se desbordaba, culturalmente, hacia el
resto del mundo, ahora parece fascinada por su propio ombligo. Este
ensimismamiento está de moda en Europa y es la respuesta natural del instinto
conservador y tradicionalista, en los pueblos antiguos, a la
internacionalización creciente de la vida, a ese —imparable— proceso histórico
moderno de disolución de las fronteras y confusión de las culturas. Pero en
Cataluña el regreso al «espíritu de la tribu», de poderoso arraigo político,
contradice otra antiquísima vocación, la del universalismo, tan obvia en sus
grandes creadores, de Foix a Pla y de Tàpies a Dalí.
Aquellos amigos eran, todos,
ciudadanos del mundo. Gabriel Ferraté escribía sus poemas en catalán, porque,
decía, en su lengua materna podía «meter mejores goles» que en castellano (le
gustaba el fútbol, como a mí) pero no era nacionalista ni nada que exigiera
alguna fe. Salvo, tal vez, la literatura, todas las otras convicciones y
pasiones le provocaban unos sarcasmos con púas y estricnina, unas feroces
metáforas cínicas y exterminadoras. Como otros derrochan su dinero o su tiempo,
Gabriel derrochaba su genio escribiendo informes de lectura para editores,
papeletas para enciclopedias, hablando con los amigos o lo iba destruyendo a
demoledores golpes de ginebra.
«Genio» es una palabra de letras
mayúsculas, pero no sé con cuál otra describir esa monstruosa facultad que
tenía Gabriel para aprender todo aquello que le interesaba y convertirse, al
poco tiempo, en un especialista. Entonces, se desinteresaba del tema y se movía
en una nueva dirección. Un diletante es un superficial y él no lo fue cuando
hacía crítica de arte y desmenuzaba a Picasso, ni cuando discutía gesticulando
como un molino de viento las teorías lingüísticas del Círculo de Praga, ni
cuando pretendía demostrar, citando de memoria, que el alemán de Kafka provenía
de los atestados policiales. Yo sí creo que aprendió polaco en un dos por tres,
sólo para leer a Gombrowicz y poder traducirlo. Porque leía todos los idiomas
del mundo y todos los hablaba con un desmesurado acento catalán.
Tal vez, con «genialidad», fuera
«desmesura» la palabra que mejor le convenía. Todo en él era exceso, desde sus
caudalosas lecturas y conocimientos hasta esas larguísimas manos incontinentes
que, después del primer trago, hacían dar brincos a todas las damas que se
ponían a su alcance. Por haber votado en favor de Guimarães Rosa y en contra de
Gombrowicz, en un jurado del cual formábamos parte, a mí me castigó privándome
un año de su amistad. El día trescientos sesenta y cinco recibí un libro de
Carles Riba, con estas líneas: «Pasado el año del castigo, podemos reanudar,
etcétera. Gabriel».
Dicen que siempre dijo que era
inmoral cumplir cincuenta años y que esa coquetería fue la razón de su
suicidio. Puede ser cierto: casa muy bien con la curiosa mezcla de anarquía,
insolencia, disciplina, ternura y narcisismo que componía su personalidad. La
última vez que lo vi eran las diez de la mañana y ahí estaba, en el Bar del
Colón. Llevaba casi veinticuatro horas bebiendo y se lo veía congestionado y
exultante. Bajo la paciente atención de Juanito García Hortelano, ronco y a
gritos, recitaba a Rilke en alemán.
A diferencia de Gabriel, García
Hortelano era discreto, medido, servicial y, sobre todo, modesto para exhibir
su inteligencia, a la que disimulaba detrás de una actitud bonachona y una
cortina de humor. No era de Barcelona, pero en esta ciudad lo conocí y allí lo
vi muchas veces —más que en su Madrid—, y el día que nos presentaron fuimos a
comprar juntos una gramática catalana y nos confesamos nuestra idéntica
debilidad por esa tierra, de modo que mi recuerdo no puede disociarlo de
Barcelona ni de los sesenta, en que se publicaron sus primeras novelas, esos
años que, con el agua que ha corrido, van pareciendo ahora prehistóricos.
De muchachos jugábamos con un
amigo en Lima tratando de adivinar qué escritores se irían al cielo (caso de
existir) y nos parecía que pocos, entre los antiguos, y entre los
contemporáneos ninguno. Mucho me temo que, si aquel hipotético reparto póstumo
tiene lugar, nos quedemos privados de Juan, que a él se lo lleven allá arriba.
Pues entre todos los letraheridos que me ha tocado frecuentar él es el único
que califica. Trato de bromear, pero hablo muy en serio. Nunca conocí, entre
las gentes de mi oficio, a alguien que me pareciera tan íntegro y tan limpio, tan
naturalmente decente, tan falto de vanidad y de dobleces, tan generoso como
Juan. La bondad es una misteriosa y atrabiliaria virtud, que, en mi experiencia
—deprimente, lo admito— tiene mucho que ver con la falta de imaginación y la
simpleza de espíritu, con una ingenuidad que a menudo nos parece candidez. Por
eso, no está nada de moda y por eso, en los círculos de alta cultura, se la
mira con desconfianza y desdén, como una manifestación de bobería. Y por eso un
hombre bueno que es, a la vez, un espíritu extremadamente sutil y una
sensibilidad muy refinada, resulta una rareza preocupante.
Es verdad que los malvados suelen
ser más divertidos que los buenos y que la bondad es, generalmente, aburrida.
Pero García Hortelano rompía también en esto la regla pues era una de las
personas más graciosas del mundo, un surtidor inagotable de anécdotas,
fantasías, piruetas intelectuales, inventor de apodos y carambolas
lingüísticas, que podían mantener en vilo a todos los noctámbulos del angosto
Bar Cristal. Con la misma seriedad que aseguraba que Walter Benjamin era un
seudónimo de Jesús Aguirre, le oí yo jurar, alguna vez, que sólo iba a las
Ramblas, al amanecer, a comprar La
Vanguardia.
Entre las muchas cosas que alguna
vez me propuse escribir pero que no escribiré, figura un mágico encuentro con
él, una madrugada con niebla, en el mar de Calafell. Como en sus novelas,
ocurrían muchas cosas y no pasaba nada. Habíamos oído el disco de un debutante
llamado Raimón, traído por Luis Goytisolo, y, guiados por el señor del lugar,
Carlos Barral, recorrido bares, restaurantes, trajinado entre barcas y
pescadores, encendido una fogata en la playa. Durante largo rato, Jaime Gil de
Biedma nos tuvo fascinados con electrizantes maldades. A medianoche nos
bañamos, en una neblina que nos volvía fantasmas. Salimos, nos secamos,
conversamos y, de pronto, alguien preguntó por Juan. No aparecía por ninguna
parte. Se habría ido a dormir, sin duda. Mucho después, volví a zambullirme en
el agua y en la niebla. Entre las gasas blancuzcas apareció, tiritando, el
escritor. ¿Qué hacía allí, pingüinizado? Los dientes castañeteando, me informó
que no encontraba el rumbo de la playa. Cada vez que intentaba salir, tenía la
impresión de estar enfilando hacia Sicilia o Túnez. ¿Y por qué no había pedido
socorro, gritado? ¿Socorro? ¿Gritos? Eso, sólo los malos novelistas.
A diferencia de Juan, Jaime Gil
de Biedma exhibía su inteligencia con total impudor y cultivaba, como otros
cultivan su jardín o crían perros, la arrogancia intelectual. Provocaba
discusiones para pulverizar a sus contendores y a los admiradores de su poesía
que se acercaban a él llenos de unción, solía hacerles un número que los
descalabraba. Hacía lo imposible para parecer antipático, altanero,
inalcanzable. Pero era mucho menos malvado de lo que hubiera querido ser y
menos duro y cerebral de lo que se presenta en su Diario, cuando, en un círculo restringido de amigos, en la alta
noche, se cansaba de posar, ponía de lado la máscara del maldito, y aparecía el
fino lector, el hombre descuartizado entre una vocación y un oficio, el de la
ambivalencia sexual, el vulnerable y atormentado muchacho que escribía versos.
Cuando no se contemplaba a sí
mismo, su inteligencia podía ser deslumbrante. Tenía un instinto infalible para
detectar la idea original o el matiz exquisito en un verso, en una frase, o
para advertir la impostura y el puro relumbrón, y uno podía seguir a ciegas sus
advertencias literarias. Pero, aunque su poesía y sus ensayos se leen con
placer, hay en la obra de Jaime algo que pugna por aparecer y que parece
reprimido, algo que se quedó en mero atisbo: aquel territorio de la experiencia
que está fuera del orden intelectual. Tal vez porque en su estética sólo había
sitio para la elegancia, y los sentimientos y las pasiones son siempre algo
cursis, en su poesía se piensa más que se vive, como en los cuentos de Borges.
Fue por Carlos Barral que conocí
a Gabriel, a Juan, a Jaime y a casi todos mis amigos españoles de aquellos
años. Él publicó mi primera novela, luchando como un tigre para que salvara el
obstáculo de la censura, me hizo dar premios, traducir a varias lenguas, me
inventó como escritor. Ya se ha dicho todo lo que hace falta sobre el ventarrón
refrescante que fue, para la embotellada cultura de España de hace treinta
años, la labor de Carlos en Seix Barral. Pero nunca se dirá lo suficiente sobre
el encanto del personaje que creó de sí mismo y sobre el hechizo que era capaz
de ejercer, entonces, antes de las durísimas pruebas que tuvo que sobrellevar.
¿Con qué me asombrará esta vez?,
me preguntaba yo cuando iba a verlo. Siempre había algo: su perro Argos ladraba
histérico si los poemas que le leía eran malos, se había puesto a usar capas
dieciochescas y bastones con estiletes por las calles de La Bonanova o me
recitaba un catálogo, en latín, de las doscientas maderitas de un bote en el
que, según él, había navegado Ulises. Era todo un señor, de grandes gestos y
adjetivos fosforescentes. Su generosidad no tenía límites y aunque posaba a
veces de cínico, pues el cinismo resultaba ya entonces de buen ver, era bueno
como un pan. Para parecer malo, se había inventado la risa del diablo: una risa
con la boca abierta, trepidante, pedregosa, volcánica, que contorsionaba su
flaca figura quijotesca de la cabeza a los pies y lo dejaba exhausto. Una risa
formidable, que a mí se me quedaba resonando en la memoria.
Tenía fijaciones literarias que
había que respetar, so pena de perder su amistad: Mallarmé y Bocángel eran
intocables, por ejemplo, y a la literatura inglesa le perdonaba a duras penas
la vida, con la excepción, tal vez, de Shakespeare y de Marlowe. Pero de los
autores que le gustaban podía hablar horas, diciendo cosas brillantísimas y
citándolos de memoria, con apasionamiento de adolescente. Su amor a las formas
era tal que, en los restaurantes, en una época le dio por pedir sólo «ostras y
queso», porque sonaba bien. Soñaba con tener un tigrillo, para pasearse con él
por Calafell, y se lo traje, desde el fondo de la Amazonía, a costa de ímprobos
esfuerzos. Pero en el aeropuerto de Barcelona un guardia civil lo bañó con una
manguera y le dio a comer chorizo, malhiriendo de muerte al pobre animal.
Conservo la bellísima carta de Carlos sobre la muerte de Amadís como uno de mis
tesoros literarios.
Debajo de la pose y el teatro
había, también, algo menos perecedero: un creador de talento y un editor y
promotor literario que dejó una huella profunda en todo el mundo hispánico.
Esto, en la España abierta a todos los vientos del mundo de nuestros días, es
difícil advertirlo. Pero quienes, como yo, llegaron a Madrid en 1958, y
descubrieron que el aislamiento y la gazmoñería de la vida cultural española
eran aún peor que los de Lima o Tegucigalpa, saben que los esfuerzos de Carlos
Barral por perforar esos muros y familiarizar al lector español con lo que se
escribía y publicaba en el resto del mundo, y por sacar del anonimato y la
catacumba a los jóvenes o reprimidos escritores de la Península, fueron un
factor decisivo en la modernización intelectual de España. Y también, por
supuesto, en redescubrir a los españoles a Hispanoamérica y a los
hispanoamericanos entre sí. ¿Cuántos de las decenas de jóvenes poetas y
narradores del Nuevo Mundo que emigraron a Barcelona en los setenta y ochenta,
y convirtieron a esta ciudad, por un tiempo, en la capital literaria de América
Latina, sabían que quien les había entreabierto aquellas puertas era el
filiforme caballero, ya sin editoriales y ahora con úlceras, a quien se podía
divisar aún, con capa, bastón, barba, cadenas y melena, paseando un perro como
un aparecido por las calles de Sarriá?
Cosas que se llevó el viento y
amigos que son sombras. Pero que aún están ahí.
Berlín, mayo de 1992
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