Borges en su casa
Vive en un departamento de dos
dormitorios y una salita comedor, en el centro de Buenos Aires, con un gato que
se llama Beppo (por el gato de Lord Byron) y una criada de Salta, que le cocina
y sirve también de lazarillo. Los muebles son pocos, están raídos y la humedad
ha impreso ojeras oscuras en las paredes. Hay una gotera sobre la mesa del
comedor. El dormitorio de su madre, con quien vivió toda la vida, está intacto,
incluso con un vestido lila extendido sobre la cama, listo para ponérselo. Pero
la señora falleció hace varios años. Cuando le pregunto qué personas que haya
conocido en la vida lo impresionaron más, es a ella a quien cita primero.
Su dormitorio parece una celda:
angosto, estrecho, con un catre tan frágil que se diría de niño, un pequeño
estante atiborrado de libros anglosajones y, en las paredes desvaídas, un tigre
de cerámica azul, con palmeras pintadas en el lomo, y la condecoración de la
Orden del Sol. Lo del tigre lo comprendo: es el animal borgiano por excelencia,
poblador recurrente de sus cuentos y poemas, pero ¿por qué está allí esa
distinción peruana? Se trata de algo sentimental. Un antepasado suyo —el famoso
coronel Suárez del poema— ganó esa condecoración siglo y medio atrás por haber
participado en la batalla de Junín, cargando a lanza y sable contra los
españoles. Luego, la condecoración se extravió en las andanzas de la estirpe.
Cuando se la impusieron a él, en Lima, su madre lloró de emoción y le dijo:
«Está volviendo a la familia». Por eso cuelga debajo del tigre multicolor.
No hay demasiados libros en la
casa, para ser la casa de él. Aparte de los del dormitorio, un doble estante
hace esquina en la salita comedor: literatura, filosofía, historia y religión,
en una docena de lenguas. Pero uno buscaría inútilmente, entre esos volúmenes,
un libro de Borges o sobre Borges. Aunque sé la respuesta de memoria, le
pregunto por qué se ha excluido de su biblioteca. «¿Quién soy yo para codearme
con Shakespeare o Schopenhauer?» Y no tiene libros sobre él porque «el tema no
le interesa». Sólo ha leído el primero que le dedicaron, en 1955, Marcial
Tamayo y Adolfo Ruiz Díaz: Borges, enigma
y clave. Lo leyó porque «el enigma ya lo conocía y tenía curiosidad por
averiguar la clave». El libro no se la dio.
Viste con sobria corrección y uno
podría jurar que se pone corbata y saco aunque no salga de casa. Perdió la
vista hace treinta años y desde entonces le leen. Lo hace su hermana Norah,
sobre todo, y los amigos que lo visitan. Es sumamente tolerante con las oleadas
de periodistas de todo el mundo que quieren entrevistarlo. Los recibe y les
regala algunos de esos retruécanos e ironías que ellos suelen malinterpretar.
En pago de servicios, pide que le lean un poema de Lugones o un cuento de
Kipling. Comenzó a coleccionar bastones a medida que se debilitaba su vista;
tiene muchos y, como sus libros y sus historias, proceden de países varios y
exóticos.
Igual que su modestia, sus buenas
maneras son más un recurso literario que una virtud. En el fondo, sabe muy bien
que es un genio, aunque, para un escéptico como él, esas cosas no tienen
importancia. Y bajo esa dulzura de abuelito con que atiende al visitante,
mientras se desplaza a tientas por su departamento, acecha invicto el temible
fraseólogo: «Estoy seguro que las traducciones que hizo Norman Thomas di
Giovanni son mejores que el original. Él está seguro también». Pero es verdad
que algunos de sus juicios se han dulcificado. Habla bien de Neruda, por
ejemplo, cuya obra, antes, estimó apenas. Recuerda agradecido que cuando, en
Estocolmo, preguntaron al poeta chileno a quién habría dado el premio Nobel,
respondió: «A Borges». Y, a propósito, ¿por qué los académicos suecos no le
habrán dado a usted ese premio? La respuesta es previsible: «Porque esos
caballeros comparten conmigo el juicio que tengo sobre mi obra».
Le recuerdo que hace veinte años
le pregunté, en una entrevista para la radio-televisión francesa, qué opinaba
de la política y me contestó que le producía tedio. ¿Todavía vale esa
respuesta? «Bueno, en lugar de tedio diría ahora fastidio.» Los políticos no
son gentes de su preferencia. «¿Cómo admirar a seres que se pasan la vida
poniéndose de acuerdo, diciendo las cosas que dicen y (con perdón)
retratándose?» Sin embargo, lo cierto es que hace muchas declaraciones
políticas y que ellas levantan tolvaneras. Hasta hace poco, irritaban
principalmente a la izquierda. Pero, en estos días, quien ha puesto el grito en
el cielo con lo que dice es la derecha. Los diarios argentinos están llenos de
protestas contra él. Lo acusan de senil y antipatriota por haberle dado la
razón a Chile, o poco menos, en el diferendo sobre el Beagle, y haber dicho que
los militares deberían retirarse del gobierno porque «pasarse la vida en los
cuarteles y en los desfiles no capacita a nadie para gobernar». Pero lo más
escandaloso que dijo es, tal vez, que «los militares argentinos no han oído
silbar una bala». Como un general lo refutó, citándose en ejemplo, Borges
rectificó: «Admito que el general fulano de tal sí ha oído silbar una bala». Ha
alcanzado tal prestigio que, él sí, puede decir lo que quiera y hacerse oír sin
que lo censuren, arresten o le pongan una bomba.
Le digo que, aunque a mí también
me desconciertan a menudo sus opiniones políticas, hay algo en ellas,
constante, que siempre he respetado: sus diatribas contra los nacionalismos, de
cualquier índole. ¿Me escucha? Tengo la impresión de que sólo accidentalmente.
Habla no a un interlocutor definido, esa persona de carne y hueso que tiene al
frente y que debe ser para él apenas una sombra, sino a un oyente abstracto y
múltiple —lo que es el lector para el que escribe— y quien está a su lado se
siente un mero pretexto, renovado y anónimo, de ese monólogo incesante,
erudito, fascinante que es para él una conversación.
Asoman, en ese discurso que por
instantes se vuelve dramático porque la voz se le corta y una mueca le crispa
la cara, los temas consabidos. El antiguo idioma de los vikingos, que aún sigue
estudiando, las sagas nórdicas del siglo XIII y que los islandeses pueden leer
en el original y cómo, por eso, se le humedecieron los ojos al llegar a
Reikiavick. Que siempre fue un anarquista spenceriano como su padre, pero que,
ahora, además se ha vuelto pacifista, como Gandhi y Bertrand Russell. Sin
embargo, duda que jamás se llegue entre nosotros al anarquismo o a la
democracia, ¿acaso los merecemos? El mejor aporte cultural de América Latina
fue el modernismo y hay dos cosas que Argentina tiene a su favor: su numerosa
clase media y la inmigración que recibió. Todavía sigue pensando que la Historia de la literatura argentina de
Ricardo Rojas es más grande que toda la literatura argentina «aun si se
considera que esta obra forma parte de esa literatura». Hay dos países que le
gustaría conocer: la China y la India. No tiene temor a la muerte; por el
contrario, lo alivia pensar que desaparecerá totalmente. Ser agnóstico facilita
hacerse a la idea de morir: la perspectiva de la nada es grata, sobre todo en
momentos de contrariedad o desánimo.
El hechicero monólogo va, viene,
vuelve y se revuelve, trenzando en el chisporroteo de temas uno de esos motivos
que, como el tigre y el espejo, ha usado tanto y con tal originalidad que ya
parecen suyos: el laberinto. Es mentira que se criara en un Palermo criollo,
con compadritos en las esquinas y milongas en el aire. Eso lo inventó después;
se crio en la biblioteca de su padre, amamantado por libros ingleses. Ha leído
mucho, sí, pero pocas novelas, y aunque tal vez exageró al vituperar (verbo que
también parece suyo) el género novelístico, lo cierto es que sus autores
favoritos son poetas, ensayistas o cuentistas. Uno de los novelistas que se
salvan del genocidio es Conrad. ¿Está escribiendo algo? Sí, un poema sobre «un
oscuro poeta del hemisferio austral». El oscuro poeta es él, por supuesto. Por
supuesto. Pero ambos sabemos que miente.
Adiós, Borges, escritor genial,
viejo tramposo. Los escritores famosos envejecen mal, llenos de soberbia y
achaques. Pero usted mantiene la forma y esas trampas sabias y espléndidas que
nos tendía en sus cuentos nos las pone ahora hablando. Y seguimos cayendo en
ellas con idéntica felicidad.
Buenos Aires, junio de 1981
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