martes, 9 de marzo de 2021

Borges en su casa. MEDIO SIGLO CON BORGES. VARGAS LLOSA.

 


 Borges en su casa

Vive en un departamento de dos dormitorios y una salita comedor, en el centro de Buenos Aires, con un gato que se llama Beppo (por el gato de Lord Byron) y una criada de Salta, que le cocina y sirve también de lazarillo. Los muebles son pocos, están raídos y la humedad ha impreso ojeras oscuras en las paredes. Hay una gotera sobre la mesa del comedor. El dormitorio de su madre, con quien vivió toda la vida, está intacto, incluso con un vestido lila extendido sobre la cama, listo para ponérselo. Pero la señora falleció hace varios años. Cuando le pregunto qué personas que haya conocido en la vida lo impresionaron más, es a ella a quien cita primero.

Su dormitorio parece una celda: angosto, estrecho, con un catre tan frágil que se diría de niño, un pequeño estante atiborrado de libros anglosajones y, en las paredes desvaídas, un tigre de cerámica azul, con palmeras pintadas en el lomo, y la condecoración de la Orden del Sol. Lo del tigre lo comprendo: es el animal borgiano por excelencia, poblador recurrente de sus cuentos y poemas, pero ¿por qué está allí esa distinción peruana? Se trata de algo sentimental. Un antepasado suyo —el famoso coronel Suárez del poema— ganó esa condecoración siglo y medio atrás por haber participado en la batalla de Junín, cargando a lanza y sable contra los españoles. Luego, la condecoración se extravió en las andanzas de la estirpe. Cuando se la impusieron a él, en Lima, su madre lloró de emoción y le dijo: «Está volviendo a la familia». Por eso cuelga debajo del tigre multicolor.

No hay demasiados libros en la casa, para ser la casa de él. Aparte de los del dormitorio, un doble estante hace esquina en la salita comedor: literatura, filosofía, historia y religión, en una docena de lenguas. Pero uno buscaría inútilmente, entre esos volúmenes, un libro de Borges o sobre Borges. Aunque sé la respuesta de memoria, le pregunto por qué se ha excluido de su biblioteca. «¿Quién soy yo para codearme con Shakespeare o Schopenhauer?» Y no tiene libros sobre él porque «el tema no le interesa». Sólo ha leído el primero que le dedicaron, en 1955, Marcial Tamayo y Adolfo Ruiz Díaz: Borges, enigma y clave. Lo leyó porque «el enigma ya lo conocía y tenía curiosidad por averiguar la clave». El libro no se la dio.

Viste con sobria corrección y uno podría jurar que se pone corbata y saco aunque no salga de casa. Perdió la vista hace treinta años y desde entonces le leen. Lo hace su hermana Norah, sobre todo, y los amigos que lo visitan. Es sumamente tolerante con las oleadas de periodistas de todo el mundo que quieren entrevistarlo. Los recibe y les regala algunos de esos retruécanos e ironías que ellos suelen malinterpretar. En pago de servicios, pide que le lean un poema de Lugones o un cuento de Kipling. Comenzó a coleccionar bastones a medida que se debilitaba su vista; tiene muchos y, como sus libros y sus historias, proceden de países varios y exóticos.

Igual que su modestia, sus buenas maneras son más un recurso literario que una virtud. En el fondo, sabe muy bien que es un genio, aunque, para un escéptico como él, esas cosas no tienen importancia. Y bajo esa dulzura de abuelito con que atiende al visitante, mientras se desplaza a tientas por su departamento, acecha invicto el temible fraseólogo: «Estoy seguro que las traducciones que hizo Norman Thomas di Giovanni son mejores que el original. Él está seguro también». Pero es verdad que algunos de sus juicios se han dulcificado. Habla bien de Neruda, por ejemplo, cuya obra, antes, estimó apenas. Recuerda agradecido que cuando, en Estocolmo, preguntaron al poeta chileno a quién habría dado el premio Nobel, respondió: «A Borges». Y, a propósito, ¿por qué los académicos suecos no le habrán dado a usted ese premio? La respuesta es previsible: «Porque esos caballeros comparten conmigo el juicio que tengo sobre mi obra».

Le recuerdo que hace veinte años le pregunté, en una entrevista para la radio-televisión francesa, qué opinaba de la política y me contestó que le producía tedio. ¿Todavía vale esa respuesta? «Bueno, en lugar de tedio diría ahora fastidio.» Los políticos no son gentes de su preferencia. «¿Cómo admirar a seres que se pasan la vida poniéndose de acuerdo, diciendo las cosas que dicen y (con perdón) retratándose?» Sin embargo, lo cierto es que hace muchas declaraciones políticas y que ellas levantan tolvaneras. Hasta hace poco, irritaban principalmente a la izquierda. Pero, en estos días, quien ha puesto el grito en el cielo con lo que dice es la derecha. Los diarios argentinos están llenos de protestas contra él. Lo acusan de senil y antipatriota por haberle dado la razón a Chile, o poco menos, en el diferendo sobre el Beagle, y haber dicho que los militares deberían retirarse del gobierno porque «pasarse la vida en los cuarteles y en los desfiles no capacita a nadie para gobernar». Pero lo más escandaloso que dijo es, tal vez, que «los militares argentinos no han oído silbar una bala». Como un general lo refutó, citándose en ejemplo, Borges rectificó: «Admito que el general fulano de tal sí ha oído silbar una bala». Ha alcanzado tal prestigio que, él sí, puede decir lo que quiera y hacerse oír sin que lo censuren, arresten o le pongan una bomba.

Le digo que, aunque a mí también me desconciertan a menudo sus opiniones políticas, hay algo en ellas, constante, que siempre he respetado: sus diatribas contra los nacionalismos, de cualquier índole. ¿Me escucha? Tengo la impresión de que sólo accidentalmente. Habla no a un interlocutor definido, esa persona de carne y hueso que tiene al frente y que debe ser para él apenas una sombra, sino a un oyente abstracto y múltiple —lo que es el lector para el que escribe— y quien está a su lado se siente un mero pretexto, renovado y anónimo, de ese monólogo incesante, erudito, fascinante que es para él una conversación.

Asoman, en ese discurso que por instantes se vuelve dramático porque la voz se le corta y una mueca le crispa la cara, los temas consabidos. El antiguo idioma de los vikingos, que aún sigue estudiando, las sagas nórdicas del siglo XIII y que los islandeses pueden leer en el original y cómo, por eso, se le humedecieron los ojos al llegar a Reikiavick. Que siempre fue un anarquista spenceriano como su padre, pero que, ahora, además se ha vuelto pacifista, como Gandhi y Bertrand Russell. Sin embargo, duda que jamás se llegue entre nosotros al anarquismo o a la democracia, ¿acaso los merecemos? El mejor aporte cultural de América Latina fue el modernismo y hay dos cosas que Argentina tiene a su favor: su numerosa clase media y la inmigración que recibió. Todavía sigue pensando que la Historia de la literatura argentina de Ricardo Rojas es más grande que toda la literatura argentina «aun si se considera que esta obra forma parte de esa literatura». Hay dos países que le gustaría conocer: la China y la India. No tiene temor a la muerte; por el contrario, lo alivia pensar que desaparecerá totalmente. Ser agnóstico facilita hacerse a la idea de morir: la perspectiva de la nada es grata, sobre todo en momentos de contrariedad o desánimo.

El hechicero monólogo va, viene, vuelve y se revuelve, trenzando en el chisporroteo de temas uno de esos motivos que, como el tigre y el espejo, ha usado tanto y con tal originalidad que ya parecen suyos: el laberinto. Es mentira que se criara en un Palermo criollo, con compadritos en las esquinas y milongas en el aire. Eso lo inventó después; se crio en la biblioteca de su padre, amamantado por libros ingleses. Ha leído mucho, sí, pero pocas novelas, y aunque tal vez exageró al vituperar (verbo que también parece suyo) el género novelístico, lo cierto es que sus autores favoritos son poetas, ensayistas o cuentistas. Uno de los novelistas que se salvan del genocidio es Conrad. ¿Está escribiendo algo? Sí, un poema sobre «un oscuro poeta del hemisferio austral». El oscuro poeta es él, por supuesto. Por supuesto. Pero ambos sabemos que miente.

Adiós, Borges, escritor genial, viejo tramposo. Los escritores famosos envejecen mal, llenos de soberbia y achaques. Pero usted mantiene la forma y esas trampas sabias y espléndidas que nos tendía en sus cuentos nos las pone ahora hablando. Y seguimos cayendo en ellas con idéntica felicidad.

Buenos Aires, junio de 1981

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