miércoles, 2 de septiembre de 2020

9 Filosofía de la danza[10]. TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA. PAUL VALÉRY.



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Filosofía de la danza[10]

Antes de que la Sra. Argentina les atrape, les capture en la esfera de vida lúcida y apasionada que va a formar su arte; antes de que muestre y demuestre en lo que puede convertirse un arte de origen popular, creación de la sensibilidad de una raza ardiente, cuando se ampara de él la inteligencia, lo penetra y lo convierte en un medio soberano de expresión y de invención, tendrán que resignarse a escuchar algunas propuestas que, ante ustedes, va a aventurar sobre la Danza un hombre que no danza.
Esperarán el momento de la maravilla, y se dirán que no estoy menos impaciente que ustedes por dejarme arrebatar.
Entro enseguida en mis ideas, y les digo sin otra preparación que, a mi entender, la Danza no se limita a ser un ejercicio, un entretenimiento, un arte ornamental y en ocasiones un juego de sociedad; es una cosa seria y, en ciertos aspectos, muy venerable. Toda época que ha comprendido el cuerpo humano o que al menos ha experimentado el sentimiento de misterio de esta organización, de sus recursos, de sus límites, de las combinaciones de energía y de sensibilidad que contiene, ha cultivado, venerado, la Danza.
Es un arte fundamental, como su universalidad, su inmemorial antigüedad, la utilización solemne que se le ha dado y las ideas y reflexiones que ha engendrado en todos los tiempos, lo sugieren y demuestran. Y es que la Danza es un arte que se deduce de la vida misma, ya que no es sino la acción del conjunto del cuerpo humano; pero acción trasladada a un mundo, a una especie de espacio-tiempo, que no es exactamente el mismo que el de la vida práctica.
El hombre se ha dado cuenta de que poseía más vigor, más agilidad, más posibilidades articulares y musculares de las que necesitaba para satisfacer las necesidades de su existencia, y ha descubierto que algunos de esos movimientos, mediante su frecuencia, su sucesión o su amplitud, le procuraban un placer que alcanzaba una especie de embriaguez, a veces tan intensa que sólo el agotamiento total de sus fuerzas, una especie de éxtasis de agotamiento, podía interrumpir su delirio, su exasperado gasto motriz.
Tenemos por lo tanto demasiadas potencias para nuestras necesidades. Pueden fácilmente observar que la mayoría, la inmensa mayoría, de las impresiones que recibimos de nuestros sentidos no nos sirven para nada, son inutilizables, no representan ningún papel en el funcionamiento de los aparatos esenciales para la conservación de la vida. Vemos demasiadas cosas, entendemos demasiadas cosas con las que no hacemos nada ni nada podemos hacer, como sucede en ocasiones con las palabras de un conferenciante.
La misma observación en cuanto a nuestros poderes de acción: podemos ejecutar una multitud de actos que no tienen ninguna oportunidad de encontrar su función en las operaciones indispensables o importantes de la vida. Podemos trazar un círculo, hacer actuar a los músculos de nuestro rostro, andar en cadencia; todo esto, que ha permitido crear la geometría, la comedia y el arte militar, es acción inútil en sí para el funcionamiento vital.
De este modo, los medios de relación de la vida, nuestros sentidos, nuestros miembros articulados, las imágenes y los signos, que dirigen nuestras acciones y la distribución de nuestras energías, que coordinan los movimientos de nuestra marioneta, podrían emplearse únicamente en el servicio de nuestras necesidades fisiológicas, y limitarse a atacar el medio en el que vivimos, o a defendernos de él, de manera que su único quehacer consistiera en la conservación de nuestra existencia.
Podríamos no llevar más que una vida estrictamente ocupada del cuidado de nuestra máquina para vivir, perfectamente indiferentes o insensibles a todo lo que no interpreta ningún papel en los ciclos de transformación que componen nuestro funcionamiento orgánico; no resintiendo, no realizando nada más que lo necesario, no haciendo nada que no fuera una reacción limitada, una respuesta finita a alguna intervención exterior. Pues nuestros actos útiles son finitos. Van de un estado a otro.
Observen que los animales parecen no percibir nada y no hacer nada inútil. Sin duda el ojo de un perro ve los astros, pero el ser del perro no da ningún curso a esa visión. La oreja del perro percibe un ruido que la endereza y la inquieta, pero sólo absorbe de ese ruido lo necesario para responder con una acción inmediata y uniforme. No se entretiene en Ja percepción. La vaca, en su prado, no lejos de donde el Calais-Méditerranée avanza con gran estrépito, da un salto, el tren pasa; ninguna idea en la bestia sigue a ese tren: vuelve a su yerba tierna, sin seguirlo con sus bellos ojos. El indicador de su cerebro vuelve inmediatamente a cero.
Los animales, sin embargo, a veces parecen divertirse. El gato, visiblemente, juega con el ratón. Los monos hacen pantomimas. Los perros se persiguen, les saltan al morro a los caballos; y no conozco nada que dé una idea del juego más felizmente libre que los retozos de las marsopas que se ven mar adentro, emerger, sumergirse, vencer un navío a la carrera, pasarle bajo la quilla y reaparecer en la espuma, más vivas que las olas, y entre ellas y como ellas, brillando y variando al sol. ¿Es ya danza eso?
Pero todas esas diversiones animales pueden interpretarse como acciones útiles, accesos impulsivos debidos a la necesidad de consumir una energía superabundante, o para mantener en estado ágil o vigoroso los órganos destinados a la ofensiva o a la defensiva vital. Y me parece observar que las especies que parecen más rigurosamente construidas y dotadas de instintos más especializados, como las hormigas o las abejas, parecen también las más ahorrativas de su tiempo. Las hormigas no pierden un minuto. La araña acecha y no se entretiene en su tela. ¿Y el hombre?
El hombre es ese animal singular que se mira vivir, que se da un valor, y que coloca todo ese valor que le gusta darse en la importancia que concede a las percepciones inútiles y a los actos sin consecuencia física vital.
Pascal situaba toda nuestra dignidad en el pensamiento; pero este pensamiento que nos edifica —a nuestros propios ojos— por encima de nuestra condición sensible es exactamente el pensamiento que no sirve para nada. Observen que no sirve de nada a nuestro organismo el que meditemos sobre el origen de las cosas, sobre la muerte, y, más aún, que los pensamientos de este orden tan elevado serían nocivos e incluso fatales a nuestra especie. Nuestros pensamientos más profundos son los más indiferentes a nuestra conservación y, de algún modo, fútiles en relación con ellos.
Pero nuestra curiosidad más ávida de lo necesario, nuestra actividad más excitable de lo que ningún fin vital exige, se han desarrollado hasta la invención de las artes, de las ciencias, de los problemas universales, y hasta la producción de objetos, formas, acciones, de los que podríamos prescindir fácilmente.
Pero esa invención y esa producción libres y gratuitas, todo ese juego de nuestros sentidos y de nuestras potencias se han encontrado poco a poco una especie de necesidad y una especie de utilidad.
El arte como la ciencia, cada uno según sus medios, tienden a hacer una especie de útil con lo inútil, una especie de necesidad con lo arbitrario. Y, así, la creación artística no es tanto una creación de obras como una creación de la necesidad de las obras; pues las obras son productos, ofertas, que suponen demandas, necesidades.
Eso sí que es filosofía, piensan… Lo confieso… He puesto demasiada. Pero cuando uno no es un bailarín, cuando sería muy dificultoso no solamente bailar sino explicar el menor paso, cuando no se poseen, para tratar los prodigios que hacen las piernas, más que los recursos de una cabeza, la única salvación es algo de filosofía —es decir, que se toman las cosas desde muy lejos con la esperanza de que la distancia haga que se desvanezcan las dificultades—. Es mucho más simple construir un universo que explicar cómo un hombre se sostiene sobre sus pies. Pregunten a Aristóteles, a Descartes, a Leibniz y algunos otros.
Sin embargo, un filósofo puede contemplar la acción de una bailarina, y, notando que encuentra placer, puede igualmente intentar obtener de su placer el placer secundario de expresar sus impresiones en su lenguaje.
Pero primero puede obtener algunas bellas imágenes. Los filósofos son muy aficionados a las imágenes: no hay oficio que pida más, aunque en ocasiones las disimulen con palabras color de muralla. Han creado algunas célebres: una, una caverna; otra, un río siniestro que nunca se vuelve a pasar; otra más, un Aquiles que pierde el aliento tras una tortuga inaccesible. Los espejos paralelos, los corredores que se pasan una antorcha, y hasta Nietzsche con su águila, su serpiente, su bailarín de cuerda, forman todo un material, toda una figuración de ideas con las que podríamos hacer un bellísimo ballet metafísico en el que se compondrían sobre la escena tantos símbolos famosos.
Mi filósofo, sin embargo, no se contenta con esta representación. ¿Qué hacer ante la Danza y la bailarina para crearse la ilusión de saber un poco más que ella misma sobre aquello que ella conoce mejor y que nosotros no conocemos en lo más mínimo? Es necesario que compense su ignorancia técnica y disimule su embarazo mediante alguna ingeniosidad de interpretación universal de ese arte, cuyo prestigio constata y experimenta.
Se pone a ello, se consagra a su manera… La manera de un filósofo, su forma de entrar en danza es bien conocida… Esboza el paso de la interrogación. Y, como celebra un acto inútil y arbitrario, se entrega a él sin prever el fin; entra en una interrogación ilimitada, en el infinito de la forma interrogativa. Es su oficio.
Acepta el juego. Comienza por su comienzo normal. Y he aquí que se pregunta:
«¿Qué es la Danza?».
¿Qué es la Danza? Enseguida se le inquietan y paralizan los sentidos —lo que le hace pensar en una famosa pregunta y una famosa inquietud de san Agustín.
San Agustín confiesa que se preguntó un día qué es el Tiempo; y reconoce que lo sabía muy bien cuando no pensaba en planteárselo, pero que se perdía en las encrucijadas de su mente en cuanto se dedicaba a ese nombre, se detenía y lo aislaba de cualquier uso inmediato y de cualquier expresión particular. Observación muy profunda…
Mi filosofía se encuentra en ese punto: dudando en el temible umbral que separa una pregunta de una respuesta, obsesionada por el recuerdo de san Agustín, soñando en su penumbra en la inquietud de ese gran santo:
«¿Qué es el Tiempo? Pero ¿qué es la Danza?…».
Pero la Danza, se dice, después de todo es solamente una forma del Tiempo, es solamente la creación de una clase de tiempo, o de un tiempo de una clase completamente distinta y singular.
Ahí le tenemos ya menos preocupado: ha realizado la unión de las dos dificultades. Cada una, por separado, le dejaba perplejo y sin recurso; pero hélas ahí unidas. La unión será fecunda, tal vez. Nacerán algunas ideas, y eso es precisamente lo que busca, es su vicio y su juguete.
Mira entonces a la bailarina con ojos extraordinarios, los ojos extralúcidos que transforman todo lo que ven en alguna presa del espíritu abstracto. Considera, descifra a su antojo el espectáculo.
Se le pone de manifiesto que esta persona que danza se encierra, de algún modo, en una duración que ella engendra, en una duración eternamente hecha de energía actual, hecha de nada que pueda durar. Es inestable, prodiga lo inestable, pasa por lo imposible, abusa de lo improbable; y a fuerza de negar con su esfuerzo el estado ordinario de las cosas, crea en los espíritus la idea de otro estado, de un estado excepcional —un estado que sería sólo de acción, una permanencia que se haría y se consolidaría por medio de una producción incesante de trabajo, comparable a la vibrante posición de un abejorro o de una esfinge ante el cáliz de flores que explora, y que permanece, cargado de potencia motriz, casi inmóvil, sostenido por el batir increíblemente rápido de sus alas.
Nuestro filósofo puede igualmente comparar la danza con una llama y, en suma, con todo fenómeno visiblemente sustentado por el consumo interno de una energía de calidad superior.
También se le manifiesta que, en el estado danzante, todas las sensaciones del cuerpo, motor y movido a la vez, están encadenadas y en un cierto orden —que se preguntan y se contestan unas a otras, como si repercutieran, se reflejaran sobre la pared invisible de la espera de las fuerzas de un ser vivo—. Permítanme esta expresión terriblemente audaz: no encuentro otra. Pero sabían con antelación que soy un escritor oscuro y complicado…
Mi filósofo —o si lo prefieren, el espíritu aquejado de la manía interrogante— se hace ante la danza sus acostumbradas preguntas. Aplica sus porqué y sus cómo; sus instrumentos ordinarios de elucidación, que son los medios de su arte; e intenta sustituir, como acaban de percibir, la expresión inmediata y oportuna de las cosas por fórmulas más o menos raras que le permiten incorporar este gracioso hecho: la Danza, en el conjunto de lo que sabe, o cree saber.
Intenta profundizar el misterio de un cuerpo que, de pronto, como por el efecto de un choque interior, entra en una clase de vida a la vez extrañamente inestable y extrañamente regulada; y a la vez extrañamente espontánea pero extrañamente sabia y ciertamente elaborada.
Ese cuerpo parece haberse separado de sus equilibrios ordinarios. Se diría que hila fino —quiero decir rápido— con su gravedad, de la que esquiva la tendencia a cada instante. ¡No hablemos de sanción!
Se da, en general, un régimen periódico más o menos simple, que parece conservarse por sí solo; está como dotado de una elasticidad superior que recuperaría el impulso de cada movimiento y lo restituiría enseguida. Hace pensar en la peonza que se sostiene sobre la punta y reacciona tan vivamente al menor choque.
Pero he aquí una observación de importancia que se le ocurre a este espíritu filosofante, que haría mejor distrayéndose sin reservas y abandonándose a lo que ve. Observa que ese cuerpo que danza parece ignorar lo que le rodea. Parece que no tenga otra preocupación que sí mismo y otro objeto, un objeto capital, del que se separa o se libera, al que vuelve, pero solamente para recuperar con qué huirle de nuevo…
Es la tierra, el suelo, el lugar sólido, el plano sobre el que se estanca la vida ordinaria, y continúa la marcha, esa prosa del movimiento humano.
Sí, ese cuerpo danzante parece ignorar el resto, no saber nada de todo lo que le rodea. Se diría que se escucha y que sólo se escucha a sí mismo; se diría que no ve nada, y que los ojos que fija no son más que joyas, alhajas desconocidas de las que habla Baudelaire, destellos que no le sirven de nada.
Es que la bailarina se encuentra en otro mundo, que ya no es el que pintan nuestras miradas, sino el que ella teje con sus pasos y construye con sus gestos. Pero, en ese mundo, no existe fin exterior a los actos; no existe objeto que agarrar, que alcanzar o rechazar o huir, un objeto que termine exactamente una acción y dé a los movimientos, primero, una dirección y una coordinación exteriores, y después una conclusión nítida y cierta.
No es eso todo: hasta aquí, nada imprevisto; si en ocasiones parece que el ser danzante actúa como delante de un incidente imprevisto, este imprevisto forma parte de una previsión muy evidente. Todo pasa como si… ¡Pero nada más!
Así pues, ni fin, ni verdaderos incidentes, ninguna exterioridad…
El filósofo exulta… ¡Ninguna exterioridad! La bailarina no tiene exterior… Nada existe más allá del sistema que ella se forma mediante sus actos, sistema que hace pensar en el sistema opuesto y no menos cerrado que nos constituye el sueño, cuya ley opuesta es la abolición, la abstención total de los actos.
La danza se le aparece como un sonambulismo artificial, un grupo de sensaciones que se hace una morada propia, en la que determinados temas musculares se suceden de acuerdo con una sucesión que le instituye su tiempo propio, su duración absolutamente suya, que contempla con una voluptuosidad y una dilección cada vez más intelectuales ese ser que crea, que emite de lo más profundo de sí mismo esta bella sucesión de transformaciones de su forma en el espacio; que tan pronto se transporta, pero sin ir realmente a ninguna parte, como se modifica allí mismo, se expone bajo todos los aspectos; y que, en ocasiones, modula sabiamente apariencias sucesivas, como por fases medidas; a veces se convierte vivamente en un torbellino que se acelera, para fijarse de repente, cristalizada en estatua, adornada con una extraña sonrisa.
Pero ese desapego al medio, esa ausencia de finalidad, esa negación de movimientos explicables, esas rotaciones completas (que ninguna circunstancia de la vida exige de nuestro cuerpo), esa misma sonrisa que no es para nadie, todos esos rasgos son decisivamente opuestos a aquellos de nuestra acción en el mundo práctico y de nuestras relaciones con él.
En éste, nuestro ser se reduce a la función de un intermediario entre la sensación de una necesidad y el impulso que satisfará esa necesidad. En ese papel, procede siempre por el camino más económico, si no siempre el más corto: busca el rendimiento. La línea recta, la mínima acción, el tiempo más breve, parecen inspirarle. Un hombre práctico es un hombre que tiene el instinto de esta economía del tiempo y de los medios, y que la obtiene tanto más fácilmente cuanto más nítido y mejor localizado es su fin: un objeto exterior.
Pero hemos dicho que la danza es todo lo contrario. Transcurre en su estado, se mueve en sí misma, y no tiene, en sí misma, ninguna razón, ninguna tendencia propia a la consumación. Una fórmula de la danza pura no debe contener nada que haga prever que tenga un término. Son los acontecimientos extraños los que la terminan; sus límites de duración no le son intrínsecos; son los de las conveniencias de un espectáculo; la fatiga, el desinterés son los que intervienen. Pero ella no posee con qué acabar. Cesa como cesa un sueño, que podría proseguir indefinidamente: cesa, no por la consumación de una empresa, puesto que no hay empresa, sino por el agotamiento de otra cosa que no está en ella.
Y entonces —permítanme alguna expresión audaz— ¿no podríamos considerarla, y ya se lo he dejado presentir, como una manera de vida interior, dando ahora, a ese término de psicología, un sentido nuevo en el que domina la fisiología?
Vida interior, pero enteramente construida de sensaciones de duración y de sensaciones de energía que se responden, y forman como un recinto de resonancias. Esta resonancia, como cualquier otra, se comunica: ¡una parte de nuestro placer de espectadores es sentirse ganados por los ritmos y nosotros mismos virtualmente danzantes!
Avancemos un poco para sacar de esta especie de filosofía de la Danza consecuencias o aplicaciones bastante curiosas. Si he hablado de este arte, ateniéndome a esas consideraciones muy generales, ha sido un poco con la segunda intención de conducirles adonde ahora llego. He intentado comunicarles una idea bastante abstracta de la Danza, y de presentársela principalmente como una acción que se deduce, luego se separa de la acción ordinaria y útil y finalmente se opone.
Pero este punto de vista de una enorme generalidad (y es por lo que lo he adoptado hoy) conduce a abarcar mucho más que la danza propiamente dicha. Toda acción que no tiende a lo útil y que, por otra parte, es susceptible de educación, de perfeccionamiento, de desarrollo, tiene conexión con ese tipo simplificado de la danza y, por consiguiente, todas las artes pueden ser consideradas como casos particulares de esta idea general, ya que todas las artes, por definición, implican una parte de acción, la acción que produce la obra, o bien que la manifiesta.
Un poema, por ejemplo, es acción, porque un poema no existe más que en el momento de su dicción: entonces está en acto. Este acto, como la danza, tiene como fin crear un estado; este acto se da sus propias leyes; crea, él también, un tiempo y una medida del tiempo que le convienen y le son esenciales: no se puede distinguir de su forma de duración. Empezar a decir versos es entrar en una danza verbal.
Consideren también a un virtuoso en ejercicio, a un violinista, a un pianista. Miren únicamente las manos de éste. Tapónense los oídos, si se atreven. No vean más que esas manos. Mírenlas actuar y correr sobre la estrecha escena que les ofrece el teclado. ¿No son esas manos danzarinas que, también ellas, han debido ser sometidas durante años a una disciplina severa, a ejercicios sin fin?
Les recuerdo que no oyen nada. Sólo ven esas manos que van y vienen, se fijan en un punto, se cruzan, que a veces juegan a pídola; a veces una se retrasa, mientras la otra parece buscar los pasos de sus cinco dedos al otro extremo de la cantera de marfil y ébano. Sospechan que todo ello obedece a determinadas leyes, que todo ese ballet está reglamentado, determinado…
Observemos, de paso, que si ustedes no entienden nada e ignoran el fragmento que se toca, no podrán en absoluto prever en qué punto de ese fragmento se encuentra la ejecución. Lo que ustedes ven no les muestra por ningún indicio el estado de progreso de la tarea del pianista; pero no dudan que dicha acción en la que está empeñado, esté sometida a cada instante a una regla bastante compleja, sin duda…
Con un poco más de atención, descubrirán en esta complejidad ciertas restricciones a la libertad de movimientos de esas manos que actúan y se multiplican sobre el piano. Hagan lo que hagan, parecen no hacerlo sin obligarse a respetar no sé qué igualdad sucesiva. La cadencia, la medida, el ritmo se revelan. No quiero entrar en estas cuestiones que, muy conocidas y sin dificultad, en la práctica, me parece que hasta ahora carecen de una teoría satisfactoria; lo mismo que sucede por otra parte, en toda materia en la que el tiempo está en juego. Hay que volver entonces a lo que decía san Agustín.
Pero es un hecho fácil de observar que todos los movimientos automáticos que corresponden a un estado del ser, y no a un fin figurado y localizado, requieren un régimen periódico; el hombre que anda requiere un régimen de esta clase; el distraído que balancea un pie o que tamborilea sobre los cristales; el hombre en profunda reflexión que se acaricia el mentón, etc.
Todavía un poco más de valor. Lleguemos más lejos: un poco más lejos de la idea inmediata y habitual que nos hacemos de la danza.
Les decía, hace poco, que todas las artes son formas muy variadas de la acción y se analizan en términos de acción. Consideren a un artista, en su trabajo, eliminen los intervalos de reposo o de abandono momentáneo; véanle actuar, inmovilizarse, reemprender vivamente su ejercicio.
Supongan que esté lo bastante entrenado, seguro de sus medios, para no ser, en el momento de la observación que hacen de él, más que un ejecutante y, por consiguiente, para que sus operaciones sucesivas tiendan a efectuarse en tiempos conmensurables, es decir, con un ritmo; pueden entonces concebir la realización de una obra de arte, una obra de pintura y de escultura, como una obra de arte ella misma, cuyo objeto material que se modela bajo los dedos del artista no es más que el pretexto, el accesorio de escena, el tema del ballet.
Imagino que este punto de vista les parece audaz. Pero piensen que, para muchos grandes artistas, una obra nunca está acabada. Lo que creen ser su deseo de perfección no es quizá otra cosa que una forma de esa vida interior compuesta de energía y de sensibilidad en intercambio recíproco y de alguna manera reversible, del que ya les he hablado.
Recuerden, por otra parte, esas construcciones de los Antiguos que se elevaban al ritmo de la flauta, cuyas órdenes seguían las cadenas de los braceros y de los albañiles.
Podría contarles igualmente la curiosa historia que relata el Journal de los Goncourt, sobre un pintor japonés que vino a París y a quien ellos invitaron a ejecutar algunas obras ante una pequeña reunión de aficionados.
Pero ha llegado el momento de concluir esta danza de ideas en torno a la danza viviente.
He querido mostrarles cómo este arte, lejos de ser una fútil distracción, lejos de ser una especialidad que se limita a la producción de algunos espectáculos, al entretenimiento de los ojos que lo consideran o de los cuerpos que se entregan a él, es simplemente una poesía general de la acción de los seres vivos: aísla y desarrolla los caracteres esenciales de esta acción, la separa, la despliega, y hace del cuerpo que posee un objeto cuyas transformaciones, la sucesión de los aspectos, la búsqueda de los límites de las potencias instantáneas del ser, llevan necesariamente a pensar en la función que el poeta da a su espíritu, en las dificultades que le plantea, en las metamorfosis que obtiene, en los desvíos que solicita y que le alejan, a veces excesivamente, del suelo, de la razón, de la noción media y de la lógica del sentido común.
¿Qué es una metáfora sino una suerte de pirueta de la idea cuyas diversas imágenes o diversos nombres se unen? ¿Y qué son todas esas figuras de las que nos servimos, todos esos medios, como las rimas, las inversiones, las antítesis, sino los usos de todas las posibilidades del lenguaje, que nos separan del mundo práctico para formarnos, nosotros también, nuestro universo particular, lugar privilegiado de la danza espiritual?
Les dejo ahora, cansados de palabras, pero tanto más ávidos de encantamientos sensibles y de placer sin esfuerzo, les abandono al arte mismo, a la llama, a la ardiente y sutil acción de la Sra. Argentina.
Conocen los prodigios de comprensión y de invención que esta gran artista ha creado, lo que ha hecho de la danza española. En cuanto a mí, que sólo les he hablado, y superabundantemente, de la Danza abstracta, no puedo decirles cuánto admiro el trabajo de inteligencia que ha realizado Argentina cuando ha retomado, en un estilo perfectamente noble y profundamente estudiado, un tipo de danza popular que antaño se llegaba a encanallar fácilmente, y sobre todo fuera de España.
Pienso que ha obtenido este magnífico resultado, puesto que se trataba de salvar una forma de arte y de regenerar la nobleza y la potencia legítima, mediante un análisis infinitamente desligado de los recursos de este tipo de arte, y de los suyos propios. Esto es algo que me afecta y me interesa apasionadamente. Soy aquel que no opone nunca, que no sabe oponer, la inteligencia a la sensibilidad, la consciencia pensada a sus dones inmediatos, y saludo a Argentina como hombre que está exactamente contento de ella como le gustaría estar contento de sí mismo.

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