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Filosofía de la danza[10]
Antes
de que la Sra. Argentina les atrape, les capture en la esfera de vida lúcida y
apasionada que va a formar su arte; antes de que muestre y demuestre en lo que
puede convertirse un arte de origen popular, creación de la sensibilidad de una
raza ardiente, cuando se ampara de él la inteligencia, lo penetra y lo
convierte en un medio soberano de expresión y de invención, tendrán que
resignarse a escuchar algunas propuestas que, ante ustedes, va a aventurar
sobre la Danza un hombre que no danza.
Esperarán
el momento de la maravilla, y se dirán que no estoy menos impaciente que
ustedes por dejarme arrebatar.
Entro
enseguida en mis ideas, y les digo sin otra preparación que, a mi entender, la
Danza no se limita a ser un ejercicio, un entretenimiento, un arte ornamental y
en ocasiones un juego de sociedad; es una cosa seria y, en ciertos aspectos,
muy venerable. Toda época que ha comprendido el cuerpo humano o que al menos ha
experimentado el sentimiento de misterio de esta organización, de sus recursos,
de sus límites, de las combinaciones de energía y de sensibilidad que contiene,
ha cultivado, venerado, la Danza.
Es
un arte fundamental, como su universalidad, su inmemorial antigüedad, la
utilización solemne que se le ha dado y las ideas y reflexiones que ha
engendrado en todos los tiempos, lo sugieren y demuestran. Y es que la Danza es
un arte que se deduce de la vida misma, ya que no es sino la acción del
conjunto del cuerpo humano; pero acción trasladada a un mundo, a una especie de
espacio-tiempo, que no es exactamente
el mismo que el de la vida práctica.
El
hombre se ha dado cuenta de que poseía más vigor, más agilidad, más
posibilidades articulares y musculares de las que necesitaba para satisfacer
las necesidades de su existencia, y ha descubierto que algunos de esos
movimientos, mediante su frecuencia, su sucesión o su amplitud, le procuraban
un placer que alcanzaba una especie de embriaguez, a veces tan intensa que sólo
el agotamiento total de sus fuerzas, una especie de éxtasis de agotamiento,
podía interrumpir su delirio, su exasperado gasto motriz.
Tenemos
por lo tanto demasiadas potencias para nuestras necesidades. Pueden fácilmente
observar que la mayoría, la inmensa mayoría, de las impresiones que recibimos
de nuestros sentidos no nos sirven para nada, son inutilizables, no representan
ningún papel en el funcionamiento de los aparatos esenciales para la
conservación de la vida. Vemos demasiadas cosas, entendemos demasiadas cosas
con las que no hacemos nada ni nada podemos hacer, como sucede en ocasiones con
las palabras de un conferenciante.
La
misma observación en cuanto a nuestros poderes de acción: podemos ejecutar una
multitud de actos que no tienen ninguna oportunidad de encontrar su función en
las operaciones indispensables o importantes de la vida. Podemos trazar un
círculo, hacer actuar a los músculos de nuestro rostro, andar en cadencia; todo
esto, que ha permitido crear la geometría, la comedia y el arte militar, es
acción inútil en sí para el funcionamiento vital.
De
este modo, los medios de relación de la vida, nuestros sentidos, nuestros
miembros articulados, las imágenes y los signos, que dirigen nuestras acciones
y la distribución de nuestras energías, que coordinan los movimientos de
nuestra marioneta, podrían emplearse únicamente en el servicio de nuestras
necesidades fisiológicas, y limitarse a atacar el medio en el que vivimos, o a
defendernos de él, de manera que su único quehacer consistiera en la
conservación de nuestra existencia.
Podríamos
no llevar más que una vida estrictamente ocupada del cuidado de nuestra máquina
para vivir, perfectamente indiferentes o insensibles a todo lo que no
interpreta ningún papel en los ciclos de transformación que componen nuestro
funcionamiento orgánico; no resintiendo, no realizando nada más que lo
necesario, no haciendo nada que no fuera una reacción limitada, una respuesta
finita a alguna intervención exterior. Pues nuestros actos útiles son finitos.
Van de un estado a otro.
Observen
que los animales parecen no percibir nada y no hacer nada inútil. Sin duda el
ojo de un perro ve los astros, pero el ser del perro no da ningún curso a esa
visión. La oreja del perro percibe un ruido que la endereza y la inquieta, pero
sólo absorbe de ese ruido lo necesario para responder con una acción inmediata
y uniforme. No se entretiene en Ja percepción. La vaca, en su prado, no
lejos de donde el Calais-Méditerranée
avanza con gran estrépito, da un salto, el
tren pasa; ninguna idea en la bestia sigue a ese tren: vuelve a su yerba
tierna, sin seguirlo con sus bellos ojos. El indicador de su cerebro vuelve
inmediatamente a cero.
Los
animales, sin embargo, a veces parecen divertirse. El gato, visiblemente, juega
con el ratón. Los monos hacen pantomimas. Los perros se persiguen, les saltan
al morro a los caballos; y no conozco nada que dé una idea del juego más
felizmente libre que los retozos de las marsopas que se ven mar adentro,
emerger, sumergirse, vencer un navío a la carrera, pasarle bajo la quilla y
reaparecer en la espuma, más vivas que las olas, y entre ellas y como ellas,
brillando y variando al sol. ¿Es ya danza eso?
Pero
todas esas diversiones animales pueden interpretarse como acciones útiles,
accesos impulsivos debidos a la necesidad de consumir una energía
superabundante, o para mantener en estado ágil o vigoroso los órganos
destinados a la ofensiva o a la defensiva vital. Y me parece observar que las
especies que parecen más rigurosamente construidas y dotadas de instintos más
especializados, como las hormigas o las abejas, parecen también las más
ahorrativas de su tiempo. Las hormigas no pierden un minuto. La araña acecha y
no se entretiene en su tela. ¿Y el hombre?
El
hombre es ese animal singular que se mira vivir, que se da un valor, y que
coloca todo ese valor que le gusta darse en la importancia que concede a las
percepciones inútiles y a los actos sin consecuencia física vital.
Pascal
situaba toda nuestra dignidad en el pensamiento; pero este pensamiento que nos
edifica —a nuestros propios ojos— por encima de nuestra condición sensible es
exactamente el pensamiento que no sirve para nada. Observen que no sirve de
nada a nuestro organismo el que meditemos sobre el origen de las cosas, sobre
la muerte, y, más aún, que los pensamientos de este orden tan elevado serían
nocivos e incluso fatales a nuestra especie. Nuestros pensamientos más
profundos son los más indiferentes a nuestra conservación y, de algún modo,
fútiles en relación con ellos.
Pero
nuestra curiosidad más ávida de lo necesario, nuestra actividad más excitable
de lo que ningún fin vital exige, se han desarrollado hasta la invención de las
artes, de las ciencias, de los problemas universales, y hasta la producción de
objetos, formas, acciones, de los que podríamos prescindir fácilmente.
Pero
esa invención y esa producción libres y gratuitas, todo ese juego de nuestros
sentidos y de nuestras potencias se han encontrado poco a poco una especie de necesidad y una especie de utilidad.
El
arte como la ciencia, cada uno según sus medios, tienden a hacer una especie de
útil con lo inútil, una especie de necesidad con lo arbitrario. Y, así, la
creación artística no es tanto una creación de obras como una creación de la necesidad de las obras; pues las
obras son productos, ofertas, que suponen demandas, necesidades.
Eso
sí que es filosofía, piensan… Lo confieso… He puesto demasiada. Pero cuando uno
no es un bailarín, cuando sería muy dificultoso no solamente bailar sino
explicar el menor paso, cuando no se poseen, para tratar los prodigios que
hacen las piernas, más que los recursos de una cabeza, la única salvación es
algo de filosofía —es decir, que se toman las cosas desde muy lejos con la
esperanza de que la distancia haga que se desvanezcan las dificultades—. Es
mucho más simple construir un universo que explicar cómo un hombre se sostiene
sobre sus pies. Pregunten a Aristóteles, a Descartes, a Leibniz y algunos
otros.
Sin
embargo, un filósofo puede contemplar la acción de una bailarina, y, notando
que encuentra placer, puede igualmente intentar obtener de su placer el placer
secundario de expresar sus impresiones en su lenguaje.
Pero
primero puede obtener algunas bellas imágenes. Los filósofos son muy
aficionados a las imágenes: no hay oficio que pida más, aunque en ocasiones las
disimulen con palabras color de muralla. Han creado algunas célebres: una, una
caverna; otra, un río siniestro que nunca se vuelve a pasar; otra más, un Aquiles
que pierde el aliento tras una tortuga inaccesible. Los espejos paralelos, los
corredores que se pasan una antorcha, y hasta Nietzsche con su águila, su
serpiente, su bailarín de cuerda, forman todo un material, toda una figuración
de ideas con las que podríamos hacer un bellísimo ballet metafísico en el que
se compondrían sobre la escena tantos símbolos famosos.
Mi
filósofo, sin embargo, no se contenta con esta representación. ¿Qué hacer ante
la Danza y la bailarina para crearse la ilusión de saber un poco más que ella
misma sobre aquello que ella conoce mejor y que nosotros no conocemos en lo más
mínimo? Es necesario que compense su ignorancia técnica y disimule su embarazo
mediante alguna ingeniosidad de interpretación universal de ese arte, cuyo prestigio
constata y experimenta.
Se
pone a ello, se consagra a su manera… La manera de un filósofo, su forma de
entrar en danza es bien conocida… Esboza el paso de la interrogación. Y, como celebra un acto inútil y arbitrario, se
entrega a él sin prever el fin; entra en una interrogación ilimitada, en el
infinito de la forma interrogativa. Es su oficio.
Acepta
el juego. Comienza por su comienzo normal. Y he aquí que se pregunta:
«¿Qué
es la Danza?».
¿Qué
es la Danza? Enseguida se le inquietan y paralizan los sentidos —lo que le hace
pensar en una famosa pregunta y una famosa inquietud de san Agustín.
San
Agustín confiesa que se preguntó un día qué es el Tiempo; y reconoce que lo
sabía muy bien cuando no pensaba en planteárselo, pero que se perdía en las
encrucijadas de su mente en cuanto se dedicaba a ese nombre, se detenía y lo
aislaba de cualquier uso inmediato y de cualquier expresión particular.
Observación muy profunda…
Mi
filosofía se encuentra en ese punto: dudando en el temible umbral que separa
una pregunta de una respuesta, obsesionada por el recuerdo de san Agustín,
soñando en su penumbra en la inquietud de ese gran santo:
«¿Qué
es el Tiempo? Pero ¿qué es la Danza?…».
Pero
la Danza, se dice, después de todo es solamente una forma del Tiempo, es
solamente la creación de una clase de tiempo, o de un tiempo de una clase
completamente distinta y singular.
Ahí
le tenemos ya menos preocupado: ha realizado la unión de las dos dificultades.
Cada una, por separado, le dejaba perplejo y sin recurso; pero hélas ahí unidas.
La unión será fecunda, tal vez. Nacerán algunas ideas, y eso es precisamente lo
que busca, es su vicio y su juguete.
Mira
entonces a la bailarina con ojos extraordinarios, los ojos extralúcidos que
transforman todo lo que ven en alguna presa del espíritu abstracto. Considera,
descifra a su antojo el espectáculo.
Se
le pone de manifiesto que esta persona que danza se encierra, de algún modo, en
una duración que ella engendra, en una duración eternamente hecha de energía
actual, hecha de nada que pueda durar. Es inestable, prodiga lo inestable, pasa
por lo imposible, abusa de lo improbable; y a fuerza de negar con su esfuerzo
el estado ordinario de las cosas, crea en los espíritus la idea de otro estado,
de un estado excepcional —un estado que sería sólo de acción, una permanencia
que se haría y se consolidaría por medio de una producción incesante de
trabajo, comparable a la vibrante posición de un abejorro o de una esfinge ante
el cáliz de flores que explora, y que permanece, cargado de potencia motriz,
casi inmóvil, sostenido por el batir increíblemente rápido de sus alas.
Nuestro
filósofo puede igualmente comparar la danza con una llama y, en suma, con todo
fenómeno visiblemente sustentado por el consumo interno de una energía de
calidad superior.
También
se le manifiesta que, en el estado danzante, todas las sensaciones del cuerpo,
motor y movido a la vez, están encadenadas y en un cierto orden —que se
preguntan y se contestan unas a otras, como si repercutieran, se reflejaran
sobre la pared invisible de la espera de las fuerzas de un ser vivo—.
Permítanme esta expresión terriblemente audaz: no encuentro otra. Pero sabían
con antelación que soy un escritor oscuro y complicado…
Mi
filósofo —o si lo prefieren, el espíritu aquejado de la manía interrogante— se
hace ante la danza sus acostumbradas preguntas. Aplica sus porqué y sus cómo; sus
instrumentos ordinarios de elucidación, que son los medios de su arte; e
intenta sustituir, como acaban de percibir, la expresión inmediata y oportuna
de las cosas por fórmulas más o menos raras que le permiten incorporar este
gracioso hecho: la Danza, en el conjunto de lo que sabe, o cree saber.
Intenta
profundizar el misterio de un cuerpo que, de pronto, como por el efecto de un
choque interior, entra en una clase de vida a la vez extrañamente inestable y
extrañamente regulada; y a la vez extrañamente espontánea pero extrañamente
sabia y ciertamente elaborada.
Ese
cuerpo parece haberse separado de sus equilibrios ordinarios. Se diría que hila
fino —quiero decir rápido— con su gravedad, de la que esquiva la tendencia a
cada instante. ¡No hablemos de sanción!
Se
da, en general, un régimen periódico más o menos simple, que parece conservarse
por sí solo; está como dotado de una elasticidad superior que recuperaría el
impulso de cada movimiento y lo restituiría enseguida. Hace pensar en la peonza
que se sostiene sobre la punta y reacciona tan vivamente al menor choque.
Pero
he aquí una observación de importancia que se le ocurre a este espíritu
filosofante, que haría mejor distrayéndose sin reservas y abandonándose a lo
que ve. Observa que ese cuerpo que danza parece ignorar lo que le rodea. Parece
que no tenga otra preocupación que sí mismo y otro objeto, un objeto capital,
del que se separa o se libera, al que vuelve, pero solamente para recuperar con
qué huirle de nuevo…
Es
la tierra, el suelo, el lugar sólido, el plano sobre el que se estanca la vida
ordinaria, y continúa la marcha, esa prosa del movimiento humano.
Sí,
ese cuerpo danzante parece ignorar el resto, no saber nada de todo lo que le
rodea. Se diría que se escucha y que sólo se escucha a sí mismo; se diría que
no ve nada, y que los ojos que fija no son más que joyas, alhajas desconocidas
de las que habla Baudelaire, destellos que no le sirven de nada.
Es
que la bailarina se encuentra en otro mundo, que ya no es el que pintan
nuestras miradas, sino el que ella teje con sus pasos y construye con sus
gestos. Pero, en ese mundo, no existe fin exterior a los actos; no existe
objeto que agarrar, que alcanzar o rechazar o huir, un objeto que termine
exactamente una acción y dé a los movimientos, primero, una dirección y una
coordinación exteriores, y después una conclusión nítida y cierta.
No
es eso todo: hasta aquí, nada imprevisto; si en ocasiones parece que el ser
danzante actúa como delante de un incidente imprevisto, este imprevisto forma
parte de una previsión muy evidente. Todo pasa como si… ¡Pero nada más!
Así
pues, ni fin, ni verdaderos incidentes, ninguna exterioridad…
El
filósofo exulta… ¡Ninguna exterioridad! La bailarina no tiene exterior… Nada
existe más allá del sistema que ella se forma mediante sus actos, sistema que
hace pensar en el sistema opuesto y no menos cerrado que nos constituye el
sueño, cuya ley opuesta es la abolición, la abstención total de los actos.
La
danza se le aparece como un sonambulismo artificial, un grupo de sensaciones
que se hace una morada propia, en la que determinados temas musculares se
suceden de acuerdo con una sucesión que le instituye su tiempo propio, su
duración absolutamente suya, que contempla con una voluptuosidad y una
dilección cada vez más intelectuales
ese ser que crea, que emite de lo más profundo de sí mismo esta bella sucesión
de transformaciones de su forma en el espacio; que tan pronto se transporta,
pero sin ir realmente a ninguna parte, como se modifica allí mismo, se expone
bajo todos los aspectos; y que, en ocasiones, modula sabiamente apariencias
sucesivas, como por fases medidas; a veces se convierte vivamente en un
torbellino que se acelera, para fijarse de repente, cristalizada en estatua,
adornada con una extraña sonrisa.
Pero
ese desapego al medio, esa ausencia de finalidad, esa negación de movimientos
explicables, esas rotaciones completas (que ninguna circunstancia de la vida
exige de nuestro cuerpo), esa misma sonrisa que no es para nadie, todos esos
rasgos son decisivamente opuestos a aquellos de nuestra acción en el mundo
práctico y de nuestras relaciones con él.
En
éste, nuestro ser se reduce a la función de un intermediario entre la sensación
de una necesidad y el impulso que satisfará esa necesidad. En ese papel,
procede siempre por el camino más económico, si no siempre el más corto: busca
el rendimiento. La línea recta, la mínima acción, el tiempo más breve, parecen
inspirarle. Un hombre práctico es un hombre que tiene el instinto de esta
economía del tiempo y de los medios, y que la obtiene tanto más fácilmente
cuanto más nítido y mejor localizado es su fin: un objeto exterior.
Pero
hemos dicho que la danza es todo lo contrario. Transcurre en su estado, se
mueve en sí misma, y no tiene, en sí misma, ninguna razón, ninguna tendencia
propia a la consumación. Una fórmula de la danza pura no debe contener nada que
haga prever que tenga un término. Son los acontecimientos extraños los que la
terminan; sus límites de duración no le son intrínsecos; son los de las
conveniencias de un espectáculo; la fatiga, el desinterés son los que
intervienen. Pero ella no posee con qué acabar. Cesa como cesa un sueño, que
podría proseguir indefinidamente: cesa, no por la consumación de una empresa,
puesto que no hay empresa, sino por el agotamiento de otra cosa que no está en
ella.
Y
entonces —permítanme alguna expresión audaz— ¿no podríamos considerarla, y ya
se lo he dejado presentir, como una manera de vida interior, dando ahora, a ese término de psicología, un sentido
nuevo en el que domina la fisiología?
Vida
interior, pero enteramente construida de sensaciones de duración y de
sensaciones de energía que se responden, y forman como un recinto de
resonancias. Esta resonancia, como cualquier otra, se comunica: ¡una parte de
nuestro placer de espectadores es sentirse ganados por los ritmos y nosotros
mismos virtualmente danzantes!
Avancemos
un poco para sacar de esta especie de filosofía de la Danza consecuencias o
aplicaciones bastante curiosas. Si he hablado de este arte, ateniéndome a esas
consideraciones muy generales, ha sido un poco con la segunda intención de
conducirles adonde ahora llego. He intentado comunicarles una idea bastante
abstracta de la Danza, y de presentársela principalmente como una acción que se deduce, luego se separa de la acción ordinaria y útil y finalmente se opone.
Pero
este punto de vista de una enorme generalidad (y es por lo que lo he adoptado
hoy) conduce a abarcar mucho más que la danza propiamente dicha. Toda acción
que no tiende a lo útil y que, por otra parte, es susceptible de educación, de
perfeccionamiento, de desarrollo, tiene conexión con ese tipo simplificado de
la danza y, por consiguiente, todas las
artes pueden ser consideradas como casos particulares de esta idea general,
ya que todas las artes, por definición, implican una parte de acción, la acción que produce la obra, o bien
que la manifiesta.
Un
poema, por ejemplo, es acción, porque
un poema no existe más que en el momento de su dicción: entonces está en acto. Este acto, como la danza, tiene
como fin crear un estado; este acto se da sus propias leyes; crea, él también,
un tiempo y una medida del tiempo que le convienen y le son esenciales: no se
puede distinguir de su forma de duración. Empezar a decir versos es entrar en
una danza verbal.
Consideren
también a un virtuoso en ejercicio, a un violinista, a un pianista. Miren
únicamente las manos de éste. Tapónense los oídos, si se atreven. No vean más
que esas manos. Mírenlas actuar y correr sobre la estrecha escena que les
ofrece el teclado. ¿No son esas manos danzarinas que, también ellas, han debido
ser sometidas durante años a una disciplina severa, a ejercicios sin fin?
Les
recuerdo que no oyen nada. Sólo ven esas manos que van y vienen, se fijan en un
punto, se cruzan, que a veces juegan a pídola; a veces una se retrasa, mientras
la otra parece buscar los pasos de sus cinco dedos al otro extremo de la
cantera de marfil y ébano. Sospechan que todo ello obedece a determinadas
leyes, que todo ese ballet está reglamentado, determinado…
Observemos,
de paso, que si ustedes no entienden nada e ignoran el fragmento que se toca,
no podrán en absoluto prever en qué punto de ese fragmento se encuentra la
ejecución. Lo que ustedes ven no les
muestra por ningún indicio el estado
de progreso de la tarea del pianista; pero no dudan que dicha acción en la que
está empeñado, esté sometida a cada instante a una regla bastante compleja, sin
duda…
Con
un poco más de atención, descubrirán en esta complejidad ciertas restricciones
a la libertad de movimientos de esas manos que actúan y se multiplican sobre el
piano. Hagan lo que hagan, parecen no hacerlo sin obligarse a respetar no sé
qué igualdad sucesiva. La cadencia, la medida, el ritmo se revelan. No quiero
entrar en estas cuestiones que, muy conocidas y sin dificultad, en la práctica,
me parece que hasta ahora carecen de una teoría satisfactoria; lo mismo que
sucede por otra parte, en toda materia en la que el tiempo está en juego. Hay
que volver entonces a lo que decía san Agustín.
Pero
es un hecho fácil de observar que todos los movimientos automáticos que
corresponden a un estado del ser, y no a un fin figurado y localizado,
requieren un régimen periódico; el hombre que anda requiere un régimen de esta
clase; el distraído que balancea un pie o que tamborilea sobre los cristales;
el hombre en profunda reflexión que se acaricia el mentón, etc.
Todavía
un poco más de valor. Lleguemos más lejos: un poco más lejos de la idea
inmediata y habitual que nos hacemos de la danza.
Les
decía, hace poco, que todas las artes son formas muy variadas de la acción y se
analizan en términos de acción. Consideren a un artista, en su trabajo,
eliminen los intervalos de reposo o de abandono momentáneo; véanle actuar,
inmovilizarse, reemprender vivamente su ejercicio.
Supongan
que esté lo bastante entrenado, seguro de sus medios, para no ser, en el
momento de la observación que hacen de él, más que un ejecutante y, por
consiguiente, para que sus operaciones sucesivas tiendan a efectuarse en
tiempos conmensurables, es decir, con un
ritmo; pueden entonces concebir la realización de una obra de arte, una
obra de pintura y de escultura, como una obra de arte ella misma, cuyo objeto
material que se modela bajo los dedos del artista no es más que el pretexto, el
accesorio de escena, el tema del ballet.
Imagino
que este punto de vista les parece audaz. Pero piensen que, para muchos grandes
artistas, una obra nunca está acabada. Lo que creen ser su deseo de perfección
no es quizá otra cosa que una forma de esa vida interior compuesta de energía y
de sensibilidad en intercambio recíproco y de alguna manera reversible, del que
ya les he hablado.
Recuerden,
por otra parte, esas construcciones de los Antiguos que se elevaban al ritmo de
la flauta, cuyas órdenes seguían las cadenas de los braceros y de los
albañiles.
Podría
contarles igualmente la curiosa historia que relata el Journal de los Goncourt, sobre un pintor japonés que vino a París y
a quien ellos invitaron a ejecutar algunas obras ante una pequeña reunión de
aficionados.
Pero
ha llegado el momento de concluir esta danza de ideas en torno a la danza
viviente.
He
querido mostrarles cómo este arte, lejos de ser una fútil distracción, lejos de
ser una especialidad que se limita a la producción de algunos espectáculos, al
entretenimiento de los ojos que lo consideran o de los cuerpos que se entregan
a él, es simplemente una poesía general
de la acción de los seres vivos: aísla y desarrolla los caracteres
esenciales de esta acción, la separa, la despliega, y hace del cuerpo que posee
un objeto cuyas transformaciones, la sucesión de los aspectos, la búsqueda de
los límites de las potencias instantáneas del ser, llevan necesariamente a
pensar en la función que el poeta da a su espíritu, en las dificultades que le
plantea, en las metamorfosis que obtiene, en los desvíos que solicita y que le
alejan, a veces excesivamente, del suelo, de la razón, de la noción media y de
la lógica del sentido común.
¿Qué
es una metáfora sino una suerte de pirueta de la idea cuyas diversas imágenes o
diversos nombres se unen? ¿Y qué son todas esas figuras de las que nos
servimos, todos esos medios, como las rimas, las inversiones, las antítesis,
sino los usos de todas las posibilidades del lenguaje, que nos separan del
mundo práctico para formarnos, nosotros también, nuestro universo particular,
lugar privilegiado de la danza espiritual?
Les
dejo ahora, cansados de palabras, pero tanto más ávidos de encantamientos
sensibles y de placer sin esfuerzo, les abandono al arte mismo, a la llama, a
la ardiente y sutil acción de la Sra. Argentina.
Conocen
los prodigios de comprensión y de invención que esta gran artista ha creado, lo
que ha hecho de la danza española. En cuanto a mí, que sólo les he hablado, y
superabundantemente, de la Danza abstracta, no puedo decirles cuánto admiro el
trabajo de inteligencia que ha realizado Argentina cuando ha retomado, en un
estilo perfectamente noble y profundamente estudiado, un tipo de danza popular
que antaño se llegaba a encanallar fácilmente, y sobre todo fuera de España.
Pienso
que ha obtenido este magnífico resultado, puesto que se trataba de salvar una
forma de arte y de regenerar la nobleza y la potencia legítima, mediante un
análisis infinitamente desligado de los recursos de este tipo de arte, y de los
suyos propios. Esto es algo que me afecta y me interesa apasionadamente. Soy
aquel que no opone nunca, que no sabe oponer, la inteligencia a la
sensibilidad, la consciencia pensada a sus dones inmediatos, y saludo a Argentina
como hombre que está exactamente contento de ella como le gustaría estar
contento de sí mismo.
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