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Necesidad de la poesía[8]
Antes
de hablarles de poesía, permítanme decirles unas palabras de un poeta que acaba
de morir, gran poeta, y amigo mío desde hace cuarenta años, poeta francés por
voluntad propia aunque originario y ciudadano de los Estados Unidos. Se trata
de Francis Viélé-Griffin, muerto hace unos días en Bergerac, y cuya
desaparición es una gran pérdida. Si hoy les hablo de él es porque hay que
rendirle justicia. Este poeta, que desde hacía años vivía retirado, primero en
Touraine, después en Périgord, había escogido Francia como patria de elección;
figura de la forma más honorable del mundo en la tan honorable lista de los
poetas extranjeros que han escrito nuestra lengua y se han distinguido por sus
versos.
No
ignoran que la poesía francesa, desde Baudelaire, ha ejercido una acción
singularmente fuerte y gloriosa sobre la poesía universal, y que esta
influencia no se ha limitado a crear lectores y admiradores de nuestros
autores, ha engendrado poetas. Francia se ha enriquecido con autores de altos
vuelos, algunos de los cuales han ejercido a su vez una influencia real sobre
nuestro arte. Swinburne, gran poeta inglés que ha escrito varios poemas en
francés, fue uno de los primeros que voy a citar.
De
Swinburne a Rainer Maria Rilke, poeta de lengua alemana, la lista de aquellos
que han hecho a nuestra lengua el honor de someterle su talento es elevada.
Hablo de memoria de hombres tan célebres como Gabriele d’Annunzio, para citar a
aquellos que, de forma continuada y casi exclusiva, han escrito en francés y se
han convertido en poetas completamente franceses. Junto a los flamencos, los
Van Lerberghe, los Maeterlinck y los Verhaeren, citaré a Jean Moréas, a Stuart
Merrill, mi viejo camarada, y, por último, a Francis Viélé-Griffin.
Viélé-Griffin
nació en los Estados Unidos. Su padre, general del ejército del Norte, durante
la guerra de Secesión, se encontraba en el sitio de Charlestown cuando nació.
Francis Viélé-Griffin vino a Francia muy pronto para realizar sus estudios; fue
íntimo amigo de Henri Regnier y lo conocimos, entre los fieles de Mallarmé, en
el ardiente e interesante medio del Simbolismo, persiguiendo la investigación
poética que era tan variada en aquellos tiempos. Intentaba entonces combinar
ciertas cualidades de la poesía anglosajona, que son raras en la nuestra, con
los modos de ésta. Después de haber hecho, como se debe, versos regulares,
encontró en el verso libre acentos deliciosos.
El
recuerdo que acabo de evocar nos lleva a meditar sobre esta necesidad de la poesía. Debo decirles
ante todo el sentido que doy a esta fórmula.
Han
escuchado con frecuencia, es una expresión que data del romanticismo, tratar a
la gente de burgueses.
Ese
término, antaño bastante honorable, se transformó hacia 1830 en epíteto
despectivo dirigido a toda persona sospechosa de no entender nada de las artes.
Después lo adoptó la política e hizo con él lo que ya saben. Pero eso no es
cosa nuestra.
Pues
bien, creo que la idea que los románticos se hacían de esos espantosos
burgueses no era del todo exacta. El burgués no es en absoluto un hombre
insensible a las artes. No se cierra a las letras, ni a la música, ni a ningún
valor de la cultura. Hay burgueses sumamente cultos: los hay muy refinados; a
la mayoría le gusta la música, la pintura, e incluso los hay asombrosamente avanzados, y que presumen de serlo. No
es necesariamente lo que, en la época clásica, llamaban un beocio. Reconocerán
fácilmente al burgués (admitiendo que todavía exista, lo que no está
demostrado…) por el hecho de que ese hombre (o esa mujer) que puede ser muy
instruido, lleno de gusto, que sabe admirar las obras que hay que admirar, no
tiene, sin embargo, una necesidad
esencial de poesía o de arte… Podría, si fuera necesario, pasar sin ello;
puede vivir sin eso. Su vida está perfectamente organizada al margen de esa
extraña necesidad. Su espíritu gusta del arte: no vive de él. No tiene por
alimento esencial e inmediato ese alimento particular que es la poesía.
Así
es el burgués; pero, como ven, no es en absoluto el hombre que se nos decía, el
hombre sin ojos y sin oídos. No es más que el hombre al que no atormenta aquello
que no existe sino en el olvido de aquello que existe, a quien no le hostiga un
deseo lo bastante loco de vivir como si el lujo del espíritu fuera una
necesidad de la vida misma.
Al
decirles esto, pienso en mi juventud. Viví en un medio de jóvenes para quienes
el arte y la poesía eran una especie de sustento esencial del que era imposible
prescindir; y también algo más: un alimento sobrenatural. En aquella época
tuvimos —algunos, que todavía viven, lo recuerdan— la sensación inmediata de
que era necesario muy poco para que naciera una especie de culto, de religión
de una nueva clase, y diera forma a ese estado de espíritu, quasi místico, que
reinaba en nosotros y que nos había sido inspirado o comunicado por nuestro
sentimiento muy intenso del valor universal de las emociones del Arte.
Cuando
nos referimos a la juventud de la época, a ese tiempo más cargado de espíritu
que el presente y a la manera en que abordamos la vida y el conocimiento de la
vida, observamos que entonces todas las condiciones de una formación, de una
creación casi religiosa, estaban absolutamente reunidas. En efecto, entonces
reinaba una especie de desencantamiento de las teorías filosóficas, desdén
hacia las promesas de la ciencia, que habían sido muy mal interpretadas por
nuestros mayores y predecesores, los escritores realistas y naturalistas. Las
religiones habían sufrido los asaltos de la crítica filológica y filosófica. La
metafísica parecía exterminada por los análisis de Kant. Teníamos ante nosotros
una especie de página blanca y vacía, y sólo podíamos escribir una única
afirmación. Esta nos parecía inquebrantable, al no estar basada ni en una
tradición que siempre se puede contestar, ni en una ciencia de la que siempre
se pueden criticar las generalizaciones, ni en textos que se interpretan como
se quiere, ni en razonamientos filosóficos que sólo viven de hipótesis. Nuestra
certidumbre era nuestra emoción y nuestra sensación de la belleza; y, cuando
nos encontrábamos, los domingos, en los conciertos Lamoureux, en los que coincidían
los jóvenes y sus maestros, cuando escuchábamos toda la serie de sinfonías de
Bethoven, los deslumbrantes fragmentos de los dramas de Wagner, se creaba una
atmósfera extraordinaria. Salíamos del circo como fanáticos, como devotos, como
prosélitos del arte; entonces, ningún subterfugio, ninguna duda, ninguna
interposición entre nosotros y nuestra luz. Habíamos sentido; y lo que habíamos sentido nos daba la fuerza para resistir
a todas las ocasiones de dispersión y a todas las necedades y maleficios de la
vida… Nos encontrábamos con el alma iluminada y la inteligencia cargada de fe,
de tal modo lo que habíamos escuchado nos parecía una especie de revelación
personal y de verdad esencialmente nuestra.
No
sé cómo es hoy. Conozco, claro está, jóvenes; pero nunca se conoce el fondo del
ser de los jóvenes, ni siquiera de aquellos que mejor conocemos. No podemos
conocer de los hombres más que lo que conocen ellos mismos, y sólo se conocen
acabados.
¿Cuál
es entonces, ahora, el punto ardiente, el aguijón que irrita la sustancia
profunda de nuestros jóvenes y les incita a superar lo que son? No lo sé…
Sin
duda las preocupaciones materiales, las divisiones políticas, hoy,
desgraciadamente, representan un papel principal en los espíritus, de suerte
que lo serio, el valor absoluto que atribuíamos en otro tiempo a los misterios
y a las promesas del arte, se trasladan, necesariamente, ¡ay!, a preocupaciones
de un orden muy distinto, y, en primerísimo lugar, a los problemas de la vida.
Pero
también podemos decir (ya he hablado sobre este tema, en este mismo lugar) que
nuestra época manifiesta una reducción innegable del espíritu, una disminución
de las necesidades de poesía. ¿Por qué? ¿Por qué se debilitan la necesidad y la
potencia de lo bello que han existido hasta en el pueblo, que han existido de
tal manera en ese pueblo, que ese pueblo ha producido, a lo largo de los
siglos, obras admirables? Los oficios eran creadores.
Les
aconsejo, cuando paseen por París, perderse por nuestras viejas calles, la
calle Mazarine o la calle Dauphine, o bien alguna calle del Marais; allí
observarán los pequeños balcones de hierro forjado enganchados a las viejas
casas del siglo XVI o del XVIII. Cada uno de esos hierros forma un dibujo
simple y original, que no se reproduce nunca; el herrero que sabía hacer esas
obras era un creador, y en un género bastante difícil.
Los
artesanos se sentían maestros y se hacían originales en su campo, sin pretender
salir de él. En aquellos tiempos, no había Exposición; pero había artesanos
artistas, lo que bien vale una exposición.
El
pueblo producía, algo que ya no produce desde un siglo y medio al menos,
poemas, canciones, toda una invención que ha desaparecido enteramente. La
poesía y la melodía populares son cosas que ya no se hacen. Por ese lado una
esterilidad total.
Y
por último, degradación de la creación verbal. Desde luego el pueblo todavía
inventa palabras; pero esas palabras son generalmente feas y poco oportunas;
toman prestados los términos a las numerosas técnicas de la época. Los hay en
ocasiones bastante pintorescos; pero no tienen ese sabor particular del que
estaba impregnado el lenguaje de los oficios de antaño.
A
ese respecto puedo citarles hechos concretos, que he constatado, y no soy el
único, de una manera casi oficial: hay que notar, al lado del nacimiento de
términos más o menos afortunados, la muerte de las palabras deliciosas que
existían en nuestra lengua y que son de origen completamente popular.
Como
saben, la Academia es una especie de oficina de estado civil en la que
registramos sin prisa los nacimientos, y con melancolía las defunciones de los
vocablos. Sucede a cada instante, en nuestro trabajo del Diccionario, que
examinamos palabras que hay que eliminar, sean cuales fueren su forma
encantadora y su fisonomía poéticamente popular, ¡pues ninguno de nosotros las
ha oído nunca! Ahora bien, la edición en la que recae nuestro examen apenas
data de cuarenta o cincuenta años, estaban bien vivas, palabras… parlantes,
palabras hechas para la poesía, que están muertas, ¡completamente muertas hoy!
El
caso es bastante frecuente. No es el hecho de la desaparición misma y de la
sustitución de los términos lo que es grave. Eso es la vida misma de una
lengua. Es la calidad de los desaparecidos y la de los recién nacidos que sólo
pueden compararse con pena. El año pasado, pese a algunas oposiciones,
admitimos la palabra «mentalidad» [mentalité]
y que no es muy seductora, y la palabra «mundial» [mondial]. Pero ¿cómo hacer?…
Este
ejemplo, entre otros muchos, demuestra que la sustancia de la poesía y de la
lengua experimenta una alteración que no es favorable al arte del poeta. Otra
observación, más profunda, y más grave tal vez: se constata la creciente
desaparición de las leyendas; las leyendas pierden su fuerza, pierden su
encanto, e incluso en el campo, donde antaño se encontraban aún vivas,
languidecen y se fijan en los herbarios del folklore[9]. ¡Mala
señal!… En un libro tan rico, tan curiosamente rico como Las mil y una noches, en el que no existe un texto único, sino un
texto y mil textos, según cada narrador, la variación es casi la regla. Cada
cuentista aporta su expresión, añade y transforma, introduce alusiones locales,
incidentes nuevos, imágenes propias. Es la vida de una obra que evoluciona de
boca en boca. Pero aquí, todo se fija; vemos desaparecer el valor poético de
las leyendas, pertenecen cada vez más al campo de estudios de la Sorbona, y
pasan del vigor de la vida al estado inerte de documentos.
He
ahí muchos signos bastante graves. ¿Qué encontramos a cambio de esas
creaciones, en compensación por esas pérdidas, ya que la gente ha dejado de
saber extraer el encanto de sí misma, gozar de su propio lenguaje, sentir
placer hablándolo? Hoy en día, ese placer se somete a la prisa; nuestra palabra
apenas consiste en una rápida significación tan desnuda y pronta como sea
posible. Por un poco, hablaríamos con iniciales. Por otra parte, el trabajo de
redacción de un telegrama es muy instructivo a este respecto, y el teléfono
tampoco es un instrumento del buen lenguaje.
Así
pues, en ese aspecto, una pérdida evidente. Por último sólo podemos
preguntarnos ¿cómo y por qué tanta impotencia ha venido a abolir tantos
ornamentos del placer de la vida?
Los
oficios de arte apenas son ya otra cosa que lujos, apoyados aquí o allá por los
Estados o por generosos mecenas. Ya
no aportan al lenguaje esas palabras y esos giros sabrosos que han reemplazado
los términos barrocos o feamente abstractos que nos infligen todos los días la
política y la técnica. Diría incluso que no es únicamente la poesía la que está
en juego; está en entredicho la integridad misma del espíritu; pues todas estas
palabras de nuestro tiempo, todas estas abstracciones de calidad inferior
(puesto que no están definidas), se conforman a una lógica en ruinas…
Oímos
a cada instante razonamientos que no lo son: el espíritu crítico tiende a
debilitarse. En la mayoría de, los artículos que leemos, la armazón lógica, la
solidez de los razonamientos que se nos dan, el valor de los hechos, todo es
apariencia; compriman esos textos y se asombrarán de lo poco que les quedará en
la mano… Todo ello concurre a una degradación general del lenguaje; pero, en
particular, lo altera en sus funciones poéticas naturales.
Pues
bien, hay que buscar aquello que las sustituye. ¿Qué es lo que sustituye a esta
poesía innata, natural popular, que estaba en nuestra lengua y en muchos seres
hace un siglo y medio? Veamos qué divierte a la gente, cuáles son sus deseos y
placeres. Es preciso reconocer que bajo ese punto de vista hemos hecho inmensos
progresos. Los medios modernos fabrican en proporciones industriales (viene al
caso decirlo), a alta tensión, una especie de poesía que no exige ningún
esfuerzo, ninguna creación de valor en quien la recibe; ninguna participación
directa, sino un mínimo de él mismo; y esta forma de poesía se reduce a la
sensación más o menos fuerte que hoy podemos asestar con los medios que la
física y la técnica ponen a la disposición de lo moderno… Tenemos espectáculos
extraordinarios, orquestas que no requieren más que un gesto. Cada uno de nosotros
es equiparable a un Mefistófeles. Podremos, a partir de mañana, suscitar a
voluntad la visión de lo que sucede en los extremos del mundo. La embriaguez de
la velocidad arrastra a la excitación intelectual, a la excitación de los
sentimientos: la gente va tan rápido que quema a su paso el pensamiento y el
placer.
Espero
que no haya ningún arquitecto en esta sala, porque no querría que me asesinara,
pero hace unos días le decía a uno de mis amigos arquitectos:
«Ustedes
tienen medios poderosos, lo que hacen es paradoja. Ustedes tienen cimientos que
permiten puertas en falso de cuarenta metros de saliente. Todo eso está muy
bien y les felicito. Ustedes edifican rascacielos extraordinarios; pero,
querido amigo, yo nunca me detendré ante un rascacielos para bosquejar algún
detalle, mientras sí me detengo delante de una casa antigua o delante de una
iglesia de pueblo, porque hay allí una piedra que se merece una hora; aquí y
allá hay una invención, una idea, una solución, que capta al ojo y al espíritu.
Pero yo no me detendré nunca frente a su rascacielos de doscientos metros,
porque con un tiralíneas y un compás haría lo mismo en mi habitación, y porque
ese rascacielos lo veré en Tokio y en Vancouver, y también en Honolulú y en
Marsella, eso no tiene ninguna importancia».
«Sé
que hay poesía en ese rascacielos. Todo el mundo admira la llegada a New York.
Pero, sabe, los rascacielos, la arquitectura poderosa, están hechos para ser
vistos a ciento veinte por hora y, si se detiene al pie de esos monumentos y
quiere estudiarlos un poco, con una hora le sobrará para reflexionar».
Hemos
sustituido por lo tanto por medios muy potentes las potencias de acción que en
otro tiempo nos exigíamos a nosotros mismos, y sucede, en nuestro campo, lo que
sucede en el campo de la vida física. Tal vez haya aquí varias personas que no
se sirven nunca de sus piernas con el pretexto de que hay autos y ascensores…
Quizá tienen un coche propio, quizá tendrán un instrumento que lleve su
paraguas. El músculo se hace inútil, y nos vemos obligados a dedicarnos al
deporte, al golf, al tenis, para que no caiga en desuso. Lo mismo sucede con
todas las necesidades del espíritu. Lo llenamos de diversiones sin pena, e
incluso de enseñanzas sin lágrimas. Le damos una poesía ya hecha, potente,
¡desde luego!, demasiado potente, ¡y que prevalece sobre nuestra poesía del
tiempo de las rimas! La cual no disponía de los paisajes, de las cosas mismas,
de la vida misma. Pero esta gran potencia, esta posesión del mundo sensible no
deja de costamos algo… En ocasiones tengo la impresión de que perdemos… ¿Voy a
hablar como en el Fausto? Perdemos
nuestra alma, admitiendo que tengamos una, ¡algo de lo que más de uno me hace
dudar!
Pues
bien, es contra eso contra lo que quizá tengamos que reaccionar… No, reaccionar
no es la palabra. Reaccionar es demasiado poco. Hay que actuar. Bastaría con
tomar conciencia de en qué nos convertimos y hacer las cuentas de nuestro
espíritu, tener un pequeño carnet, y escribir: «Hoy he perdido tanto… Un poco de poesía, un poco de potencia
de mi espíritu. He sufrido. ¡Sólo he sufrido!».
Pero
volvamos a la vieja poesía para explicar en qué puede todavía servirnos.
Ustedes saben que ese nombre: Poesía,
tiene dos sentidos. Saben que bajo el nombre de poesía se comprenden dos cosas
muy diferentes que, sin embargo, se unen en un cierto punto. Poesía es el
primer sentido de la palabra, es un arte particular basado en el lenguaje.
Poesía tiene también un sentido más general, más extendido, difícil de definir,
porque es más vago; designa un cierto estado, estado que es a la vez receptivo
y productivo, como he intentado explicarles anteriormente. Es productivo de
ficción, y observen que la ficción es nuestra vida. Vivimos continuamente
produciendo ficciones… Ustedes piensan ahora en el ansiado momento en que yo
habré acabado de hablar… ¡Es una ficción! Vivimos solamente de ficciones, que
son nuestros proyectos, nuestras esperanzas, nuestros recuerdos, nuestras
pesadumbres, etc., y nosotros únicamente somos una perpetua invención. Observen
(insisto) que todas esas ficciones se refieren necesariamente a lo que no es, y se oponen no menos
necesariamente a lo que es; por
añadidura, cosa curiosa, es eso que es
lo que engendra eso que no es, y es eso que no es lo que responde
constantemente a eso que es… Ustedes
están aquí, y pronto no lo estarán, y lo saben. Lo que no es responde en su espíritu a lo que es… Es que la potencia sobre ustedes de lo que es, produce en ustedes la potencia de lo que no es; y ésta se convierte en sensación de impotencia al
contacto de lo que es. Entonces nos
sublevamos contra el hecho; no podemos admitir un hecho como la muerte.
Nuestras esperanzas, nuestros rencores, todo eso es una producción inmediata, instantánea, del conflicto de lo que es con lo que no es.
Pero
todo ello está en íntima relación con el estado profundo de nuestras fuerzas.
No podemos vivir sin esos contrastes y esas variaciones, que dirigen todas las
fluctuaciones de la fuente íntima de nuestra energía, y son recíprocamente
dirigidas. De ahí nacen o cesan nuestras acciones. Pero entre esas acciones,
entre las acciones que resultan de esta producción constante de cosas que no
son, o que son su consecuencia, las hay que se distinguen por su interés
inmediato y vital: son aquellas que tienden a modificar para nuestras
necesidades las cosas que nos rodean. «Tengo sed, cojo un vaso», actúo… Primero
he pensado que tenía sed, después actúo cogiendo el agua. Esa es una acción
útil, al menos yo lo creo, ¡lo que es bastante! Modifico la situación de mi
vaso y la mía. Pero hay, entre esas acciones, acciones que nacen de otra forma
de sensibilidad. Hay producciones de ideas, de actos que tienen por objeto, no
modificar las cosas a nuestro alrededor, sino modificarnos, a nosotros, disipar
una especie de malestar interior, un mal que ningún acto alivia directamente.
La risa, las lágrimas, las vociferaciones, son acciones sin objeto exterior… Se
sitúan entonces en la categoría de las expresiones.
Tales emisiones constituyen un lenguaje elemental, pues son, o contagiosas,
como la risa o el bostezo, o simpáticamente
sentidas, como las lágrimas y las quejas. El propio lenguaje articulado, cuando
es espontáneo, es una explosión que nos libera del peso de alguna impresión.
Ahora bien, esas propiedades de las emociones y de las impresiones han sido
explotadas por la cultura, y se han inventado medios, se han aplicado actos a
alguna materia exterior, para crear un objeto que se conserve y que, como un
instrumento, o una máquina, pueda servir para reanimar un estado, para
reconstituir una fase de nuestra emoción. Si yo escribo una música o una danza,
fijo Una determinada acción que será reproducida a voluntad. El músico escribe
actos para un virtuoso que está preparado para reproducirlos. Si yo escribo un
poema, una música, si hago un cuadro, tiendo a fijar, a descargar mi emoción, a
hacer una cosa duradera, e infinitamente capaz si se pone en acción, de
hacerles oír el poema, escuchar la música, encontrar el cuadro; el objeto
cumplirá su papel y dará lo que se le ha confiado… ¡si es que está hecho para
dar algo!… Pero la emoción final, incluso si ha sido muy potente,
extremadamente profunda, esa emoción no será idénticamente restituida, ni
siquiera en el caso más favorable: queremos seguir siendo los dueños; queremos
padecer por el arte, sentirnos conmovidos, pero hasta un cierto punto; sólo
queremos pasar el dedo por la llama de la bujía. Esta es una de las
características más curiosas del arte, que nos proporciona un efecto sensible,
pero no del mismo orden de sensibilidad que el de la sensación original. El
arte nos da, por consiguiente, el medio de explorar a placer la parte de
nuestra propia sensibilidad que permanece limitada del lado de lo real. Reaviva
nuestras emociones, pero no toda su precisión individual en nosotros.
Finalmente, también nos ofrece otra cosa en la búsqueda de ese medio. Hago
alusión a muy distintos presentes. El arte, la poesía u otro, es llevado a
desarrollar los elementos iniciales que llamaré elementos brutos, que son las
producciones espontáneas de la sensibilidad. Intenta atormentar una materia: el
lenguaje, si se trata de un poema, los sonidos puros y su organización, si se
trata de una obra musical; el barro, la cera, la piedra, los colores en el
campo de la vista. Pero entonces todas las técnicas de los oficios, los
procedimientos que sirven para las fabricaciones útiles, vienen en ayuda del
artista. Él toma de ellos los medios para domar la materia y para que sirva
para sus fines no útiles. Pero una vez más la acción pone en juego, ya no las
sensibilidades desnudas y simples, ya no la expresión inmediata de las
emociones, sino lo que llamamos la inteligencia,
es decir, el conocimiento claro y distinto de los medios separados, el cálculo
de previsión y combinación. Pasamos a ser los dueños de los actos que operan sobre
la materia. Analizamos, clasificamos, definimos, y eso nos permite alcanzar
resultados, tales como la composición erudita, que no podíamos esperar
únicamente de la sensibilidad. ¿Por qué? Porque la sensibilidad es instantánea;
no tiene ni duración utilizable ni posibilidades de construcción continuada;
nos vemos pues obligados a pedir a nuestras facultades de decisión y de
coordinación que intervengan, no para dominar a la sensibilidad, para hacerle
dar todo lo que contiene.
Termino
diciéndoles que, en resumen, la poesía y las artes tienen la sensibilidad por
origen y por término, pero, entre esos extremos, el intelecto y todos los
recursos del pensamiento, incluso el más abstracto, pueden y deben emplearse lo
mismo que todos los recursos de las técnicas.
Con
frecuencia se le reprochan al poeta las investigaciones y las reflexiones, la
meditación de sus medios; ¿pero quién pensaría en reprocharle al músico los
años consagrados a estudiar el contrapunto y la orquestación? ¿Por qué queremos
que la poesía exija menos preparación, menos cálculo y menos artificio que la
música? ¿Podemos reprochar a un pintor sus estudios de anatomía, de dibujo y de
perspectiva? A nadie se le ocurre… En cuanto a los poetas, parece que tienen
que componer lo mismo que se respira… Se trata de un error, que no es muy
antiguo, y que deriva de una confusión entre la facilidad inmediata que nos
entrega los productos del instante —lo peor y lo mejor en su estado
desordenado—, con esa otra facilidad que se adquiere solamente mediante el
ejercicio del espíritu largamente sostenido… Pueden observarlo en La Fontaine
lo mismo que en Víctor Hugo.
Por
otra parte, no es precisamente a las damas a quienes hay que demostrar que la
propia belleza exige cierta laboriosa ayuda, cuidados exquisitos, prolongadas
consultas delante del espejo.
El
poeta contempla su obra sobre la página y retoca, aquí y allá, el primer rostro
de su poema…
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