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Manuscrito
antiguo
Franz Kafka
FRANZ KAFKA nació en Praga en 1883, hijo de padres
judíos. Estudio derecho, trabajó largos años en una compañía de seguros,
padeció pobreza y oscuridad, y murió tuberculoso en 1924, encargando a su
amigo, Max Brod, la destrucción de sus manuscritos inéditos.
El incumplimiento de ese deseo reveló al mundo un
escritor inquietante, cuya interpretación y ubicación en las letras
contemporáneas aún no ha podido completarse, a pesar de innumerables estudios
consagrados a su obra ya su vida. Todos coinciden, sin embargo, en señalar la vastísima
influencia de Kafka en la actual literatura. El tiempo, Dios, la Ley, la culpa
y el castigo son algunos de los temas que, trasmutados por un simbolismo muy
peculiar, ocupan las minuciosas y a menudo terribles páginas de sus libros: El Proceso, América, La Metamorfosis,
La Colonia Penal, El Castillo, etc.
Parece que el sistema defensivo de nuestro país
fuera muy defectuoso. Hasta ahora hemos proseguido nuestro trabajo cotidiano
sin ocuparnos de él; pero algunos acontecimientos recientes empiezan a inquietarnos.
Tengo una tienda de zapatero en la plaza, frente al
palacio del Emperador. Apenas bajo los postigos, al primer resplandor del alba,
ya veo soldados con armas apostados en todas las bocacalles de la plaza. Pero
estos soldados no son nuestros; son, evidentemente, nómadas del Norte. De algún
modo incomprensible para mí, han penetrado hasta la misma capital, aunque ésta
se halla muy lejos de la frontera. Lo cierto es que aquí están; y cada mañana
parecen más numerosos.
Acordes con su naturaleza, acampan a cielo
descubierto, pues abominan las casas. Afilan sus espadas, aguzan sus flechas,
adiestran sus caballos. Esta pacífica plaza, que siempre se ha mantenido tan
escrupulosamente limpia, la han convertido, sin exageración, en un muladar. De
tanto en tanto probamos salir de nuestras tiendas y limpiar, por lo menos, lo
peor de la inmundicia, pero esto ocurre cada vez con menos frecuencia, porque
la tarea es inútil, y además nos pone en peligro de caer bajo los cascos de los
caballos salvajes o de ser tullidos a latigazos.
Hablar con los nómadas es imposible. No conocen
nuestro idioma, y en verdad apenas puede decirse que tengan uno propio. Se
comunican entre sí como las cornejas. Graznidos como de cornejas llenan
incesantemente nuestros oídos. No comprenden ni les interesa comprender
nuestras instituciones, nuestro modo de vida. Y en consecuencia se muestran
reacios a entendernos por señas. Uno puede hacerles gestos hasta dislocarse las
mandíbulas y las muñecas: no entienden ni entenderán nunca. A menudo hacen
muecas; entonces ponen los ojos en blanco y sus labios se cubren de espuma,
pero no significan nada, ni siquiera una amenaza. Lo hacen porque está en su
naturaleza. Se apoderan de todo lo que necesitan. No se puede decir que lo
tomen por la fuerza. Se aferran a algo y uno se aparta, simplemente, y los
deja.
También a mí me han llevado muchas cosas de mi
tienda. Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, como sufre el carnicero
de enfrente. Apenas trae la carne, los nómadas se la arrancan y la devoran.
Hasta los caballos comen carne; a menudo se ve un caballo y su jinete, tendidos
lado a lado, mordisqueando cada uno una punta de un hueso. El carnicero está
nervioso y no se atreve a interrumpir sus entregas de carne. Nosotros lo
comprendemos, sin embargo, y hacemos colectas para mantener su negocio. Si los
nómadas no recibieran carne, quien sabe qué se les ocurriría; quién sabe, de
todos modos, qué se les puede ocurrir, aunque reciban carne todos los días.
No hace mucho el carnicero pensó que, por lo menos,
podía ahorrarse la molestia de faenar el ganado, y una mañana trajo un buey
vivo. Pero nunca se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo permanecí una hora
tendido en el piso, al fondo de mi tienda, con la cabeza envuelta en todas las
ropas, alfombras y almohadas que tenía, para no oír los mugidos de ese buey,
sobre el que saltaban de todos lados los nómadas, arrancándole con sus dientes
trozos de carne viva. Cuando me arriesgué a salir, hacía rato ya que no se oía
nada; yacían embotados en torno a los restos del esqueleto, como ebrios
alrededor de un tonel de vino.
Fue en esta oportunidad que me pareció ver al
propio Emperador ante una ventana del palacio; por lo general nunca entra en
esas habitaciones exteriores, sino que pasa la mayor parte del tiempo en el
jardín interior; pero esta vez estaba de pie —por lo menos así me pareció—
observando con la cabeza gacha lo que ocurría ante su residencia.
«¿Qué va a pasar? —nos preguntamos todos—. ¿Cuánto
tiempo podremos soportar esta carga, este tormento? El palacio del Emperador ha
atraído a los nómadas, pero no sabe como rechazarlos. La verja permanece
cerrada; los guardias, que antes entraban y salían continuamente, en
ceremoniosa marcha, ahora permanecen detrás de las ventanas enrejadas. La
salvación de nuestro país depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero
no somos capaces de semejante empresa; y nunca hemos afirmado que fuéramos
capaces. Es un malentendido que sera la ruina de todos nosotros».
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