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El Deán de
Santiago y el Gran Maestre de Toledo
El Infante Don Juan Manuel
El Infante DON JUAN MANUEL nació en el castillo de
Escalona, España, en 1282. Aún no había cumplido doce años cuando su primo
Sancho IV lo nombró Adelantado Mayor en Murcia, con la misión de cuidar la
frontera contra los moros.
Más tarde participó activamente en las intrigas,
guerras y atrocidades que caracterizaron este período de la historia
peninsular. Hombre instruido, «que tuvo conocimiento de todo el saber de su
siglo», según un crítico, halló tiempo, a pesar de sus trajines políticos y
guerreros, para realizar una considerable obra literaria, en parte perdida, en
la que se destaca El Conde Lucanor,
colección de relatos cuyos argumentos proceden de diversas fuentes: leyendas
orientales, fábulas griegas, apólogos de la India. Uno de esos cuentos o
«enxiemplos» es el que aparece aquí en versión modernizada.
Había en Santiago un deán que tenía muchos deseos
de aprender el arte de la nigromancia, y oyó decir que don Illán de Toledo
sabía de esto más que ninguno de su época; por tanto, fue a Toledo para
aprender aquella ciencia; y el día que llegó a Toledo enderezó a casa de don
Illán y lo halló que estaba leyendo en una cámara muy apartada; y luego que
llegó a él lo recibió muy bien y le dijo que no quería que le dijese nada del
porqué venía hasta que hubiese comido; y lo alimentó muy bien, y le hizo dar
muy buen aposento y todo lo que hubo menester, y dióle a entender que le placía
mucho estar con él. Después que hubieron comido, apartóse con él, le contó la
razón por que había venido, y le rogó muy ahincadamente que le enseñara aquella
ciencia, que él tenía muchos deseos de aprenderla. Don Illán le dijo que él era
deán y hombre de calidad, y que podría llegar a gran estado, y los hombres que
llegan a gran estado, cuando han resuelto todo lo suyo a la medida de sus
deseos, olvidan muy presto lo que otros han hecho por ellos, y que él temía que
en cuanto hubiese aprendido lo que quería saber, no le haría tanto bien como le
prometía. El deán le prometió y le aseguró que cualquiera fuese el bien que
recibiera, nunca haría sino lo que él mandase. Y en estas conversaciones
estuvieron desde que hubieron comido hasta que fue hora de cenar.
Y una vez que el pleito quedó muy bien asegurado
entre ellos, dijo don Illán al deán que aquella ciencia no se podía aprender
sino en lugar muy apartado, y que aquella noche le quería mostrar donde habían
de estar hasta que hubiese aprendido lo que quería saber. Tomólo por la mano y
llevólo a una habitación; y apartándose de las demás gentes llama a una criada de
su casa, y le dijo que tuviese perdices para cenar esa noche, mas que no las
pusiese a asar hasta que él se lo mandase. Dicho esto, llamó al deán, y
entraron ambos por una escalera de piedra muy bien labrada, y fueron bajando
por ella gran trecho, de suerte que parecían estar tan bajo que pasaba el río
Tajo por encima de ellos; y cuando estuvieron al cabo de la escalera, hallaron
alojamiento muy bueno en una cámara muy a propósito que allí había, donde
estaban los libros y el estudio en que habían de leer. Luego que descansaron,
estuvieron parando mientes en cuáles libros habían de comenzar a leer. Y
estando ellos en esto entraron dos hombres por la puerta, y diéronle una carta
que enviaba el arzobispo, su tío, en que le había saber que estaba muy enfermo
y le mandaba rogar que, si lo quería ver vivo, fuese en seguida a donde él
estaba. Mucho pesaron al deán estas nuevas; lo uno, por la dolencia de su tío;
lo otro, por el temor que tenía de dejar tan pronto su estudio; hizo sus cartas
de respuesta y las envió al arzobispo, su tío.
De allí a cuatro días llegaron otros hombres de a
pie, que traían otras cartas al deán en que le hacían saber que el arzobispo
había muerto, y que todos los de la iglesia querían su elección y confiaban por
la merced de Dios que lo elegirían a él, y que por esta razón no se molestase
en ir a la iglesia, pues mejor para él que lo eligiesen hallándose en otra
parte, que no estando en la iglesia.
De ahí al cabo de siete u ocho días vinieron dos
escuderos muy bien vestidos y muy bien aparejados, y cuando llegaron a el
besáronle la mano y mostráronle las cartas por las que le habían elegido
arzobispo.
Y cuando don Illán oyó esto, fue al electo, y le
dijo que agradecía mucho a Dios por estas buenas nuevas que llegaron a su casa:
y pues tanto bien le hiciera Dios, le pedía por merced que el deanato que
quedaba vacante lo diese a un hijo suyo; y el electo le dijo que le rogaba que
consintiese en que aquel deanato lo tuviese un hermano suyo; pero que él le
haría bien en la iglesia de suerte que quedase contento, y le rogaba que fuese
con él a Santiago y llevase con él a su hijo; y don Illán le dijo que lo haría.
Y se fueron para Santiago, y cuando llegaron allá
fueron bien recibidos y con machos honores. Y cuando vivieron allí un tiempo,
un día llegaron al arzobispo mandaderos del Papa, con cartas por las que le
daba el obispado de Tolosa, y le concedía gracia para que pudiese dar el
arzobispado a quien quisiese.
Y cuando don Illán oyó esto, comenzó a rogarle,
recordándole con mucho ahínco lo que con él había tratado, y pidiéndole por
merced que diese el arzobispado a su hijo. El arzobispo le rogó que consintiese
en que lo hubiera un tío suyo, hermano de su padre, y don Illán dijo que bien
entendía que le hacía un perjuicio muy grande, pero que lo consentía con tal
que le asegurase que lo enmendaría en adelante, y el arzobispo le prometió de
mil maneras que así lo había, y rogóle que fuese con él a Tolosa y llevase a su
hijo.
Cuando llegaron a Tolosa fueron muy bien recibidos
por los condes y cuantos hombres buenos había en la tierra. Y luego que
hubieron vivido allí unos dos años, llegáronle mensajeros del Papa con cartas
por las que el Papa le había cardenal, y le otorgaba la gracia de dar el
obispado de Tolosa a quien él quisiese; entonces fue a él don Illán y díjole
que pues tantas veces le había faltado a lo que con él conviniera, que ya no
había lugar para ponerle excusa alguna por no darle alguna de aquellas
dignidades a su hijo; el cardenal le rogó que consintiese en que hubiese aquel
obispado a un tío suyo, hermano de su madre, que era hombre bueno y anciano;
más que pues él era cardenal, fuese con él a la corte, que habría mucho en que
hacerle bien. Y don Illán quejóse mucho de esto, pero consintió en lo que el
cardenal quiso, y fuese con él para la corte.
Cuando allá llegaron fueron muy bien recibidos por
los cardenales y cuantos en la corte estaban, y vivieron allí mucho tiempo; y
don Illán, apremiando cada día al cardenal que hiciese alguna gracia a su hijo,
él le ponía sus excusas. Y estando así en la corte murió el Papa, y todos los
cardenales eligieron a aquel cardenal por Papa, y entonces fue a él don Illán,
y díjole que no podía ponerle más excusas de no cumplirle lo que le había
prometido; y el Papa dijo que no lo apremiase tanto, que siempre habría lugar
de hacerle merced, según fuese razón, y don Illán comenzó a quejarse mucho de
esto, recordándole cuantas cosas le prometiera, y que nunca le había cumplido
alguna, y diciéndole que aquello recelara él la primera vez que con él habló. Y
pues a aquel estado había llegado, y no le cumplía lo que le prometiera, ya no
cabía esperar de él bien alguno. De este apremio se quejó mucho el Papa, y
comenzó a maltraerlo, diciéndole que si más le apretaba le había de echar en
una cárcel, que era hereje y brujo, y que bien sabía él que no tenía otra vida
ni otro oficio en Toledo, donde moraba, sino vivir de aquel arte de la
nigromancia.
Cuando don Illán vio cuán mal le galardonaba el
Papa lo que por él había hecho, despidióse de él, y ni siquiera le quiso dar el
Papa algo para que comiese por el camino. Entonces don Illán dijo al Papa que
pues no tenía otra cosa de comer, tenía que volver a las perdices que mandara
asar aquella noche; y llamó a la mujer, y díjole que asase las perdices. Y
cuando esto dijo don Illán, hallóse el Papa en Toledo, deán de Santiago, como
lo era cuando allá vino; y tan grande fue la vergüenza que tuvo, que no supo
que decirle, y don Illán díjole que se fuese en buena ventura, que asaz había
probado lo que había en él, y que se tuviera por desventurado si le hubiera
dado parte de las perdices.
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