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La sed
Silvina Ocampo
SILVINA OCAMPO nació en Buenos Aires. Ha publicado
varios libros de poesías: Viaje olvidado,
Enumeración de la Patria, Espacios métricos, Los nombres, y una colección
de cuentos: Autobiografía de Irene.
En 1942 obtuvo el Premio Municipal.
Mi amiga Keng-Su me decía:
—En la ventana del hotel brillaba esa luz diáfana
que a veces y de un modo fugaz anticipa, en diciembre, el mes de marzo. Sientes
como yo la presencia del mar: se extiende, penetra en todos los objetos, en los
follajes, en los troncos de los árboles de todos los jardines, en nuestros
rostros y en nuestras cabelleras.
»Esta sonoridad, esta frescura que sólo hay en las
grutas, hace dos meses entró en mi luminosa habitación, trayendo en sus
pliegues azules y verdes algo más que el aire y que el espectáculo diario de
las plantas y del firmamento.
»Trajo una mariposa amarilla con nervaduras
anaranjadas y negras. La mariposa se posa en la flor de un vaso: reflejada en
el espejo agregaba pétalos a la flor sobre la cual abría y cerraba las alas. Me
acerqué tratando de no proyectar una sombra sobre ella: los lepidópteros temen
las sombras. Huyó de la sombra de mi mano para posarse en el marco del espejo.
»Me acerqué de nuevo y pude apresar sus alas entre
mis dedos delicados. Pensé: “Tendría que soltarla. No es una flor, no puedo
colocarla en un florero, no puedo darle agua, no puedo conservarla entre las
hojas de un libro, como un pensamiento”. Pensé: “No es un pájaro, no puedo
encerrarla en una jaula de mimbre con una pequeña bañera y un tarrito enlozado,
con alpiste”».
—Sobre la mesa —prosiguió—, entre mis peinetas y
mis horquillas, había un alfiler de oro con una turquesa. Lo tomé y atravesé
con dificultad el cuerpo resistente de la mariposa —ahora cuando recuerdo aquel
momento me estremezco como si hubiera oído una pequeña voz quejándose en el
cuerpo oscuro del insecto. Luego clavé el alfiler con su presa en la tapa de
una caja de jabones donde guardó la lima, la tijera y el barniz con que pinto
mis uñas.
»La mariposa abría y cerraba las alas como
siguiendo el ritmo de mi respiración. En mis dedos quedó un polvillo irisado y
suave. La dejé en mi habitación ensayando su inmóvil vuelo de agonía.
»A la noche, cuando volví, la mariposa había volado
llevándose el alfiler. La busqué en el jardín de la plaza, situada frente al
hotel, sobre las favoritas y las retamas, sobre las flores de los tilos, sobre
el césped; sobre un montón de hojas caídas. La busqué vanamente.
»En mis sueños sentí remordimientos. Me decía:
“¿Por qué no la encerré adentro de una caja? ¿Por que no la cubrí con un vaso
de vidrio? ¿Por qué no la perforé con un alfiler más grueso y pesado?”».
Keng-Su permaneció un instante silenciosa.
Estábamos sentadas sobre la arena, debajo de la carpa. Escuchábamos el rumor de
las olas tranquilas. Eran las siete de la tarde y hacía un inusitado calor.
—Durante muchos días no vine a la playa —continuó
Keng-Su anudando su cabellera negra—; tenía que terminar de bordar una
tapicería para Miss Eldington, la
dueña del hotel. Sabes cómo es de exigente. Además yo necesitaba dinero para
pagar los gastos.
»Durante muchos días sucedieron cosas insólitas en
mi habitación. Tal vez las he soñado.
»Mi biblioteca se compone de cuatro o cinco libros
que siempre llevo a veranear conmigo. La lectura no es uno de mis
entretenimientos favoritos, pero siempre mi madre me aconsejaba, para que mis
sueños fueran agradables, la lectura de estos libros: El libro de Mencius, La Fiesta de las Linternas, Hoei-Lan Ki (Historia
del círculo de tiza) y El Libro de
las Recompensas y de las Penas.
»Varias veces encontré el último de estos libros
abierto sobre mi mesa, con algunos párrafos marcados con pequeños puntitos que
parecían hechos con un alfiler. Después yo repetía, involuntariamente, de
memoria estos párrafos. No puedo olvidarlos».
—Keng-Su, repítelos, por favor. No conozco esos
libros y me gustaría oír esas palabras de tus labios.
Keng-Su palideció levemente y jugando con la arena
me dijo:
—No tengo inconveniente.
»A cada día correspondía un párrafo. Bastaba que
saliera un momento de mi habitación para que me esperara el libro abierto y la
frase marcada con los inexplicables puntitos. La primera frase que leí fue la
siguiente:
»“Si deseamos sinceramente acumular virtudes y
atesorar méritos tenemos que amar no solo a los hombres, sino a los animales,
pájaros, peces, insectos, y en general a todos los seres diferentes de los
hombres, que vuelan, corren y se mueven”.
»Al otro día leí: “Por pequeños que seamos, nos
anima el mismo principio de vida: todos estamos arraigados en la existencia y
del mismo modo tememos la muerte”.
»Guardé el libro dentro del armario, pero al otro
día lo encontré sobre mi cama, con este párrafo marcado: “Caminando, de pie
sentada o acostada, si ves un insecto pereciendo, trata de liberarlo y de
conservarle la vida. ¡Si lo matas con tus propias manos, qué destino te
esperará!…”.
»Escondí el libro en el cajón de la cómoda, que
cerré con llave; al otro día estaba sobre la cómoda, con la siguiente leyenda
subrayada:
»“Song-Kiao, que vivió bajo la dinastía de los
Song, un día construyó un puente con pequeñas cañas para que unas hormigas
cruzaran un arroyo, y obtuvo el primer grado de Tchoang-Youen (primer doctor
entre los doctores). Keng-Su, ¿qué obtendrás por tu oscuro crimen?…”.
»A las dos de la mañana, el día de mi cumpleaños,
creí volverme loca al leer:
»“Aquel que recibe un castigo injusto conserva un
resentimiento en su alma”.
»Busqué en la enciclopedia de una librería (conozco
al dueño, un hombre bondadoso, y me permitió consultar varios libros) el tiempo
que viven los insectos lepidópteros después de la última metamorfosis; pero
como existen cien mil especies diferentes es difícil conocer la duración de la
vida de los individuos de cada especie; algunos, en estado de imago, viven dos
o tres días; pero ¿pertenecía mi mariposa a esta especie tan efímera?
»Los párrafos seguían apareciendo en el libro,
misteriosamente subrayados con puntitos: “Algunos hombres caen en la desdicha;
otros obtienen la dicha. No existe un camino determinado que los conduzca a una
u otra parte. Depende todo del hombre, que tiene el poder de atraer el bien o
el mal, con su conducta. Si el hombre obra rectamente obtiene la felicidad; si
obra perversamente recibe la desdicha. Son rigurosas las medidas de la dicha y
de la aflicción, y proporcionadas a las virtudes y a la gravedad de los
crímenes”.
»Cuando mis manos bordaban, mis pensamientos urdían
las tramas horribles de un mundo de mariposas.
»Tan obcecada estaba, que estas marcas de mis
labores, que llevo en la yema de los dedos, me parecían pinchazos de la
mariposa.
»Durante las comidas intentaba conversaciones sobre
insectos, con los compañeros de mesa. Nadie se interesaba en estas cuestiones,
salvo una señora que me dijo: “A veces me pregunto cuánto vivirán las
mariposas. ¡Parecen tan frágiles! Y he oído decir que cruzan (en grandes
bandadas) el océano, atravesando distancias prodigiosas. El año pasado había
una verdadera plaga en estas playas”.
»A veces tenía que deshacer una rama entera de mi
labor: insensiblemente había bordado con lanas amarillas, en lugar de hojas o
de pequeños dragones, formas de alas.
»En la parte superior de la tapicería tuve que
bordar tres mariposas. ¿Por qué hacerlas me repugnaba tanto, ya que
involuntariamente, a cada instante, bordaba sus alas?
»En esos días, como sentía cansada la vista,
consulté a un médico. En la sala de espera me entretuve con esas revistas
viejas que hay en todos los consultorios. En una de ellas vi una lámina
cubierta de mariposas. Sobre la imagen de una mariposa me pareció descubrir los
puntitos del alfiler; no podría asegurar que esto fuera justificado, pues el
papel tenía manchas y no tuve tiempo de examinarlo con atención.
»A las once de la noche caminé hasta el espigón
proyectando un viaje a las montañas. Hacía frío y el agua me contemplaba con
crueldad.
»Antes de regresar al hotel me detuve debajo de los
árboles de la plaza, para respirar el olor de las flores. Buscando siempre la
mariposa, arranqué una hoja y vi en la verde superficie una serie de
agujeritos: pertenecían, sin duda, a un hormiguero.
»Pero en aquel momento pensé que mi visión del
mundo se estaba transformando y que muy pronto mi piel, el agua, el aire, la
tierra y hasta el cielo se cubrirían de esos puntitos, y entonces —fue cómo el
relámpago de una esperanza— pensé que no tendría motivos de inquietud, ya que
una sola mariposa, con un alfiler, a menos de ser inmortal, no sería capaz de
tanta actividad.
»Mi tapicería estaba casi concluida y las personas
que la vieron me felicitaron.
»Hice nuevas incursiones en el jardín de la plaza,
hasta que descubrí, entre un montón de hojas, la mariposa. Era la misma, sin
duda. Parecía una flor mustia. Envejecidas las alas, no brillaban. Ese cuerpo,
horadado, torcido, había sufrido. La miré sin compasión. Hay en el mundo tantas
mariposas muertas. Me sentí aliviada.
»Busqué en vano el alfiler de oro con la turquesa.
Mi padre me lo había regalado. En el mundo no hallaría otro alfiler como ése.
Tenía el prestigio que sólo tienen los recuerdos de familia.
»Pero una vez más en el libro tuve que ver un
párrafo marcado:
»“Hay personas que inmediatamente son castigadas o
recompensadas; hay otras cuyas recompensas y castigos tardan tanto en llegar
que no las alcanzan sino en los hijos o en los nietos. Por eso hemos visto
morir a jóvenes cuyas culpas no parecían merecer un castigo tan severo, pero
esas culpas se agravaban con los crímenes que habían cometido sus antepasados”.
»Luego leí una frase interrumpida: “Como la sombra
sigue los cuerpos…”.
»Con qué impaciencia había esperado esa mañana, y
qué indiferente resultó después de tantos días de sufrimiento: pasé la aguja
con la última lana por la tapicería (esa lana era del color oscuro que daña mi
vista)».
—Me saqué los anteojos y salí del trabajo como de
un túnel. La alegría de terminar un bordado se parece a la inocencia. Logré
olvidarme de la mariposa —continuó Keng-Su ajustando en sus cabellos una tira
de papel amarillo—. El mar, como un espejo, con sus volados blancos de espuma,
me besaba los pies. Yo he nacido en América y me gustan los mares. Al penetrar
en las ondas vi algunas mariposas muertas que ensuciaban la orilla. Salté para
no tocarlas con mis pies desnudos.
»Soy buena nadadora. Me has visto nadar algunas
veces, pero las olas entorpecían mis movimientos. Soy nadadora de agua dulce y
no me gusta nadar con la cabeza dentro del agua. Tengo siempre la tentación de
alejarme de la costa, de perderme debajo del cóncavo cielo».
—¿No tienes miedo? A doscientos metros de la costa
ya me asusta la idea de encontrar delfines que podrían escoltarme hasta la
muerte —le dije.
Keng-Su desaprobó mis temores. Sus oblicuos ojos
brillaban.
—Me deslicé perezosamente —continuó—. Creo que
sonreí al ver el cielo tan profundo y al sentir mi cuerpo transparente e
impersonal como el agua. Me parecía que me despojaba de los días pasados como
de una larga pesadilla, como de una vestidura sucia, como de una enfermedad
horrible de la piel. Suavemente recobraba la salud.
»La felicidad me penetraba, me anonadaba. Pero un
momento después una sombra diminuta sobre el mar me perturbó: era como la
sombra de un pétalo o de una hoja doble; no era la sombra de un pez.
»Alcé los ojos. Vi la mariposa: las llamas de sus
alas luminosas oscurecían el color del cielo. Con el alfiler fijo en el cuerpo
—como un órgano artificial pero definitivamente adherido—, me seguía. Se
elevaba y bajaba, rozaba apenas el agua delante de mí, como buscando un apoyo
en flores invisibles. Traté de capturarla. Su velocidad vertiginosa y el sol me
deslumbraban. Me seguía, vacilante y rápida; al principio parecía que la brisa
la llevaba sin su consentimiento; luego creí ver en ella más resolución y más
seguridad. ¿Qué buscaba? Algo que no era el agua, algo que no era el aire, algo
que no era una sombra. (Me dirás que esto es una locura; a veces he desechado
la idea que ahora te confieso). Buscaba mis ojos, el centro de mis ojos, para
clavar en ellos su alfiler.
»El terror se apoderó de mis ojos indefensos como
si no me pertenecieran, como si ya no pudiera defenderlos de ese ataque
omnipotente.
»Trataba de hundir la cara en el agua. Apenas podía
respirar. El insecto me asediaba por todos lados. Sentía que ese alfiler, ese
recuerdo de familia que se había transformado en el arma adversa, horrible, me
pinchaba la cabeza. Afortunadamente, yo estaba cerca de la orilla.
»Cubrí mis ojos con una mano y nadé durante cinco
minutos que me parecieron cinco años, hasta la costa. El bullicio de los
bañistas seguramente ahuyentó a la mariposa. Cuando abrí los ojos, había
desaparecido. Casi me desmayé en la arena. Este papel, donde pinté yo misma un
dios con tinta colorada, me preserva ahora de todo mal».
Keng-Su me enseñó el papel amarillo, que había
colocado tan cuidadosamente entre los dientes de su peineta, sobre su
cabellera.
—Me rodearon unos bañistas y me preguntaron que me
sucedía. Les dije: «He visto un fantasma». Un señor muy amable me dijo: «Es la
primera vez que un hecho así ocurre en esta playa», y agregó: «Pero no es
peligroso. Usted es una gran nadadora. No se aflija».
»Durante una semana entera pensé en ese fantasma.
Podría dibujártelo, si me dieras un papel y un lápiz. No se trata de una
mariposa común; se trata de un pequeño monstruo. A veces, al mirarme al espejo,
veía sus ojos sobrepuestos a los míos. He visto hombres con caras de animales y
me han inspirado cierta repugnancia; un animal con cara humana me produce
terror.
»Imagínate una boca desdeñosa, de labios finos,
rizados; unos ojos penetrantes, duros y negros; una frente abultada y resuelta,
cubierta de pelusa. Imagínate una cara diminuta y mezquina —como una noche
oscura—, con cuatro alas amarillas, dos antenas y un alfiler de oro; una cara
que al desmembrarse conservaría en cada una de sus partes la totalidad de su
expresión y de su poder. Imagínate ese monstruo, de apariencia frágil, volando,
inexorable (por su misma pequeñez e inestabilidad); llegando siempre —tal como
yo lo imagino— de la avenida de las tumbas de los Ming».
—Habrás contribuido a formar una nueva especie de
mariposas, Keng-Su: una mariposa temible, maravillosa. Tu nombre figurará en
los libros de ciencia —le dije mientras nos desvestíamos para bañarnos.
Consulté mi reloj.
—Son las ocho de la noche. Entremos en el mar. Las
mariposas no vuelan de noche.
Nos acercábamos a la orilla. Keng-Su puso un dedo
sobre los labios, para que nos calláramos, y señaló el cielo. La arena estaba
tibia. Tomadas de la mano, entramos en el mar lentamente para admirar mejor los
reflejos del cielo en las olas. Estuvimos un rato con el agua hasta la cintura,
refrescando nuestros rostros. Después comenzamos a nadar, con temor y con
deleite. El agua nos llevaba en sus reflejos dorados, como a peces felices, sin
que hiciéramos el menor esfuerzo.
—¿Crees en los fantasmas?
Keng-Su me contestaba:
—En una noche como ésta… Tendría que ser un
fantasma para creer en fantasmas.
El silencio agrandaba los minutos. El mar parecía
un río enorme. En los acantilados se oía el canto de los grillos, y llegaban
ráfagas de olores vegetales y de removidas tierras húmedas.
Iluminados por la luna, los ojos de Keng-Su se
abrieron desmesuradamente, como los ojos de un animal. Me habló en inglés:
—Ahí está. Es ella.
Vi nítidamente la luna amarilla recortada en el
cielo nacarado. Lloraba en la voz de Keng-Su una súplica. Creo que el agua
desfigura las voces, suele comunicarles una sonoridad de llanto; pero esta vez
Keng-Su lloraba, y no podré olvidar su llanto mientras exista mi memoria. Me
repitió en inglés:
—Ahí está. Mírala como se acerca buscando mis ojos.
En la dorada claridad de la luna, Keng-Su hundía la
cabeza en el agua y se alejaba de la costa. Luchaba contra un enemigo para mí
invisible. Yo oía el horrible chapoteo del agua y el sonido confuso de unas
palabras entrecortadas.
Traté de nadar, de seguirla. La llamé
desesperadamente. No podía alcanzarla. Nadé hacia la orilla a pedir socorro.
Busqué inútilmente al guardamarina, al bañero. Oí el ruido del mar; vi una vez
más el reflejo imperturbable de la luna. Me desmayé en la arena. Después,
debajo de la carpa encontré la tira de papel amarillo con el ídolo pintado.
Cuando pienso en Keng-Su, me parece que la conocí
en un sueño.
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