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Sombras
suele vestir
José Bianco
JOSE BIANCO nació en 1911. Ha escrito artículos y
cuentos para La Nación, La Prensa y otras publicaciones
hispanoamericanas.
De 1944 es su novela Las Ratas. Es colaborador y jefe de redacción de la revista Sur desde 1938.
El sueño, autor de representaciones,
en su teatro sobre el viento armado,
sombras suele vestir de bulto bello.
GÓNGORA
I
—Lo echaré de menos; lo quiero como a un hijo —dijo
doña Carmen.
Le contestaron:
—Sí; usted ha sido muy buena con él. Pero es lo
mejor.
En los últimos tiempos, cuando iba al inquilinato
de la calle Paso, rehuía la mirada de doña Carmen para no turbar esa vaga
somnolencia que había llegado a convertirse en su estado de ánimo definitivo.
Hoy, como de costumbre, detuvo los ojos en Raúl: el muchacho ovillaba una
madeja de lana dispuesta en el respaldo de dos sillas; podía aparentar veinte
años, a lo sumo, y tenía esa expresión atónita de las estatuas, llena de
dulzura y desapego. De la cabeza de Raúl pasó al delantal de la mujer; observó
los cuatro dedos terraces, plegados sobre cada bolsillo; paulatinamente llegó
al rostro de doña Carmen. Pensó con asombro: «Eran ilusiones mías. Nunca la he
odiado, quizá».
Y también pensó, con tristeza: «No volveré a la
calle Paso».
Había muchos muebles en el cuarto de doña Carmen;
algunos pertenecían a Jacinta: el escritorio de caoba donde su madre hacía
complicados solitarios o escribía cartas aún más complicadas a los amigos de su
marido, pidiéndoles dinero; el sillón, con el relleno asomando por las
aberturas… Observaba con frío interés el espectáculo de la miseria. Desde lejos
parecía un bloque negro, reacio; poco a poco iban surgiendo penumbras amistosas
(Jacinta no carecía de experiencia) y se distinguían las sombras claras de los
nichos en donde era posible refugiarse. La miseria no estaba reñida con
momentos de intensa felicidad.
Recordó una época en que su hermano no quería
comer. Para conseguir que probara algún bocado necesitaban esconder un plato de
carne debajo del ropero, en un cajón del escritorio… Raúl se levantaba por la
noche: al día siguiente aparecía el plato vacío, donde ellas lo dejaron. Por
eso, después de comer, mientras el muchacho tomaba fresco en la vereda, madre e
hija discurrían algún nuevo escondite. Y Jacinta evocó una mañana de otoño. Oía
gemidos en la pieza contigua. Entró, se aproximó a su madre, sentada en el
sillón, le separó las manos de la cara y le vio el semblante contraído,
deformado por la risa.
La señora de Vélez no podía recordar dónde había
ocultado el plato la noche anterior.
Su madre se adaptaba a todas las circunstancias con
una jovial sabiduría infantil. Nada la tomaba de sorpresa y, por eso, cada
nueva desgracia encontraba el terreno preparado. Imposible decir en que momento
había sobrevenido, a tal punto se hacía instantáneamente familiar, y lo que fue
una alteración, un vicio, pasaba de manera insensible a convertirse en ley, en
norma, en propiedad connatural de la vida misma. Como Talleyrand y Wellington,
conversando en la Embajada de Inglaterra, eran para Delacroix dos pedazos
rutilantes de la naturaleza visible, un hombre azul al lado de un hombre rojo,
las cosas (contempladas por su madre) parecían despojarse de todo significado
moral o convencional, perdían su veneno, se sustituían las unas a las otras y
alcanzaban una especie de categoría metafísica, de pureza trascendente que las
nivelaba.
Pensaba en el aire secreto y un poco ridículo que
adoptó doña Carmen cuando la condujo a casa de María Reinoso. Era un
departamento interior. En la puerta había una chapa de bronce que decía:
«Reinoso. Comisiones». Antes de entrar, mientras caminaban por el largo
pasillo, doña Carmen balbuceó unas palabras: le aconsejaba que no hablara de
María Reinoso con su madre (y Jacinta, al vislumbrar un destello de inocencia
en esa mujer tan astuta, reflexionó en la capacidad de ilusión, en la innata
afición al melodrama que tienen las llamadas «clases bajas»). Pero ¿le hubiera
importado tan poco a su madre, en realidad? Nunca lo sabría. Ya era imposible
decírselo.
Empezó a ir a casa de María Reinoso. Doña Carmen no
tuvo que mantenerlos (desde hacía más de un año, sin que nadie supiera por que,
subvenía a las necesidades de la familia Vélez). Sin embargo, no era tarea
fácil evitar a la encargada del inquilinato. Jacinta tropezaba con ella,
conversando con los proveedores, en el amplio zaguán a que daban las puertas, o
la encontraba instalada en su propio cuarto. ¿Cómo sacarla de allí? Por lo
demás, gracias a la encargada del inquilinato había un poco de orden en las
tres habitaciones que ocupaban Jacinta, su madre y su hermano. Doña Carmen, una
vez por semana, lanzaba sobre la familia Vélez el embate de su actividad: abría
las puertas, fregaba el piso y los muebles con una suerte de rabia contenida;
en el patio, ante los ojos de los vecinos, salía a relucir el impudor de los
colchones y de la dudosa ropa de cama. Ellos se sometían, entre agradecidos y
avergonzados. Pasada esta ráfaga, el desorden comenzaba a envolverlos en su
fútil, tibia, resistente complicación.
Jacinta la encontraba tejiendo, sentada junto a su
madre. El primer día que Jacinta conoció a María Reinoso, doña Carmen trató de
cambiar impresiones con ella. Jacinta contestó con monosílabos; pero la
presencia aún silenciosa de la encargada del inquilinato tenía la virtud de
transportarla a la otra casa, de donde acababa de salir. Y Jacinta, esas
tardes, después de apaciguar los deseos de algún hombre, también necesitaba
apaciguarse, olvidar; necesitaba perderse a sí misma en ese mundo infinito y
desolado que creaban su madre y Raúl. La señora de Vélez hacía el Metternich o el Napoleón. Barajaba los naipes franceses y cubría la mesa de números
rojos y negros, de parejas de hombres y mujeres sin cuello, llenos de coronas y
estandartes, que compartían su melancólica grandeza en la breve cartulina. De
tiempo en tiempo, sin dejar de jugar, aludía a minucias cuya posesión nadie
hubiera deseado disputarle, o a sus parientes y amigos de otra época, que no la
trataban desde hacía veinte años y (acaso) la creían muerta. A veces, Raúl se
detenía junto a su madre. De pie, con la mejilla apoyada en una mano y el codo
sostenido en la otra, observaba la lenta trayectoria de las cartas. La señora
de Vélez, para distraerlo, lo hacía intervenir en un afectuoso monólogo
entrecortado por silencios jadeantes, dentro de los cuales sus palabras
parecían prolongarse y perder todo sentido. Decía, por ejemplo:
—Barajemos. Aquí estará la reina. Ya podemos sacar
el valet. De perfil, con el pelo negro, el valet de pique se te parece. Un
hombre moreno de ojos claros, como diría doña Carmen, que echa tan bien las
cartas. Una vuelta más, esta vez muy despacio. En fin, el Napoleón va en camino de salir. Y es difícil, difícil. ¿Nos
sucederá algo malo? Una vez, en Aix-les-Bains, lo saqué tres veces en la misma
noche y al día siguiente se declaró la guerra. Tuvimos que marcharnos a Génova
y tomar un buque mercante, «tous feux
éteints». Y yo seguía haciendo el Napoleón,
trébol sobre trébol, ocho sobre nueve. ¿Dónde estará el diez de pique? Con un
temor horrible a las minas y a los submarinos. Tu pobre padre me decía: «Tienes
la esperanza de sacar el Napoleón
para que naufraguemos. Confías, pero en tu mala suerte…».
El narcótico empezaba a operar sobre los nervios de
Jacinta. Se aquietaba el tumulto de impresiones recientes formado por tantas
particular atrozmente activas que luchaban entre sí y aportaban cada una su
propia evidencia, su pedacito de realidad. Jacinta sentía el cansancio
apoderarse de ella, borrar los vestigios del hombre con quien estuvo dos horas
antes en casa de María Reinoso, nublar el pasado inmediato con sus mil
imágenes, sus olores, sus palabras, y empezaba a no distinguir la línea de
demarcación entre ese cansancio, al cual se entregaba un poco solemnemente, y
el descanso supremo. Entreabriendo los ojos, contempló a sus dos queridos
fantasmas en esa atmósfera gris. La señora de Vélez había terminado de jugar.
La lámpara iluminaba sus manos inertes, todavía apoyadas en la mesa. Raúl
continuaba de pie, pero las barajas, diseminadas sobre el tafilete amarillo,
habían dejado de interesarlo. Doña Carmen estaría tejiendo, posiblemente a su
derecha. Jacinta, para verla, hubiese necesitado volver la cabeza. ¿Estaba doña
Carmen a su lado? Tenía la sensación de haber eludido su presencia, tal vez
para siempre. Había entrado en un ámbito que la encargada del inquilinato no
podía franquear. Y la paz se hacía por momentos más íntima, más aguda, más
punzante. En plena beatitud, con la cabeza echada para atrás hasta tocar con la
nuca en el respaldo, los ojos ausentes, las comisuras de los labios distendidas
hacia arriba, Jacinta mostraba la expresión de un enfermo quemado, purificado
por la fiebre, en el preciso instante en que la fiebre lo abandona y deja de
sufrir.
Doña Carmen continuaba tejiendo. De cuando en
cuando el vaivén de las agujas (a través del largo hilo imperceptible) imprimía
un temblor subrepticio, casi animal, al grueso ovillo de lana que yacía junto a
sus pies. Como el sopor de los leones de piedra que guardan los portales, con
una bocha entre las patas, su indiferencia tenía algo de engañoso y parecía
destinada a descargarse en una súbita actividad. Jacinta, de pronto, advierte que
la atmósfera se carga de pensamientos hostiles: doña Carmen la recupera, y
María Reinoso, y los diálogos que sostienen las dos mujeres.
Una tarde, cuando salía de casa de Maria Reinoso,
las había sorprendido conversando desde una puerta entreabierta. Ambas
callaron, pero Jacinta tuvo la certeza de que hablaban de ella. Los ojos de
doña Carmen eran pequeños, con el iris tan oscuro que se confundía con la
pupila. Al contemplar a las personas, éstas se advertían escudriñadas sin que
pudieran defenderse, observando a su vez, porque esos ojos opacos interceptaban
al tácito canje de impresiones que es una mirada recíproca. La tarde que las
sorprendió, los ojos de doña Carmen se habían concedido un descanso: brillaban,
muy abiertos, y a esas dos rejillas complacientes iban a parar los comentarios
de María Reinoso, quien alargaba hasta la encargada del inquilinato su rostro
anémico, con la boca aún torcida por las palabras obscenas que acababa de
murmurar.
No aborrecía sus encuentros en casa de María
Reinoso. Le permitieron independizarse de doña Carmen, mantener a su familia.
Además, eran encuentros inexistentes: el silencio los aniquilaba. Jacinta
sentíase libre, limpia de sus actos en el plano intelectual. Pero las cosas
cambiaron a partir de esa tarde. Comprendió que alguien registraba,
interpretaba sus actos; ahora el silencio mismo parecía conservarlos, y los
hombres anhelosos y distantes a los cuales se prostituía empezaron a gravitar
extrañamente en su conciencia. Doña Carmen hacía surgir la imagen de una Jacinta
degradada, unida a ellos: quizá la imagen verdadera de Jacinta; una Jacinta
creada por los otros y que por eso escapaba a su dominio, que la vencía de
antemano al comunicarle la postración que invade frente a lo irreparable.
Entonces, en vez de terminar con ella, Jacinta se dedicó a sufrir por ella,
como si el sufrimiento fuera el único medio que tenía a su alcance para
rescatarla y (a medida que sufría) obraba de tal modo que conseguía infundirle
una exasperada realidad. Abandonó todo esfuerzo, toda aspiración a cambiar de
género de vida. Había empezado a traducir una obra del inglés. Eran capítulos
de un libro científico, en parte inédito, que aparecían conjuntamente en varias
revistas médicas del mundo. Una vez por semana le entregaban alrededor de treinta
páginas impresas en mimeógrafo, y cuando ella las devolvía traducidas y
copiadas a máquina (compró una máquina de escribir en un remate del Banco
Municipal) le entregaban otras tantas. Fue a la agencia de traducciones,
devolvió los últimos capítulos, no aceptó otros.
Le pidió a doña Carmen que vendiera la máquina de
escribir.
Llegó el día en que la señora de Vélez se acostó
entre un fragante desorden de junquillos, varas de nardo, fresias y gladiolos.
El médico del barrio, a quien doña Carmen arrancó del lecho esa madrugada,
diagnosticó una embolia pulmonar. La ceremonia fúnebre tuvo lugar en el primer
departamento, al lado de la puerta de calle, que a ese fin cedió una vecina.
Los inquilinos entraban al cuarto de puntillas y una vez junto al ataúd dejaban
caer sus miradas sobre el rostro de la señora de Vélez con todo el estrépito
que habían contenido en sus pasos. Pero del ataúd no llegaban señales de
protesta. A la señora de Vélez no parecían molestarle esas miradas, ni los
cuchicheos de los condolientes (sentados en torno a Jacinta y Raúl) ni el ir y
venir de doña Carmen (un rosario negro enroscado a la muñeca), que distribuía
con sigilo infructuoso tazas de café, arreglaba coronas y palmas o disponía
nuevos ramitos a los pies del ataúd. En un momento dado, Jacinta salió de la
rueda, fue a la portería, marcó un número en el teléfono. Después dijo, en voz
muy baja:
—¿No ha preguntado nadie por mí?
—Ayer —le contestaron— habló Stocker para verla a
usted hoy, a las siete. Quedó en hablar de nuevo. Me pareció inútil llamarla.
—Dígale que voy a ir. Gracias.
Fue el comienzo de una tarde difícil de olvidar.
Primero, en el cuarto de su madre, Jacinta permaneció largo rato con los
sentidos anormalmente despiertos, ajena a todo y a la vez de todo muy
consciente, cernida sobre su propio cuerpo y los objetos familiares que se
animaban con una vida ficticia en honor a ella, refulgían, ostentaban sus
planos lógicos, sus rigurosas tres dimensiones. «Quieren ser mis amigos —no
pudo menos de pensar— y hacen esfuerzos para que yo los vea», porque este
aspecto inesperado parecía corresponder a la identidad secreta de los objetos
mismos y a la vez coincidir con su yo recóndito. Dio algunos pasos por el
cuarto mientras perduraba en sus labios, con toda la agresividad de una presencia
extraña, el gusto del café. «Y yo no los miraba. La costumbre me alejaba de
ellos. Hoy los veo por primera vez».
Y, sin embargo, los reconocía. Ahí estaba ese
extravagante mueble barroco (los dos mazos de naipes sobre el tafilete
amarillento) que terminaba en una repisa con un espejo incrustado. Ahí estaban
las medicinas de su madre, un frasco de digital, un vaso, una jarra con agua. Y
ahí estaba ella en el espejo, con su cara de planos vacilantes, sus rasgos
inocentes y finos. Todavía joven. Pero los ojos, de un gris indeciso, habían
envejecido antes que el resto de su persona. «Tengo ojos de muerta». Pensó en
los ojos de su madre, guarecidos bajo una doble cortina de párpados venosos, en
los de Raúl. «No; son miradas distintas, no tienen nada en común con la mía».
Había en sus ojos el orgullo de los que son señores y dueños de su propio
rostro, pero ya el verso final asomaba en ellos: azucenas que se pudren, una
especie de clarividencia inútil que se complace en su falta de aplicación. Le
traían reminiscencias de otras personas, de alguien, de algo. ¿Dónde había
visto una igual? Durante un segundo su memoria giró en el vacío. En un cuadro,
tal vez. El vacío se fue llenando, adquirió tonalidades azules, rosadas.
Jacinta apartó los ojos del espejo y vio abrirse ante ella un balcón sobre un
fondo nocturno; vio ánforas, perros extáticos, más animales: un pavo real,
palomas blancas y grises. Era Las dos
cortesanas, del Carpaccio.
Y ahí estaba Stocker, en el departamento de María
Reinoso. Tenía una cara percudida y un cuerpo juvenil, muy blanco, que la ropa
falsamente modesta parecía destinada esencialmente a proteger. Cuando se la
quitaba sin prisa, doblándola con esmero, verificando el lugar en que dejaba
cada prenda de vestir, conquistaba la infancia. Surgía más desnudo que los
otros hombres, más vulnerable: un niño casi desinteresado de Jacinta que
acariciaba las distintas partes del cuerpo de ella sin preocuparse por el nexo
humano que las vinculaba entre sí, como quien toma objetos de acá y de allá para
celebrar un culto sólo por él conocido y después de usarlos los va dejando
cuidadosamente en su sitio. Una atención casi dolorosa se reflejaba en su
semblante: lo contrario del deseo de olvidar, de aniquilarse en el placer. Se
hubiera dicho que buscaba algo, no en ella sino en sí mismo, y también, a pesar
del ritmo mecánico que ya no podía graduar a voluntad, se lo hubiera tenido por
inmóvil, a tal punto su expresión era contenida, vuelta hacia dentro, al acecho
de ese segundo fulgurante de cuya súbita iluminación esperaba la respuesta a
una pregunta insistentemente formulada.
Él había recobrado su aire perplejo. Ella pensaba
con amargura en el retorno a los vecinos, al olor de las flores, al ataúd. Pero
el hombre no mostraba deseos de irse. Caminó por el cuarto, se instaló en un
sillón, a los pies de la cama. Cuando Jacinta quiso dar por terminada la
entrevista, la obligó a sentarse de nuevo apoyando sus manos en los hombros de
ella.
—Y ahora —dijo— ¿qué piensa usted hacer? ¿No le
queda nadie más?
—Mi hermano.
—Su hermano, es verdad. Pero es…
Aunque no las hubiera pronunciado, las palabras
«idiota» o «imbécil» flotaban en el aire. Jacinta sintió necesidad de
disiparlas. Repitió una frase de su madre:
—Es un inocente, como el de L’Arlésienne.
Y se echó a llorar.
Estaba sentada en el borde de la cama. El cobertor
doblado en cuatro y, debajo, las sábanas que momentos antes habían rechazado
ellos mismos con los pies formaban un montículo que la obligaba a encorvar las
espaldas, siguiendo una línea un poco vencida, a fijar los ojos en el fieltro
gris que cubría el piso y desaparecía debajo de la cama, de un gris muy claro,
bañado de luz, en el centro del cuarto. Tal vez esta posición de su cuerpo
motivó sus lágrimas. Sus lágrimas resbalaban por sus mejillas, la arrastraban
cuesta abajo, la impulsaban solapadamente a confundirse con el agua gris del
fieltro, en un estado de disolución semejante al que sentía por las tardes
cuando su madre hacía solitarios y hablaba sin cesar, dirigiéndose a Raúl. Y en
la nuca, en las espaldas, sentía también el leve peso de una lluvia dulce,
penetrante. El hombre le decía:
—No llore. Escúcheme: le propongo algo que puede
parecerle extraño. Yo vivo solo. Véngase a vivir conmigo.
Después, como respondiendo a una objeción:
—Habremos de entendernos. En fin, lo espero, quiero
creerlo. Hay serpientes, ratones y búhos que fraternizan en la misma cueva.
¿Qué nos impide fraternizar a nosotros?
Y después, cada vez más insistente:
—Contésteme. ¿Vendrá usted? No llore, no se
preocupe por su hermano. De momento, que ahí quede, donde está. Ya veremos, más
adelante, lo que puedo hacer por él.
«Más adelante» había sido el sanatorio.
II
El sufrimiento ajeno le inspiraba demasiado respeto
para intentar consolarlo: Bernardo Stocker no se atrevía a ponerse del lado de
la víctima y sustraerla al dominio del dolor. Por un poco más se hubiera
conducido como esos indígenas de ciertas tribus africanas que cuando alguno de
entre ellos cae accidentalmente al agua golpean al infeliz con los remos y
alejan la chalupa, impidiendo que se salve. En la corriente los reptiles
reconocen la cólera divina: ¿es posible luchar con las potencias invisibles? Su
compañero ya está condenado: ¿prestarle ayuda no significa colocarse, con
respecto a ellas, en un temerario pie de igualdad? Así, llevado por sus
escrúpulos, Bernardo Stocker aprendió a desconfiar de los impulsos generosos.
Más tarde había conseguido reprimirlos. Compadecemos al prójimo, pensaba, en la
medida en que somos capaces de auxiliarlo. Su dolor nos halaga con la
conciencia de nuestro poder, por un instante nos equipara a los dioses. Pero el
dolor verdadero no admite consuelo. Como este dolor nos humilla, optamos por
ignorarlo. Rechazamos el estímulo que originaría en nosotros un proceso
análogo, aunque de signo inverso, y el orgullo, que antes alineaba nuestras
facultades del lado del corazón y nos inducía fácilmente a la ternura, ahora se
vuelve hacia la inteligencia para buscar argumentos con qué sofocar los
arranques del corazón. Nos cerramos a la única tristeza que al herir nuestro
amor propio lograría realmente entristecernos.
Su impasibilidad le permitía a Bernardo Stocker
vislumbrar la magnitud de la aflicción ajena. Sin embargo, ante el dolor de
Jacinta reaccionó de manera instantánea, poco frecuente en él. ¿No era ello
debido, precisamente, a que Jacinta no sufría?
Jacinta se trasladó a vivir a un departamento de la
plaza Vicente López. Ese invierno no se anunciaba particularmente frío, pero al
despertar, no bien entrada la mañana, Jacinta oía el golpeteo de los radiadores
y un leve olor a fogata llegaba hasta su cuarto: Lucas y Rosa encendían las
chimeneas de la biblioteca y del comedor. A las diez, cuando Jacinta salía de
su dormitorio, ya los sirvientes se habían refugiado en el ala opuesta de la
casa.
Bernardo Stocker heredó de su padre esta pareja de
negros tucumanos, así como heredó sus actividades de agente financiero, sus
colecciones de libros antiguos y su no desdeñable erudición en materia de
exégesis bíblica. El viejo Stocker, suizo de origen, llegó al país setenta años
atrás: la ganadería, el comercio y los ferrocarriles empezaban a desarrollarse,
el Banco de la Provincia estaba en trance de ocupar el tercer lugar del mundo,
y el Comptoir d’Escompte; Baring Brothers, Morgan & Company trocaban en relucientes
francos oro y libras esterlinas los cupones del gobierno. El señor Stocker
trabajó, hizo fortuna, pudo olvidar diariamente sus tareas en la Bolsa, después
de un rato de charla en el Club de Residentes Extranjeros, con el estudio del
Antiguo y del Nuevo Testamento. En religión también era partidario del libre
examen, de la libertad cristiana, de la liberalidad evangélica. Había
participado en los tempestuosos debates en torno a Bibel und Babel, pertenecía a la Unión Monista Alemana, rechazaba
toda autoridad y todo dogmatismo.
Fue en un viaje por Europa. Bernardo (tenía
entonces dieciséis años) acompañó a su padre durante dos noches consecutivas al
Jardín Zoológico de Berlín. Los profesores laicos, los rabinos, los pastores
licenciados y los teólogos oficiales se arrancaban la palabra en el gran salón
de actos: discutían sobre cristianismo, evolucionismo, monismo; sobre la Gottesbewusstsein y la influencia
liberadora de Lutero; sobre tradición sinóptica y tradición juanina. ¿Había o
no existido Jesús? Las epístolas de San Pablo ¿eran documentos doctrinales o
escritos de circunstancia? El rugido nocturno de los leones aumentaba la
efervescencia de la asamblea. El presidente recordaba al público que la Unión
Monista Alemana no se proponía inflamar las pasiones y que se abstuviera de
manifestar su aprobación o su vituperio. Vanamente: cada discurso terminaba
entre una baraúnda de aplausos y silbidos. Las mujeres se desmayaban. Hacía
mucho calor. A la salida, padre e hijo desfilaron ante los pabellones egipcios,
los templos chinos, las pagodas indias. Transpusieron la Gran Puerta de los
Elefantes. El señor Stocker se detuvo, le dio el bastón a su hijo, se enjugó
las gafas, las barbas y los ojos con un pañuelo a cuadros. Había sudado o
llorado, había contenido decorosamente su entusiasmo. «¡Qué noche! —murmuraba—.
¡Y luego se habla de la moderna apatía religiosa! El estudio de la Biblia, la
crítica de los textos sagrados y la teología no es nunca inútil, querido
Bernardo. Recuérdalo bien. Hasta si nos hace pensar que Cristo no ha existido
como personalidad puramente histórica. Hoy lo hemos hecho vivir en cada uno de
nosotros. Con ayuda de su espíritu se ha transformado el mundo, con ayuda de su
espíritu lograremos transformarlo aún, crear una tierra nueva. Discusiones como
la de hoy no pueden sino enriquecernos».
Así, acompañado por el espíritu de Cristo y por su
hijo Bernardo, en cuyo brazo se apoyaba, continuó discurriendo de esta suerte.
Tomaron un coche de punto, dejaron atrás la hojarasca cárdena del Tiergarten,
entraron en Friedrich Strasse, llegaron al hotel.
Habían transcurrido muchos años, pero Bernardo
continuaba asentando sus pasos en las huellas del señor Stocker, haciendo todo
lo que aquél hizo en vida. Obraba sin convicción, quizá, pero de una manera no
menos fiel. Se puso por delante ese ejemplo como hubiera podido elegir
cualquier otro: las circunstancias se lo suministraron. A decir verdad, no le
fue difícil adaptarse a la imagen de su padre. Se casó muy joven y al poco
tiempo enviudó, como el señor Stocker. Su mujer todavía habitaba la casa (o
mejor dicho el escritorio de la biblioteca) desde un marco de cuero. Por las
mañanas, en la oficina, Bernardo leía los diarios y conversaba con los
clientes, mientras su socio, Julio Sweitzer, despachaba la correspondencia, y
el empleado, tras un tabique de vidrios azules, anotaba en los libros las
operaciones del día anterior. También a Sweitzer lo había modelado el señor
Stocker. En otra época llevó la contabilidad de la casa; fue ayudante del
padre, hoy era socio del hijo, y los admiraba como se admira a una sola
persona. Don Bernardo, después de morir, acudió puntualmente a la oficina
(¿veinte, treinta, cuántos años más joven?); afeitado y hablando español sin
acento extranjero, pero la sustitución era perfecta cuando Bernardo y su actual
socio (ahora le había tocado el turno a Sweitzer de que lo llamaran don Julio)
discutían temas bíblicos en francés o en alemán.
A las doce y media los socios se separaban:
Sweitzer regresaba a su pensión, Bernardo almorzaba en un restaurante próximo o
en el Club de Residentes Extranjeros; por la tarde, era generalmente Bernardo
quien iba a la Bolsa. Y mientras tanto se va viviendo, como decía Stocker
padre. En el edificio de la calle 25 de Mayo los hombres corren de una pizarra
a otra, descifran a la primera ojeada los dividendos de los valores por cuya
suerte se preocupan y reciben como una confidencia, entre el opaco aullido de
las voces, las palabras que deben dirigirse expresamente a sus oídos. En torno
a Bernardo los hombres dialogan y gesticulan y trabajan y se agitan con mayor o
menor fortuna, pero aquellos que se han hecho solidarios de la escrupulosa
prosperidad de «Stocker y Sweitzer» (Agentes Financieros, Sociedad Anónima
Bancaria) pueden destinarse a otro género de atención; pueden dejar que los
recuerdos, los días, los paisajes los maduren, y atisbar el milagro
imperceptible de las nubes fugaces, del viento y de la lluvia.
Casi todas las mañanas iba Jacinta al inquilinato
de la calle Paso. A menudo Raúl había salido con otros muchachos del barrio;
Jacinta, a punto de marcharse, lo veía desde la puerta avanzar hacia ella con
su paso irregular, un poco separado del grupo, más alto que los otros. Entraba
de nuevo al inquilinato, esta vez acompañada de Raúl; sentada a su lado, se
atrevía a rozarlo tímidamente con los dedos. Tenía miedo de que el muchacho se
irritara, porque se mostraba más esquivo cuanto mayores esfuerzos hacía para
comunicarse con él. En una ocasión, desalentada por tanta indiferencia, Jacinta
dejó de visitarlo. Al volver, al cabo de una semana, el muchacho le dijo: «¿Por
qué no has venido estos días?».
Parecía alegrarse de verla.
Jacinta abandonó su afán de dominación y llegó a
sentir por Raúl una necesidad puramente estética. ¿A qué buscar en él las estériles
reacciones de los humanos, la connivencia de las palabras, el fulgor
sentimental de una mirada? Raúl estaba ahí, sencillamente, y la miraba sin
fijar la vista en ella; la miraban su frente recta y dorada por el sol, sus
manos anchas con los dedos separados, cuya forma recordaba los calcos de yeso
que sirven de modelo en las academias de dibujo, su costumbre de andar de un
lado a otro y detenerse insólitamente en el vano de las puertas, su destreza
para ovillar las madejas de doña Carmen. Cargada de su presencia, Jacinta salía
del inquilinato, atravesaba lentamente la ciudad.
A esa hora las personas habían entrado a almorzar y
dejaban la calle tranquila. Jacinta, después de caminar en dirección al Este,
se encontraba en un barrio propicio y modesto, de veredas sombreadas. Y se
internaba en ese barrio como obedeciendo a una oscura protesta de su instinto.
Tomaba una calle, torcía por otra, leía los nombres de los letreros, seguía la
inclinada tapia del Asilo de Ancianos, presidida de vez en cuando por estatuas
amarillas, a donde iba a morir un parque sombrío; doblaba a la izquierda, se
resistía al llamamiento de las bóvedas terminadas en cruces o desaforados
ángeles marmóreos. De pronto, el aspecto de una casa sólida y firme, provista
de un amplio cancel y dos balcones a cada lado, con las paredes pintadas al
aceite, un poco desconchadas, la llenaba de felicidad. Encontraba cierto
espiritual parecido entre esa casa y Raúl. Y también los árboles le hacían
pensar en su hermano, los árboles de la plaza Vicente López. Antes de cruzar,
desde la vereda de enfrente, Jacinta hacía suya la plaza con una mirada que
abarcaba césped, chicos, bancos, ramas, cielo. Los troncos negros y sinuosos de
las tipas emergían de la tierra como una desdeñosa afirmación. ¡Había tal
caudal de indiferencia en ese impulso un poco petulante, desinteresado de todo
lo que no fuera su propio crecimiento y destinado a sostener contra las nubes,
como un pretexto para justificar su altura, el follaje estremecido y ligero,
casi inmaterial! Cuando Jacinta subía al tercer piso observaba de cerca el
dibujo alternado de las hojitas verdes. Entonces abría las ventanas y dejaba
que el aire puro enfriara el dormitorio.
Sobre una mesa la esperaban un termo con caldo,
fuentes con avellanas, nueces. Jacinta se quedaba allí; otros días descansaba
un momento, bajaba de nuevo a la calle, tomaba un taxi y se hacía conducir al
restaurante donde almorzaba Bernardo.
Lo encontraba con la cabeza inclinada sobre el
plato, masticando reflexivamente. Bernardo levantaba los ojos cuando Jacinta ya
estaba sentada a la mesa. Entonces, saliendo de su ensimismamiento, pedía para
ella una ostentosa ensalada y le servía una copa de vino, en la que Jacinta
apenas mojaba los labios.
Se lo notaba turbado por esas entrevistas. Siempre
lo sorprendían. Trataba de animar la conversación, temiendo el momento en que
habrían de separarse. Le preguntaba en qué había ocupado ella la mañana. ¿Y en
qué había ocupado ella la mañana? Caminó, miró una casa pintada de verde, miró
los árboles, estuvo con Raúl. Él le pedía noticias de Raúl. Otras veces,
intentando reconstruir la vida anterior de Jacinta, conseguía arrancarle
algunos detalles materiales que hacían destacar los grandes espacios desérticos
donde ambos se perdían. Porque tenía la sensación de que Jacinta había perdido
su pasado, o estaba en vías de perderlo. Le preguntaba:
—¿Qué tipo de hombre era tu padre?
—Un hombre de barba.
—Como el mío.
—Mi padre se dejó crecer la barba porque ya no se
tomaba el trabajo de afeitarse. Era alcohólico.
Sí, esos detalles no le servían de gran cosa. El
padre de Jacinta no pasaba de ser un viejo fracasado, como tantos otros. Y
Bernardo continuaba preguntando, ya sumergido en plena futilidad.
—¿Le gustaban los solitarios como a tu madre? ¿No?
Dime, ¿cómo se hace el Napoleón?
—Ya te expliqué.
—Es verdad. Tres hileras de diez cartas tapadas,
tres sin tapar; se apartan los ases… Pero, ahora que pienso, se hace con dos
barajas…
—No hablemos de solitarios. Únicamente a mi madre
podían divertirla.
—No hablaremos si te aburre, pero una de estas
noches, cuando tengas ganas, lo haremos juntos, ¿quieres?
Tampoco podía precisar el carácter de la señora de
Vélez. Bernardo no era riguroso en cuestiones de moral y simpatizaba con la
pobre señora. Sin embargo, con el propósito de que Jacinta fuera sobre ella más
explícita, se sorprendía censurando sus costumbres.
—Pero, ¿qué clase de mujer era tu madre? No podía
ignorar que traías el dinero de algún lado, y si no trabajabas ni hacías más
traducciones…
—No sé.
—Es tan raro lo que cuentas…
—No cuento —respondía Jacinta—. Respondo a tus
preguntas. ¿Para qué quieres saber cómo era mi madre? ¿Para qué quieres saber
cómo vivíamos? Vivíamos, sencillamente. Al principio, mi madre pedía dinero
prestado. Después no se lo daban, pero siempre encontró alguna persona que
arreglara la situación. En los últimos tiempos, antes que yo conociera a María
Reinoso, fue doña Carmen.
—Doña Carmen es una buena mujer.
—Sí.
—Pero la odias.
—Tenía celos —contestaba Jacinta—. Hasta llegué a
reprocharle que me hubiera presentado a María Reinoso, como si yo…
Se interrumpía. Bernardo, bloqueado por aquel
silencio, acudía a nuevos temas de conversación. Ahora se esforzaba en
resucitar su miserable pasado común.
—¿Recuerdas la primera vez que nos encontramos?
Siempre nos hemos visto en el mismo cuarto. ¿Y la última? Yo te esperé mucho
tiempo, media hora, tres cuartos de hora. Nunca llegabas. Creo que mis deseos
te hicieron venir. Y ahora mismo creo que mis deseos te vencen, te retienen.
Temo que un día desaparezcas, y si te fueras no me quedaría nada de ti, ni una
fotografía. ¿Por qué eres tan insensible? En una sola ocasión te has entregado
a mí por completo. Estabas indefensa. Llorabas. Lograste conmoverme. Por eso
comprendí que no sufrías. Fue nuestro último encuentro en casa de María
Reinoso.
Su aspecto era lamentable. Aunque Jacinta apenas lo
escuchaba, continuaba hablando:
—En casa de María Reinoso eras humana. En aquella
época tenías un carácter atormentado. Me contabas lo que te sucedía. A veces me
gustaría verte de nuevo allí. ¿Cómo eran los demás cuartos? Tú has estado en
esos cuartos con otros hombres. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Cómo eran?
Y ante el silencio de Jacinta:
—Me intereso en esos hombres porque han estado
mezclados a tu vida, como me intereso en mí mismo, en el yo de antes, con una
especie de afecto retrospectivo. Antes, yo te inspiraba algún sentimiento.
Quiero a esos hombres como quiero a tu madre, a Raúl, a doña Carmen… aunque la
detestes. El odio es lo único que subsiste en ti.
—Me gustaría —dijo Jacinta— que Raúl fuera a vivir
a un sanatorio.
—¿Para alejarlo de doña Carmen?
—Ayer —continuó Jacinta, sin responder a su
pregunta— he visitado un sanatorio en Flores, en la calle Boyacá. Hay hombres
parecidos a Raúl. Caminan entre los árboles, juegan a las bochas.
—Hará mucho frío.
—Raúl no siente el frío.
Bernardo consultaba su reloj. Eran las tres
pasadas, tenía que ir a la Bolsa. Y se despedía con la sensación de haberse
conducido mal. Jacinta no volvería a reunirse con él a la hora del almuerzo. Y
así fue. Pocas semanas después, al entrar ella al restaurante y verlo en su
mesa de costumbre, tuvo un momento de vacilación. Retrocedió, tomó por el lado
interno del pasillo y se encontró junto al extremo de la salida, pero separada
de la calle por las vidrieras divididas por losanjes y adornadas con el escudo
inglés. Dos personas se levantaron de una mesa. Jacinta optó por sentarse allí.
Pero los mozos no se le acercaron. Creían, acaso, que había terminado de
almorzar. Jacinta se quedó un rato, pellizcó unos restos de pan y se marchó.
Nadie pareció advertir su presencia.
La tarde de ese día Bernardo volvió a su casa en
una excelente disposición de espíritu. Jacinta estaba recostada. Bernardo entró
al dormitorio y le dijo desde la puerta:
—Estuve en el sanatorio de Flores. Puedes llevar a
Raúl. Pero, ¿querrá ir?
—Lo buscaremos juntos —contestó Jacinta, acentuando
la última palabra—. Tienes que hablar con doña Carmen. Sólo tú puedes hacerlo.
Bernardo se tendió a su lado.
—Tenías razón —dijo—. El lugar es simpático y Raúl
llegará a sentirse contento, si se consigue que vaya, claro está. (Hablaba con
los labios pegados al cuello de Jacinta, casi sin moverlos, como tratando de
que esas palabras fueran caricias que pasaran inadvertidas). El director, un
hombre muy solícito, me mostró el edificio central y los pabellones. Paseamos
por el parque. Hay varios gomeros magníficos y unas tipas altas, sin hojas.
Pierden las hojas antes que las de nuestra plaza. El jardín está un poco
descuidado.
Después, sin transición:
—Desde el pabellón que ocuparía Raúl la vista era
siniestra. Esos canteros de pasto largo, negro, esas ramas escuetas… Sólo
faltaba un ahorcado.
Se incorporó. De un tranco, pasando las piernas por
encima del cuerpo de Jacinta, quedó de pie, junto a la cama. Se arregló el
cuello y la corbata, se echó agua de colonia.
—Esta noche viene Sweitzer a comer —dijo—. No me
dejes solo con él toda la noche.
—No iré a la mesa.
—No me dejes solo —repitió—. Te lo suplico.
—¿A qué viene?
—Quiere que escribamos una carta.
—¿Una carta?
—Una carta sobre Jesús.
Jacinta no entendía.
—Oh, si necesito darte explicaciones… En fin, se
está representando una obra de teatro que se llama La familia de Jesús. Un católico ha enviado una carta al periódico,
protestando porque Jesús no tuvo nunca hermanos. Sweitzer quiere escribir otra
diciendo que sí, que Jesús tuvo muchos hermanos.
—¿Y es cierto?
—Todo se puede afirmar. Pero ¿por qué te extraña?
¿Has leído los Evangelios? ¿Cuando hiciste la primera comunión y estudiabas la
doctrina? ¿No? En la doctrina no enseñan los Evangelios sino el catecismo… ¿Y
también el libro de Renan? ¡Qué me dices! Nunca lo hubiera supuesto.
Las contestaciones de Jacinta eran reticentes.
Bernardo no podía saber con exactitud si era ella quien había leído los
Evangelios y la Vie de Jésus, o su
madre, la señora de Vélez.
—Bueno, ¿vienes a la mesa? Mañana vamos juntos al
inquilinato, pero esta noche comes con nosotros. Te lo pido especialmente. Es
lo único que te pido. ¿Me lo prometes?
—Sí.
Sweitzer lo esperaba en la biblioteca, examinando
una reproducción en colores de Las dos
cortesanas que habían colocado sobre el escritorio, en un marco de cuero.
Bernardo, mientras lo saludaba, reflexionaba en la ambigüedad de Jacinta. Y de
pronto comenzó a entristecerse consigo mismo al pensar que semejantes
nimiedades pudieran preocuparlo, y su tristeza se manifestó en un exasperado
desdén hacia Jacinta, la señora de Vélez, los Evangelios, la Vie de Jésus. La emprendió con Renan:
—Con
razón se ha dicho que la Vie de Jésus es
una especie de Belle Hélène del cristianismo. ¡Qué concepción de Jesús tan
característica del Segundo Imperio!
Y repitió un sarcasmo sobre Renan. Lo había leído
días antes hojeando unas colecciones viejas del Mercure de France.
—Renan tuvo en su vida dos grandes pasiones: la
exegésis bíblica y Paul de Kock. A esta costumbre sacerdotal, que contrajo en
el seminario, debía su afición por el estilo sencillo, la ironía suave, el sous-entendu mi-tendre, mi-polisson, pero también adquirió en
Paul de Kock el arte de las hipótesis novelescas, de las deducciones
caprichosas o precipitadas. Parece que hasta en los últimos tiempos la mujer de
Renan tenía que valerse de verdaderas astucias para arrancar de las manos de su
ilustre marido La femme aux trois
culottes o La pucelle de Belleville.
«Ernest —le decía—, sé complaciente, escribe primero lo que te ha pedido
M. Buloz y luego te devolveré tu juguete».
El señor Sweitzer concedió una sonrisa estricta: no
le hacían gracia las irreverencias. Y Bernardo, dirigiéndose a Jacinta:
—Paul de Kock es un escritor licencioso.
Escuchó la voz de Jacinta. Hablaba de unas novelas
en inglés que había leído, pero de sus palabras parecía colegirse que se
trataba de novelas pornográficas, para gente de puerto.
—Tenían tapas de colores violentos, rojas,
amarillas, azules. Se compraban en el Paseo de Julio y los vendedores las
escondían en sus armarios portátiles, tras una hilera de zuecos, con los
cigarrillos de contrabando.
Pasaron al comedor.
Jacinta ocupó la cabecera. Cuando Lucas entró con
la fuente había un cubierto de menos. Bernardo le hizo señas: apenas podía
contener su impaciencia. Lucas tuvo que dejar la fuente, volvió instantes
después trayendo una bandeja y dispuso el cubierto que faltaba con impertinente
lentitud.
El señor Sweitzer, muy confuso, sacó de la cartera
un recorte y unos papeles escritos con su letra bonapartina. «He borroneado una
respuesta», dijo. Empezó a leer:
—No es sólo en el cap. XIII, 55, de Mateo, como
parece entenderlo el señor X, donde se trata este asunto que ha motivado
tantas discusiones (aquí, para mayor claridad, transcribo los demás pasajes
alusivos de Mateo, Marcos, Lucas, Juan, los Corintios y los Gálatas). De la
lectura de estos textos han surgido tres teorías: la elvidiana a que se refiere
el señor X sostiene que los hermanos y hermanas de Jesús nacieron de José
y María, después de él; la epifánica, nacieron de un primer matrimonio de José;
la hierominiana, a que se adhiere San Jerónimo, eran hijos de Cleofás y de una
hermana de la Virgen llamada también María. Es la doctrina sustentada por la
Iglesia y defendida por sus grandes pensadores.
Al leer se llevaba de cuando en cuando a la boca
una almendra o trocitos de nueces o avellanas, colocados en un plato a su
izquierda. A veces, con la mano en el aire, hacía girar entre los dedos el
trozo de nuez hasta despojarlo de su telilla leonada. Con el pretexto de
servirse, Bernardo puso el plato fuera de su alcance, entre Jacinta y él.
Sweitzer lo miró con asombro. Bernardo le preguntó:
—¿Por qué no cita los Hechos de los Apóstoles?
—Es verdad; después de comer, si usted me presta
una Biblia…
—No se necesita Biblia. Apunte: I, 14: «…
perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres y con María, la madre
de Jesús, y con sus hermanos». Bueno, aquí finaliza el preámbulo. Y ahora, ¿a
cuál de las tres teorías piensa usted adherirse?
—A la primera, qué duda cabe. ¿Cómo empezaría
usted?
Bernardo no pudo resistir al afán de lucirse.
—Yo empezaría diciendo —contestó con aire
profesoral—: Es verdad que en hebreo y arameo existe una sola voz para designar
los términos hermano y primo, pero no es ésa razón suficiente para torcer el
significado de los textos. Porque nos encontramos en presencia de un idioma
como el griego, rico en vocablos, que tiene una palabra para decir hermano (adelphos), otra para decir primo hermano
(adelphidus) y otra, para decir primo
(anepsios). La comunidad de Antioquía
era un medio bilingüe y allí se efectuó el paso de la forma aramea a la forma
griega de la tradición. Goguel cita un versículo de Pablo (Colosenses, IV, 10)
donde se dice: «… y Marcos, sobrino de Bernabé». Si Pablo en sus otros escritos
habla de los hermanos de Jesús, no hay motivo para que se confunda un término
con otro.
Hizo una pausa. Continuó:
—Habría tanto que agregar… Tertuliano acepta que
María tuvo de José muchos hijos. También lo afirmaba la secta de los ebionitas
y Victorio de Petau, mártir cristiano, muerto en el año 303. Hegesipa dice que
Judas era hermano, según la carne, del Salvador. La Didascalia dice que Jacobo,
obispo de Jerusalén, era, según la carne, hermano de Nuestro Señor. Epifano
reprocha la ceguera de Apolonio, quien enseñaba que María había tenido hijos
después del nacimiento de Jesús.
El señor Sweitzer tomaba algún apunte en su carnet.
Bernardo continuaba exponiendo. Con las palabras desaparecía su mal humor de
los primeros momentos. Se había vuelto a encontrar a sí mismo, estaba
satisfecho de su seguridad, de su memoria, de su erudición. Recibía como un
homenaje el respetuoso silencio de Sweitzer. Buscó la aprobación de Jacinta.
Jacinta permanecía ajena a todo, vaga, remota, como
disuelta en la atmósfera del comedor. Bernardo tartamudeó, tomó vino, inclinó
la cabeza; aún quedaba una pinta rosada en la copa. Levantó la cabeza; ante sus
ojos las llamas de la chimenea bailaban en los respaldos verdes de las sillas
vacías, apoyadas contra la pared, las maderas de cedro tallado y la cara de
Lucas palpitaban con una especie de vida intermitente, descubriendo trozos
rojizos e imprevistos, y las gotas de cristal de la araña vienesa parecían
aumentar de tamaño, más grávidas que nunca, y de un instante a otro amenazaban
con deshacerse sobre el mantel. (Se hubiera dicho que Lucas, al acercarse a la
mesa, no salía de la penumbra con el designio de retirar los platos sino de
incorporarse a ese óvalo resplandeciente de humano bienestar). Pero Bernardo
había perdido el hilo de su discurso. Quiso sobreponerse:
—Hay motivos para pensar —dijo haciendo un
esfuerzo— que en los primeros siglos de la era cristiana se hablaba con
frecuencia de los hermanos de Jesús. Guignebert…
Sweitzer lo interrumpió:
—Con esto basta y sobra. Es una mera respuesta.
—Bernardo agregó todavía:
—Como es católico el que ha escrito la carta, para
terminar conviene una cita católica. Algo así: Recordemos la ejemplar
sinceridad del padre Lagrange, quien reconoce que históricamente no está
probado que los hermanos de Jesús sean sus primos.
Se fue a sentar junto a la chimenea, llevándose su
taza de café. Dos gruesos troncos ardían con entusiasmo. Distinguía la llama
ondulante y roja, el rojo ocre, casi anaranjado, de los tizones y el delicado
matiz azul que se insinuaba hasta contaminar la blancura de una montañita de
ceniza. A Jacinta le repugnaba el espectáculo del fuego. ¡Y él, que hubiera deseado
consumirse como esos troncos, desaparecer de una vez por todas! Se acercaba más
y más a la chimenea, parecía dispuesto a quemarse los pies. «Soy demasiado
friolento». Se levantó para entreabrir una ventana. El señor Sweitzer,
despegándose trabajosamente del sillón, empezó a despedirse.
—Muchas gracias. Mañana redactaré la contestación.
Si usted pasa por el escritorio, a la salida de la Bolsa, podrá firmarla.
Pero Bernardo le contestó que prefería no hacerlo,
y como el otro le preguntara por qué:
—Estas discusiones son inútiles —dijo—. Y ¿quién
sabe? Tal vez fomentan el error. Cada día que pasa, la humanidad (pronunciemos
la palabra: la «historicidad») de Jesús me parece más dudosa.
Iba y venía por el cuarto, con los ojos secos,
ardientes. Salió y entró casi en seguida, trayendo un libro de noble y
apolillada encuadernación; abrió el libro: el lomo, desprendiéndose de las
tapas pardas, se le quedó en las manos. Sweitzer miró el título:
—Antiquities
of the Jews. Ah, la edición de Havercamp… ¿Piensa usted leerme la dichosa
interpolación? No vale la pena.
Pero nadie podía detenerlo. Bernardo leyó la cita
interpolada y desarrolló, esta vez penosamente, la tesis de que el cristianismo
era anterior a Cristo. Habló de Flavio Josefo, de Justo de Tiberíades… El señor
Sweitzer escuchaba con sorna su apasionada incoherencia.
—Pero es otra cuestión —decía—. Además, esos
argumentos están muy manoseados. Y no me parecen convincentes.
—No me fundo en ellos —contestaba Bernardo—. Mi
convicción pertenece a un orden de verdades que acatamos con el sentimiento, no
con el raciocinio.
Después, como si hablara para sí:
—Pienso en la famosa historia del cuadro… ¿Cómo
era?
Oyó que Jacinta le decía con su voz monótona:
—Ya la sabes. El cuadro se vino al suelo y
descubrimos que Cristo no era Cristo.
«Contada así no se entiende», pensó Bernardo.
Refirió él mismo la historia.
—Era una estampa antigua, un collage de la época colonial adornado en los bordes con terciopelo
azul, arrugado, cubierto con un vidrio convexo. Al romperse el vidrio se pudo
ver que la imagen era una Dolorosa. Le habían dibujado a pluma rizos y barba,
le agregaron la corona de espinas, el manto estaba disimulado por el
terciopelo.
Añadió en un susurro:
—Jacinta Vélez era chica y tuvo una terrible
decepción. De entonces data su incredulidad.
De nuevo escuchó la voz monótona:
—No —dijo Jacinta—, ahora creo.
Cristo se había sacrificado por los hombres, por
esos hombres que mientras más perfectos, menos se parecían a su Redentor:
turbulentos, eruditos, complicados, astutos, destructores, insatisfechos,
sensuales, débiles, curiosos… Y al margen de aquel rebaño vegetaban otros seres
en un estado de misteriosa bienaventuranza, desasidos de la realidad y
despreciados por los demás hombres. Pero Cristo los amaba. Eran los únicos, en
el mundo, con posibilidades de salvación.
Bernardo se despedía del señor Sweitzer. Jacinta
pensaba en Raúl. Tenía urgencia de estar a su lado, rodeada de árboles, en el
sanatorio de Flores.
III
El señor Sweitzer releyó la carta de Bernardo desde
un estrepitoso automóvil de alquiler. Estaba escrita en papel azul, telado, y
en el membrete se reproducía la fecha de un edificio con techo de pizarra e
innumerables ventanas.
Decía la carta:
Estimado don Julio: En los últimos tiempos no puedo
interesarme en los negocios. Cualquier esfuerzo me fatiga. Resolví pues
consultar a un médico, y actualmente, bajo su asistencia, estoy haciendo una
cura de reposo. Esta cura puede prolongarse varios meses. Por eso le propongo a
usted dos soluciones: busque un hombre de confianza para que desempeñe mis
tareas, fijándole un sueldo conveniente y un tanto por ciento que descontará
usted de los ingresos que me corresponden, o liquidemos la sociedad.
A continuación, como para desmentir el párrafo en
que aludía a su actual desinterés por los negocios, Bernardo hacía algunas
observaciones muy sagaces, a juicio de don Julio, sobre una inversión de
títulos que había quedado pendiente en esos días. Agregaba, al terminar: «No se
moleste en verme. Contésteme por escrito».
Don Julio pensaría después en esta última frase.
Llegó al sanatorio, preguntó por Bernardo, pasó su
tarjeta. Lo hicieron esperar en un salón con grandes ventanas que no se abrían
al jardín en toda su altura sino, únicamente, en su parte superior. Al cabo de
diez minutos entró un hombre alto, de rostro sanguíneo.
—¿El señor Sweitzer? —dijo—. Yo soy el director.
Acabo de llegar.
Y se ajustaba, alrededor de las muñecas, las
presillas de su guardapolvo.
—¿Puedo ver al señor Stocker? —preguntó Sweitzer.
—Usted es su socio, ¿verdad? «Stocker y Sweitzer»,
sí, conozco la firma. Al señor Stocker tuve ocasión de tratarlo en marzo de
1926. Recuerdo exactamente la fecha. Yo tenía algunos fondos disponibles, poca
cosa, pero el señor Stocker me recomendó la segunda emisión de consolidados de
la «Lignito San Luis Company»: nunca olvidaré ese nombre. Los valores, en manos
de ustedes, se liquidaron muy bien. Con esa base instalé mi sanatorio.
—¿Puedo ver a mi socio? —insistió Sweitzer.
—Por supuesto, señor Sweitzer. El señor Stocker no
es un enfermo, como usted sabe. Vino al sanatorio trayendo a un muchacho de su
relación, Raúl Vélez. Aquí se respira un ambiente de tranquilidad que debió
seducirlo. Un buen día se apareció con sus valijas; me dijo: «Doctor, he
resuelto tomar un descanso e internarme yo también. Pero guárdeme el secreto.
No quiero que me molesten, no deseo hablar con nadie, ni siquiera con los
médicos». Usted debe ser la única persona a quien ha comunicado su dirección.
—Me ha escrito.
—Lo hemos alojado en el último pabellón, el más
independiente. El señor Stocker ocupa un cuarto. Raúl Vélez el otro.
Vaciló un momento.
—… este muchacho es un caso doloroso —continuó—.
Los médicos somos discretos, señor Sweitzer. Hay cosas que no tenemos por qué
saber, que no queremos saber, pero insensiblemente llegamos a enterarnos de
ciertas circunstancias familiares. En fin, sea lo que fuere, el señor Stocker
siente por este muchacho un afecto verdaderamente paternal. ¿Me puede decir
usted por qué ha demorado tanto tiempo en confiarlo a un psiquiatra?
—¿Ya no es posible curarlo? —preguntó Sweitzer.
—No se trata de curar, sino de adaptar. La
adaptación importa un proceso muy delicado por parte del enfermo y del medio
que lo rodea. Hay que adaptarse al paciente, es cierto, pero a la vez exigirle
un pequeño esfuerzo y que sea él, en realidad, quien se vaya adaptando a los
demás. Lograr ponerlo en comunicación con sus semejantes. Claro está que nunca
se logrará una verdadera comunicación intelectual, como la que nosotros
sostenemos en este momento, pero sí una comunicación primaria. Hacer que el
enfermo comprenda y obedezca ciertas formas de vida corriente. El progreso debe
marchar en ese sentido.
—Y ahora es demasiado tarde…
El otro lo miró con desconfianza.
—Nunca es demasiado tarde —contestó—. Raúl Vélez
está en el sanatorio desde hace quince días. El diagnóstico diferencial de la
demencia precoz hebefreno-catatónica con la debilidad mental es muy difícil. En
ambos casos hay ausencia de signos físicos: el enfermo conserva una fisonomía
inteligente, pero parece vivir al margen de sí mismo, indiferente a todo y a
todos. Y sin embargo es dócil, suave, de apariencia afectuosa. Necesita verse
rodeado de bondad, pero de una bondad firme, cuyos límites sienta. Ahora bien,
a este muchacho se lo ha descuidado de una manera lamentable. Estaba en manos
de una mujer ignorante, que lo quiere mucho, sin duda, pero con un cariño en el
cual no entra el menor discernimiento. Se plegaba a todos sus caprichos, y el
muchacho abusaba, se hundía deliberadamente en la locura. Esa, en ellos, es la
línea de menor resistencia. Al principio, la mujer estaba indignada con
nosotros. Hasta tuvo la osadía de afirmar que iría a quejarse a la justicia,
porque Stocker no tenía derecho para internarlo en nuestro sanatorio.
Sweitzer, esta vez, hizo un gesto de asombro.
Preguntó, sin embargo:
—¿Y es verdad?
—Parece que Stocker no lo ha reconocido legalmente.
Pero ella tiene menos derecho aún para disponer del muchacho. Se trata de un
demente sin familia ni bienes de ninguna clase. ¿Quién, mejor que Stocker, para
ocuparse de él? Yo hablé con el defensor de menores y obtuve del juez que
nombrara a Stocker curador del incapaz. A la mujer, como no quería oír sus
historias, le prohibí la entrada al sanatorio. Ahora le permitimos que venga, a
pedido del mismo Stocker. He accedido, pero no estoy conforme. Hay que alejar
de Raúl Vélez todas las influencias que puedan recordarle, prolongar en su
espíritu el antiguo desorden en que vivía.
Se detuvo.
—Estoy entreteniéndolo —agregó—. Usted deseaba ver
a Stocker. Yo mismo lo acompañaré.
Precedido por el médico, que se excusaba de pasar
antes, Sweitzer llegó a una terraza, descendió una escalinata en forma de
abanico, atravesó un jardín con canteros bordeados de caracoles, donde crecía
un largo césped enmarañado; de vez en cuando, algún gomero de hojas barnizadas
por la lluvia reciente; otros árboles, sin hojas, levantaban al cielo sus ramas
gesticulantes. Sweitzer pisaba con cuidado para no embarrarse. Alrededor del
jardín se veían casitas de ladrillo, separadas unas de otras por laberintos de
boj.
—Aquí lo abandono —dijo el médico—. Siga derecho
por este sendero. A la derecha, en el último pabellón, vive Stocker.
Se le apareció bruscamente, al pisar el umbral de
la puerta abierta de par en par. Bernardo Stocker, en cambio, lo había visto
venir desde lejos. Estaba sentado, envuelto en dos mantas escocesas: una sobre
los hombros la otra fajándole las piernas. «Don Julio, ni puedo levantarme para
saludarlo. Esta manta…». Lo reprendió por haberse molestado: «Me hubiera
escrito». Después mirándolo en los ojos:
—¿Estuvo con el director?
—Sí.
—¡Qué lata le habrá dado! Lo compadezco.
—¿Tiene frío? —preguntó Stocker—. ¿Quiere que
cerremos la puerta?
—No, he descubierto que el frío es saludable. Me
gusta.
Se hizo un silencio. Sweitzer había olvidado el
motivo de su visita, o no quería confesárselo a sí mismo. Quedó consternado.
Buscaba algo que decir, una trivialidad cualquiera que le permitiera salir del
paso. Recordaba el párrafo de la carta: «No se moleste en verme. Contésteme por
escrito», y recurrió a la carta como a un pretexto para justificar su presencia
en el sanatorio. Pero se limitaba a repetir las proposiciones de Bernardo como
si a él, Julio Sweitzer, se le hubieran ocurrido en ese instante. Era un poco absurdo.
Bernardo vino en su ayuda e iniciaron un diálogo de inesperada fluidez.
Empezaba Bernardo, no bien Sweitzer había terminado de hablar, y su
interlocutor, entre tanto, asentía con la cabeza, murmuraba «sí», «claro», «es
lo mejor», «perfectamente…». Temerosos de un nuevo silencio, no prestaban fe ni
atención a lo que decían. Bernardo fue el primero en callar. El señor Sweitzer
había distinguido, más allá del tabique de boj, a un muchacho alto, corpulento,
en compañía de una anciana. De pronto el muchacho avanzó hacia ellos y al
llegar al tabique, en vez de dar la vuelta, tomó directamente el sendero,
escurriéndose por entre las ramas del boj con sorprendente agilidad. Caminaba
con los ojos fijos en Bernardo. Bernardo lo miraba a su vez. Una sonrisa lenta
y profunda se había dibujado en su rostro. Pero sucedió un incidente
imprevisto. El viento hacía volar un papel de diario que fue a caer a los pies
del muchacho. Éste se detuvo a pocos metros de ambos hombres, recogió el papel,
lo miró con la expresión de alguien que piensa «es demasiado importante para
leerlo ahora», lo dobló cuidadosamente, lo guardó en el bolsillo y, girando
sobre sus talones, se alejó. Esta vez, al llegar al tabique, en lugar de
atravesar el boj dio vuelta, siguió por el sendero. Los dos hombres lo
perdieron de vista.
Bernardo quedó con los labios entreabiertos; el
señor Sweitzer no pudo contenerse y preguntó con una voz débil, anhelante, que
apenas reconocía, a tal punto sonaba extrañamente en sus oídos:
—¿Es Raúl Vélez?
—Sí —dijo Bernardo—. Ya ve usted: acude
espontáneamente a mí. Pero siempre habrá de interponerse algo entre nosotros.
Ahora ha sido ese maldito papel.
Después, muy de prisa, en la misma tesitura con que
habían conversado momentos antes:
—Yo he tenido relaciones con Jacinta Vélez, la
hermana de este muchacho. Ha vivido varios meses en casa. Me pidió que me
ocupara de Raúl. Antes de irse, ella misma eligió este sanatorio.
—Antes de irse… ¿a dónde?
—No sé. Discutíamos. Yo le hacía preguntas, la
exasperaba. Uno siempre exaspera a las personas que quiere. Se fue.
—¿No le ha escrito?
—En el inquilinato, donde vivió hasta la muerte de
su madre, revisé un escritorio y encontré varias cartas. Pero eran cartas
escritas por la señora de Vélez y que el correo había devuelto. Estaban
dirigidas a personas cuyo domicilio se ignora. La numeración de las calles ha
cambiado y no coincide con las direcciones de los sobres, o en esas direcciones
han levantado nuevos edificios. No contento con eso, he visto a muchas personas
de apellido Vélez. Nadie los conoce. Sin embargo, un hombre con quien conversé,
mayor que yo, que se llama Raúl Vélez Ortúzar, me dijo que en su familia
existía un personaje un poco mitológico, la tía Jacinta, a la cual solía
referirse su madre. Parece que esta Jacinta era una mujer de mala conducta, que
murió en Europa.
—Pero no puede ser Jacinta —contestó inmediatamente
el señor Sweitzer—. Su espíritu de investigador ya estaba sobre aviso.
—No, pero podía ser la señora de Vélez. Además, él
no estaba seguro de que hubiese muerto.
—¿Y usted espera que Jacinta vuelva?
—Vendrá al sanatorio a ver a su hermano. Lo quiere
mucho. El «autismo» de Raúl, como dicen los médicos, no es para ella una tara.
Se le antoja un signo de superioridad. Trata de parecerse a él.
—¿Pero está enferma? —preguntó Sweitzer, cada vez
más intrigado.
—Enferma o no, yo la necesito. ¿Cree usted que
vendrá, don Julio? Yo antes creía, pero ahora dudo de todo. ¿No cree usted en
los sueños, don Julio? Yo tampoco creía, pero últimamente…
—¿Se le apareció a usted en sueños?
—Sí… y no. Pude ver únicamente sus pies, como si
estuviera frente a mí y yo mirara al suelo. Es extraño hasta qué punto los pies
son expresivos, inconfundibles. Le veía los pies como si la estuviera mirando a
la cara. Entonces, cuando levanté los ojos, no pude seguir adelante. Todo se
disolvió en una atmósfera gris.
Anoche volví a soñar con la misma atmósfera. Es
gris, pero a ratos blanca, traslúcida. Quedé en suspenso. Temía despertarme.
Entonces, comprendiendo que Jacinta estaba ahí, le dije que me había engañado,
que me utilizó como un pretexto para que internara a Raúl en el sanatorio. Le
supliqué que nuevamente se dejara ver. Hablamos de cosas íntimas, de nosotros
dos, de una mujer de quien Jacinta tenía celos. Yo temblaba de rabia. Pero Jacinta
se burlaba en lugar de enojarse. Me decía, observando mi temblor: «Friolento
como todos los hombres». De pronto, empezó a hacerme reproches. En una ocasión
yo le atribuí sentimientos que ella reprueba. Afirmé haberla visto llorar. Eso
la ha herido. «Nosotros no lloramos», me decía, aludiendo a ella y a Raúl. Le
hice notar que las lágrimas no correspondían a su verdadero estado de ánimo,
qué más tarde yo se lo había explicado de una manera verosímil. Mis
explicaciones, sobre todo, la pusieron fuera de sí. «Tú también has hecho
trampa», me decía en alemán.
—¿Habla alemán?
—Ni una palabra, pero le oía pronunciar
distintamente: Auch du hast betrogen!
Entonces me encontré haciendo un solitario y sentí que alguien me aplastaba la
mano contra la mesa en momentos en que yo iba a destapar indebidamente una
carta. Me desperté.
El señor Sweitzer lo alentó. Jacinta volvería a ver
a su hermano. Era lo más lógico. No había que dejarse sugestionar por los
sueños.
Con estas palabras se despidieron.
El señor Sweitzer caminaba distraídamente. Tomó por
un sendero equivocado y por dos veces se encontró, rodeado de boj, en el
patiecillo de otros pabellones. No podía llegar a ese jardín que tenía ante su
vista. Al fin se abrió paso y anduvo entre los árboles, atento a las ventanas
iluminadas del edificio principal. De pronto se llevó por delante un bulto
imponente y oscuro, más oscuro que las sombras. Retrocedió sobresaltado.
—No soy una enferma —le dijo—. Soy Carmen, la
encargada del inquilinato. Necesito hablar con usted.
Caminaron hasta la verja. Era una anciana erguida,
de cabellos blancos. El señor Sweitzer la observó bajo los focos de luz,
aureolados de insectos, de la puerta de entrada: un sombrero alto y cilíndrico,
una esclavina y un manguito de piel (los hocicos de las nutrias hincaban sus
dientes puntiagudos en las propias colas, un poco marrones). Después buscó el
taxi que lo esperaba. La mujer cruzó la calle, el señor Sweitzer se adelantó,
abrió instintivamente la portezuela y la ayudó a subir.
—Deseaba pedirle… —dijo su compañera, y adoptó una
voz quejumbrosa que contrastaba con la dignidad de su aspecto y no parecía
sincera, como si copiara el estilo de las personas cuyos ruegos tenía por
costumbre escuchar—. Usted es bueno. Influya sobre Stocker. Que a Raúl lo dejen
en paz y le permitan volver al inquilinato. Lo quiero como a un hijo.
—Entonces debería agradecerle al señor Stocker lo
que hace por él. En el sanatorio podrán curarlo.
—¿Curarlo? —gritó la mujer—. Raúl no es un enfermo.
Es distinto, nada más. En el sanatorio lo hacen sufrir. La primera noche lo
encerraron. Como el muchacho me echaba de menos, se quiso escapar. Le pegaron:
al día siguiente tenía moretones en el cuerpo. Raúl nunca se cae. Y ayer…
—¿Qué sucedió ayer?
—¡Ayer yo lo he visto, tirado en el suelo, con la
boca llena de espuma! Y el enfermero que me decía: «No es nada, es la reacción
de la insulina. Un ataque de epilepsia provocado». ¡Provocado! ¡Canallas!
—Los médicos saben de estas cosas más que nosotros
—protestó débilmente el señor Sweitzer—. Espere los resultados del tratamiento.
Por ahora, confórmese con visitarlo en el sanatorio.
—¿Y usted cuida del inquilinato? —respondió la
mujer con insolencia—. Yo no puedo venir en automóvil. Ya Stocker no me da más
dinero. Iba por las mañanas, revolvía cajones, se llevaba papeles, libros,
cuadros. Me decía: «A Raúl no le faltará nada en el sanatorio, doña Carmen. Y a
usted tampoco. Usted ha sido muy buena con él. Pero es lo mejor». ¡Lo mejor!
¡Cómo se ha burlado de mí!
Sweitzer perdía la paciencia:
—Usted no quiere comprender. El señor Stocker ha
internado a Raúl Vélez accediendo a un pedido de la hermana del muchacho, de
Jacinta Vélez.
—Sí, ha dicho eso. Ya lo sé.
—Ella es la única que puede arreglar la situación.
Desgraciadamente, no vive más con el señor Stocker. Usted, en vez de
calumniarlo, debería prestarle ayuda, buscar a Jacinta.
La mujer respondió, martilleando cada sílaba:
—Jacinta se suicidó el día que murió su madre. Las
enterraron juntas. —Agregó:
—Vea, no me interesa lo que Stocker pueda haberle
dicho. A Jacinta la conoció gracias a mí. Se la presentó una amiga mía, María
Reinoso. —Y le explicó con naturalidad—: María Reinoso es una alcahueta.
Como le pareciera que Sweitzer, al callar, pusiera
en duda sus palabras, entró en un arrebato de cólera:
—¿Qué? ¿Que no me cree? María Reinoso lo
convencerá. Puede hablar con ella en cualquier momento. Ahora mismo, si quiere.
Inclinándose bruscamente hacia adelante, le gritó
al chofer una dirección; luego, al arrinconarse en el fondo del asiento, rozó
con sus cargados hombros la cara de Sweitzer. Éste sintió en la nariz el olor a
moho de la esclavina de piel.
—No me gusta —dijo— hablar mal de Jacinta, pero yo
nunca la quise. No se parecía a su madre, un pedazo de pan, ni a Raúl. A Raúl
lo quiero como a un hijo. Jacinta era orgullosa, despreciaba a los pobres. En
fin, ahora está muerta. Se tomó un frasco de digital.
El automóvil se detuvo. Mientras Sweitzer pagaba al
chofer, la anciana había avanzado por un largo corredor. Sweitzer tuvo que
apurar el paso para alcanzarla.
Entreabrió la puerta una mujer de edad dudosa. Doña
Carmen le dijo:
No es lo que piensas, María. El señor viene
únicamente a conversar contigo sobre Stocker y Jacinta Vélez. Quiere que le
digas la verdad.
—Pasen. Basta que sea amigo tuyo, yo le diré lo que
sepa.
—Pero quedará decepcionado… —contestó la otra con
afectación.
Al caminar arrastraba las chinelas. Los hizo
sentarse, les ofreció de beber.
—¿El señor era amigo de Jacinta? —preguntó—. ¿No?
¿De Stocker? Ah, un hombre muy serio, muy distinguido. Hace mucho que frecuenta
esta casa. Aquí conoció a Jacinta, pobrecita, y simpatizó con ella en seguida.
Se vieron durante un mes, dos o tres veces por semana. Siempre en mi casa. Me
hablaba Stocker, y yo le daba el mensaje a Jacinta. El día que murió la señora
de Vélez, Jacinta había quedado en venir. A mí me pareció extraño, pero ella
misma se había empeñado. Llega Stocker, y Jacinta que no viene. Yo le explico
la demora. Esperamos. Al final, ya preocupada, hablo por teléfono y me entero
de la desgracia. A Stocker lo impresionó muchísimo. Me dijo: «María, déjeme
solo en este cuarto». Y allí se quedó hasta muy tarde. Es un sentimental.
Después, ya ve lo que ha hecho por ese retardado. Me parece un gesto bellísimo.
Doña Carmen la interrumpió:
—No hables de lo que no sabes.
La otra sonreía.
—Está furiosa —dijo mirándolo a Sweitzer— porque no
puede verlo el día entero. ¡Carmen, Carmen, parece mentira! Una mujer seria, a
tus años…
—Lo quiero como a un hijo.
—Como a un nieto, dirás.
El señor Sweitzer se fue cuando el diálogo entre
las dos mujeres empezaba a subir de tono. Las calles estaban desiertas. En el
centro de la calzada la luz eléctrica hacía brillar el asfalto: grandes charcos
de agua donde era peligroso aventurarse. Después la oscuridad y de nuevo, en la
otra cuadra, el reflejo ficticio del estanque. Sweitzer apenas se atrevía a
cruzarlo. Así anduvo un largo rato, vacilando al llegar a cada bocacalle,
pegado, confundido a las paredes como el insecto a la hoja. De vez en cuando el
boquete de un zaguán iluminado lo ponía en descubierto. Estaba cansado, tenía
frío, no podía entrar en calor. Tampoco podía detenerse. El mismo cansancio lo
impulsaba a caminar. Llegó a una plaza, atravesó la calle. Allí vivía Stocker.
Miró el tablero con los timbres. Cuando Lucas bajó después de un cuarto de
hora, en paños menores y cubierto por un sobretodo, continuaba apretando el
botón del tercer piso.
—¡Señor Sweitzer! —exclamó el negro—. El patrón no
está.
—Ya sé, Lucas. Tenía un mensaje para usted. Pasé
por la casa y me atreví a llamar. Discúlpeme por haberlo despertado.
—No es nada, señor Sweitzer. Entre, no se quede
afuera. Subiremos en el ascensor de servicio porque yo he bajado sin llaves.
Pasaron a la cocina. El negro abría puertas,
encendía luces. «Ahora apagan la calefacción muy temprano. Como no hay nadie,
yo no encendí las chimeneas». Llegaron al hall.
Sweitzer discurría algún mensaje para darle en nombre de su socio.
—El señor me ha escrito. Dice que mande las cuentas
al escritorio. Él volverá el día menos pensado.
—Pero si me ha dejado dinero suficiente —contestó
el negro.
—Le repito lo que él me ha escrito.
—El patrón está de viaje.
—Así es, Lucas.
El negro parecía deseoso de hablar. Después de un
momento agregó entre dientes:
—… con la señora Jacinta.
Sweitzer le preguntó muy despacio:
—Dígame, Lucas, ¿ella ha vivido aquí?
—El señor también sabe…
— ¿Está usted seguro? ¿La vio alguna vez?
—Verla, lo que se llama verla… La encontré en la
puerta de la calle. Era después de almorzar. Ella salía del departamento en
momentos en que yo entraba. En seguida la reconocí.
—Pero si nunca la había visto antes.
—No importa.
—¿Cómo era?
—Tenía ojos grises.
—¿Y cómo supo que era ella? —le preguntó Sweitzer.
—Me di cuenta —contestó el negro—. Me miraba
sonriendo. Parecía decirme: «¡Al fin me descubres!», pero con simpatía. Parecía
decirme: «¡Gracias por el caldo y la ensalada que me preparas todos los días,
por las avellanas, por las nueces! ¡Gracias por tu discreción!». Es una mujer
muy bondadosa.
—¿Pero usted no la vio nunca dentro de la casa?
—¡Tomaban tantas precauciones! Hasta que ellos se
iban, no podíamos arreglar el dormitorio. Por la tarde, el patrón era el
primero en llegar. Cerraba con llave la puerta del hall. Cuando abría la puerta, ya la señora estaba en su cuarto. ¿El
señor Sweitzer recuerda la última noche que vino a comer? El patrón estaba muy
excitado, quería que la señora Jacinta los acompañara, quería presentársela al
señor. Yo, mientras ponía la mesa, le oía la voz: «¡Jacinta, te lo suplico!
Come con nosotros. No me dejes solo esta noche». La esperó hasta lo último. ¿El
señor Sweitzer recuerda que me obligó a poner tres cubiertos? Pero la señora
Jacinta no apareció. Es una mujer muy prudente.
—En resumidas cuentas, usted no la vio nunca dentro
de la casa.
—¡Como si necesitara verla! —exclamó el negro—.
Ahora ni siquiera me molesto en prepararle el caldo frío, pregúntele a Rosa, y
eso que el patrón me ha ordenado que deje comida como siempre. Pero ahora no
está, lo sé, así como sé que antes estuvo viviendo más de tres meses en esta
casa.
Sweitzer repetía:
—Pero usted no la encontró nunca dentro de la…
Y el otro, con insistencia:
—¡Como si necesitara encontrarla! ¿Y el olor? Vea
usted, señor Sweitzer, yo no quisiera ofenderlo, pero la señora Jacinta no
tiene ese olor tan desagradable de los blancos. El de ella es diferente. Un
olor fresco, a helechos, a lugares sombreados, donde hay un poco de agua
estancada, quizá, pero no del todo. Sí, eso es; en la bóveda, cuando vamos al
cementerio de los Disidentes, hay el mismo olor. El olor del agua que empieza a
espesarse en los floreros.
El señor Sweitzer se acostaba. «No he comido esta
noche», pensó, al tiempo que metía la cabeza en su camisón de franela. Se
acurrucó en la cama, buscó con los pies la bolsa de agua caliente, cerró los
ojos, sacó una mano, apagó la lámpara. Pero no se disipaba la claridad de la
habitación. Había dejado encendida la araña del techo, una araña de bronce con
tres brazos puntiagudos de cuyos extremos salieron llamitas de gas y que,
posteriormente, habían adaptado a las bujías eléctricas. Se levantó. Al pasar
junto al ropero se vio reflejado en el espejo, con la papada temblorosa y más
abajo que de costumbre porque andaba descalzo. Rechazó esta imagen poco
seductora de sí mismo, apagó la luz, buscó a tientas la cama. Después,
acariciándose los hombros por encima del camisón, trató de dormir.