Macbeth
Jo Nesbø
Traducción de Lotte Katrine
Tollefsen
Primera parte
1
Una
gota de lluvia brillante cayó del cielo y fue descendiendo a través de la
oscuridad hacia las luces temblorosas de la sucia ciudad portuaria. Las ráfagas
heladas de viento del noreste la arrastraron hacia el lecho del río seco, que
atravesaba la ciudad longitudinalmente, y la vía del ferrocarril clausurada,
que la cruzaba en diagonal. Los cuatro cuadrantes en que se dividía la ciudad
estaban numerados siguiendo el sentido de las agujas del reloj, y más allá de
eso no tenían nombre. O, en cualquier caso, nadie lo recordaba. Si te
encontrabas con alguno de sus ciudadanos muy lejos de allí, sin duda afirmaría
que no se acordaba de cómo se llamaba su ciudad de origen.
La
gota de lluvia perdió brillo, se tornó gris a medida que traspasaba el hollín,
el veneno que cubría la ciudad como una niebla constante, a pesar de que las
fábricas habían ido cerrando una tras otra en los últimos años. A pesar de que
los parados ya no podían permitirse encender las estufas. A pesar del viento
impredecible, el aire impetuoso y la lluvia aparentemente inagotable que, según
afirmaban algunos, se habían desatado cuando dos bombas atómicas pusieron fin a
la última guerra mundial, un cuarto de siglo atrás. O lo que es lo mismo: en
las mismas fechas en que Kenneth había sido nombrado director de la policía.
Desde su despacho del último piso de la Jefatura de Policía, el director
Kenneth había conducido la ciudad hacia el abismo con mano de hierro. Daba
igual quién ocupara la alcaldía o lo que prometieran los jefazos de la
metrópoli Capitol. Nunca lo cumplían. Nada podía evitar que la segunda potencia
industrial del país se hundiera en una ciénaga de corrupción, quiebras, crimen
y caos. No importaba si el cambio climático se debía a Kenneth, a las bombas
atómicas o a la desmemoria, pues por fin la esperanza había hecho su aparición
entre los ciudadanos. Habían pasado seis meses desde que Kenneth se cayera de
la silla en su casa de veraneo, sufriera un ictus y muriera tres semanas
después. La ciudad había sufragado el entierro, según una resolución del
consistorio orquestada por iniciativa del propio Kenneth, por cierto. Tras unas
exequias dignas de un dictador, el cabildo y el alcalde reclutaron como nuevo
director de la policía a Duncan: de frente ancha e hijo de un obispo, estaba al
mando de la sección del Crimen Organizado en Capitol.
Había
sido una elección sorprendente porque Duncan no procedía de la vieja escuela
policial basada en el pragmatismo político, sino de la nueva generación de
mandos bien formados, partidarios de las reformas, la transparencia, la
modernización y la lucha contra la corrupción. Ese no era el caso de la mayoría
de los representantes electos, políticos obsesionados por enriquecerse.
La
esperanza de los vecinos de tener un director de la policía íntegro, honrado y
visionario que quizá sacara a la ciudad de la ciénaga se había visto reforzada
porque Duncan había sustituido a los antiguos jefes policiales por su propio equipo,
cuidadosamente escogido. Lo formaban jóvenes idealistas sin contaminar que de
verdad querían que la ciudad fuera un lugar mejor donde vivir.
El
viento se llevó la gota de lluvia hacia el Distrito 4 oeste, al lugar más alto
de la ciudad: la aguja que remataba el estudio radiofónico de Walter Kite.
Aquella voz de erres marcadas, solitaria y siempre moralmente indignada
simbolizaba la esperanza de que a la ciudad le llegara su redentor. En vida de
Kenneth, solo Kite se había atrevido a criticar abiertamente al director de la
policía y a acusarle de algunos de los delitos que había cometido. Muchos
opinaban que la única razón por la que Kite había sobrevivido era su extrema
soledad. Era demasiado visible para que su desaparición no llamara la atención.
Aquella noche, Kite remachó las erres cuando dijo que el consistorio haría lo
imposible para recuperar las atribuciones que Kenneth acaparó a fin de que el
director de la policía fuera el poder fáctico de la ciudad. Paradójicamente,
eso implicaría que su sucesor, el buen demócrata y director de la policía
Duncan, no dispondría del poder necesario para emprender las reformas que
pretendía. Kite siguió afirmando que las inminentes elecciones para la alcaldía
estaban en manos de «… Tourtell, el alcalde actual y, por tanto, el más
importante del país, sin ningún contrincante. Absolutamente ninguno. Porque
¿quién podría competir con el galápago Tourtell cuando cualquier crítica
resbala por su irritante caparazón de jovial populismo y superioridad moral? Si
a pesar de todo alguien de verdad consiguiera atravesar esa concha y hacerle
mella, me temo que nuestra tortuga está tan gorda y la puerta del despacho del
alcalde es tan estrecha que resultaría materialmente imposible desalojarlo».
En
el Distrito 4 este la gota de lluvia sobrevoló el Obelisco, un hotel con
casino, acristalado y de veinte pisos de altura, que sobresalía como un dedo
corazón iluminado entre los desangelados bloques marrones y negruzcos de cuatro
plantas que predominaban en el resto de la ciudad. A muchos les parecía muy
extraño que cuando menos industria y más paro había, más se pusiera de moda
entre los ciudadanos jugarse el dinero que no tenían en alguno de los dos
casinos.
«La
ciudad que dejó de dar y empezó a exigir —insistían las erres de Kite a través
de las ondas—. Primero clausuramos la industria y luego el ferrocarril, para
que nadie pudiera largarse. Después atontamos a los ciudadanos con drogas que
se vendían donde antes se compraban los billetes de tren. A fin de robarles en
paz. Nunca creí que llegaría a decir que echo en falta a los señores de la
industria, ávidos de beneficios, pero al menos pertenecían a un sector
respetable, a diferencia de las tres áreas en que la gente sigue
enriqueciéndose: casinos, drogas y política.»
En
el Distrito 3 el viento azotaba la Jefatura de Policía, el casino Inverness y
las calles, que a causa de la lluvia se habían quedado vacías. Solo unas pocas
personas se apresuraban de aquí para allá, huyendo, buscando. El viento barría
la estación central, de la que ya no salían trenes pero que seguía habitada por
fantasmas y viajeros; los fantasmas de aquellos que un día construyeron la
ciudad con fe en sí mismos, en la moral del trabajo, en la tecnología y en sus
descendientes; los viajeros del mercado de la droga, siempre abierto, donde
compraban poción, un pasaje al cielo y sin duda al infierno. En el Distrito 2
el viento aullaba entre las chimeneas de cemento de las dos mayores fábricas de
la ciudad, recién clausuradas, Graven y Estex, en las que se habían producido
aleaciones de metal. Aunque ni siquiera quienes trabajaban en los hornos sabían
exactamente cuál era su composición, sí sabían que los coreanos habían empezado
a fabricar esas mismas aleaciones a menor coste. Tal vez el clima de la ciudad
provocara esa impresión de una decadencia ya visible, o tal vez fueran
figuraciones. Quizá solo la certeza de quiebra y ruina acabó haciendo que las
fábricas mudas y apagadas quedaran como lo que Kite llamaba «las catedrales del
capitalismo saqueadas en una ciudad de apóstatas y descreídos».
La
lluvia se desplazó hacia el sureste, cayó sobre farolas rotas entre calles
donde los chacales se apoyaban en las paredes protegiéndose de la incontinencia
crónica de los cielos, buscando con la mirada mientras las presas se apresuraban
hacia zonas más iluminadas y seguras. En una entrevista reciente, Kite le había
preguntado al jefe de la policía por qué la probabilidad de que te atracaran en
aquella ciudad era seis veces mayor que en Capitol. Duncan había respondido que
se alegraba de que por fin le hicieran una pregunta fácil de contestar: porque
el número de parados era seis veces mayor y el de drogadictos, diez veces
mayor.
En
el puerto había contenedores llenos de grafitis y buques de carga
desvencijados. Sus capitanes se citaban con representantes de las corruptas
autoridades portuarias, en lugares poco transitados, para entregarles sobres
marrones que acelerarían la concesión de los permisos para acceder al puerto y
atracar. Cantidades que las navieras apuntarían a la partida de gastos varios,
mientras se juraban que jamás volverían a aceptar un porte con esa ciudad como
destino.
Uno
de esos buques era el Leningrado, un
barco soviético tan oxidado que al resbalar la lluvia por el casco daba la
impresión de que estaba desangrándose en la bahía.
La
gota de lluvia impactó en el haz luminoso de un foco atornillado al techo de un
edificio. Un inmueble de madera, de dos pisos, y que albergaba un almacén, una
oficina portuaria y un club de boxeo clausurado. Continuó descendiendo entre la
pared y un casco de barco oxidado y aterrizó en un cuerno de toro, por el que
se deslizó hasta el punto en que este se soldaba a un casco de moto, por el que
corrió hasta llegar a la espalda de una chupa de cuero con la leyenda NORSE
RIDERS bordada en caracteres góticos. Siguió hacia el asiento de una moto
Indian Chief roja y acabó en la estela de la rueda trasera, que giraba
despacio. Allí dejó de ser una gota, se vio lanzada al exterior otra vez, y
acabó mezclada con el agua venenosa, con la ciudad, con todo.
La
moto roja iba seguida de once motos más. Pasaron bajo una de las farolas que
había en el segundo piso de los oscuros edificios portuarios de dos alturas.
La
luz de la farola que entraba por la ventana de una oficina de enrolamiento de
la segunda planta iluminó una mano que descansaba sobre un cartel publicitario.
En el Glamis estaban buscando a un
pinche. Los dedos eran largos y delgados, como los de un concertista de piano,
de uñas bien cuidadas. El rostro se hallaba en la sombra, no podían verse los
intensos ojos azules, la barbilla firme, los labios finos y poco generosos, la
agresiva nariz en forma de pico, pero sí se advertía la cicatriz que cruzaba
aquel rostro en diagonal, como el destello blanco de una estrella fugaz, del
mentón a la frente.
—Es
aquí —dijo el inspector Duff con la esperanza de que sus hombres de la sección
Antidroga no percibieran el leve e involuntario temblor de su voz.
Había
previsto que los Norse Riders mandarían a tres, como máximo a cuatro hombres a
recoger la droga. Sin embargo, contó doce motos en la comitiva que emergió
despacio de la oscuridad. Las dos últimas llevaban sendos pasajeros. Catorce
hombres contra los nueve suyos. Había buenas razones para creer que los Norse
Riders iban armados. Bien armados. Pero no fue la diferencia de fuerzas la que
provocó el temblor de sus cuerdas vocales. Duff acababa de ver cumplido su
mayor deseo: era él quien estaba al
frente del séquito, por fin lo tenía a su alcance.
Hacía
meses que no se dejaba ver, pero solo existía una persona que llevara ese casco
y la Indian Chief roja que, según decían, era una de las cincuenta que el
Departamento de Policía de Nueva York mandara fabricar en secreto en 1955. El
acero de la funda curvada sujeta al lateral de la moto lanzaba destellos.
Sweno.
Según
algunos había muerto, según otros había huido al extranjero y cambiado de
identidad. Se había cortado las trenzas rubias y se sentaba en una terraza en
Argentina a disfrutar de la vejez y de sus cigarritos extrafinos.
Pero
estaba aquí. El líder de la banda y asesino de policías que junto con el
Sargento había fundado los Norse Riders después de la guerra mundial. Habían
captado a jóvenes desarraigados, la mayoría procedente de las putrefactas casas
que bordeaban el río apestoso, una cloaca, donde vivían los obreros de las
fábricas. Los había entrenado, disciplinado, les había lavado el cerebro hasta
convertirlos en un ejército de soldados intrépidos de los que Sweno se servía
para sus fines: someter la ciudad, monopolizar el creciente mercado de la
droga. Durante un tiempo pareció que Sweno lo conseguiría; no habían sido
Kenneth ni la Jefatura de Policía, quienes lo habían detenido, más bien al
contrario. Con ellos Sweno había podido comprar toda la ayuda que quiso. No,
había sido la competencia. La droga casera de Hekate, la poción, era
sencillamente mejor, más barata y siempre abundaba en el mercado. Si el
chivatazo anónimo que Duff había recibido era cierto, esa partida de droga era
lo bastante grande como para solucionar los problemas de aprovisionamiento de
los Norse Riders por una buena temporada. Duff albergaba la esperanza de que
fuera así, pero no se lo había creído del todo cuando leyó las breves líneas
escritas a máquina y dirigidas a él en persona. Demasiado bonito para ser
cierto. Un regalo que, bien administrado, podía impulsar su carrera de jefe de
la sección Antidroga. Duncan aún no había podido cubrir todos los puestos
importantes de la jefatura con su propia gente. Quedaba, por ejemplo, la
sección de Bandas, cuyo jefe Cawdor, un viejo granuja del equipo de Kenneth, se
aferraba al sillón porque todavía no habían podido encontrar pruebas que
probaran su corrupción. Pero era cuestión de tiempo. Duff era uno de los
hombres de Duncan. Cuando hubo indicios de que quizá a Duncan lo nombrarían
jefe de policía, Duff lo llamó a Capitol y le dijo con aire algo pomposo pero
muy claro que si el ayuntamiento no nombraba a Duncan y acababan eligiendo a
uno de los acólitos de Kenneth, él renunciaría a su puesto. No podía
descartarse que Duncan hubiera intuido motivos personales tras la declaración
de fidelidad incondicional de Duff, pero ¿qué más daba? Duff era sincero en su
deseo de apoyar a Duncan para crear un cuerpo de policías honrados que ante
todo sirvieran al bien público, sin duda. Pero también ambicionaba un despacho
en la jefatura lo más cerca posible del cielo, ¿y quién no? Y quería cortarle
la cabeza a ese tipo que andaba suelto ahí fuera.
Sweno.
Era
el fin y el medio.
Duff
miró su reloj. Era la hora que indicaba la carta, el minuto exacto. Se pasó la
yema de los dedos por la cara interna de la muñeca. Notó su pulso. La esperanza
que sentía estaba convirtiéndose en fe.
—¿Son
muchos, Duff? —susurró una voz.
—Suficientes
como para que los méritos sean muchos, Seyton. Y uno de ellos es tan grande que
su caída se oirá en todo el país.
Duff
limpió el vaho de la ventana. Diez policías tensos y sudados en un cuartito.
Hombres que no tenían misiones como aquella a diario. En calidad de jefe de la
sección Antidroga, Duff había tomado en solitario la decisión de no mostrar la
carta a nadie y utilizar solo a hombres de su propia sección para aquella
misión. Los niveles de corrupción y de filtraciones eran demasiado elevados
como para arriesgarse a otra cosa. Al menos eso le diría a Duncan cuando este le
preguntara al respecto. Pero no le harían muchas preguntas críticas. No, cuando
lo vieran llegar con la mayor incautación de droga de la historia y trece Norse
Riders pillados con las manos en la masa.
Trece,
sí. No catorce. Uno de ellos quedaría tendido en el campo de batalla, si se
presentaba la oportunidad.
Duff
apretó los dientes.
—Dijiste
que solo serían cuatro o cinco —dijo Seyton acercándose a la ventana.
—¿Estás
asustado, Seyton?
—No,
pero tú sí deberías estarlo, Duff. Hay nueve hombres en esta habitación pero yo
soy el único con experiencia en misiones de riesgo.
Lo
dijo sin alzar la voz. Era un tipo delgado, fibroso y calvo. Duff no estaba
seguro del tiempo que llevaba en la policía, solo de que había ejercido en
tiempos de Kenneth. Duff había intentado deshacerse de Seyton. No es que
tuviera nada concreto contra él, pero algo en su persona, algo que no lograba
precisar, le provocaba un profundo malestar.
—¿Por
qué no has movilizado a la Guardia Real, Duff?
—Cuanta
menos gente esté involucrada…
—…
con menos tendrás que compartir la gloria. Porque, si no me equivoco, o ese de
ahí es un fantasma o se trata del mismísimo Sweno. —Seyton señaló con un
movimiento de la cabeza la moto Indian Chief, que en ese instante se detuvo
frente a la pasarela del Leningrado.
—¿Habéis
visto a Sweno? —dijo una voz angustiada, procedente de la oscuridad que tenían
a sus espaldas.
—Sí,
y son una buena docena —dijo Seyton en voz alta sin apartar la vista de Duff—.
Como mínimo.
—Joder
—murmuró otro.
—¿No
deberíamos llamar a Macbeth? —preguntó un tercero.
—¿Estás
oyéndolo? —dijo Seyton—. Hasta tus propios hombres quieren que se haga cargo la
Guardia Real.
—Cierra
la boca —siseó Duff. Se volvió y apuntó con el dedo al cartel de la pared—.
Aquí dice que el Glamis zarpará rumbo
a Capitol el viernes a las seis de la tarde y que están buscando a un pinche de
cocina. Aceptasteis participar en esta misión, pero os daré mi bendición si
preferís embarcaros. Por lo visto, tanto el sueldo como la comida son mejores.
Que levante la mano quien quiera enrolarse.
Entornando
los ojos, Duff oteó en la oscuridad hacia las figuras inmóviles, sin rostro.
Intentó interpretar su silencio. Ya se arrepentía de haberlos desafiado. ¿Y si
alguno de ellos alzaba la mano? Solía evitar las situaciones en que se veía
obligado a depender de otros, pero en ese momento necesitaba a todos los
hombres que tenía delante. Su esposa acostumbraba decir que él prefería
trabajar en solitario porque no le gustaban las personas. Quizá llevara algo de
razón, pero probablemente se daba la situación inversa: era él quien no gustaba
a la gente. No es que disgustara a todo el mundo, pero algo, tal vez de su
personalidad, provocaba rechazo, aunque ignoraba qué. Era consciente de que su
aspecto y la seguridad que tenía en sí mismo resultaban atractivos para un
determinado tipo de mujer. Era educado, culto y más inteligente que la mayoría.
—¿Nadie?
¿En serio? Bien, entonces haremos lo que teníamos previsto, cambiando un par de
cosillas. Seyton y sus tres hombres se dirigirán hacia la derecha en cuanto
salgamos y cubrirán el final de la comitiva. Yo iré hacia la izquierda con los
míos. Mientras que tú, Sivart, saldrás hacia la izquierda, te pondrás fuera del
alcance de la luz, correrás formando un arco en la oscuridad para acceder por
detrás a los Norse Riders y te colocarás sobre la pasarela para que nadie pueda
escapar y subir al barco. ¿Entendido?
Seyton
carraspeó.
—Sivart
es el más joven y…
—El
más rápido —lo interrumpió Duff—. No he pedido que me pusierais objeciones, me
preguntaba si lo habíais comprendido. —Observó los rostros inexpresivos que
tenía delante—. Lo tomaré por un sí. —Se dio la vuelta para volver a mirar por
la ventana.
Un
tipo bajo, de piernas arqueadas y con gorra de capitán, recorría oscilante la
pasarela bajo una lluvia que no cesaba. Se detuvo frente al hombre de la moto
roja. El piloto no se había quitado el casco, limitándose a levantar la visera,
y tampoco había apagado el motor. Escuchaba al capitán con las piernas
obscenamente abiertas sobre el asiento. Del casco asomaban dos largas trenzas
rubias que llegaban hasta el escudo de los Norse Riders.
Duff
respiró hondo, comprobó la pistola.
Lo
peor era que Macbeth había telefoneado. Le habían dado el mismo chivatazo
mediante una llamada anónima y había ofrecido a Duff su ayuda y la de la
Guardia Real. Pero Duff la había rechazado, argumentando que solo se trataba de
la recogida de un camión, y pidió a Macbeth que guardara silencio.
Por
indicación del hombre del casco vikingo, otro de los motoristas se adelantó. Duff
vio las insignias de sargento en la manga de su chupa de cuero cuando el
motorista abrió un maletín ante el capitán. Este asintió, levantó la mano y un
segundo después se oyó un chirrido de metal necesitado de aceite y se iluminó
el brazo de la grúa, que giraba hacia el puerto.
—Casi
es el momento —dijo Duff, cuya voz ya sonaba más firme—. Esperaremos a que la
droga y el dinero hayan cambiado de manos y saldremos.
En
la penumbra movieron la cabeza para asentir en silencio. Habían revisado el
plan al detalle, pero habían previsto un máximo de cinco correos. ¿Quizá a
Sweno le habían advertido de una posible acción policial? ¿Serían tantos por
esa razón? No, en tal caso habrían anulado la operación.
—¿Lo
hueles? —susurró Seyton a su lado.
—¿Oler
qué?
—Su
miedo. —Seyton había cerrado los ojos y las aletas de la nariz le temblaban.
Duff
miró hacia la noche cargada de lluvia. ¿Les habría dicho que sí a Macbeth y a
la Guardia Real en aquel momento? Se pasó los largos dedos por la cara,
siguiendo la cicatriz en diagonal. Ya no merecía la pena pensarlo; debía
hacerlo, siempre había tenido que hacerlo. Sweno estaba allí, ahora, y Macbeth
y la Guardia Real estaban en sus casas, metidos en la cama.
Tumbado
boca arriba, Macbeth bostezó. Oía la lluvia atronadora sobre su cabeza.
Entumecido, se puso de lado.
Un
hombre de cabello blanco levantó la lona y entró a gatas. Se sentó tiritando y
maldiciendo en la oscuridad.
—¿Mojado,
Banquo? —preguntó Macbeth poniendo las palmas de las manos en la rugosa tela
asfáltica.
—Es
una jodienda que un viejo machacado por la artritis tenga que vivir en este
agujero lluvioso de ciudad. Debería haberme jubilado y trasladado al campo.
Haberme hecho con una casita en Fife, o por ahí, sentarme en una terraza al
sol, donde zumbaran las abejas y los pájaros trinaran.
—¿En
lugar de un tejado en el muelle de los contenedores en plena noche? ¿Estás de
broma?
Rieron
por lo bajo.
Banquo
encendió una linterna.
—Esto
es lo que te quería enseñar.
Macbeth
la cogió y apuntó hacia los dibujos que Banquo le tendía.
—Ahí
tienes la Gatling. Es hermosa para ser una metralleta, ¿o qué?
—El
problema no es la pinta, Banquo.
—Pues
entonces enséñasela a Duncan. Explícale que a la Guardia Real le hace falta.
Ahora.
Macbeth
suspiró.
—No
quiere.
—Explícale
que mientras Hekate y los Norse Riders estén mejor armados que nosotros,
perderemos. Explícale lo que una Gatling puede hacer. ¡Explícale lo que pueden
hacer dos!
—Duncan
no quiere propiciar una escalada del uso de las armas, Banquo. Creo que en
parte debemos darle la razón. Desde que es director de la policía es cierto que
hay menos tiroteos.
—Esta
ciudad sigue despoblándose a causa de la delincuencia.
—Es
un punto de partida. Duncan tiene un plan, y lo que quiere es bueno.
—Que
sí, que sí, que estoy de acuerdo, Duncan es un buen hombre. —Banquo soltó un
gemido—. Pero ingenuo. Con esta arma podríamos abrir algo de camino en la selva
y…
Un
leve golpe en la lona los interrumpió.
—Han
empezado a descargar, jefe —dijo alguien que ceceaba un poco. Era el nuevo, el
joven tirador de élite de la Guardia Real, Olafson. Sumando al igualmente joven
Angus eran solo cuatro, pero Macbeth sabía que los veinticinco de la Guardia
Real habrían aceptado sin dudar estar allí pasando frío con ellos.
Apagó
la linterna, se la devolvió a Banquo e introdujo el dibujo en el bolsillo
interior de la cazadora de cuero negra de la Guardia Real. Luego apartó la lona
y se arrastró hasta el borde del tejado.
Banquo
se deslizó a su lado.
Frente
a ellos, sobre la cubierta del Leningrado,
a la luz de los focos, flotaba un camión verde militar de aspecto prehistórico.
—Un
ZIS-5 —susurró Banquo.
—¿De
la guerra?
—No,
señor. La «S» es de Stalin. ¿Qué opinas?
—Creo
que los Norse Riders han traído más gente de lo que Duff esperaba. Está claro
que Sweno está preocupado.
—¿Crees
que sospecha que han dado el chivatazo a la policía?
—En
ese caso no habría venido. Hekate le da miedo. Sabe que los ojos y los oídos de
Hekate son más grandes que los nuestros.
—Entonces,
¿qué hacemos?
—Esperaremos
a ver qué pasa. Tal vez Duff pueda con esto él solo. En ese caso no
intervendremos.
—¿Estás
diciéndome que has traído hasta aquí a estos chicos en plena noche para que
miren?
Macbeth
rio por lo bajo.
—Era
una misión voluntaria y os advertí de
que podría resultar aburrido.
Banquo
negó con la cabeza.
—Tienes
demasiado tiempo libre, Macbeth. Deberías formar una familia.
Macbeth
abrió los brazos. Una sonrisa iluminó su barba y su ancho rostro oscuro.
—Los
chicos y tú sois mi familia, Banquo. ¿Qué más puedo necesitar?
Olafson
y Angus soltaron una risita, satisfechos, a sus espaldas.
—¿Cuándo
se hará mayor este chaval? —murmuró Banquo desesperado, secando la mira
telescópica del rifle Remington 700.
Bonus
contemplaba la ciudad a sus pies. La cristalera iba del suelo al techo, y de no
haber sido por las nubes bajas habría podido verla en toda su extensión. Alargó
la copa de champán y uno de los dos jóvenes en pantalones de montar y guantes
blancos se apresuró a rellenarla. Debería beber menos, lo sabía. Cada gota era
costosa, pero no pagaba él. El médico le había comentado que un hombre de su
edad debía empezar a reconsiderar su estilo de vida. Pero estaba tan bueno… Sí,
era así de sencillo. Estaba tan bueno… Exactamente igual que las ostras y las
colas de cigala. El sillón hondo y mullido. Y los chicos jóvenes. No es que los
tuviera a su alcance, pero tampoco lo había pedido.
Habían
ido a buscarlo en la recepción del Obelisco, lo habían conducido a la suite del
ático con vistas al puerto, por un lado, y a la estación central, a la plaza de
los Trabajadores y al casino Inverness y por el otro. Lo había recibido el
hombre fornido de mejillas flácidas, sonrisa cálida, cabello oscuro y ondulado
y la mirada helada. El hombre a quien llamaban Hekate. También la Mano
Invisible: «invisible», puesto que muy poca gente lo había visto; «mano»,
porque la mayor parte de la gente de la ciudad se había sentido afectada de
alguna manera por su actividad en los últimos diez años. O, mejor dicho, por su
producto: una droga sintética que él mismo producía y que llamaban «poción». Lo
que, según los cálculos no muy exactos de Bonus, le había convertido en uno de
los cuatro hombres más ricos de la ciudad.
Hekate
dio la espalda al telescopio montado junto a la ventana.
—Es
difícil ver bien con esta lluvia —dijo.
Alargó
los tirantes de sus pantalones de montar y sacó una pipa del bolsillo de la
chaqueta de tweed que colgaba del respaldo de la silla. Bonus pensó que si
hubiera sabido que debían tener el aspecto de una partida de caza inglesa,
habría elegido otra cosa que no fuera un traje anodino y corriente.
—Pero
al menos la grúa está en movimiento, señal de que están descargando. ¿Te ceban
a tu gusto, Bonus?
—Un
pienso excelente —respondió Bonus tomando otro trago de champán—. Debo admitir
que no estoy muy seguro de qué celebramos exactamente. ¿Y por qué puedo
participar en ello?
Hekate
se echó a reír, levantó el bastón y señaló la ventana.
—Estamos
celebrando las vistas, mi querido pez. Como pez rémora solo tienes oportunidad
de ver la panza del mundo.
Bonus
sonrió. No se le ocurriría protestar por la manera como Hekate se refería a él.
Aquel hombretón tenía demasiado poder para hacerle favores y otras cosas no tan
buenas.
—El
mundo es más hermoso visto desde aquí arriba —prosiguió Hekate—. No más
verdadero, pero sí más hermoso. Y estamos celebrando eso, claro. —El bastón
apuntaba hacia la grúa.
—¿Y
eso es…?
—La
mayor partida que se haya introducido nunca, querido Bonus. Cuatro toneladas y
media de anfetamina pura. Sweno ha apostado todo lo que tiene su club y un poco
más. Lo que ves ahí abajo es a un hombre que se ha jugado todo a una carta.
—¿Por
qué?
—Porque
está desesperado, naturalmente. Ve que el producto turco y mediocre de los
Riders pierde por goleada contra mi droga casera. Una partida de anfetamina de
ese tamaño y pureza procedente de estados soviéticos, el descuento por volumen
y la reducción de los costes del transporte por kilo, les permitirá competir
tanto por precio como por calidad. —Hekate clavó el bastón en la gruesa
moqueta, acarició la empuñadura dorada—. Ha sido una buena idea de Sweno y, si
tiene éxito, bastará para torpedear el equilibrio de poderes en esta ciudad.
Así que brindemos por nuestro digno rival.
Levantó
la copa y Bonus, obediente, hizo lo mismo. Pero cuando iba a llevársela a la
boca, Hekate se detuvo, observó su copa con expresión asombrada, señaló algo y
se la devolvió al chico, que se apresuró a sacarle brillo con el guante.
—Para
desgracia de Sweno —prosiguió Hekate—, es difícil encargar una partida de esa
cuantía de un proveedor nuevo sin que otros del sector se enteren.
Lamentablemente, parece que ese «alguien» le ha dado a la policía un soplo
anónimo pero fidedigno sobre dónde y cuándo.
—¿Tú,
por ejemplo?
Hekate
sonrió con ironía, aceptó la copa, giró su ancho trasero hacia Bonus y se
inclinó hacia el telescopio.
—En
este momento están depositando el camión en el suelo.
Bonus
se levantó y se acercó a la ventana.
—Dime,
¿por qué no atacas a Sweno en lugar de ser un mero espectador? Así, además de
librarte de tu único competidor, te harías con cuatro toneladas y media de
anfetamina de la buena que podrías vender en la calle por… ¿cuántos millones?
Hekate
bebió un trago de su copa de champán sin apartar el ojo del telescopio.
—Krug
—dijo—. Se supone que es el mejor champán, así que es el único que bebo. Pero
¿quién sabe? Si sirvieran otro tal vez me gustara y cambiara de marca.
—¿No
quieres que el mercado pruebe más que tu poción?
—El
capitalismo es mi religión y el libre mercado, mi fe. Pero todos tenemos
derecho a seguir nuestros impulsos y luchar por el monopolio del poder global.
Y es el deber de la sociedad combatirnos. Solo cumplimos con nuestro papel,
Bonus.
—Amén.
—¡Chist!
Están entregando el dinero. —Hekate se frotó las manos—. Empieza la función…
Duff
se encontraba junto a la puerta con la mano en el pomo, oyendo su propia
respiración, mientras intentaba mantener contacto visual con sus hombres.
Estaban alineados en la estrecha escalera que quedaba a sus espaldas. Ocupados
en lo suyo. En quitar el seguro del arma. En dar un último consejo al compañero
de al lado. En la última plegaria.
—¡Han
entregado el maletín! —gritó Seyton desde la primera planta.
—¡Ahora!
—gritó Duff, empujó la puerta y se pegó a la pared.
Los
hombres se abrieron paso por su lado hacia la oscuridad. Duff los siguió.
Sintió la lluvia en la cabeza. Vio figuras en movimiento. Vio un par de las
motos sin vigilar. Se llevó el megáfono a la boca.
—¡Policía!
¡Quietos! ¡Manos arriba! Repito, policía, quietos…
El
primer disparo rompió el cristal de la puerta, el segundo le mordió el interior
del muslo. Luego se oyó un ruido similar al que producían sus hijos cuando
hacían palomitas los sábados por la noche. Metralletas. Joder.
—¡Disparad!
—gritó Duff. Tiró el megáfono, se lanzó al suelo boca abajo, intentó apuntar
con la pistola al frente y se dio cuenta de que había aterrizado en un charco.
—No
—susurró una voz a su lado. Duff levantó la vista. Era Seyton. Estaba inmóvil,
con la escopeta colgando a un lado. ¿Saboteaba la misión? ¿Era un…?
—Tienen
a Sivart —susurró Seyton.
Duff
pestañeó para quitarse el agua del charco de los ojos y enfocó a un Norse Rider
con la mira. El hombre estaba sentado tranquilamente en la moto con el arma
levantada hacia ellos sin disparar. ¿Qué cojones pasaba?
—Si
nadie mueve ni un jodido dedo, esto va a ir de puta madre.
La
voz profunda llegaba del exterior del círculo de luz y no precisaba de megáfono
alguno.
Lo
primero que vio Duff fue la moto Indian Chief vacía. Luego las dos siluetas que
se fundían en la oscuridad. Los cuernos que asomaban del casco del más alto de
ellos. La figura que sujetaba frente a su cuerpo era una cabeza más baja que
él, con posibilidades de acortarse una cabeza más. La hoja del sable que Sweno
sujetaba contra el cuello del joven agente Sivart lanzaba destellos.
—Lo
que va a pasar —atronó la voz profunda de Sweno por la abertura de la visera—
es que vamos a coger nuestros trastos y marcharnos. Tranquilamente. Dos de mis
hombres se quedarán aquí y se asegurarán de que nadie haga tonterías, como por
ejemplo intentar seguirnos. ¿Entendido?
Duff
hizo amago de ponerse de pie.
—Si
yo fuera tú, me quedaría en el barro, jefe —susurró Seyton—. Ya la has jodido
bastante.
Duff
tomó aire. Lo soltó. Volvió a respirar. Joder. ¡Joder!
—¿Y
bien? —dijo Banquo haciendo un barrido con la mira redonda de los prismáticos
por los personajes del puerto.
—Parece
que vamos a poner en marcha a nuestros jóvenes, a pesar de todo —dijo Macbeth—.
Pero todavía no. Primero dejaremos que Sweno y su gente abandonen el escenario.
—¿Cómo?
¿Vamos a dejarles escapar con el camión y todo?
—No
he dicho eso, querido Banquo. Pero si empezamos ahora, provocaremos un baño de
sangre ahí abajo. ¿Angus?
—Sí,
jefe —respondió enseguida el joven de intensa mirada azul, una cara inocente en
la que todos sus sentimientos se plasmaban al momento y largo pelo rubio que
ningún otro jefe que no fuera Macbeth hubiera consentido.
Macbeth
sabía que Angus y Olafson contaban con la formación necesaria; ahora solo
necesitaban más experiencia en el mundo real. Sobre todo, Angus necesitaba
hacerse fuerte. En la entrevista de trabajo Angus había explicado que dejó los
estudios de teología cuando se dio cuenta de que Dios no existía, que los seres
humanos solo pueden redimirse a sí mismos y entre ellos, y que debía ser
policía y no sacerdote. Para Macbeth era razón suficiente; además, le gustaba
su actitud valiente, que el chico asumiera las consecuencias de sus creencias.
Pero Angus también necesitaba aprender a controlar sus sentimientos, asumir que
en la Guardia Real eran pragmáticos, hombres de acción, la mano de obra de la
ley. Que eran otros los que debían ocuparse de meditar sobre los
acontecimientos.
—Baja
por detrás, coge el coche y espera junto a la puerta trasera.
—Voy
—dijo Angus, que se puso de pie y desapareció.
—¿Olafson?
—¿Sí?
Macbeth
le miró de soslayo. La boca siempre entreabierta, el ceceo, los ojos entornados
y las notas de la Academia de Policía hicieron que Macbeth dudara cuando
Olafson se presentó ante él para rogarle que lo transfiriera a la Guardia Real.
Pero el chaval quería ese traslado, y Macbeth había decidido darle una
oportunidad, de la misma manera que se la habían dado a él años atrás. Porque
Macbeth necesitaba un tirador de élite en quien confiar y, a pesar de que
Olafson no destacaba en las asignaturas teóricas, era un tirador de enorme
talento.
—En
la última prueba de tiro batiste el récord de hace veinte años del que está ahí
tumbado —dijo Macbeth, señalando con la cabeza a Banquo—. Enhorabuena, es una
jodida hazaña. ¿Sabes lo que eso significa aquí y ahora?
—Eh…
no, jefe.
—Bien,
porque no quiere decir nada. Lo que harás ahora es mirar y escuchar al agente
Banquo y aprender. Tú no eres el héroe del día. Eso ya llegará. ¿Entiendes?
Olafson
movió el labio y la floja mandíbula inferior, pero estaba claro que no era
capaz de acertar con una respuesta, así que se limitó a asentir.
Macbeth
pasó una mano por los hombros del chico.
—¿Aun
así estás un poco nervioso?
—Un
poco, jefe.
—Es
normal. Intenta relajarte. Y una cosa más, Olafson.
—¿Sí?
—No
falles.
—¿Qué
pasa? —preguntó Bonus.
—Sé
lo que va a pasar —dijo Hekate irguiendo la espalda y apartando del puerto la
mira del telescopio—. Así que esto no me hace falta.
Se
sentó junto a Bonus, el cual ya se había fijado en que solía hacerlo. Sentarse
a tu lado en lugar de frente a ti, como si no le gustara que lo miraran
directamente.
—¿Han
cogido a Sweno y las anfetaminas?
—Al
contrario: Sweno ha cogido a uno de los hombres de Duff.
—¿Qué?
¿No estás preocupado?
—Nunca
apuesto a un solo caballo, Bonus. Me preocupa más la visión de conjunto. ¿Qué
opinas del director de la policía Duncan?
—¿De
esa promesa suya de que te capturará?
—Eso
no me quita el sueño precisamente, pero ha reemplazado a varios de mis antiguos
colaboradores en la policía, lo que ya ha originado problemas en los mercados.
Venga, tú conoces bien a la gente. Lo has visto, lo has oído. ¿Es tan
incorruptible como dicen?
Bonus
se encogió de hombros.
—Todo
el mundo tiene un precio.
—Tienes
razón, pero no siempre es dinero. No todo el mundo es tan simple como tú.
Bonus
pasó por alto el insulto, pues no le pareció que lo fuera.
—Para
saber cómo sobornar a Duncan hay que saber qué quiere.
—Duncan
quiere servir al rebaño —dijo Hekate—. Ganarse a la ciudadanía. Que le erijan
una estatua que no haya encargado él.
—Es
difícil. Es más fácil comprar a plagas destructoras como nosotros que a pilares
de la sociedad como Duncan.
—Aciertas
con los sobornos, pero te equivocas con las plagas y los pilares.
—¿Y
eso?
—Los
cimientos del capitalismo, querido Bonus. El esfuerzo del individuo por
enriquecerse beneficia a la sociedad. Es un proceso puramente mecánico y ocurre
sin que reflexionemos sobre ello. Tú y yo somos los pilares de la comunidad, no
los idealistas desorientados como Duncan.
—¿Lo
dices en serio?
—Lo
opinaba el filósofo de la moral Adam Hand.
—¿Que
producir y distribuir droga es prestar un servicio social?
—Que
todo aquel que cubre una demanda contribuye a construir una sociedad. La gente
como Duncan, que quiere regular y limitar, a la larga nos perjudica a todos.
¿Cómo podemos volver inofensivo a Duncan por el bien de la ciudad? ¿Cuál es su
punto débil? ¿Sexo, drogas, algún secreto de familia?
—Te
agradezco tu confianza, Hekate, pero de verdad que no tengo ni idea.
—Pues
qué pena —dijo Hekate golpeando el bastón con suavidad en la moqueta mientras
observaba al joven que se esforzaba en abrir otra botella de champán—, porque
he empezado a sospechar que Duncan solo tiene un punto débil.
—¿Cuál?
—La
duración de su vida.
Bonus
dio un respingo en la silla.
—Espero
de verdad que no me hayas invitado a venir para pedirme que…
—De
ninguna manera, querido pececito, dejaré que sigas inmóvil en el lodo.
Bonus
suspiró aliviado contemplando cómo el jovencito le quitaba la redecilla
metálica al tapón.
—Pero
—continuó Hekate— estás dotado de la falta de escrúpulos, de fidelidad e
influencia que te da poder sobre las personas a quienes necesitas controlar.
Espero contar contigo cuando sea necesario. Que puedas ser mi mano invisible.
Se
oyó una explosión.
—Parece
que ya salió —rio Bonus, poniendo la mano en las lumbares del chico, que
intentaba que la mayor parte del desbocado champán cayera en las copas.
Duff
permanecía inmóvil, tumbado sobre el asfalto. A su lado, los hombres estaban
igualmente quietos observando cómo los miembros de los Norse Riders, que se
encontraban a menos de diez metros de distancia, se preparaban para marcharse.
Sivart y Sweno se hallaban en la oscuridad, fuera del haz luminoso, pero Duff
veía agitarse el cuerpo del joven agente, preso del terror, y la hoja del sable
de Sweno apoyada contra el cuello de Sivart. Duff se daba cuenta de que la más
mínima presión o movimiento abriría la piel, la arteria, vaciaría al chico de
sangre en unos segundos. Al pensar en las consecuencias, también fue presa del
terror. No solo porque la sangre de uno de sus subordinados pudiera manchar sus
manos y su currículum, sino también por cómo la misión que había organizado por
su cuenta fuera a irse al infierno justo ahora, poco antes de que el director
de la policía eligiera al jefe de la sección del Crimen Organizado.
Sweno
hizo una seña con la cabeza en dirección a uno de los Norse Riders, que se bajó
de la moto, se situó detrás de Sivart y le apuntó en la sien con una pistola.
Sweno se bajó el visor del casco, salió a la luz, habló con el hombre que
llevaba galones de sargento en la cazadora de piel, pasó la pierna sobre su
moto, saludó llevándose dos dedos al casco y se deslizó por el puerto. Duff
tuvo que controlarse para no dispararle. El Sargento dio unas órdenes y unos
segundos después los motores rugieron en la noche. Solo quedaron dos motos
vacías, cuando el resto siguió a Sweno y al Sargento.
Duff
se dijo que no debía dejarse llevar por el pánico, que tenía que pensar.
Respirar, pensar. En el muelle había aún cuatro hombres de los Norse Riders.
Uno de ellos estaba a la sombra de Sivart, otro a la luz y los mantenía a raya
con una metralleta, una AK-47. Dos hombres, probablemente los que iban de
paquete, se montaron en el camión. Duff oyó el largo y forzado zumbido del
motor cuando hicieron girar la llave y por un segundo tuvo la esperanza de que
el viejo monstruo de hierro no fuera a arrancar. Cuando un primer gruñido de
poca intensidad se transformó en un rugido sonoro y persistente soltó una
maldición. El camión se puso en movimiento.
—¡Les
daremos diez minutos! —gritó el hombre de la metralleta—. Así que pensad en
algo agradable mientras tanto.
Duff
fijó la mirada en las luces traseras del camión, que se desvanecía poco a poco
en la oscuridad. ¿Algo agradable? No solo se alejaban de él cuatro toneladas y
media de droga junto al que tendría que haber sido el mayor arresto desde la
guerra, pues de nada servía que supieran que eran Sweno y sus hombres a quienes
habían tenido delante, mientras no pudieran afirmar ante el jurado y el juez que
habían visto sus caras y no solo catorce jodidos cascos. ¿Algo agradable? Duff
cerró los ojos.
Sweno.
Haberlo
tenido allí, al alcance de la mano. ¡Joder, joder, joder!
Aguzó
el oído. Quería oír algo, lo que fuera. Pero cuanto se oía era el susurro
absurdo de la lluvia.
—Banquo
tiene a tiro al tipo que sujeta al chico —dijo Macbeth—. ¿Tienes al otro,
Olafson?
—Sí,
jefe.
—Debéis
disparar a la vez. Cuenta atrás desde tres. ¿Banquo?
—Necesito
más luz sobre la diana. O un ojo más joven. Ahora mismo podría darle al chico.
—Mi
diana tiene muchísima luz —susurró Olafson—. Podríamos cambiar.
—Si
fallamos y el chico de ahí abajo muere, es mejor que sea Banquo quien falle.
Banquo, ¿cuál crees que es la velocidad máxima que puede alcanzar un vehículo
estalinista de esos cargado hasta los topes?
—Mmm…
¿Sesenta, quizá?
—Bien,
aun así empezamos a ir mal de tiempo si queremos hacer el trabajo completo.
Tendremos que improvisar un poco.
—¿Tienes
intención de probar con tus dagas?
—¿A
esta distancia? Gracias por la confianza. No, ahora verás, viejo. Verás.
Banquo
apartó la vista del objetivo y descubrió que Macbeth se había puesto de pie y
estaba impulsándose desde la barra de la farola que salía de la azotea. Las
venas del fuerte cuello de Macbeth se marcaban, sus dientes brillaban en lo que
Banquo no era capaz de determinar si era una sonrisa o una mueca. Esa barra
estaba atornillada para que resistiera vientos iracundos del noroeste ocho de
los doce meses del año. Pero Banquo ya había visto a Macbeth sacar un coche de
una cuneta nevada.
—Tres…
—gimió Macbeth.
Los
dos primeros tornillos saltaron de la placa de hierro.
—Dos…
La
barra se soltó y el cable se desprendió de la pared de un tirón.
—Uno.
Macbeth
apuntó la farola hacia la pasarela.
—¡Ahora!
Se
oyeron dos trallazos. Duff abrió los ojos a tiempo de ver cómo el hombre de la
metralleta caía hacia delante sin poner las manos a modo de protección e
impactaba con el casco de frente contra el suelo.
El
lugar donde estaba el agente Sivart se había iluminado y ahora Duff veía con
claridad a él y al hombre que tenía detrás. Ya no apuntaba a la sien de Sivart
con una pistola, sino que tenía la barbilla apoyada en su hombro. A la luz Duff
también pudo ver el agujero de la visera. Como si fuera una medusa, se resbaló
por la espalda de Sivart hasta quedar tendido en el suelo.
Duff
se volvió.
—¡Aquí
arriba, Duff!
Se
protegió los ojos. Una risa resonó tras la luz cegadora y la sombra de un
hombre gigantesco se proyectó sobre el muelle.
Con
la risa bastaba.
Macbeth.
Por supuesto que era Macbeth
fUENTE:
Características
- Título del libroMacbeth
- AutorJo Nesbo
- IdiomaEspañol
- EditorialLumen
- FormatoPapel
- Género del libroLiteratura y ficción
- Tipo de narraciónNovela
- ISBN9788426405043
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