HERMANN BROCH
Los inocentes
Las mejores
novelas de la literatura universal contemporánea
Título
original: Die Schuldlosen
Traducción: María Ángeles Grau
Prólogo de Andrés Ibáñez
Andrés Ibáñez
Una de las felices contradicciones del modernismo
literario, movimiento dentro del cual podemos incluir, en un sentido amplio, la
novelística de Hermann Broch (1886-1951) junto con la de Mann, Musil, Joyce,
Woolf, Faulkner, Svevo y tantos otros, es que, si bien se presenta como un
movimiento de ruptura violenta con el pasado, mantiene todavía una fe
inalterada en la unidad y en la importancia del ser humano, y sigue
considerando la psique, alma o existencia mental del individuo como centro y
metro de platino iridiado de todas las cosas. Existen, de hecho, dos ramas del
modernismo bien diferenciadas: la de Kafka, Beckett o Gombrowicz, cuyos
personajes no tienen entidad psicológica y son meros fantoches, voces, sombras,
y la de Joyce, Woolf, Proust o Broch, que aspiran a una sensación de realidad
interior casi trascendental. Siempre se ha afirmado que el sujeto de las
novelas modernistas es un sujeto alienado, pero hay una diferencia radical
entre la alienación de Leopold Bloom, Mrs. Ramsey o Pasenow (Joyce, Woolf,
Broch) y la de K, Molloy o Ferdydurke (Kafka, Beckett, Gombrowicz). Los
primeros son personas reales, sujetos psicológicos que están alienados del
mundo, los últimos, puras metáforas de la alienación.
Dicho de otra forma: la línea de modernismo dentro
de la cual se inscribe la obra de Broch tiene una decidida voluntad realista,
aunque no en el sentido del «realismo» del siglo XIX, porque el realismo modernista no
pretende explicar la realidad ni tampoco las razones de los personajes, sino
presentar la vastedad y la complejidad de lo real en grandes frescos o en
encendidas rapsodias donde no todo es inteligible ni tiene todo sentido (el
mundo en el siglo XX se ha hecho demasiado complejo como para
poder ser comprendido como un todo), y donde la experiencia parece presentarse
y aprehenderse en un devenir de destellos caóticos y fragmentarios. Ésta es,
precisamente, la tarea que se impuso Hermann Broch: representar no la realidad,
ni la sociedad ni la mentalidad de su tiempo, sino más bien su fascinante
complejidad, su carácter polifónico, y representar además la forma en que una
psique vive en el mundo, con su carga de sueños y deseos inexpresados, fábula y
cálculo, percepción e ilusión, y la forma en que ambas, esta psique y este
mundo, entran en colisión el uno con el otro.
Para representar la complejidad del mundo moderno,
para poder englobar en su amplio compás expresivo todos los matices y
tornasoles de la psique en su trasiego por el mundo («el alma, a su paso por el
mundo, adquiere caracteres mortales» dice el verso de Brodsky), Broch diseñó
novelas que eran reuniones de elementos completamente heterogéneos entre sí
desde el punto de la forma, el género, el estilo y el contenido. Así, en su novela
Huguenau o el realismo, la obra cumbre
de su trilogía Los sonámbulos
(1931-1932), se unen una narración más o menos «tradicional», un ensayo
sobre la decadencia de los valores occidentales (uno de sus temas clave) y un
relato, escrito parcialmente en verso, que se titula «Historia de la muchacha
salmista de Berlín», además de capítulos escritos en forma dramática (el
«Simposio o coloquio sobre la redención», cap. LIX) o en forma de aforismos
(cap. LXV). Broch entendió que sólo de esta manera, ampliando los horizontes
del género novelesco y convirtiendo la novela, más que en un género, en un gran
espacio ilimitado dentro del cual cupieran todos los géneros, era posible
representar nuestra época confusa, caótica e irrepresentabk.
También el verso se combina con la prosa en La muerte de Virgilio (1945), quizá
la obra maestra de Broch y una de las novelas más hermosas de toda la
literatura moderna, y que es también a su manera un proyecto literario
insensato: representar las últimas dieciocho horas de vida del poeta romano
Virgilio, dentro de una exploración enloquecida y casi surrealista de la mente
de un ser humano, y muy especialmente, de la mente de un artista que ha tenido
la desdicha (¿no nos sucede a todos?) de vivir tiempos interesantes. Contiene
frases como ésta: «Caminaban, se cernían a través de la inocencia de la última
simultaneidad, la inocencia de la última esencialidad, que es simultánea
permanencia en toda transformación de la figura, la verdad en toda
transformación de la esencia, en toda transformación del error». El verso
aparece y parece hacerse imprescindible en aquellos momentos en que ni siquiera
una prosa de tan subidos quilates como ésta parece suficiente para expresar el
desbordamiento de unas intuiciones rayanas en lo inexplicable, lo sagrado y lo
sublime. «Porque», leemos en una de las partes en verso, «en el más apartado
límite irradia la belleza; / desde la más apartada lejanía irradia sobre el
hombre, / alejada del conocimiento, alejada de la pregunta, / sin esfuerzo / ya
sólo perceptible a la mirada, /la unidad del mundo establecida por la belleza».
Ésta es también la razón de que en Los inocentes (1950) aparezcan partes
en verso, las que Broch llama «Voces» o «voces líricas», que se decidió a
incluir en el conjunto «pues las narraciones no ofrecían una visión total
de la vida, sino sólo de situaciones, y no variaban con tal ampliación, sino
que adquirían su sentido más pleno al quedar encuadradas dentro de un marco
lírico puro», tal y como explica el propio autor en los apuntes finales.
Los inocentes es una de las últimas obras de
Broch, y representa otro paso más en la técnica brochiana de componer novelas a
partir de piezas disímiles. En este caso la singularidad se produce porque la
obra no es realmente una novela en el sentido convencional, sino una serie de
relatos escritos por Broch en distintas épocas y más tarde reescritos y
reunidos por medio de extensos poemas. En opinión de Milán Kundera (El arte
de la novela), que reconoce a Broch como una de sus grandes influencias, a
menudo las piezas son demasiado disímiles y no logran una integración perfecta,
y ese ligero rechinar entre las distintas piezas, esa sugerencia llena de
posibilidades que se escapa entre los fuelles de una maquinaria fantásticamente
ingeniosa pero que no funciona todavía a la perfección, es la que da a las
novelas de Broch, precisamente, tanto encanto —ya que la perfección, a menudo,
es aburrida—. Contemplar una novela de Broch es contemplar también el taller
de un escritor, y no siempre es fácil ser admitido en esta clase de lugares
sagrados y secretos.
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