«Nada
está a salvo del destino. Nunca admires al poder, ni odies al
enemigo, ni desprecies al que sufre.»
Esta obra reúne un conjunto de semblanzas en las que el autor recuerda y relata hechos, anécdotas, enseñanzas y peripecias vividas con, por o en torno a personas que fueron importantes en su vida, sus compañeros de travesía. El tono es íntimo, emotivo pero no sentimental, reflexivo y apasionado a la vez por obra y gracia de una prosa inconfundible e impecable.
Todas las personas reunidas en este volumen son relevantes en el panorama cultural de México y del mundo, y ese rasgo también las une. Entre ellas están Alfonso Reyes, Luis Buñuel, François Mitterrand, André Malraux, Fernando Benítez, Susan Sontag, Pablo Neruda, Julio Cortázar, María Zambrano y Lázaro Cárdenas.
Esta obra reúne un conjunto de semblanzas en las que el autor recuerda y relata hechos, anécdotas, enseñanzas y peripecias vividas con, por o en torno a personas que fueron importantes en su vida, sus compañeros de travesía. El tono es íntimo, emotivo pero no sentimental, reflexivo y apasionado a la vez por obra y gracia de una prosa inconfundible e impecable.
Todas las personas reunidas en este volumen son relevantes en el panorama cultural de México y del mundo, y ese rasgo también las une. Entre ellas están Alfonso Reyes, Luis Buñuel, François Mitterrand, André Malraux, Fernando Benítez, Susan Sontag, Pablo Neruda, Julio Cortázar, María Zambrano y Lázaro Cárdenas.
Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.
"
Alfonso Reyes
—Yo no he vuelto a ser feliz
desde aquel día.
El día era el 9 de febrero de
1913, cuando en el Zócalo, la plaza principal de la Ciudad de
México, murió acribillado el general Bernardo Reyes, padre de mi
amigo don Alfonso. Una larga bala lo mató. Venía persiguiéndolo
toda la vida. Desde que, joven militar, luchó contra la invasión
francesa y el imperio de Maximiliano, y derrotó al terrible “Tigre
de Álica”, mañanero y facineroso, Manuel Lozada, el invencible
guerrillero de la Sierra de Jalisco que desde 1858 había combatido
al ejército mexicano. Derrotado una y otra vez, cercado para que
muriera de hambre, escapado, derrotado otra vez en San Cayetano,
móvil y escurridizo, hasta la última campaña, la derrota de La
Mojonera, nueva derrota en La Mala Noche, otra más en Arroyo de
Guadalupe y al cabo la captura del “Tigre” en el cerro de los
Arrayanes en 1873 y su fusilamiento en Tepic ese mismo año.
Bernardo Reyes combatió con
Ramón Corona, luego con Donato Guerra contra la rebelión en
Tuxtepec de Porfirio Díaz. Fue general del ejército a los treinta
años y gobernador de Nuevo León, de 1885 a 1887 y, más tarde, de
1900 a 1903. Dicen que pacificó al estado (¿es, a la larga,
“pacificable” México?).
Señalo esta turbulenta
historia por dos motivos. El primero, que el general Bernardo Reyes,
gobernador de Nuevo León, no sólo hizo obra pública, instaló
telégrafos y creó líneas de ferrocarriles, sino que, adaptándose
a la lección de Bismarck en Alemania, propició una legislación
laboral, que en el caso de Bismarck, intentaba robarle el tema a los
socialistas y, en el de Reyes, anticiparse a los reclamos obreros de
la revolución por venir.
Dada la enorme devoción de
Alfonso Reyes hacia su padre, es importante destacar, por una parte,
la escasa relación del niño-joven con el general Reyes, y la
intensa cercanía con el padre como “supremo recurso” al conocer
las debilidades propias. “Junto a él —escribe—, no deseaba más
que estar a su lado. Lejos de él, casi bastaba recordar para sentir
el calor de su presencia”. Las ideas de su padre, continúa don
Alfonso, “salían candentes y al rojo vivo de una sensibilidad como
no la he vuelto a encontrar”.
Entonces, en ese día aciago en
la memoria —9 de febrero de 1913— cae muerto Bernardo Reyes en el
Zócalo. Viene del exilio, solo, a entregarse primero y a rebelarse
enseguida, contra el gobierno de Francisco Madero. Su hijo sabe que
“todo lo que salió de mí, en bien o en mal, será imputable a ese
amargo día”. El padre siempre “vivió en peligro” y el hijo,
desde niño, se enfrentó a la idea de no verlo más. Cuando vino “la
inmensa pérdida”, el golpe se quedó en el hijo, vivo siempre, en
algún repliegue del alma. Alfonso sabe que “lo puedo resucitar y
repetir cada vez que quiera”.
El asesino de Madero,
Victoriano Huerta, se transforma —como Pinochet en otro acto
trágico, tras la muerte de Salvador Allende— de un sumiso militar
a un tirano de dura faz que forma un gabinete de eminencias
culturales y legislativas —José María Lozano, Querido Moheno,
Nemesio García Naranjo, José López Portillo y Rojas y Rodolfo
Reyes, hijo del general— e invita a Alfonso a formar parte del
gobierno. Alfonso, al revés de su hermano, se niega y sale al exilio
en Madrid, donde vivirá, con su mujer Manuela y su hijo Alfonso,
desde 1914 y ya como secretario de la Legación de México en 1920,
apoyado sin duda por su viejo compañero de estudios, José
Vasconcelos, a punto de ser nombrado ministro de Educación por el
caudillo triunfante Álvaro Obregón.
Vieja amistad. Antes de 1910,
Reyes formó parte del Ateneo de la Juventud junto con Vasconcelos,
Antonio Caso y Pedro Henríquez Ureña, en plena rebeldía
intelectual contra la filosofía oficial de la dictadura, el
positivismo de Augusto Comte que disfrazaba con una máscara de
“orden y progreso” al régimen de Díaz y ocultaba la crueldad
del tirano en el campo de concentración del Valle Nacional, en la
expulsión del pueblo yaqui de sus tierras y la marcha forzada de
Sonora a Yucatán, en la rebelión de Tomochic, en las prisiones de
San Juan de Ulúa, en el peonaje y la tienda de raya, en la represión
de las libertades.
La
generación del Ateneo propuso, en vez, la nueva filosofía vitalista
de Henri Bergson, intuitiva, evolucionista y claramente opuesta al
positivismo conservador de los llamados “Científicos” del
porfiriato. De esta época son los primeros escritos de Reyes, Las
cuestiones estéticas
de 1911 que condensan el pensamiento literario y artístico de su
generación y en particular su devoción a Góngora, poeta menos
preciado en los parnasos románticos y al cual Reyes dará una
devoción natural (“mi poeta… este Góngora que se apoderó de mi
fantasía”) y, casi, una misión intelectual contra el
“hacinamiento de errores que la rutina ha amontonado sobre
Góngora”. Quiere separar “el peso muerto que gravita sobre las
obras de Góngora” de lo que es, strictu
sensu,
la poesía de Góngora: su idea del mundo, la presencia física de
las cosas, la inteligencia de los objetos del mundo, la “emoción
primera” de los poemas.
Subrayo acaso esta relación
Reyes-Góngora para situar a don Alfonso en su experiencia primaria,
la “experiencia literaria” como titula uno de sus libros, pero
también para deslindar (otro concepto alfonsino) la vida del hijo de
la del padre tan amado y la del ciudadano mexicano de la del escritor
mexicano. En deuda siempre éste de aquél y aquél con éste.
—No he vuelto a ser feliz
desde aquel día.
No fue
feliz. Fue escritor y debo añadir que fue un hombre risueño,
sensual a la vez que cauto y amable. Sus años de Madrid fueron
económicamente difíciles. Fue, junto con Martín Luis Guzmán, el
“Fósforo” crítico de cine en la revista semanal España
de Ortega y Gasset y fue el observador, por así llamarlo,
novohispano de la madre patria en Canciones
de Madrid,
Las
horas de Burgos
y Las
vísperas de España,
aunque la obra mayor de esta época es la Visión
de Anáhuac
(1917), donde Reyes inicia una tarea y una tradición que no tienen
fin. Retoma textos anteriores (en este caso, los del país
inmediatamente anterior y luego contemporáneo con la Conquista) y
les da una validez actual que ilustra tanto la necesidad como la
descendencia de los textos.
Esta iniciación renovada
iluminará toda la obra de Reyes. Su prosa nos ofrece una “visión”
contemporánea (de la Grecia antigua, de la colonia novohispana, de
Goethe y Mallarmé) que borra las distancias, nos enseña a entender
hoy, en una prosa de hoy, lo que heredamos del pasado. Su enseñanza
la hice mía al leerla. No hay pasado vivo sin nueva creación. Y no
hay creación sin un pasado que la informe y ocasione.
La obra
mayor de Reyes en este período es la Ifigenia
cruel
(1924), en la que el autor transfiere su drama personal —la muerte
del padre, la ruptura con el pasado, el exilio, la tristeza íntima,
la supervivencia en nombre del tiempo— a la forma clásica de
Eurípides, dándole una profunda tristeza contemporánea, mexicana,
personal, al gran tema del destino liberado de los dioses pero sujeto
al evento histórico. Acaso Reyes hizo suyas las palabras de
Agamenón: “Quiero compartir tus sentimientos justos, no tus
furias”.
Y acaso,
habiendo escrito la Ifigenia,
Reyes pudo liberarse de sus propios demonios, aunque no de sus
memorias ni de sus penas personales. Ingresa al servicio diplomático
para encabezar, al cabo, la embajada de México en Brasil. Este
encuentro de Reyes con la América portuguesa es tan fecundo como la
convicción que anima esta parte de su vida: “Nunca me sentí
extranjero en pueblo alguno, aunque siempre fui algo náufrago del
planeta”. Reyes ve a Brasil como país de banderas que avanzan al
frente de una tribu bíblica llevando consigo a sus seres y sus
soldados. Es un país de auges: azúcar, oro, algodón, caucho, café.
Es un país de escenarios deslumbrantes. Un país de fantásticas
atracciones seguidas de bruscas desilusiones que acaban en
desbandadas hacia nuevas regiones y otras fortunas. Y canta al “Río
de Enero, Río de Enero, fuiste río y eres mar”. Reyes admira
enormemente “el alma brasileña” y —¿quién no?— a los
diplomáticos brasileños, “los mejores negociadores… nacidos
para deshacer, sin cortarlo, el nudo gordiano”. Y se acoge,
mexicano al fin, a la estatua del emperador Cuauhtémoc, en la playa
Flamenco, convertida en refugio de enamorados vespertinos y en
amuleto carioca: basta darle tres vueltas a la estatua quitándose el
sombrero para conjurar todos los peligros.
Reyes convivió en Argentina
con la presidencia de Agustín P. Justo. Se enamora de Buenos Aires
—otra vez, ¿quién no?— y agradece “haber quedado aquí
algunos años de mi vida”. En Buenos Aires, Reyes asume la carga
especial de representar a la asediada y al cabo vencida República
española. Distancia a México de la política pro-franquista del
ataviado canciller argentino Carlos Saavedra Llamas, cuyos cuellos
almidonados eran más tiesos y altos que su persona. El embajador de
la República española es Joaquín Díez-Canedo. Reyes busca y
obtiene la colaboración de Eduardo Mallea, Ricardo Molinari, María
Rosa Oliver, Francisco Romero, Alfonsina Storni, Victoria Ocampo y
Jorge Luis Borges en defensa de la República Española.
Hay una
galería de escritores argentinos (los mejores de Hispanoamérica, a
mi entender) que se hacen amigos de Reyes. Macedonio Fernández: “el
gran viejo argentino pertenecía a la tradición hispánica de los
raros —¡qué raros, Quevedo, Gómez de la Serna!”. Leopoldo
Lugones: “Deja en Lunario
sentimental
el semillero de la nueva poesía argentina”. ¿Qué importa que sea
impaciente, provinciano, criollo díscolo frente a España? Lugones
quiere, “por su propia cuenta”, reconstruir al mundo,
“atropelladamente magnífico… ser insaciable… su conversación
era archivo abierto para recorrer los pasos de la vida argentina”.
¿Fascista? “Lo arrolló la ola del desencanto social y personal.”
¿Suicida? “Yo espero que lo respeten las hienas.” Y Alejandro
Korn: “La posición argentina de dejar siempre una aportación
nacional en todos los extremos de la acción y el pensamiento”. Los
une el rechazo al positivismo, el acento puesto en el conocimiento y
los valores, la persona como suma de necesidad y libertad.
¿Y Borges? “No tiene página
perdida”, dice Reyes. Sus fantasías son utopías lógicas aunque
estremecidas. Su testimonio social se halla en los más oscuros
rincones de la vida porteña. Buenos Aires es Borges porque ambos son
un hervidero de migraciones y lenguajes. La prosa de Borges no admite
exclamaciones. La apariencia de Borges es la de un náufrago.
Y para Borges, Reyes no tiene
página perdida.
¿Y México?
¿El México detrás de la
máscara trágica de Ifigenia? ¿El México de “plumas, pieles y
metales”? ¿El México de flautas y caracoles y atabales? ¿El
México de aves de rapiña y hombres muertos en el mediodía de la
Revolución? ¿El México de héroes que tardan en resucitar? Todo
está en la obra de Reyes, como están Eurípides y Goethe y
Mallarmé. El ataque nacionalista olvida, separa, reduce.
“Charadas
bibliográficas… Una evidente desvinculación de México.” Tal es
la acusación nacionalista contra Reyes. ¿Por qué su ausencia de
México? ¿Porque ha tenido éxito en el extranjero? ¿Porque no se
enquista en las luchas de campanario? Decir esto del autor de Visión
de Anáhuac
y de ensayos críticos sobre Amado Nervo, Enrique González Martínez,
Salvador Díaz Mirón y más allá, de Ruiz de Alarcón y Sor Juana,
es un despropósito amnésico. La respuesta de Reyes —A
vuelta de correo—
sigue siendo, hasta el día de hoy, un texto vívido, diría yo
indispensable, para la creación literaria en México y para la
vinculación que nuestros escritores actuales (escribo en 2012)
mantienen con la literatura mundial de la cual forman parte, ya sin
necesidad de dar las explicaciones que Reyes dio por todos nosotros.
“Nadie ha prohibido a mis
paisanos —y no consentiré que a mí nadie me lo prohíba— el
interés por cuantas cosas interesan a la humanidad… Nada puede
sernos ajeno sino lo que ignoramos. La única manera de ser nacional
consiste en ser generosamente universal, pues nunca la parte se
entendió sin el todo.”
Y añade, para su tiempo y el
nuestro: “La nación es todavía un hecho patético, y por eso nos
debemos todos a ella”.
“No he vuelto a ser feliz
desde ese día”, diría a “la nación patética”.
A ella regresó en 1940,
recordando que “nunca me sentí profundamente extranjero en pueblo
ajeno, aunque siempre fui algo náufrago del planeta”.
Para Reyes, ser mexicano es un
hecho, no una virtud. “Mi arraigo —dijo— es arraigo en
movimiento. Mi escritura, convicción de que la palabra es el
talismán que reduce al orden las inmensas contradicciones de nuestra
naturaleza. La conciencia sólo se obtiene en la punta de la pluma”.
De regreso
en México, Reyes crea la Casa de España y El Colegio de México. Es
la época de sus grandes textos sobre el arte literario. La
antigua retórica
y La
crítica en la edad ateniense
son parte de su gigantesco esfuerzo por traducir la cultura de
occidente a términos latinoamericanos. La
experiencia literaria y El deslinde
serán sus dos grandes síntesis de la teoría literaria.
Para Reyes la literatura no es
estado de alma que conduce a la santidad o al melodrama. Es palabra
trascendida, es lenguaje dentro del lenguaje. La literatura narra un
suceder imaginario que no se corresponde necesariamente con lo real,
pero que constituye lo real —añade a lo real algo que antes no
estaba allí. La literatura no es sólo reflejo sino construcción de
la realidad.
Don Alfonso, en una etapa final
de su vida, encaramado en su vasta biblioteca —la Capilla
Alfonsina— o enviado a Cuernavaca para apaciguar sus males
cardíacos, nunca dejó de ser atacado por los chovinistas
irredentos, los escritores inferiores, los resentidos y los que
buscaban en su obra lo que no estaba, lo que no tenía por qué estar
allí.
Cuento en otra parte mi
relación personal con Reyes, continuación, en cierto modo, de la
que mantuvo con mi padre. Le escribe a éste, en 1932, “¿Qué me
dio usted? Le hago, en serio, una proposición: vaya pensando en que,
en lo posible, en la Secretaría [de Relaciones Exteriores] nos dejen
estar juntos siempre que se ofrezca. Yo estaba muy contento de usted,
en lo personal como mi amigo y en lo oficial como mi colaborador.
Esto se dice sin adjetivos, sin palabras ociosas, en serio”.
Sólo puedo decir de mi amistad
con Reyes lo mismo que él dijo de su amistad con mi padre.
Y en su tumba, las palabras que
el propio Reyes determinó: “Aquí yace un hijo menor de la
palabra”.
Del Libro: PERSONAS.
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