domingo, 7 de octubre de 2018

Carlos Fuentes. Personas.


«Nada está a salvo del destino. Nunca admires al poder, ni odies al enemigo, ni desprecies al que sufre.» 
Esta obra reúne un conjunto de semblanzas en las que el autor recuerda y relata hechos, anécdotas, enseñanzas y peripecias vividas con, por o en torno a personas que fueron importantes en su vida, sus compañeros de travesía. El tono es íntimo, emotivo pero no sentimental, reflexivo y apasionado a la vez por obra y gracia de una prosa inconfundible e impecable. 
Todas las personas reunidas en este volumen son relevantes en el panorama cultural de México y del mundo, y ese rasgo también las une. Entre ellas están Alfonso Reyes, Luis Buñuel, François Mitterrand, André Malraux, Fernando Benítez, Susan Sontag, Pablo Neruda, Julio Cortázar, María Zambrano y Lázaro Cárdenas.

Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.


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Alfonso Reyes

Yo no he vuelto a ser feliz desde aquel día.
El día era el 9 de febrero de 1913, cuando en el Zócalo, la plaza principal de la Ciudad de México, murió acribillado el general Bernardo Reyes, padre de mi amigo don Alfonso. Una larga bala lo mató. Venía persiguiéndolo toda la vida. Desde que, joven militar, luchó contra la invasión francesa y el imperio de Maximiliano, y derrotó al terrible “Tigre de Álica”, mañanero y facineroso, Manuel Lozada, el invencible guerrillero de la Sierra de Jalisco que desde 1858 había combatido al ejército mexicano. Derrotado una y otra vez, cercado para que muriera de hambre, escapado, derrotado otra vez en San Cayetano, móvil y escurridizo, hasta la última campaña, la derrota de La Mojonera, nueva derrota en La Mala Noche, otra más en Arroyo de Guadalupe y al cabo la captura del “Tigre” en el cerro de los Arrayanes en 1873 y su fusilamiento en Tepic ese mismo año.
Bernardo Reyes combatió con Ramón Corona, luego con Donato Guerra contra la rebelión en Tuxtepec de Porfirio Díaz. Fue general del ejército a los treinta años y gobernador de Nuevo León, de 1885 a 1887 y, más tarde, de 1900 a 1903. Dicen que pacificó al estado (¿es, a la larga, “pacificable” México?).
Señalo esta turbulenta historia por dos motivos. El primero, que el general Bernardo Reyes, gobernador de Nuevo León, no sólo hizo obra pública, instaló telégrafos y creó líneas de ferrocarriles, sino que, adaptándose a la lección de Bismarck en Alemania, propició una legislación laboral, que en el caso de Bismarck, intentaba robarle el tema a los socialistas y, en el de Reyes, anticiparse a los reclamos obreros de la revolución por venir.
Dada la enorme devoción de Alfonso Reyes hacia su padre, es importante destacar, por una parte, la escasa relación del niño-joven con el general Reyes, y la intensa cercanía con el padre como “supremo recurso” al conocer las debilidades propias. “Junto a él —escribe—, no deseaba más que estar a su lado. Lejos de él, casi bastaba recordar para sentir el calor de su presencia”. Las ideas de su padre, continúa don Alfonso, “salían candentes y al rojo vivo de una sensibilidad como no la he vuelto a encontrar”.
Entonces, en ese día aciago en la memoria —9 de febrero de 1913— cae muerto Bernardo Reyes en el Zócalo. Viene del exilio, solo, a entregarse primero y a rebelarse enseguida, contra el gobierno de Francisco Madero. Su hijo sabe que “todo lo que salió de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día”. El padre siempre “vivió en peligro” y el hijo, desde niño, se enfrentó a la idea de no verlo más. Cuando vino “la inmensa pérdida”, el golpe se quedó en el hijo, vivo siempre, en algún repliegue del alma. Alfonso sabe que “lo puedo resucitar y repetir cada vez que quiera”.
El asesino de Madero, Victoriano Huerta, se transforma —como Pinochet en otro acto trágico, tras la muerte de Salvador Allende— de un sumiso militar a un tirano de dura faz que forma un gabinete de eminencias culturales y legislativas —José María Lozano, Querido Moheno, Nemesio García Naranjo, José López Portillo y Rojas y Rodolfo Reyes, hijo del general— e invita a Alfonso a formar parte del gobierno. Alfonso, al revés de su hermano, se niega y sale al exilio en Madrid, donde vivirá, con su mujer Manuela y su hijo Alfonso, desde 1914 y ya como secretario de la Legación de México en 1920, apoyado sin duda por su viejo compañero de estudios, José Vasconcelos, a punto de ser nombrado ministro de Educación por el caudillo triunfante Álvaro Obregón.
Vieja amistad. Antes de 1910, Reyes formó parte del Ateneo de la Juventud junto con Vasconcelos, Antonio Caso y Pedro Henríquez Ureña, en plena rebeldía intelectual contra la filosofía oficial de la dictadura, el positivismo de Augusto Comte que disfrazaba con una máscara de “orden y progreso” al régimen de Díaz y ocultaba la crueldad del tirano en el campo de concentración del Valle Nacional, en la expulsión del pueblo yaqui de sus tierras y la marcha forzada de Sonora a Yucatán, en la rebelión de Tomochic, en las prisiones de San Juan de Ulúa, en el peonaje y la tienda de raya, en la represión de las libertades.
La generación del Ateneo propuso, en vez, la nueva filosofía vitalista de Henri Bergson, intuitiva, evolucionista y claramente opuesta al positivismo conservador de los llamados “Científicos” del porfiriato. De esta época son los primeros escritos de Reyes, Las cuestiones estéticas de 1911 que condensan el pensamiento literario y artístico de su generación y en particular su devoción a Góngora, poeta menos preciado en los parnasos románticos y al cual Reyes dará una devoción natural (“mi poeta… este Góngora que se apoderó de mi fantasía”) y, casi, una misión intelectual contra el “hacinamiento de errores que la rutina ha amontonado sobre Góngora”. Quiere separar “el peso muerto que gravita sobre las obras de Góngora” de lo que es, strictu sensu, la poesía de Góngora: su idea del mundo, la presencia física de las cosas, la inteligencia de los objetos del mundo, la “emoción primera” de los poemas.
Subrayo acaso esta relación Reyes-Góngora para situar a don Alfonso en su experiencia primaria, la “experiencia literaria” como titula uno de sus libros, pero también para deslindar (otro concepto alfonsino) la vida del hijo de la del padre tan amado y la del ciudadano mexicano de la del escritor mexicano. En deuda siempre éste de aquél y aquél con éste.
No he vuelto a ser feliz desde aquel día.
No fue feliz. Fue escritor y debo añadir que fue un hombre risueño, sensual a la vez que cauto y amable. Sus años de Madrid fueron económicamente difíciles. Fue, junto con Martín Luis Guzmán, el “Fósforo” crítico de cine en la revista semanal España de Ortega y Gasset y fue el observador, por así llamarlo, novohispano de la madre patria en Canciones de Madrid, Las horas de Burgos y Las vísperas de España, aunque la obra mayor de esta época es la Visión de Anáhuac (1917), donde Reyes inicia una tarea y una tradición que no tienen fin. Retoma textos anteriores (en este caso, los del país inmediatamente anterior y luego contemporáneo con la Conquista) y les da una validez actual que ilustra tanto la necesidad como la descendencia de los textos.
Esta iniciación renovada iluminará toda la obra de Reyes. Su prosa nos ofrece una “visión” contemporánea (de la Grecia antigua, de la colonia novohispana, de Goethe y Mallarmé) que borra las distancias, nos enseña a entender hoy, en una prosa de hoy, lo que heredamos del pasado. Su enseñanza la hice mía al leerla. No hay pasado vivo sin nueva creación. Y no hay creación sin un pasado que la informe y ocasione.
La obra mayor de Reyes en este período es la Ifigenia cruel (1924), en la que el autor transfiere su drama personal —la muerte del padre, la ruptura con el pasado, el exilio, la tristeza íntima, la supervivencia en nombre del tiempo— a la forma clásica de Eurípides, dándole una profunda tristeza contemporánea, mexicana, personal, al gran tema del destino liberado de los dioses pero sujeto al evento histórico. Acaso Reyes hizo suyas las palabras de Agamenón: “Quiero compartir tus sentimientos justos, no tus furias”.
Y acaso, habiendo escrito la Ifigenia, Reyes pudo liberarse de sus propios demonios, aunque no de sus memorias ni de sus penas personales. Ingresa al servicio diplomático para encabezar, al cabo, la embajada de México en Brasil. Este encuentro de Reyes con la América portuguesa es tan fecundo como la convicción que anima esta parte de su vida: “Nunca me sentí extranjero en pueblo alguno, aunque siempre fui algo náufrago del planeta”. Reyes ve a Brasil como país de banderas que avanzan al frente de una tribu bíblica llevando consigo a sus seres y sus soldados. Es un país de auges: azúcar, oro, algodón, caucho, café. Es un país de escenarios deslumbrantes. Un país de fantásticas atracciones seguidas de bruscas desilusiones que acaban en desbandadas hacia nuevas regiones y otras fortunas. Y canta al “Río de Enero, Río de Enero, fuiste río y eres mar”. Reyes admira enormemente “el alma brasileña” y —¿quién no?— a los diplomáticos brasileños, “los mejores negociadores… nacidos para deshacer, sin cortarlo, el nudo gordiano”. Y se acoge, mexicano al fin, a la estatua del emperador Cuauhtémoc, en la playa Flamenco, convertida en refugio de enamorados vespertinos y en amuleto carioca: basta darle tres vueltas a la estatua quitándose el sombrero para conjurar todos los peligros.
Reyes convivió en Argentina con la presidencia de Agustín P. Justo. Se enamora de Buenos Aires —otra vez, ¿quién no?— y agradece “haber quedado aquí algunos años de mi vida”. En Buenos Aires, Reyes asume la carga especial de representar a la asediada y al cabo vencida República española. Distancia a México de la política pro-franquista del ataviado canciller argentino Carlos Saavedra Llamas, cuyos cuellos almidonados eran más tiesos y altos que su persona. El embajador de la República española es Joaquín Díez-Canedo. Reyes busca y obtiene la colaboración de Eduardo Mallea, Ricardo Molinari, María Rosa Oliver, Francisco Romero, Alfonsina Storni, Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges en defensa de la República Española.
Hay una galería de escritores argentinos (los mejores de Hispanoamérica, a mi entender) que se hacen amigos de Reyes. Macedonio Fernández: “el gran viejo argentino pertenecía a la tradición hispánica de los raros —¡qué raros, Quevedo, Gómez de la Serna!”. Leopoldo Lugones: “Deja en Lunario sentimental el semillero de la nueva poesía argentina”. ¿Qué importa que sea impaciente, provinciano, criollo díscolo frente a España? Lugones quiere, “por su propia cuenta”, reconstruir al mundo, “atropelladamente magnífico… ser insaciable… su conversación era archivo abierto para recorrer los pasos de la vida argentina”. ¿Fascista? “Lo arrolló la ola del desencanto social y personal.” ¿Suicida? “Yo espero que lo respeten las hienas.” Y Alejandro Korn: “La posición argentina de dejar siempre una aportación nacional en todos los extremos de la acción y el pensamiento”. Los une el rechazo al positivismo, el acento puesto en el conocimiento y los valores, la persona como suma de necesidad y libertad.
¿Y Borges? “No tiene página perdida”, dice Reyes. Sus fantasías son utopías lógicas aunque estremecidas. Su testimonio social se halla en los más oscuros rincones de la vida porteña. Buenos Aires es Borges porque ambos son un hervidero de migraciones y lenguajes. La prosa de Borges no admite exclamaciones. La apariencia de Borges es la de un náufrago.
Y para Borges, Reyes no tiene página perdida.
¿Y México?
¿El México detrás de la máscara trágica de Ifigenia? ¿El México de “plumas, pieles y metales”? ¿El México de flautas y caracoles y atabales? ¿El México de aves de rapiña y hombres muertos en el mediodía de la Revolución? ¿El México de héroes que tardan en resucitar? Todo está en la obra de Reyes, como están Eurípides y Goethe y Mallarmé. El ataque nacionalista olvida, separa, reduce.
Charadas bibliográficas… Una evidente desvinculación de México.” Tal es la acusación nacionalista contra Reyes. ¿Por qué su ausencia de México? ¿Porque ha tenido éxito en el extranjero? ¿Porque no se enquista en las luchas de campanario? Decir esto del autor de Visión de Anáhuac y de ensayos críticos sobre Amado Nervo, Enrique González Martínez, Salvador Díaz Mirón y más allá, de Ruiz de Alarcón y Sor Juana, es un despropósito amnésico. La respuesta de Reyes —A vuelta de correo— sigue siendo, hasta el día de hoy, un texto vívido, diría yo indispensable, para la creación literaria en México y para la vinculación que nuestros escritores actuales (escribo en 2012) mantienen con la literatura mundial de la cual forman parte, ya sin necesidad de dar las explicaciones que Reyes dio por todos nosotros.
Nadie ha prohibido a mis paisanos —y no consentiré que a mí nadie me lo prohíba— el interés por cuantas cosas interesan a la humanidad… Nada puede sernos ajeno sino lo que ignoramos. La única manera de ser nacional consiste en ser generosamente universal, pues nunca la parte se entendió sin el todo.”
Y añade, para su tiempo y el nuestro: “La nación es todavía un hecho patético, y por eso nos debemos todos a ella”.
No he vuelto a ser feliz desde ese día”, diría a “la nación patética”.
A ella regresó en 1940, recordando que “nunca me sentí profundamente extranjero en pueblo ajeno, aunque siempre fui algo náufrago del planeta”.
Para Reyes, ser mexicano es un hecho, no una virtud. “Mi arraigo —dijo— es arraigo en movimiento. Mi escritura, convicción de que la palabra es el talismán que reduce al orden las inmensas contradicciones de nuestra naturaleza. La conciencia sólo se obtiene en la punta de la pluma”.
De regreso en México, Reyes crea la Casa de España y El Colegio de México. Es la época de sus grandes textos sobre el arte literario. La antigua retórica y La crítica en la edad ateniense son parte de su gigantesco esfuerzo por traducir la cultura de occidente a términos latinoamericanos. La experiencia literaria y El deslinde serán sus dos grandes síntesis de la teoría literaria.
Para Reyes la literatura no es estado de alma que conduce a la santidad o al melodrama. Es palabra trascendida, es lenguaje dentro del lenguaje. La literatura narra un suceder imaginario que no se corresponde necesariamente con lo real, pero que constituye lo real —añade a lo real algo que antes no estaba allí. La literatura no es sólo reflejo sino construcción de la realidad.
Don Alfonso, en una etapa final de su vida, encaramado en su vasta biblioteca —la Capilla Alfonsina— o enviado a Cuernavaca para apaciguar sus males cardíacos, nunca dejó de ser atacado por los chovinistas irredentos, los escritores inferiores, los resentidos y los que buscaban en su obra lo que no estaba, lo que no tenía por qué estar allí.
Cuento en otra parte mi relación personal con Reyes, continuación, en cierto modo, de la que mantuvo con mi padre. Le escribe a éste, en 1932, “¿Qué me dio usted? Le hago, en serio, una proposición: vaya pensando en que, en lo posible, en la Secretaría [de Relaciones Exteriores] nos dejen estar juntos siempre que se ofrezca. Yo estaba muy contento de usted, en lo personal como mi amigo y en lo oficial como mi colaborador. Esto se dice sin adjetivos, sin palabras ociosas, en serio”.
Sólo puedo decir de mi amistad con Reyes lo mismo que él dijo de su amistad con mi padre.
Y en su tumba, las palabras que el propio Reyes determinó: “Aquí yace un hijo menor de la palabra”.
Del Libro: PERSONAS. 

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