miércoles, 5 de septiembre de 2018

JORGE LUIS BORGES. REVISTA Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 24, septiembre de 1936.


EL BOSQUE PETRIFICADO

Es de común observación que las alegorías son tolerables en razón directa de su inconsistencia y de su vaguedad; lo cual no significa una apología de la inconsistencia y la vaguedad, sino una prueba —un indicio, a lo menos— de que el género alegórico es un error. El género alegórico, he dicho, no el ingrediente o la sugestión alegórica. (La alegoría más famosa y mejor, Elprogreso del peregrino, de este mundo a aquel otro que vendrá, del visionario puritano Juan Bunyan, requiere ser leída como novela, no como adivinanza; pero si prescindiéramos del todo de las justificaciones simbólicas, la obra sería un absurdo). La dosis alegórica, en el film El bosque petrificado, es tal vez intachable: lo bastante ligera para no invalidar la realidad del drama, lo bastante presente para legitimar las inverosimilitudes del drama. No dejan de molestarme, en cambio, dos o tres fatuidades o pedanterías del diálogo: una turbia teoría teleológica de las neurosis, el resumen (total y minuciosamente falso) de un poema de Eliot, las forzadas menciones de Villon, de Mark Twain y de Billy the Kid, para que el público se sienta erudito al reconocer esos nombres.

Descartada o relegada a un segundo plano la intención alegórica, el argumento del Bosque petrificado —la influencia mágica de la aproximación de la muerte en un grupo casual de hombres y de mujeres— me parece admirable. La muerte, en este film, obra como un hipnotizador o un alcohol: saca a la luz del día lo que tienen adentro las almas. Los personajes son extraordinariamente precisos: el risueño abuelo anecdótico que ve todo como una representación y que saluda la desolación y las balas como un feliz regreso a la normalidad turbulenta de sus años de juventud; el fatigado pistolero Mantee, resignado a matar (y a hacer matar) como los demás a morir: el banquero imponente y del todo vano, con su aire consular de prohombre de nuestro partido conservador; la muchacha Gabrielle que da en atribuir las costumbres románticas de su mente a su sangre francesa y sus condiciones de buena ménagére a su origen yanqui; el poeta, que le aconseja invertir los términos de esa atribución tan americana —y tan mitológica.

No recuerdo otras películas de Archie Mayo; ésta (con El desconocido de Berthold Viertel) es de las más intensas que he visto.


Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 24, septiembre de 1936.

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