De Arthur Machen ha hablado bien gente tan entendida en literatura de
terror como Jorge Luis Borges o H. P. Lovecraft. De hecho, Machen puede
considerarse la influencia más importante de este último. Como tantos
escritores británicos entre los siglos XIX y XX, nuestro autor fue un
asiduo cultivador del cuento sobrenatural, siguiendo una tradición muy
anglosajona y que se remonta a los años de las narraciones góticas. Pero
Machen fue más allá que muchos de sus coetáneos. En vez de seguir
copiando los modelos de las ghost stories de Sheridan Le Fanu o M. R.
James, el galés decidió crear algo nuevo, en parte fruto del pasado
céltico de su terruño y en parte crítica entre seria y burlona de los
adelantos de la ciencia moderna. Esta novedad sería más tarde bautizada
por Lovecraft como terror preternatural y tendría como principal rasgo
definitorio la existencia de una serie de fuerzas malignas que utilizan a
los seres humanos como juguetes con los divertirse y ante las que
estamos totalmente indefensos. Aunque Machen escribiría un puñado de
novelas nada despreciables (Los tres impostores, El terror) sus ideas se
plasmaron mejor en el cuento corto, siendo este título, sin duda, la
mejor colección disponible de sus relatos que, hoy por hoy, existe en el
mercado editorial. El horror a esas fuerzas ignotas más antiguas que el
hombre aparece con una potencia y un lirismo impresionantes en cuentos
como `El gran dios Pan`, `La novela del sello negro`, `El pueblo blanco`
o `La pirámide resplandeciente`. El horror que aquí entrevemos (Machen
nunca cae en el mal gusto de mostrárnoslo de una forma clara) quiebra
totalmente nuestra fe en el progreso y nos muestra cuan fina es la capa
que separa nuestra civilización de la barbarie. Por supuesto, hay aquí
otros muchos cuentos igual de magníficos (en total 14) y más registros
que éste que acabo de mencionar (sin ir más lejos `Un chico listo` es un
perfecto ejemplo de historia con psicópata). Lo cual es, únicamente,
otro acicate para leer a Machen, algo más que uno de los precursores de
Lovecraft.
Fuente: Dr: Enrico Pugliatti.
El Gran Dios Pan
Arthur Machen
I. El experimento
-Estoy contento de
que hayas venido, Clarke; de hecho, muy contento. No estaba seguro de que
pudieras darte el tiempo.
-Pude hacer algunos
arreglos por unos pocos días; las cosas no están muy activas justamente ahora.
Pero Raymond, ¿no tienes dudas? ¿Es absolutamente seguro?
Los dos hombres
paseaban lentamente por la terraza frente a la casa del doctor Raymond. El sol
oriental aún colgaba sobre la línea montañosa, pero brillaba con un pálido
resplandor rojizo que no producía sombras, y el aire estaba en calma; una dulce
brisa vino desde el bosque en la ladera, colina arriba, y con ella, por
intervalos, el suave y murmurante arrullo de las palomas silvestres. Abajo, en
el largo y hermoso valle, el río serpenteaba entre las colinas solitarias y,
minetras el sol flotaba y se desvanecía hacia el oeste, una suave bruma, de un
blanco puro, comenzó a emerger desde las colinas. El doctor Raymond se volvió
seriamente hacia su amigo:
-¿Seguro? Por
supuesto que lo es. La operación es en sí misma una intervención perfectamente
simple, cualquier cirujano podría hacerla.
-¿Y no hay peligro
durante alguna otra etapa?
-Ninguno;
absolutamente ningún riesgo físico. Te doy mi palabra. Siempre eres tan tímido,
Clarke, siempre, pero tú conoces mi historia. Me he dedicado a la medicina
trascendental durante los últimos veinte años. He sido llamado farsante,
charlatán e impostor, sin embargo, todo el tiempo supe que me encontraba en el
camino correcto. Hace cinco años alcancé la meta, y cada día desde entonces ha
sido una preparación para lo que haremos esta noche.
-Me gustaría creer
que todo eso es cierto -Clarke frunció el entrecejo y miró dubitativamente al
doctor Raymond-. ¿Estás perfectamente seguro, Raymond, que tu teoría no es una
fantasmagoria -por cierto que una visión espléndida, sin embargo, una mera
visión depués de todo?
El Dr. Raymond
detuvo su marcha y se volvió seriamente. Era un hombre de mediana edad,
macilento y delgado, de complexión amarillo pálida, sim embargo, mientras le
respondía y enfrentaba a Clarke, un rubor asomó en sus mejillas.
-Mira a tu
alrededor, Clarke. Puedes ver las montañas, las colinas, como ondulación tras
ondulación, puedes ver los bosques y los huertos, los campos maduros de maíz, y
las praderas que se extienden hasta los lechos de caña junto al río. Puedes
verme aquí a tu lado, y oír mi voz; mas te digo, que todas estas cosas -sí,
desde la estrella que acaba de brillar en el cielo hasta el suelo sólido bajo
tus pies- te digo, que todas son sólo sueños y sombras; las sombras que ocultan
a nuestros ojos el verdadero mundo. Existe un mundo real, pero trasciende este
glamour y esta visión, y se encuentra más allá de todo esto, tras un velo. No
sé si alguna vez algún ser humano ha corrido ese velo; sin embargo, Clarke, sé
que tú y yo lo veremos levantarse esta misma noche, en los ojos de otra
persona. Quizá piìenses que todo esto es un sinsentido extravagante; puede ser
extraño, pero es real, y los antiguos sabían lo que significaba descorrer ese
velo. Lo llamaban presenciar al dios Pan.
Clarke se
estremeció; la bruma blanca que se juntaba sobre el río estaba helada.
-Esto es realmente
asombroso-dijo-. Estamos parados al borde de un mundo extraño, si lo que dices,
Raymond, es verdad. ¿Debo suponer que el cuchillo es absolutamente necesario?
-Sí. Una pequeña
lesión en la sustancia gris, eso es todo; un insignificante reordenamiento de
ciertas células, una alteración microscópica que escaparía a la atención de
noventa y nueve de cien especialistas. Clarke, no quiero molestarte hablándote
de mi oficio; podría darte muchos detalles técnicos que sonarían imponenetes,
mas tú quedarías tan iluminado como estás ahora. Sin embargo, supongo que
habrás leido, por casulidad, en las apartadas esquinas de tu periódico, acerca
de los inmensos pasos que se han dado recientemente en la fisiología del
cerebro. El otro día divisé un párrafo de la teoría de Digby, y de los
descubrimientos de Browne Feber. ¡Teorías y descubrimientos! Donde ellos se
encuentran ahora yo ya estuve hace quince años, y no necesito decirte que no he
estado inactivo durante los últimos quince años. Bastará que te diga que, hace
cinco años hice el descubrimiento al que aludí cuando dije que hace diez años
había alcanzado la meta. Luego de años de labor, luego de años de esfuerzo y de
andar a tientas en la oscuridad, luego de días y noches de desilusiones y,
algunas veces, de desesperación, en los cuales, una que otra vez, temblaba y me
ponía helado ante el pensamiento de que quizá otros estaban buscando lo que yo
buscaba; pero por fin, depués de tanto tiempo, una punzada de alegría
estremeció mi alma y supe que el largo viaje había llegado a su fin. A través
de lo que parecía y aún parece suerte, por la sugerencia de un pensamiento
fútil desprendido de las líneas familiares y los caminos que había recorrido
cientos de veces, la verdad me invadió, y ví, delineado en líneas de visión, un
mundo completo, una esfera desconocida; islas y continentes, y grandes océanos,
en los cuales barco alguno ha navegado (según creo) desde que el hombre alzó
por primera vez su mirada y vislumbró el sol y las estrellas del cielo, y la
tranquila tierra debajo. Pensarás que esto es sólo lenguaje alegórico, Clarke,
pero es tan difícil ser literal. Y, sin embargo, no sé si acaso lo que estoy
insinuando no pueda ponerse en términos sencillos y aislados. Por ejemplo,
actualmente este mundo nuestro se encuentra completamente conectado con cables
y alambres de telégrafo; y con algo menor que la velocidad del pensamiento,
cruzan como un relámpago desde el amanecer al atardecer, desde norte a sur, a
través de las inundaciones y los desiertos. Supón que un eléctrico de hoy se
diera cuenta que él y sus colegas han estado meramente jugando con guijarros,
confundiéndolos con las bases del mundo, supón que un hombre como aquél
vislumbrara el espacio infinito extendiéndose abierto frente a la corriente, y
las voces de los hombres viajando a la velocidad del trueno hacia el sol y más
allá del sol, hacia los sistemás más alejados, y el eco de la voz articulada de
los hombres en el desolado vacío que confina nuestro pensamiento. En relación a
las analogías, ésta es una muy buena analogía de lo que he hecho; puedes
entender ahora un poco de lo que sentí aquí una tarde; una tarde de verano como
ésta y el valle luciendo como ahora. Yo me encontraba aquí y, frente a mí, vi
el abismo inefable e impensable que se abre profundo entre dos mundos, el mundo
de la materia y el mundo del espíritu; vi el vacío y gran abismo extenderse
mortecino frente a mí, y, en aquel instante, un puente de luz saltó desde la
tierra hacia la orilla desconocida, y el abismo fue unido. Puedes mirar en el
libro de Browne Faber, si lo deseas, y te darás cuenta que hasta el día de hoy
los hombres de ciencia son incapaces de dar cuenta de la presencia, o de
especificar, las funciones de un cierto grupo de neuronas del cerebro. Aquel
grupo es, así como era, tierra de nadie, sólo una pérdida de espacio para poner
teorías imaginativas. Yo no estoy el la posición de Browne Faber ni de los
especialistas, yo estoy perfectamente enterado de las posibles funciones de
aquellos centros nerviosos en el esquema de las cosas.Con un toque puedo
hacerlas entrar en juego, con un toque digo, puedo liberar la corriente, con un
toque puedo completar la comunicación entre este mundo de los sentidos y...
podremos terminar la oración más tarde. Sí, el cuchillo es necesario; mas
imagina lo que ese cuchillo realizará. Nivelará totalmente la sólida muralla de
los sentidos y, probablemente, por primera vez desde que el hombre fue creado,
un espíritu cotemplará un mundo de espíritus. Clarke, ¡Mary verá al dios Pan!
-Pero, ¿recuerdas
lo que me escribiste?. Pensé que era requisito que ella... -susurró el resto al
oído del doctor.
-No, para nada,
para nada. Esas son tonterías. Te lo aseguro. De hecho, es mejor como está;
estoy completamente seguro de eso.
-Considera bien el
asunto, Raymond. Es una gran responsabilidad. Algo podría salir mal; serías un
hombre miserable por el resto de tus días.
-No, no lo creo,
aún si lo peor sucediera. Como sabes, yo rescaté a Mary de la cuneta y de una
muerte casi segura, cuando era una niña; pienso que su vida es mía, para usarla
como estime conveniente. Vamos, se está haciendo tarde, mejor entramos.
El doctor Raymond
encabezó la marcha hacia la casa, a través del hall, y hacia abajo por un largo
y oscuro corredor. Sacó una llave de su bolsillo y abrió una pesada puerta, y
le indicó a Clarke la entrada a su laboratorio. Éste había sido alguna vez una
sala de billar, iluminado por una cúpula de vidrio en el centro del techo,
donde aún brillaba una luz triste y gris sobre la figura del doctor, mientras
encendía una lámpara de pesada pantalla y la ponía sobre una mesa en el centro
de la habitación.
Clarke miró a su
alrededor. Escasamente un pie del muro se mantenía desnudo; por todos lados
había estantes atiborrados con botellas y frasquitos, de todas las formas y
colores, y a un extremo se encontraba un pequeño librero estilo Chippendale.
Raymond le apuntó:
-¿Ves aquel
pergamino de Osward Crollius? Él fue uno de los primeros en mostrarme el
camino, aunque pienso que él mismo jamás lo encontrara. Éste es un extraño
dicho suyo: "En cada grano de trigo se esconde el alma de una
estrella"
No habían muchos
muebles en el laboratorio. La mesa en el centro, en una esquina un mesón de
piedra con un desagüe, las dos butacas en las que Raymond y Clarke estaban
sentados; eso era todo, excepto una silla de extraña apariencia en el extremo
más alejado de la habitación. Clarke la miro y alzó sus cejas:
-Sí, ésa es la
silla -dijo Raymond-. Debemos ponerla en posición. Se levantó y empujó la silla
hacia la luz, y comenzó a elevarla y a bajarla, dejando el asiento abajo,
poniendo el respando en varios ángulos, y ajustando la pisadera. Se veía
bastante cómoda, y Clarke pasó su mano sobre el terciopelo verde, mientras el
doctor manipulaba las palancas.
-Clarke, ponte
cómodo. Yo tengo un par de horas de trabajo ante mí, tuve que dejar algunos
asuntos para el final.
Raymond se dirirgió
hacia el mesón de piedra, mientras Clarke, melancólicamente, lo observaba
inclinarse sobre una hilera de frascos y encender la llama bajo el crisol. El
doctor tenía una pequeña lámpara de mano, ensombrecida como la más grande, en
una saliente sobre su instrumental. Clarke, sentado en las sombras, examinó la
gran sala en penumbras, asombrándose ante los grotescos efectos del contraste
entre la luz brillante y la oscuridad indefinida. Pronto tuvo conciencia de un
extraño olor en la habitación, al comienzo la mera sugerencia de un olor, pero
al hacerse más definido se sorprendió de no evocar una farmacia o un pabellón.
Clarke se encontró a sí mismo esforzándose inútilmente por analizar la
sensación y, poco conciente, comenzó a pensar en un día, quince años atrás, que
pasó vagando a través de los bosques y paderas cercanas a su propio hogar. Era
un caluroso día de comienzos de agosto, el calor había desdibujado con una
suave bruma los contornos de todas las cosas y de todas las distancias, y la
gente que obeservaba el termómetro hablaba de un registro anormal, de una
temeperatura que era casi tropical. Extrañamente, aquel caluroso día de los
cincuentas emergió nuevamente en la imaginación de Clarke; la sensación de
encandilamiento por la luz del sol que lo invadía todo, parecía anular las sombras
y las luces del laboratorio, y sintió nuevamente el aire caliente golpeando en
ráfagas sobre su rostro, y vio el resplandor elevándose de la turba, y oyó los
millares de murmullos del verano.
-Espero que el olor
no te moleste, Clarke; no hay nada dañino en él. Te pone un tanto soñoliento,
eso es todo.
Clarke oyó las
palabras claramente, y se dio cuenta de que Raymond se dirigía a él, sin
embargo, no podía salirse de ese letargo. Sólo podía pensar en la caminata
solitaria que había tomado, quince años atrás; era la última visión que tenía
desde que era niño de los campos y bosques que había conocido, y ahora, todo
eso surgía en una luz brillante, como una fotografía, ante él. Y por encima de
todo llegó hasta su nariz el aroma del verano, el olor mezclado de las flores,
de los bosques y de los lugares templados en lo profundo de las verdes
profundidades, emanando producto del calor del sol; y el aroma de la buena
tierra, yaciendo con los brazos abiertos y los labios sonrientes, abrumándolo
todo. Sus fantasías le hicieron vagar, como había vagado hace mucho tiempo
atrás, desde los campos hacia el bosque, recorriendo un pequeño sendero entre
la maleza brillante de las hayas; mientras el hilo de agua que goteaba desde la
piedra caliza sonaba como una melodía de ensueño. Sus pensamientos comenzaron a
extraviarse y a fundirse con otros pensamientos; la avenida de hayas se
transformó en un sendero entre las encinas, y eventualmente, alguna parra
trepaba de rama en rama, confinando a los oscilantes zarcillos y se inclinaba a
causa de sus uvas púrpuras, y las escasas hojas verdigrises del olivo silvestre
contrastaban con las oscuras sombras de la encina. Clarke, en los prufundos
pliegues del sueño, estaba conciente que el sendero que partía de la casa de su
padre lo había llevado hacia un país desconocido. Repentinamente, mientras
reflexionaba sobre la extrañeza de todo esto, el murmullo del verano fue
reemplazado por un silencio infinito que parecía cernirse sobre todas las
cosas, el bosque estaba en silencio. Y por un momento se encontró cara a cara
con una presencia, que no era hombre ni bestia, ni vivo ni muerto, sino todas
las cosas a la vez, la forma de todas las cosas pero desprovisto de forma. Y en
ese momento, el sacramento entre el cuerpo y el ama se disolvió y una voz
pareció gritar: "déjennos salir", y entonces vino la oscuridad más
oscura, de más allá de las estrellas, la oscuridad de lo eterno.
Clarke se despertó
de un sobresalto y vio a Raymond vertiendo unas cuantas gotas de un líquido
oleoso en un frasquito verde, tapándolo apretadamente.
-Estuviste
dormitando -le dijo-, el viaje debe haberte agotado. Todo está listo. Iré por
Mary; estaré de vuelta en diez minutos.
Clarke se reclinó
en su butaca, reflexionando. Le parecía como si solamente hubiera pasado de un
sueño a otro. Casi esperaba ver las paredes del laboratorio derretirse y
disolverse, y depertar en Londres, estremeciéndose frente a sus propias
ensoñaciones. Pero finalmente la puerta se abrió y el doctor regresó. Tras de
él venía una joven de aproximadamente diecisiete años, toda vestida de blanco.
Era tan hermosa que Clarke no se extrañó de lo que el doctor le había escrito.
Su rostro, cuello y brazos se habían sonrojado, pero Raymond se mantenía
inconmovible.
-Mary -le dijo-, ha
llegado el momento. Eres completamente libre. ¿Estás dispuesta a confiarte
enteramente a mí?
-Sí, querido.
-¿Oíste eso,
Clarke? Tú eres mi testigo. Mary, aquí está la silla. Es bastante simple. Sólo
siéntate y recuéstate. ¿Estás lista?
-Si, querido,
completamente lista. Bésame antes de comenzar.
El doctor se
inclinó y la besó benévolamente en los labios.
-Ahora cierra tus
ojos -le dijo.
La joven cerró sus
párpados, como si estuviera cansada y anhelara dormir, y Raymond puso el
frasquito verde bajo su nariz. Su rostro se puso blanco, más blanco que su
vestido; luchó suavemente, mas luego, con el sentimiento de sumisión tan fuerte
en su interior, cruzó los brazos sobre su pecho, como una niña pequeña a punto
de decir sus oraciones. El brillo de la lámpara cayó de lleno sobre ella, y
Clarke observó los cambios pasar rápidamente por su rosotro, como cambian las
colinas cuando las nubes del verano flotan sobre el sol. Y luego allí estaba
ella, totalmente quieta y pálida, mientras el doctor levantaba uno de sus
párpados. Estaba completamente inconciente. Raymond presionó con fuerza una de
las palancas e instantáneamente la silla se hundió hacia atrás. Clarke osbervó
cómo le cortaba el cabello, trazando un círculo parecido a una tonsura. Raymond
acercó la lámpara y sacó de su maletín un pequeño y brillante instrumento,
Clarke se volteó estremeciéndose. Al mirar nuevamente el doctor estaba vendando
la herida que había hecho.
-Despertará en
cinco minutos -Raymond se mantenía aún perfectamente tranquilo-. No hay nada
más que hacer, sólo podemos esperar.
Los minutos pasaban
lentamente; podían oír el lento y pesado tic tac de un antiguo reloj en el
pasillo. Clarke se sentía enfermo y débil; sus rodillas temblaban, casi no
podía mantenerse en pie.
Repentinamente,
mientras vigilaban, percibieron un largo suspiro y, de súbito, el color perdido
regresó a las mejillas de la joven y sus ojos se abrieron. Clarke se amilanó
ante ellos. Brillaban con una luz impresionante, mirando a la distancia, y un
gran asombro se dibujó en su rostro, y sus brazos se estiraron como para asir
lo invisible; sin embargo, en un instante el asombro se disolvió y fue
reemplazado por el más abominable terror. Los músculos de su rostro se
convulsionaron horriblemente, temblando desde la cabeza a los pies; su alma
parecía estremecerse y luchar dentro de ese hogar de carne. Fue una visión
espantosa, y Clarke se precipitó hacia adelante mientras ella caía al suelo,
temblando.
Tres días despues
Raymond condujo a Clarke junto al lecho de Mary. Ella se encontraba
completamente despierta, moviendo su cabeza de lado a lado y gesticulando
inexpresivamente.
-Sí -dijo el
doctor, aun completamente sereno-, es una lástima, se ha convertido en una
idiota sin remedio. Sin embargo, no se pudo evitar y, después de todo, ella ha
visto al Gran Dios Pan.
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