jueves, 11 de mayo de 2017

LEOPOLDO LUGONES. Prosa. Movimiento literario: Modernismo.


DISCURSO

¿Quién es ése que murió en pequeña lejana ciudad, durante el cataclismo más espantoso de la historia, sin cargo importante ni fortuna, antes empobrecido por todas las miserias de la existencia; y que, no obstante, entristeció al desaparecer, veinte naciones representadas en la ocasión por sus más bellas almas: con lo cual sonaron para lamentar como bronces doli-dos, los sendos idiomas ibéricos que hablan cien millones de hombres? ¿Quién es ése más grande, así, que los reyes, porque no teniendo corona de mandar, mereció entre los pueblos los funerales de Alejandro? ¿Quién es ése que de tal modo representaba como la expansión de un nuevo helenismo? Ése no es sobre la tie-rra sino esta cosa de apariencia sutil y fugaz: un alma que canta. Y él mismo habíase defi-nido de esta suerte:

Yo soy aquel que ayer no más decía
El verso azul y la canción profana,
 Y en cuya noche un ruiseñor había
Que era alondra de luz por la mañana.

Como la alondra y el ruiseñor, simultánea-mente encarnados en él, Rubén Darío, poeta absoluto, es un ser constituido de alas, melo-día y luz. Alas que viven de volar; melodía que de callar muriera; luz que prolongado su infi-nitud de amor la noche de Julita, así evocada, trasmuta la plata del plenilunio en el oro de la aurora. Poeta absoluto. Nada más que poeta, sí señor. Como si dijéramos: nada más que es-trella...
Estas consagraciones honran, así, a la espe-cie humana. Un instinto superior parece que le revelara en ellas la desnudez de la verdad im-plícita, como al estremecerse el agua resalta su cristal en la estría pasajera. Lo que es, efecti-vamente, un poeta, la gente no sabría decirlo. Cuando el trajín diario la rebaja a la condición de acémila, y así pasa cargando su triste vida, furiosa de afán, resoplante bajo su saco de oro, suele creerlo inútil porque canta. En vez de alegrarse con aquel regalo de belleza cuyo obje-to es conservar un poco de dignidad humana sobre la turba así embrutecida, arroja una pie-dra al pájaro o le reprocha con vileza los cuatro granos que come sin pagar. El rebajamiento po-see un perverso instinto de rebajarlo todo, y la injusticia de la opresión torna injusta al opri-mido. Entonces ocurre este fenómeno conmove-dor: el pájaro herido canta todavía; porque, pe-na y regocijo, todo es para él un perpetuo cantar. Y un día cuando se muere, tal cual mueren los pájaros, como del aire, y entonces viene a verse cuán poco estorbaba en realidad, y que ni era para reprochárselo por lo mucho y bien que cantó, el vago asombro de la gente pa-rece contener un remordimiento tardío. Ella desearía saber lo que es un poeta, y cómo resul-ta inmortal nada más que con un poco de ritmo y de rima en los cuales no se contiene una ley científica, ni un principio filosófico, ni una má-xima moral, ni una prescripción politica como esas que en substanciosos frutos la prosa le madura. ¡Un poeta! ¿Qué será un poeta?
Es esto:
Por los campos antiguos en que, campo de libertad ella misma, nuestra Argentina se dila-taba sin catastros ni alambres, solía el cami-nante extraviado meterse de noche al seno de un bosque incógnito. No había percance más temible, porque el bosque es el laberinto donde se puede andar hasta la muerte siguiendo la pista de sí mismo, el palacio abierto que no tie-ne salida, morada de las hadas maléficas que escamotean el rumbo en un rayo de luna, y el grito de auxilio en una vaguedad rumorosa más enorme que el mar, calabozo sin paredes, pues no hay encierro como la falta de horizon-te. La única salvación era, entonces, dar con agua; no sólo porque la sed solía reinar bajo la espinosa fronda, sino porque la fuente, el ja-güel, el charco, presuponen la existencia de sendas, de animales que las trazan con la fre-cuencia de venir, de hombres quizá. Agua y ca-mino resultaban, pues, términos correspon-dientes. Y el río que los revelaba era, según la ciencia del desierto, el pájaro matinal. Bosque donde no cantaban pájaros al amanecer, esta-ba lejos del agua. Aquella ausencia aparente-mente baladí, imprimía un horror trágico al percance. ¡Con qué ansiedad esperaba el tran-seúnte en peligro ese gorjeo salvador, ensimis-mado en la fatalidad de la noche aciaga, como enterrado ya en el silencio y en la soledad fu-nesta que formaban con las tinieblas un blo-que inconmovible hasta la eternidad, y negro, negro hasta la desesperación mientras el mon-te erizándose al contorno parecía retorcerle en la garganta su aspérrima amargura! ¡Ah, deso-lación la del alba sin trinos sobre el ramaje polvoriento que estaba como arruinándose bajo cenizas desabridas y heladas; miedo de aquella luz fatal, color de salitre; anonadamiento de condena entre la patibularia trabazón de esos leños, derrumbe de ser en las espaldas seme-jantes a desmoronados adobes, en las rodillas que se desencajan, en el corazón que se sume allá adentro como una piedra. Pero también qué salto de alegría en el alma, cuando al pintar la luz como una humedad celeste las ra-mitas extremas, y conmoverse a aquel contacto el férreo corazón de la selva todavía trágica en el terror nocturno, arrancaba el jilguero, do-rándose ya con la aurora, de alto que se ponía, su canto valeroso que iba así purgando, para vaciarlo de sus estrellas, el saco de la noche, y tallando al mismo tiempo en cristalina tritura-ción el puro diamante de la mañana, y anun-ciando por último al hombre triste, con la cer-canía del agua bullente en el gorjeo, la seguridad, la dirección, la libertad, la salud, la vida.
El idioma, es decir el espíritu mismo he-cho palabra, era en América ese perdido. Re-petición vacía de una retórica, ya muerta, em-pecinábase en esta quimera anticientífica y antinatural: que el nuevo mundo siguiese ha-blando como España. Solamente para el idio-ma que es la más noble de las funciones huma-nas, no había existido emancipación. El falso purismo de la Academia, la belleza formulada en recetas de curandero, la parálisis rítmica, la indigencia de la rima, el verso blanco y la li-cencia poética, la abundancia declamatoria: to-dos esos accidentes que no son sino justifica-ciones de la ignorancia y autorizaciones a la mediocridad, constituían nuestro código, o me-jor dicho, códex en materia de idioma. Imitar, imitar siempre a los clásicos inimitables, era la prescripción: es como los muertos en un mundo de vivos...
He aquí dos principios útiles en la materia. Para imitar con éxito a un artista superior, se necesita ser otro artista superior; pero cuando se es esta cosa excelente, ya no se imita a na-die: se crea. Los métodos de un artista supe-rior, no le sirven más que a él; pues, o son inaccesibles al mediocre por la misma razón de su mediocridad, o resultan inútiles para otro artista superior, porque éste no los necesita. Y de ahí que toda forma superior del arte sea ne-cesariamente original. Imitar, pues, a los artis-tas superiores, que por esto llegan a ser clási-cos, resulta, precisamente, lo contrario de lo que se quiere hacer. Vivir un hombre, no es para él repetir el cuerpo de otro hombre: el cadá-ver, que según dijo profundamente un estoico, lleva el alma a cuestas en el transcurso de la vida; sino diferenciarse de todos los hombres, ser distinto, ser desigual. En esto consiste todo el fenómeno de la vida; y así, hasta los seres más colectivizados nos enseñan que no hay dos hojas idénticas en el mismo árbol, ni dos abe-jas iguales en la misma colmena.
Rubén Darío fue el anunciador de esa fuente de vida, y esto tiene ahora una prueba irrefra-gable: la poesía joven de España, es rama de su tronco. Así resulta el hombre significativo de un Renacimiento que interesa a cien millo-nes de hombres, el último libertador de Améri-ca, el creador de un nuevo espíritu. Sólo la pre-miosa superficialidad de nuestra vida nos impide ver que andamos entre prodigios, como éste de codearnos con seres que tienen el don divino de crear espíritus inmortales. La obra de arte que sobrevive a su autor y sigue con ello despertando interés, simpatía, emocio-nes; engendrando obras análogas, suscitando vida en una palabra, es, sin duda, un ser vi-viente. Y cuando se incorpora al ser de una ra-za modificando su orientación, resulta espíritu inmortal.
Pero, ¿qué importa de positivo y general, di-rá tal vez alguno, esa transformación de la poe-sía? Nada menos, señores, que una etapa de la civilización.
Sabemos ya por la ciencia del lenguaje y por la historia, que la evolución de los idiomas se inicia con la poesía. Así, cuando cambia la ex-presión poética, es que empieza a modificarse la orientación espiritual. Y esto reviste una importancia tan grande, porque la civilización no es otra cosa que el conjunto de ciertas in-venciones, comunicaciones y convenios cuya expresión irreemplazable es la palabra. Falte la palabra, y todo aquello ya no existe. No hay cómo comunicarlo ni concertarlo. El hombre ha desaparecido como ser social. Por esto la pala-bra es el distintivo de su superioridad entre los seres. Poseer un idioma bien organizado es, pues, para los pueblos, la cosa más importante que existe; y tener poetas que lo vivifiquen y organicen progresivamente, constituye un fe-nómeno de la más alta civilización.
Para mayor grandeza de Rubén Darío, la ex-pansión del castellano en las Américas predes-tinábalo a ser el poeta de un mundo. Por esto dije que veía en él al representante de un nue-vo helenismo.
Y es maravillosa también cómo lo practicó.
Qué cosa más sencilla en sus elementos.
Todo ello consiste en dejar que la emoción poética venga con su palabra, sin reato alguno a fórmulas; y de esta suerte, que sea ella la autora de la expresión correspondiente, no la prisionera de moldes preconcebidos. Y en cuanto a la imaginación que es la otra facultad activa en el fenómeno poético, dejarla también andar como quien divaga por un vergel sin ca-minos, y así va y traza el suyo simplemente con ir recogiendo flores, pues en los jardines dispuestos por mano ajena, ya no hay nada que hacer, sino recrearse sin tocar ni salirse de los senderos como la urbanidad prescribe. Nadie es dueño sino de sus flores; y si no las sabe producir, no se dedique a jardinero.
Ahora, si se mira bien, aquel doble fenóme-no de la nueva poesía, resulta no ser otra cosa sino el ejercicio de la libertad de imaginar y la disposición natural de las expresiones con que la emoción se manifiesta. Así todo sale bien, porque todo viene a su tiempo, cosa para lo cual basta dejarlo venir tal como va naciendo en el alma. Es exactamente lo que sucede con los colores del cielo; pues así como todos ellos existen en la masa del aire que lo constituye, y no aparecen sino cuando es debido, conforme a la naturaleza de aquél, la belleza está en el al-ma, cuyos diversos estados son los que la reve-lan. De esta suerte llegué un día a comprender el secreto del arte griego, y por qué sobrevive en su propia ruina el Partenón, y el idioma de Homero se conserva inmortal cuando hasta los dioses contemporáneos han muerto. Es que en una y otra construcción todo se dispuso como de suyo, porque todo se subordinó al sistema proporcional que es el organismo de un hom-bre vivo, para conseguir lo cual no hay sino un método: vivir. Verbo sublime, expresión de la síntesis arquetípica, a cuya virtud vemos con-fundirse en este caso el instinto genial con el supremo raciocinio.
Y aquí hay otro hecho tan significativo como aquel ya citado de la influencia de Darío en la moderna poesía española: después de él, todos cuantos fuimos juventud cuando él nos reveló la nueva vida mental, escribimos de otro modo que los de antes. Los que siguen hacen y harán lo propio. América dejó ya de hablar como Espa-ña, y, en cambio, ésta adopta el verbo nuevo. El pájaro azul cantaba y detrás de él venía el sol.
Todo eso explica también las nuevas expre-siones y las nuevas formas. La miseria de la literatura americana había consistido en que nos obstinábamos en hablar como España, pensando de un modo enteramente distinto. -No bien nació el poeta que restableciera la ar-monía vital entre pensamiento y palabra, cuando el verso, aunque contase las mismas sí-labas, sonó ya de otro modo. El estilo se animó con nuevos colores. Una música más delicada y sutil coordinó los elementos verbales. El idio-ma poético subordinóse enteramente a la mú-sica en que consiste. De esta música emana-ron, y no al revés, la emoción y la idea. Sufrió la prosa al instante la misma influencia liber-tadora y personal. Comprendióse que poesía y prosa, aun cuando el objeto de aquélla sea re-velar la emoción y el de ésta formular la no-ción, están gobernadas por el ritmo. Éste no es, en suma, sino la manifestación del tono vi-tal que en cada hombre rige la circulación de la vida. De esta suerte, en el acento peculiar que caracteriza su voz, tiene cada hombre su música. Por esto, cuando lo oímos sin verlo, de-cimos con certeza: la voz de Fulano. Hay en to-do eso, como se ve, una razón profunda.
Aquellas formas nuevas no fueron todas hermosas ni aceptables. La verdad es que al calor de la lucha y al retozo de algún epigrama antiacadémico, hubo a veces alguna exagera-ción. Pero, eso sí, aquello fue espontáneo, so-bre todo en nuestro poeta. Quienes lo hemos visto trabajar, sabemos que su labor era el co-rrer del agua feliz en la fuente generosa. Y así, para mayor gracia, la profunda revolución, que fue a la vez revelación genial, la hizo con poe-sías breves como el cuerpo del pájaro y la masa de la perla. ¿Pero no basta un ascua para en-cender todas las hogueras del mundo, un beso para torcer el curso de la vida, una sola estre-lla para embellecer la tarde? He oído cantar en mi sierra al pájaro llamado rey del bosque. Canta solo, en la serenidad vespertina, desde algún sotillo cerrado que favorece su lírica abs-tracción. Y con ser tan grande la dulzura del canto, su prodigiosa claridad llena toda la montaña. La delicia que infunde dilátase casi temerosa en una fragilidad de pureza extrema. Y el alma se pone tan buena, que parece que va a llorar. No hay un rizo en la inmensidad celeste. Dijérase que el silencio y la luz son una misma cosa divina. La montaña aclárase y profundízase a la vez en una transparencia de zafiro. Entonces el gorjeo del pájaro nos revela una maravilla: la montaña está encantada y el mundo se ha vuelto azul.
Azul... fue el primer libro revelador de Ru-bén Darío.
No entiendo, dijo, la retórica. Para las al-mas duras, nada hay tan difícil de entender co-mo las cosas sencillas. Así el necio no puede ver el agua tranquila sin arrojarle una piedra. Es que no la entiende. En aquellos regocijados tiempos, nuestros clásicos de infantería ligera, que otros no conocí, declaraban con transpa-rente astucia no entender a Verlaine, por su-puesto que sin haberlo leído. Es lo que debe pensarse por consideración a su inteligencia. Con eso evitaban nombrar al monstruo, que era para ellos tanto como anonadarlo y le re-prochaban en su admiración a Verlaine el con-sabido galicismo.
Porque claro está que ese libertador, ese griego de alma, ese creador del mucho espíritu en la poca materia, fue un hijo espiritual de Francia. Así repetíanse en él dos fenómenos por vez primera correlacionados para el máxi-mo efecto: la renovación de la literatura espa-ñola, que desde los tiempos del Romancero procede siempre de Francia, y las revoluciones libertadoras de América, que son también cosa francesa. No hay por ello nada más falso y más cursi que el horror académico al galicismo. Si algún país debe legítimamente influir sobre la cultura española, es el de Francia, por genero-so, y por hermano. Reconocerlo es una prueba de sencillo buen gusto; negarlo, un grosero alarde para llamar la atención, violando la co-nocida regla en cuya virtud la verdadera ele-gancia consiste en no hacerse notar, o una an-tigualla reaccionaria. No hay obra humana de belleza o de bondad que prospere sin su grano de sal francesa. Este grano de sal es perla que ha germinado en siglos y siglos de labor, de do-lor, de heroísmo, de genio, de arte, de gloria. Y por esto, porque constituye la síntesis, excelen-te entre todas, del espíritu humano bajo su concepto superior, a todo comunica con la mis-ma eficacia las propiedades substanciales de la sal: la claridad, la franqueza, la sobriedad, el sabor, la sazón, la fuerza.
He aquí por qué la influencia de Darío fue superior a la de Martí, genio, héroe y mártir. Es que este último, en su propia magnificen-cia, escribió todavía el castellano académico. Hizo las del Cid, que es decir, cosas grandes entre las más excelsas; pero no habló como él. Pues el Campeador de las Españas cometía ga-licismos...
Amar a Francia es ya una obra de belleza. Gloriarse de ello ahora, es un acto de dignidad humana. Su heroico dolor ha sido la revelación de esta grandeza: que la justicia de la humani-dad es la justicia de Francia. En el peligro de Francia fermenta en sangre la barbarie de Eu-ropa. Y nosotros no podemos desentendernos de ello, sin renegar nuestra propia civilización. La miserable neutralidad de los pueblos que se llaman libres, aun cuando con ella se exhiben esclavos del miedo, es una aceptación anticipa-da de la felonía, el terrorismo y la infamia. La esperanza, este bien supremo que ilumina la existencia del último miserable, es una flor de Francia: una intrépida amapola de sus campi-ñas, en cuya seda ligera palpita el hervor de hierro de la sangre de Francia. Y dijérase que en el estremecimiento de la flor, el gallo de las Galias yergue su cresta mordida.
Esto que ahora se ve tan claro, fue lo que el gran poeta nos anticipara en su anunciación de belleza. Y para que se note cómo es cierto que en todo gran poeta hay el vate de los anti-guos, el ser profético para quien se anticipa el día en la altura de su espíritu, recordaré aquel magnífico grito de alarma, lanzado una tarde, hace veintisiete años, por Rubén Darío, quien percibió desde el Arco del Triunfo, en la suges-tión clarividente de la gloria, el avance de la horda gigantesca sobre su Francia negligente y hermosa:

¡Los bárbaros, Francia. Los bárbaros, ca-ra Lutecia!

Así, resucitando en su lengua nueva el viejo pentámetro de Roma, cual si despertara en su ser uno de aquellos latinos del siglo V, y enca-britara a modo de corcel el verso para más ver la horrenda gente, ha sentido:


El viento que arrecia del lado del férreo Berlín.

Y entonces clama con precisión maravillosa:

Suspende, Bizancio, tu fiesta mortal y  divina;
¡Oh Roma, suspende la fiesta divina y mortal!
Hay algo que viene como una invasión aquilina
Que aguarda temblando la curva del Ar-co Triunfal,
TANNHAUSER! Resuena la estrofa marcial y argentina.
Y verse a lo lejos la gloria de un casco imperial.

Conocí a Rubén Darío acá, en el apogeo de su gloria. Que nuestra tierra tuvo ese honor, retribuido por el gran poeta con gratitud ina-gotable.
Pero, gloria de artista, suele no ser más que tirante medianía en la casa de huéspedes y en el empleo subalterno que le dan por compa-sión. Tal fue siempre, y más bien peor con fre-cuencia, la situación del maestro bien amado. Y todavía enrostrábansela de vez en cuando, y nada era tan inseguro como sus propias coloca-ciones de la burocracia o del periodismo. Así solía recordar que La Nación fue la única mo-rada cómoda para su talento; pues, como si fuera casa propia, igual se le conservaba en la ausencia. Allá hizo también algunas de sus mejores amistades. París y Buenos Aires re-sultábanle, según muchas veces lo repitió, las únicas ciudades donde vivía a gusto. Tenía de nuestro país una idea altísima y gloriosa. De-cía que para él era algo en este mundo ser transeúnte habitual de la calle Florida.
Hallábase en el período más brillante y so-noro de su campaña intelectual. Ricardo Jai-mes Freyre era su hermano de armas. La Re-vista de América, que para mayor poesía tuvo la vida de las rosas, acababa de ser el estan-darte, o mejor dicho, el tirso alzado por los dos poetas, pues llevó el color de aquéllos, mien-tras ellos, con sus versos, pusiéronle el perfu-me. No obstante, escribíase con entusiasmo, discutíase con ardor, y algunos jóvenes poetas ingresaban como novicios al grupo.
Darío, que era de una excesiva timidez, pre-fería aquella fácil sociedad a los halagos que nuestros salones le brindaban. Aquel evocador de princesas, sentíase horriblemente cohibido ante las damas; y el protocolo hubo de sufrir en las manos del diplomático que a veces fue, fracasos monumentales. No obstante, eran perfectas su distinción, su delicadeza y su ele-gancia. Nunca, ni en sus peores momentos, le vi brutal o innoble. La discreción era en él lo que la suavidad callada del terciopelo. Muy perspicaz en la ironía, dejábala pasar habi-tualmente, bajo una sonrisa que ya era compa-sión. Reservadísimo en sus afectos, era enor-memente fácil de explotar por los parásitos de la bolsa y del talento que abundaban siempre en torno suyo. Creo que los dejaba hacer, por no reparar en una fealdad y mancharse, así, a su contacto. Por otra parte, como todo hombre realmente superior, no daba importancia algu-na a que le engañase un vil. Que esto es condi-ción de la vileza, y fuera necio extrañar, como dice el proverbio árabe, que salga perro el hijo de perro. Su vida iniciada con terribles con-trastes, en la orfandad precoz, la pasión instin-tiva, el ambiente ingrato, fue, bajo este concep-to, muy dura con él. Padeció destierro perpe-tuo en el seno de la canalla. Y tal fue el estado en que arraigó la enfermedad terrible que lo ha llevado a la tumba. Errabundo por los pue-blos, una fatalidad ciertamente invencible por-que constituía la orientación inicial de su exis-tencia desviada, sometíalo al poder de la chusma. Chusma de las letras, de la sociedad, del amor, a cuyo contacto padecía tormentos espantosos. Así, el vicio no es su mancha, por-que no constituyó su placer, sino su martirio. Yo lo he visto combatir como un desesperado, aprovechando para ello la primer coyuntura que la amistad le brindaba. Pero la red de sus propias complicaciones, pronto volvía a reatar-lo y aislarlo. El aislamiento era como un cala-bozo que llevaba consigo, y resultaba la causa inmediata de sus caídas.
Atribuyo en gran parte a aquel cautiverio, sin que esta suposición quite nada a su fe, res-petable como ninguna, la religiosidad de Ru-bén Darío. Fue siempre católico, y con ello, mo-nárquico de convicción: pues como no había menester de utilitarias conciliaciones, declara-ba sin esfuerzo la evidente incompatibilidad del catolicismo con la república. Su pretendida conversión al morir, calumnia, pues, su fe de cristiano. La integridad del dogma, no ha teni-do acatamiento más constante que el suyo.
No necesito añadir que, entonces, su despre-ocupación de la popularidad era absoluta, su desinterés de la gloria mayoritaria, alto y frío como un Ande bajo su manto azul.
Llevaba entonces barbado el rostro de cálida palidez, la cual dilatábase como soñando en la marmórea culminación de la frente. El cabello crespo y negrísimo, que nunca se infló en me-lena, iba regular sin compostura. Los ojos fau-nescos encendíanse de alegre franqueza que fácilmente oblicuaba en chispa irónica; pero su mirada era, sobre todo, fraternal. La ancha na-riz, la ruda boca, repetían la máscara verle-niana. Durante sus momentos de distracción, invadíala una placidez monacal. El talante del poeta era de una elegancia varonil. Su tronco recio, su andar reposado. Todo en él manifesta-ba una virilidad casi brutal, salvo las manos bellísimas que parecían de jazmín. Vestía con sobria elegancia y expresábase lo mismo. Cuando, tras ocho años de separación, vile de nuevo, la rasura que desnudaba todo el rostro parecía haberlo fundido en el bronce grave de una escultura azteca. Pero todo esto nada vale ya. Alma que canta es, con notoria frecuencia, alma que llora. Y aquél pasó la vida, llorando sin lágrimas por estética dignidad. Su triste carne humana, es lo que no importa. Su alma bella nos queda para siempre, florecida en ver-sos sencillos e inmortales. Los rasgos impresos por el dolor en aquel rostro que al envejecer se iba a lo trágico, y que según un cronista, trans-figuráronse al morir en esa efigie dantesca que trajera del infierno el gibelino, se fueron a la tumba con su siniestro escultor.
La muerte, a quien había temido como un niño a la oscuridad, fue a él sin que apenas la notara, con su paso ligero y su palidez celeste. Y así, en el seno del hogar recobrado, en su pueblo natal que es donde es bueno morir, ma-duro para el descanso como quien dio tanta flor y ninguna espina, recibió para decirlo con palabras de la Ilíada inmortal, "la gracia del sueño"...
Entonces empezó la apoteosis. El pueblo gastó para sus exequias lo que jamás le habría dado para vivir: pues tal hacen todos los pue-blos con sus hijos ilustres. Cosa horrible, en verdad: solamente los déspotas suelen ser oportunos en su socorro. Así Rubén Darío de-bió a Núñez, el de Colombia, a Zelaya, el de Nicaragua, a Porfirio Díaz, aquellos vagos con-sulados y plenipotencias cuyo ocio es propicio al genio desde los tiempos de Cicerón: ali-quam legationem, aut... cessationem... libe-ram et otiosam, dice Atico en el primer libro De las Leyes: alguna legación o jubilación libre y ociosa, para que el orador sublime compusie-ra con despacio sus cosas eternas.
Pero los pueblos no son generosos sino con sus amos. Con sus libertadores, nunca. Para éstos el bronce póstumo, el catafalco monu-mental que tampoco les otorgarían si con eso ellos mismos no se glorificaran. Para el amo, la sangre, el oro, el honor y el provecho en vida, el sufragio, la adulación. ¡Y eso se llama o se cree soberano!
¡Ah, si los pueblos no tuvieran el dolor, el dolor que aun a las bestias ennoblece, no me-recerían sino desprecio. Su amor y su odio constituyen, pues, la misma cosa insípida para el hombre libre. Su justicia nunca llega cuando debe llegar; y así, conforme a la intención pro-fundamente amarga de la leyenda, lo que glo-rifica al héroe y al dios es morir crucificado.
Esto que hacemos ahora es, pues, por noso-tros mismos, no por el gran muerto que ya nada necesita, mientras nosotros necesitaremos cada vez más de él. La Argentina de su predilección debíase, en esta forma, un homenaje a cuyo fa-vor recordaríamos, por ejemplo, que él la inmor-talizó, única entre las naciones de América, con un excelso canto: aquel canto del centenario que es una erección de torres marmóreas y campanas de plata sobre la pampa de oro.
Mas he aquí que al fin es necesario callar; y que, como si el silencio sobreviniente saliera de su tumba, entra recién en mi ánimo la cer-tidumbre de su muerte. Pues suele ser que al principio de estos grandes dolores, un estupor de piedra me embota el alma, el muro de la muerte que se interpone. Y después, un día viene la cosa triste, como al azar, y las lágri-mas que también precisa esconder, porque son feas y puras como diamantes brutos. Y luego este deber terrible de la elocuencia, que mejor quisiera ser silencio y llorar; la cláusula medi-da en homenaje de belleza; la regla de bronce estoico sobre el ínclito mármol.
Pero no, no es esto, nada de esto lo que yo quería decirte. Óyelo, amigo bien amado, por- que ahora hablo sólo para tí; "hermano en el misterio de la lira" como tú me dijiste una vez que con mi dicha fuiste dichoso. Tú sabes que soy fuerte, y no obstante, esto es lo cierto, me falló el corazón. Tú sabes que no ando con mis penas para que las compadezcan, sacándolas a luz, como un mendigo con sus llagas; que tengo una voluntad; que sé imponer al mismo dolor el deber de la belleza; y no sé, cómo, al notar que ya con estas palabras me despedía, el al-ma se me derramó en lágrimas casi felices de venir, del propio modo que una noche primave-ral en un reguero de estrellas.
Fuente:Leopoldo Lugones Obras en prosa. Aguilar. 1962
Leopoldo Lugones. Obras en prosa. 1962. 1349 páginas. México-Madrid.

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