sábado, 11 de febrero de 2017

Margaret Eleanor Atwood. El cuento de la criada.


Margaret Eleanor Atwood (Ottawa, 18 de noviembre de 1939) es una prolífica poeta, novelista, crítica literaria, profesora y activista política canadiense. Es miembro del organismo de derechos humanos Amnistía Internacional y una de las personas que presiden BirdLife International, en defensa de las aves. En la actualidad divide su tiempo entre Toronto y Pelee Island, en Ontario.

Atwood ha escrito novelas de diferentes géneros y libros de poemas, además de guiones para televisión como `The Servant Girl` (1974) y `Days of the Rebels: 1815-1840` (1977). Se la describe como una escritora feminista, ya que el tema del género está presente en algunas de sus obras de forma destacada. Se ha centrado en la identidad canadiense, las relaciones de este país con Estados Unidos de América y Europa, los derechos humanos, asuntos ambientales, los páramos canadienses, los mitos sociales sobre la feminidad, la representación del cuerpo de la mujer en el arte, la explotación social y económica de ésta, y las relaciones de mujeres entre sí y de éstas con los hombres.

En 1969 publicó `The Edible Woman`, donde se hizo eco de la marginación social de la mujer. En `Procedures for Underground` (1970) y `The Journals of Susana Moodie` (1970), sus siguientes libros de poesía, los personajes tienen dificultades para aceptar lo irracional. Esta última quizá sea su obra poética más conocida, y en ella Atwood escribe desde el punto de vista de Susana Moodie, una pionera de la colonización de la frontera canadiense del siglo diecinueve. Con la obra `Power Politics` (1971) usa las palabras como refugio para las mujeres débiles que se enfrentan a la fuerza masculina. Como crítica literaria es muy conocida por su obra `Survival: a Thematic Guide to Canadian Literature` (1972), definida como el libro más asombroso escrito sobre literatura canadiense y que consiguió aumentar el interés en la literatura de este país. Ese mismo año publicó `Surfacing`, una novela donde se formula en términos políticos el conflicto entre naturaleza y tecnología. Con gran éxito y avalada por la crítica, escribió `You Are Happy` (1974), y su tercera novela, `Lady Oracle` (1976), es una parodia de los cuentos de hadas y las novelas de amor. En 1978, publicó `Two-Headed Poems`, que explora la duplicidad del lenguaje, y `Up in the Tree`, un libro infantil. Su siguiente novela, `Life Before Man` (1979), es más tradicional que sus libros de ficción anteriores y se centra en una serie de triángulos amorosos. Atwood siempre ha estado interesada en los derechos humanos, y esto se refleja en su libro de poesía `True Stories` (1981) y la novela `Bodily Harm `(1981). Publicó `Second Words` (1982), que es una muestra de una de las primeras obras feministas escritas en Canadá, y ese mismo año dirigió la revisión del Oxford Book of Canadian Poetry, lo que la colocó al frente de los poetas canadienses de su generación. Con el `Cuento de la criada` (`The Handmaid`s Tale`, 1985) ganó el Arthur C. Clarke Award y el Governor General`s Award en 1985. En 2007 fue galardonada con el premio Príncipe de Asturias de las Letras.
***

En el estado de Gilead las criadas forman un estrato social pensado para conservar la especie. Las mujeres fértiles que integran esta clase, y que destacan por el hábito rojo con que se cubren hasta las manos, desempeñan una función esencial: dar a luz a los futuros ciudadanos de Gilead. Sin embargo, en un mundo antiutópico asolado por las guerras nucleares, gobernado por un código extremadamente severo y puritano, que castiga con la pena de muerte a quien se aparta del sistema y en el cual la mayoría de la población es estéril, engendrar no resulta fácil. Existe siempre el temor al fracaso y la amenaza de la confinación en la isla de seres inservibles más allá de las alambradas que rodean a la ciudad y del alto muro donde cuelgan, para que sirva de ejemplo, los cadáveres de los disidentes.
Fuente: N.N.

(Fragmento).
I
LA NOCHE




CAPÍTULO 1

Dormíamos en lo que, en otros tiempos, había sido el gimnasio. El suelo, de madera barnizada, tenía pintadas líneas y círculos correspondientes a diferentes deportes. Los aros de baloncesto todavía existían, pero las redes habían desaparecido. La sala estaba rodeada por una galería destinada al público; y tuve la impresión de que podía percibir, como en un vago espejismo, el olor acre del sudor mezclado con ese toque dulce de la goma de mascar y del perfume de las chicas que se encontraban entre el público, vestidas con faldas de fieltro – así las había visto yo en las fotos —, más tarde con minifaldas, luego con pantalones, finalmente con un solo pendiente y peinadas con crestas de rayas verdes. Aquí  se habían celebrado bailes; persistía la música, un palimpsesto de sonidos que nadie escuchaba, un estilo tras otro, un fondo de batería, un gemido melancólico, guirnaldas de flores hechas con papel de seda, demonios de cartón, una bola giratoria de espejos que salpicaba a los bailarines con copos de luz.
En la sala había reminiscencias de sexo y soledad y expectativa, la expectativa de algo sin forma ni nombre. Recuerdo aquella sensación, el anhelo de algo que siempre estaba a punto de ocurrir y que nunca era lo mismo, como no eran las mismas las manos que sin perder el tiempo nos acariciaban la región lumbar, o se escurrían entre nuestras ropas cuando nos agazapábamos en el aparcamiento o en la sala de la televisión con el aparato enmudecido y las imágenes parpadeando sobre nuestra carne exaltada.
Suspirábamos por el futuro. ¿De dónde sacábamos aquel talento para la insaciabilidad? Flotaba en el aire; y aún se respiraba, como una idea tardía, cuando intentábamos dormir en los catres del ejército dispuestos en fila y separados entre sí para que no pudiéramos hablar. Teníamos sábanas de franela de algodón, como las que usan los niños, y mantas del ejército, tan viejas que aún llevaban las iniciales U.S. Doblábamos nuestra ropa con mucha prolijidad y la dejábamos sobre el taburete, a los pies de la cama. Enseguida bajaban las luces pero nunca las apagaban. Tía Sara y Tía Elizabeth hacían la ronda; en sus cinturones de cuero llevaban colgando aguijones eléctricos como los que usaban para el ganado.
Sin embargo, no llevaban armas; ni siquiera a ellas se las habrían confiado. Su uso estaba reservado a los Guardianes, que eran especialmente escogidos entre los Ángeles. No se permitía la presencia de Guardianes dentro del edificio, excepto cuando se los llamaba;  y a nosotras no nos dejaban salir, salvo para dar nuestros paseos, dos veces al día y de dos en dos, alrededor del campo de fútbol que ahora estaba cercado con una valla de cadenas, rematada con alambre de púas. Los Ángeles permanecían fuera, dándonos la espalda. Para nosotras eran motivo de temor, y también de algo más. Si al menos nos miraran, si pudiéramos hablarles... Creíamos que así podríamos intercambiar algo, hacer algún trato, llegar a un acuerdo, aún nos quedaban nuestros cuerpos... Esta era nuestra fantasía.
Aprendimos a susurrar casi sin hacer ruido. En la semipenumbra, cuando las Tías no miraban, estirábamos los brazos y nos tocábamos las manos mutuamente. Aprendimos a leer el movimiento de los labios: con la cabeza pegada a la cama, tendidas de costado, nos observábamos mutuamente la boca. Así, de una cama a otra, nos comunicábamos los nombres: Alma, Janine, Dolores, Moira, June.


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