miércoles, 11 de enero de 2017

Ricardo Piglia. La forma inicial. Conversaciones en Princeton


TIEMPO DE LECTURA (Fragmento).
Conversación con Horacio González y Sebastián
Scolnik (Biblioteca Nacional de la Argentina), en
Buenos Aires, 2007.

Ricardo Piglia es quien, quizás con más persistencia,
ha pensado la presencia del lector en la obra. Una teoría
del lector, el último lector —quizás él mismo—, que
aparece dejando marcas en la escritura. En este diálogo
que se produjo a partir de su visita a la Biblioteca,
Piglia analiza las variaciones técnicas como profundos
virajes en las prácticas de lectura que, sin embargo, no
han logrado alterar su condición fundamental: la lectura
sigue consistiendo en una secuencia lineal de
desciframiento que va de un signo a otro, pese al
carácter fragmentario que asume en la metrópoli.
La Biblioteca: Desde hace tiempo se está
desarrollando una discusión, y la Biblioteca Nacional es
un espacio natural para ella, pues se encuentra
especialmente afectada por las modificaciones técnicas
en curso: nos referimos al debate acerca de cuál es la
relación de la lectura con las nuevas tecnologías; si se
trata de un vínculo virtuoso o de la desaparición de la
figura del lector moderno, si es necesario repensar la
relación y el lugar social de la lectura en la vida
contemporánea. En estas discusiones hay lamentos y
euforias, desmedidos en ambos casos.
Ricardo Piglia: Bueno, tratemos de no tener una
posición centrista, ¿no? [risas]. Siempre hay lamentos y
euforias. Lo primero que tendríamos que decir, es que
hay muchos historiadores de la cultura trabajando este
tema. Hay que pensar sobre todo en Roger Chartier, que
ha reflexionado sobre la cuestión del cambio en los
soportes de la lectura, desde los papiros, los rollos y los
libros hasta la lectura en la pantalla. Chartier ha
insistido en la importancia de la materialidad del
formato en la discusión sobre la construcción del sentido
y en la historia de la lectura. Hay que situar el problema
en la larga duración. ¿Qué es lo que persiste de las
formas de leer y qué es lo que se ha transformado? Yo
tiendo a pensar que el modo de leer —desde la
perspectiva que a mí me interesaba en el libro (El último
lector, 2005)— no ha variado. Leer ha sido siempre
pasar de un signo al otro. Puede haber cruces, cortes y
virajes en la linealidad, pero la construcción del sentido,
el modo de descifrar los signos al leer, no ha cambiado.
Es una práctica de larguísima duración. Desde luego la
lectura supone el aislamiento, el lector es un sujeto que
está descifrando una serie de signos y está solo en eso.
Lo que cambia es la escena en la que se lee, y la actitud.
No solo el formato en que leemos los textos cambia y
por lo tanto la posición del cuerpo, sino también el tipo
de atención.
Yo he construido una especie de modelo histórico, un
poco en broma, con dos posiciones. La primera, que
podríamos llamar la pose Kafka, es el modelo del lector
que se encierra y se aísla y no quiere ser interrumpido.
La ambición de Kafka de encerrarse en un sótano y que
le dejaran la comida en la puerta, para poder caminar un
poco, pero no ver a nadie y estar aislado. O la metáfora
que los medios usan siempre: ¿qué libro se llevaría
usted a una isla desierta? La lectura perfecta y personal
estaría asociada con el aislamiento y el punto extremo
sería estar solo en una isla con un solo libro. Es una
imagen que persiste, la del lector que está concentrado,
aislado. Poe teorizó ese modo de leer con su poética de
la forma breve: la Filosofía de la composición es una
teoría de la lectura. Hay que escribir un texto cuya
extensión dependa de la capacidad de sostener la
atención, un texto que no se pueda dejar y que se pueda
leer de un tirón, en un tiempo prefijado. El sentido
depende de la concentración, que a su vez depende de un
tiempo fijo y de la continuidad. En ese marco, la
interrupción aparece como un fantasma que recorre la
historia de la lectura. Podemos seguir esa historia con
ciertas situaciones donde la interrupción aparece
ficcionalizada, muchas veces como una amenaza. Está el
relato de Cortázar, el bello relato «Continuidad de los
parques», sobre la lectura de una novela. La lectura
interrumpida supone distintos tipos de situaciones: una
es la interrupción propiamente dicha —alguien que entra
e interrumpe—, otra es el paso del libro a lo real, y la
inversa, lo real que irrumpe en el momento de la lectura.
LB: Una especie de robinsonada interrumpida…
RP: Claro. Los desarrollos técnicos y la
complejidad de la experiencia han ido generando otra
figura que yo asocio con Joyce, para ponerle un sujeto, y
por el tipo de poética de la escritura que supone. El
modelo no es la isla, sino la ciudad, la dispersión, la
proliferación de los signos. La lectura no es lineal, el
que lee se desvía, está en una red, el tiempo está
fragmentado y es múltiple. Uno podría asociar esta
posición con el movimiento en la ciudad, donde todo
parece suceder al mismo tiempo. Por lo tanto, el lector
no funciona como aquel que está aislado o en cualquier
escena de aislamiento que se pueda construir, sino que el
lector está conectado a una red y eso la literatura ya lo
empezó a mostrar mucho antes de que aparecieran las
formas contemporáneas. Hoy es habitual que un lector
esté leyendo un libro y a la vez tenga prendida la TV, está
atento a los e-mails, habla por teléfono, escucha música.
La percepción distraída. Podríamos recordar la noción
del «lector salteado» de Macedonio. Un lector que se
hace cargo de la interrupción, de todo lo que interfiere y
lo incorpora a la lectura. Entra y sale, se dispersa, se
concentra, se va. Y desde luego la prosa de Joyce o la de
Macedonio están ligadas a ese tipo de lectura que no es
lineal, o en todo caso infiere la posibilidad de una
lectura discontinua.
Otra posibilidad es hacer una historia de la técnica
que acompaña y sostiene la lectura y la modifica. Por
ejemplo, podríamos hacer una historia de la luz, de la
iluminación. El invento del vidrio que hace posible las
ventanas; el paso de las velas a la luz de gas, a las
lámparas. La posibilidad de leer de noche. Esa sería una
manera de hacer una historia de la técnica en relación
con la lectura. Desde luego, las bibliotecas están ligadas
a ese tipo de historia, un lugar construido para leer,
donde los libros se ordenan, se acumulan, hay un
recorrido, un movimiento más físico, hay que moverse
por ese espacio, los pasillos, las galerías, los estantes;
se puede ir de un libro a otro. Las bibliotecas no solo
acumulan libros, modifican el modo de leer. Producen un
efecto paradójico, que es típico de las grandes
bibliotecas: siempre habrá un libro que no hemos leído,
la contradicción entre el libro que estoy leyendo y todos
los otros libros que están ahí disponibles y que nunca
podremos llegar a leer. Lo que no se puede leer, lo que
falta, acompaña a la lectura, forma parte de la
experiencia misma. Son cuestiones ligadas a la lectura
como posibilidad y están conectadas con el debate actual
sobre qué sucede con la lectura en la red, con las
conexiones múltiples, la superposición y la acumulación,
el paso de un texto a otro. La literatura ya había
intentado dar cuenta de la posibilidad de las lecturas
múltiples, simultáneas, sucesivas. Borges ha dado el
paso de la imagen de la biblioteca como espacio de
saturación y de lectura sucesiva a la invención de una
imagen que se acerca a la experiencia de la lectura
simultánea y a la Web. Eso está en «El Aleph», desde
luego, un modelo de simultaneidad, de visión
instantánea, todo el universo concentrado en un punto. La
clave, creo, es que se mantiene la relación personal,
aislada. Se trata de una visión privada que se abre a
todos los signos pero el sujeto sigue solo ahí frente a esa
pantalla microscópica. Con esto quiero decir que las
novedades son siempre novedades, desde luego, porque
en el contexto en que funcionan tienen un sentido propio,
pero uno podría establecer una arqueología de todas
estas imágenes y figuras que hoy se discuten a partir de
las nuevas tecnologías.

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