viernes, 6 de enero de 2017

Pablo De Santis. Novela: LA TRADUCCIÓN. Finalista del Premio Planeta 1997.


La traducción es un relato policial finalista del Premio Planeta de 1997.

Los asistentes a un congreso de traducción se ven enfrentados al desafío de aclarar numerosas muertes misteriosas y ven convertidos en realidad sus sueños mas inconfesados: el estudio y la pasión por el lenguaje puede tener consecuencias trágicas.

Esta novela tiene la particularidad de que su protagonista es escritor, y la literatura en sí misma es importante para la trama.
***
(Fragmento).
PRIMERA PARTE
HOTEL DEL FARO
 “Al recorrer con entusiasmo y credulidad la versión inglesa de cierto filósofo chino, di con este memorable pasaje: A un condenado a muerte no le importa bordear un precipicio, porque ha renunciado a la vida. En este punto el traductor colocó un asterisco y me advirtió que su interpretación era preferible a la de otro sinólogo rival que traducía de esta manera: Los sirvientes destruyen las, obras de arte para no tener que juzgar sus bellezas y sus defectos. Entonces, como Paolo y Francesca, dejé de leer. Un misterioso escepticismo se había deslizado en mi alma.”

J. L. BORGES

 I
Tengo sobre mi escritorio un faro de cerámica. Me sirve como pisapapeles, pero es sobre todo una molestia. En el pie se lee Recuerdo de Puerto Esfinge. La superficie del faro está cubierta de estrías, porque ayer, al acomodar los originales de una traducción, el faro se cayó del escritorio. Con paciencia, uní los pedazos: quien haya intentado rearmar un jarrón roto, sabe que, por minucioso que sea su empeño, hay fragmentos que nunca aparecen.
Viajé a Puerto Esfinge hace cinco años, invitado a un congreso sobre traducción. Cuando llegó a mi casa el sobre con el membrete de la universidad, pensé que se trataba de algún papel atrasado. Continuamos recibiendo por años información de asociaciones o clubes a los que ya no pertenecemos, suscripciones de revistas canceladas, saludos de veterinarios dirigidos a un gato que se perdió un siglo atrás. Aunque uno se mude, la correspondencia atrasada lo alcanza; formamos parte de inmutables listas de correo, que no aceptan cambios de interés, de vivienda o de costumbres.
La carta de la universidad no era, sin embargo, correspondencia atrasada; me escribía Julio Kuhn para invitarme al congreso. Kuhn era director del Departamento de Lingüística de la Facultad. Habíamos estudiado juntos, pero yo había abandonado la carrera poco antes de recibirme. Sabía que Kuhn conseguía financiamiento de empresas privadas para su departamento a cambio de algunos servicios técnicos. En la carta explicaba que había pensado reunir en Puerto Esfinge durante cinco días a un grupo de gente variado, como para que no se convirtiera ni en una reunión de lingüistas ni de traductores profesionales. Me había elegido a mí como traductor de textos científicos.
Hacía mucho tiempo que no me cruzaba con ninguno de mis colegas. Estábamos dispersos, y de alguna manera ninguno de nosotros consideraba la traducción como un oficio definitivo, sino más bien como un desvío a partir de otras ocupaciones. Algunos habían querido ser escritores, y habían llegado a la traducción; otros enseñaban en la universidad, y habían llegado a la traducción. Sin darme cuenta, yo también había tomado ese desvío.
Mi trabajo no facilitaba, tampoco, la comunicación con mis colegas, porque pasaba por las editoriales sólo para retirar los originales. Me cruzaba con secretarias, con directores de colección, nunca con otros traductores. Recibíamos noticias unos de otros, pero eran noticias indirectas y en su mayor parte, de meses atrás. Cuatro años antes dos traductores que trabajaban juntos en una enciclopedia habían intentado reunirnos en una especie de colegio u organización gremial, pero no habían juntado más que a un puñado. Cuando esos pocos se reunieron, una noche, frente a un programa de discusión demasiado amplio, todos se pelearon con todos, y los traductores volvieron a dispersarse.
En la carta Julio Kuhn mencionaba a los otros invitados. A unos pocos los conocía personalmente, a otros sólo de nombre. Había varios extranjeros. En la última línea estaba el nombre de Ana Despina. No había confirmado aún su participación, pero decidí confirmar la mía.
Los objetos que llevan inscripciones tales como Recuerdo de... rara vez son recuerdo de algo; el faro, en cambio, todavía me sigue enviando señales de advertencia.
 II
Mi mujer, Elena, recibió con disimulada alegría la noticia de mi viaje. Durante unos días se vería libre de mis dolores de cabeza, mis monosílabos, mis paseos nocturnos por la casa. Las jaquecas, que sufría desde los quince años, se habían acentuado en los últimos meses. Los estudios no habían servido de nada; me habían recetado medicamentos que habían acabado con mi estómago pero no con el dolor. Estas jaquecas habían sido atribuidas sucesivamente a mi columna, a factores genéticos, a problemas en la vista, a la alimentación, a mi trabajo, al stress, a la ciudad, al mundo. Preferí volver a las aspirinas.
Elena es seis años más joven que yo; como si necesitara borrar la diferencia, asume un aire de autoridad y me da siempre consejos que simulo estar dispuesto a cumplir. Elena necesita darme esos consejos, pero sabe que no es imprescindible que los cumpla; basta con que mantengamos, de tanto en tanto, un diálogo así, en el que ella ejerce la mayoría de edad, la sensatez y el orden, cualidades en las que tampoco cree.
—No te encierres en el hotel. No te preocupes por la conferencia —dijo Elena mientras supervisaba el equipaje. Agregó una camisa blanca con rayitas azules y un par de zapatos de de gamuza. Sacó la fotocopia de una traducción que tenía que revisar—: No te lleves trabajo para hacer.
Siempre empiezo yo a hacer la valija o el bolso, pero ella, acusándome de olvidadizo, ocupa mi lugar y termina la tarea con energía. Al ver el bolso cerrado, se quedó pensativa.
—Hace mucho que no viajamos a ninguna parte —dijo.
Era mentira. En los últimos seis meses habíamos hecho tres viajes. No la contradije, ya que la verdad era tan evidente para ella como para mí. Quería decir otra cosa: que quedaba fuera de este viaje, que los otros no importaban, porque éste era ahora, y ningún viaje pasado puede compararse con uno que está a punto de ocurrir.
—Vas a cumplir años lejos de mí — dijo.
Me había olvidado.
—Son solamente cuatro días. Cuando vuelvo, llamamos a los amigos y me hacés una torta con velitas.
—¿Conocés a los otros invitados? —preguntó.
Le hablé de Julio Kuhn, el anfitrión; recordé las conversaciones interminables en los cafés que estaban enfrente de la facultad. Recordaba las cosas que decían los demás pero, por suerte, no había registrado nada de lo que yo mismo decía, como si hubiera estado siempre callado frente a interlocutores ansiosos. Le hablé también de Naum, con el que había trabajado en una editorial, cuando teníamos veinte años. Elena, que no lee nunca novelas, sino solamente ensayos, conocía bien a Naum y se interesó de inmediato al saber que él iba. Sentí un aguijonazo de envidia y celos; hacía tiempo que no pensaba en Naum, y me aturdió la sensación de no poder distanciarme, como si uno viera, al pasar por la calle, a un compañero de colegio, y quisiera golpearlo por alguna ofensa de tres décadas atrás.
Naum se llamaba Silvio Naum, y firmaba sus libros S. Naum, y yo lo había llamado siempre Naum a secas.
—¿Conocés a algunas de las mujeres que invitaron? —preguntó.
Miré la lista. Señalé un par de nombres. Le expliqué que apenas las conocía y que tenían muchos años.
Antes de irme a la cama preparé el dinero, el documento y los pasajes, porque no estoy acostumbrado a levantarme temprano y a la madrugada actúo como un zombi. Miramos en la televisión un fragmento indeterminado de una película —lejos del principio, que ya habíamos visto, y lejos del final, que también habíamos visto— y nos fuimos a la cama. Ninguno de los dos se durmió de inmediato; cada uno oía al otro moverse y girar en la danza silenciosa del insomnio. La cubrí con mi brazo y creo que se quedó dormida; yo no.
Fuente:
Editorial Planeta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas