martes, 6 de septiembre de 2016

CUADERNO SAN MARTÍN (1929). Jorge Luis Borges.


CUADERNO SAN MARTÍN
  (1929)
As to an occasional copy of verses, there are few men who have leisure to read, and are possessed of any music in their souls, who are not capable of versifying on some ten or twelve occasions during their natural lives: at a proper conjunction of the stars. There is no harm in taking advantage of such occasions.
  FITZGERALD,
 en una carta a Bernard Barton (1842)


  PRÓLOGO

  He hablado mucho, he hablado demasiado, sobre la poesía como brusco don del Espíritu, sobre el pensamiento como una actividad de la mente; he visto en Verlaine el ejemplo de puro poeta lírico; en Emerson, de poeta intelectual. Creo ahora que en todos los poetas que merecen ser releídos ambos elementos coexisten. ¿Cómo clasificar a Shakespeare o a Dante?
  En lo que se refiere a los ejercicios de este volumen, es notorio que aspiran a la segunda categoría. Debo al lector algunas observaciones. Ante la indignación de la crítica, que no perdona que un autor se arrepienta, escribo ahora «Fundación mítica de Buenos Aires» y no «Fundación mitológica», ya que la última palabra sugiere macizas divinidades de mármol. Esta composición, por lo demás, es fundamentalmente falsa. Edimburgo o York o Santiago de Compostela pueden mentir eternidad; no así Buenos Aires, que hemos visto brotar de un modo esporádico, entre los huecos y los callejones de tierra.
  Las dos piezas de «Muertes de Buenos Aires» –título que debo a Eduardo Gutiérrez– imperdonablemente exageran la connotación plebeya de la Chacarita y la connotación patricia de la Recoleta. Pienso que el énfasis de «Isidoro Acevedo» hubiera hecho sonreír a mi abuelo. Fuera de «Llaneza», «La noche que en el Sur lo velaron» es acaso el primer poema auténtico que escribí.
  J. L. B.
 Buenos Aires, 1969


  FUNDACIÓN MÍTICA DE BUENOS AIRES

  ¿Y fue por este río de sueñera y de barro
  que las proas vinieron a fundarme la patria?
  Irían a los tumbos los barquitos pintados
  entre los camalotes de la corriente zaina.
  Pensando bien la cosa, supondremos que el río
  era azulejo entonces como oriundo del cielo
  con su estrellita roja para marcar el sitio
  en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.
  Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
  por un mar que tenía cinco lunas de anchura
  y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
  y de piedras imanes que enloquecen la brújula.
  Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
  durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
  pero son embelecos fraguados en la Boca.
  Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.
  Una manzana entera pero en mitá del campo
  expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
  La manzana pareja que persiste en mi barrio:
  Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.
  Un almacén rosado como revés de naipe
  brilló y en la trastienda conversaron un truco;
  el almacén rosado floreció en un compadre,
  ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
  El primer organito salvaba el horizonte
  con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
  El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,
  algún piano mandaba tangos de Saborido.
  Una cigarrería sahumó como una rosa
  el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
  los hombres compartieron un pasado ilusorio.
  Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.
  A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
  la juzgo tan eterna como el agua y el aire.

  ELEGÍA DE LOS PORTONES

  A Francisco Luis Bernárdez



  Barrio Villa Alvear: entre las calles Nicaragua, Arroyo Maldonado, Canning y Rivera. Muchos terrenos baldíos existen aún y su importancia es reducida.


  MANUEL BILBAO, Buenos Aires, 1902

  Ésta es una elegía
  de los rectos portones que alargaban su sombra
  en la plaza de tierra.
  Ésta es una elegía
  que se acuerda de un largo resplandor agachado
  que los atardeceres daban a los baldíos.
  (En los pasajes mismos había cielo bastante
  para toda una dicha
  y las tapias tenían el color de las tardes.)
  Ésta es una elegía
  de un Palermo trazado con vaivén de recuerdo
  y que se va en la muerte chica de los olvidos.
  Muchachas comentadas por un vals de organito
  o por los mayorales de corneta insolente
  de los 64,
  sabían en las puertas la gracia de su espera.
  Había huecos de tunas
  y la ribera hostil del Maldonado
  –menos agua que barro en la sequía–
  y zafadas veredas en que flameaba el corte
  y una frontera de silbatos de hierro.
  Hubo cosas felices,
  cosas que sólo fueron para alegrar las almas:
  el arriate del patio
  y el andar hamacado del compadre.
  Palermo del principio, vos tenías
  unas cuantas milongas para hacerte valiente
  y una baraja criolla para tapar la vida
  y unas albas eternas para saber la muerte.
  El día era más largo en tus veredas
  que en las calles del Centro,
  porque en los huecos hondos se aquerenciaba el cielo.
  Los carros de costado sentencioso
  cruzaban tu mañana
  y eran en las esquinas tiernos los almacenes
  como esperando un ángel.
  Desde mi calle de altos (es cosa de una legua)
  voy a buscar recuerdos a tus calles nocheras.
  Mi silbido de pobre penetrará en los sueños
  de los hombres que duermen.
  Esa higuera que asoma sobre una parecita
  se lleva bien con mi alma
  y es más grato el rosado firme de tus esquinas
  que el de las nubes blandas.

  CURSO DE LOS RECUERDOS

  Recuerdo mío del jardín de casa:
  vida benigna de las plantas,
  vida cortés de misteriosa
  y lisonjeada por los hombres.
  Palmera la más alta de aquel cielo
  y conventillo de gorriones;
  parra firmamental de uva negra,
  los días del verano dormían a tu sombra.
  Molino colorado:
  remota rueda laboriosa en el viento,
  honor de nuestra casa, porque a las otras
  iba el río bajo la campanita del aguatero.
  Sótano circular de la base
  que hacías vertiginoso el jardín,
  daba miedo entrever por una hendija
  tu calabozo de agua sutil.
  Jardín, frente a la verja cumplieron sus caminos
  los sufridos carreros
  y el charro carnaval aturdió
  con insolentes murgas.
  El almacén, padrino del malevo,
  dominaba la esquina;
  pero tenías cañaverales para hacer lanzas
  y gorriones para la oración.
  El sueño de tus árboles y el mío
  todavía en la noche se confunden
  y la devastación de la urraca
  dejó un antiguo miedo en mi sangre.
  Tus contadas varas de fondo
  se nos volvieron geografía;
  un alto era «la montaña de tierra»
  y una temeridad su declive.
  Jardín, yo cortaré mi oración
  para seguir siempre acordándome:
  voluntad o azar de dar sombra
  fueron tus árboles.

  ISIDORO ACEVEDO

  Es verdad que lo ignoro todo sobre él
  –salvo los nombres de lugar y las fechas:
  fraudes de la palabra–
  pero con temerosa piedad he rescatado su último día,
  no el que los otros vieron, el suyo,
  y quiero distraerme de mi destino para escribirlo.
  Adicto al diálogo ladino del truco,
  alsinista y nacido del buen lado del Arroyo del Medio,
  comisario de frutos del país en el mercado antiguo del Once,
  comisario de la tercera,
  se batió cuando Buenos Aires lo quiso
  en Cepeda, en Pavón y en la playa de los Corrales.
  Pero mi voz no debe asumir sus batallas,
  porque él se las llevó en un sueño final.
  Porque lo mismo que otros hombres escriben versos
  hizo mi abuelo un sueño.
  Cuando una congestión pulmonar lo estaba arrasando
  y la inventiva fiebre le falseó la cara del día,
  congregó los archivos de su memoria
  para fraguar su sueño.
  Esto aconteció en una casa de la calle Serrano,
  en el verano ardido del novecientos cinco.
  Soñó con dos ejércitos
  que entraban en la sombra de una batalla;
  enumeró los comandos, las banderas, las unidades.
  «Ahora están parlamentando los jefes», dijo en voz que le oyeron
  y quiso incorporarse para verlos.
  Hizo leva de pampa:
  vio terreno quebrado para que pudiera aferrarse la infantería
  y llanura resuelta para que el tirón de la caballería fuera
  [invencible.

  Hizo una leva última,
  congregó los miles de rostros que el hombre sabe, sin saber,
  [después de los años:

  caras de barba que se estarán desvaneciendo en daguerrotipos,
  caras que vivieron junto a la suya en el puente Alsina y Cepeda.
  Entró a saco en sus días
  para esa visionaria patriada que necesitaba su fe, no que una
  [flaqueza le impuso;

  juntó un ejército de sombras ecuestres
  para que lo mataran.
  Así, en el dormitorio que miraba al jardín,
  murió en un sueño por la patria.
  En metáfora de viaje me dijeron su muerte; no la creí.
  Yo era chico, yo no sabía entonces de muerte, yo era inmortal;
  yo lo busqué por muchos días por los cuartos sin luz.

  LA NOCHE QUE EN EL SUR LO VELARON

  A Letizia Álvarez de Toledo

  Por el deceso de alguien
  –misterio cuyo vacante nombre poseo y cuya realidad no
  [abarcamos–

  hay hasta el alba una casa abierta en el Sur,
  una ignorada casa que no estoy destinado a rever,
  pero que me espera esta noche
  con desvelada luz en las altas horas del sueño,
  demacrada de malas noches, distinta,
  minuciosa de realidad.
  A su vigilia gravitada en muerte camino
  por las calles elementales como recuerdos,
  por el tiempo abundante de la noche,
  sin más oíble vida
  que los vagos hombres de barrio junto al apagado almacén
  y algún silbido solo en el mundo.
  Lento el andar, en la posesión de la espera,
  llego a la cuadra y a la casa y a la sincera puerta que busco
  y me reciben hombres obligados a gravedad
  que participaron de los años de mis mayores,
  y nivelamos destinos en una pieza habilitada que mira al patio
  –patio que está bajo el poder y en la integridad de la noche–
  y decimos, porque la realidad es mayor, cosas indiferentes
  y somos desganados y argentinos en el espejo
  y el mate compartido mide horas vanas.
  Me conmueven las menudas sabidurías
  que en todo fallecimiento se pierden
  –hábito de unos libros, de una llave, de un cuerpo entre los otros–.
  Yo sé que todo privilegio, aunque oscuro, es de linaje de milagro
  y mucho lo es el de participar en esta vigilia,
  reunida alrededor de lo que no se sabe: del muerto,
  reunida para acompañar y guardar su primera noche en la
  [muerte.
  (El velorio gasta las caras;
  los ojos se nos están muriendo en lo alto como Jesús.)
  ¿Y el muerto, el increíble?
  Su realidad está bajo las flores diferentes de él
  y su mortal hospitalidad nos dará
  un recuerdo más para el tiempo
  y sentenciosas calles del Sur para merecerlas despacio
  y brisa oscura sobre la frente que vuelve
  y la noche que de la mayor congoja nos libra:
  la prolijidad de lo real.

  MUERTES DE BUENOS AIRES

 I
 LA CHACARITA


  Porque la entraña del cementerio del Sur
  fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta;
  porque los conventillos hondos del Sur
  mandaron muerte sobre la cara de Buenos Aires
  y porque Buenos Aires no pudo mirar esa muerte,
  a paladas te abrieron
  en la punta perdida del Oeste,
  detrás de las tormentas de tierra
  y del barrial pesado y primitivo que hizo a los cuarteadores.
  Allí no había más que el mundo
  y las costumbres de las estrellas sobre unas chacras,
  y el tren salía de un galpón en Bermejo
  con los olvidos de la muerte:
  muertos de barba derrumbada y ojos en vela,
  muertas de carne desalmada y sin magia.
  Trapacerías de la muerte –sucia como el nacimiento del hombre–
  siguen multiplicando tu subsuelo y así reclutas
  tu conventillo de ánimas, tu montonera clandestina de huesos
  que caen al fondo de tu noche enterrada
  lo mismo que a la hondura de un mar,
  hacia una muerte sin inmortalidad y sin honra.
  Una dura vegetación de sobras en pena
  hace fuerza contra tus paredones interminables
  cuyo sentido es perdición,
  y convencidas de mortalidad las orillas
  apuran su caliente vida a tus pies
  en calles traspasadas por una llamarada baja de barro
  o se aturden con desgano de bandoneones
  o con balidos de cornetas sonsas en carnaval.
  (El fallo de destino más para siempre,
  que dura en mí lo escuché esa noche en tu noche
  cuando la guitarra bajo la mano del orillero
  dijo lo mismo que las palabras, y ellas decían:
  La muerte es vida vivida,
  la vida es muerte que viene;
  la vida no es otra cosa
  que muerte que anda luciendo.)
  Mono del cementerio, la Quema
  gesticula advenediza muerte a tus pies.
  Gastamos y enfermamos la realidad: 210 carros
  infaman las mañanas, llevando
  a esa necrópolis de humo
  las cotidianas cosas que hemos contagiado de muerte.
  Cúpulas estrafalarias de madera y cruces en alto
  se mueven –piezas negras de un ajedrez final– por tus calles
  y su achacosa majestad va encubriendo
  las vergüenzas de nuestras muertes.
  En tu disciplinado recinto
  la muerte es incolora, hueca, numérica;
  se disminuye a fechas y a nombres,
  muertes de la palabra.
  Chacarita:
  desaguadero de esta patria de Buenos Aires, cuesta final,
  barrio que sobrevives a los otros, que sobremueres,
  lazareto que estás en esta muerte no en la otra vida,
  he oído tu palabra de caducidad y no creo en ella,
  porque tu misma convicción de angustia es acto de vida
  y porque la plenitud de una sola rosa es más que tus mármoles.
 II
 LA RECOLETA


  Aquí es pundonorosa la muerte,
  aquí es la recatada muerte porteña,
  la consanguínea de la duradera luz venturosa
  del atrio del Socorro
  y de la ceniza minuciosa de los braseros
  y del fino dulce de leche de los cumpleaños
  y de las hondas dinastías de patios.
  Se acuerdan bien con ella
  esas viejas dulzuras y también los viejos rigores.
  Tu frente es el pórtico valeroso
  y la generosidad de ciego del árbol
  y la dicción de pájaros que aluden, sin saberla, a la muerte
  y el redoble, endiosador de pechos, de los tambores
  en los entierros militares;
  tu espalda, los tácitos conventillos del Norte
  y el paredón de las ejecuciones de Rosas.
  Crece en disolución bajo los sufragios de mármol
  la nación irrepresentable de muertos
  que se deshumanizaron en tu tiniebla
  desde que María de los Dolores Maciel, niña del Uruguay
  –simiente de tu jardín para el cielo–
  se durmió, tan poca cosa, en tu descampado.
  Pero yo quiero demorarme en el pensamiento
  de las livianas flores que son tu comentario piadoso
  –suelo amarillo bajo las acacias de tu costado,
  flores izadas a conmemoración en tus mausoleos–
  y en el porqué de su vivir gracioso y dormido
  junto a las atroces reliquias de los que amamos.
  Dije el enigma y diré también su palabra:
  siempre las flores vigilaron la muerte,
  porque siempre los hombres incomprensiblemente supimos
  que su existir dormido y gracioso
  es el que mejor puede acompañar a los que murieron
  sin ofenderlos con soberbia de vida,
  sin ser más vida que ellos.

  A FRANCISCO LÓPEZ MERINO

  Si te cubriste, por deliberada mano, de muerte,
  si tu voluntad fue rehusar todas las mañanas del mundo,
  es inútil que palabras rechazadas te soliciten,
  predestinadas a imposibilidad y a derrota.
  Sólo nos queda entonces
  decir el deshonor de las rosas que no supieron demorarte,
  el oprobio del día que te permitió el balazo y el fin.
  ¿Qué sabrá oponer nuestra voz
  a lo confirmado por la disolución, la lágrima, el mármol?
  Pero hay ternuras que por ninguna muerte son menos:
  las íntimas, indescifrables noticias que nos cuenta la música,
  la patria que condesciende a higuera y aljibe,
  la gravitación del amor, que nos justifica.
  Pienso en ellas y pienso también, amigo escondido,
  que tal vez a imagen de la predilección, obramos la muerte,
  que la supiste de campanas, niña y graciosa,
  hermana de tu aplicada letra de colegial,
  y que hubieras querido distraerte en ella como en un sueño.
  Si esto es verdad y si cuando el tiempo nos deja,
  nos queda un sedimento de eternidad, un gusto del mundo,
  entonces es ligera tu muerte,
  como los versos en que siempre estás esperándonos,
  entonces no profanarán tu tiniebla
  estas amistades que invocan.

  BARRIO NORTE

  Esta declaración es la de un secreto
  que está vedado por la inutilidad y el descuido,
  secreto sin misterio ni juramento
  que sólo por la indiferencia lo es:
  hábitos de hombres y de anocheceres lo tienen,
  lo preserva el olvido, que es el modo más pobre del misterio.
  Alguna vez era una amistad este barrio,
  un argumento de aversiones y afectos, como las otras cosas de
  [amor;

  apenas si persiste esa fe
  en unos hechos distanciados que morirán:
  en la milonga que de las Cinco Esquinas se acuerda,
  en el patio como una firme rosa bajo las paredes crecientes,
  en el despintado letrero que dice todavía La Flor del Norte,
  en los muchachos de guitarra y baraja del almacén,
  en la memoria detenida del ciego.
  Ese disperso amor es nuestro desanimado secreto.
  Una cosa invisible está pereciendo del mundo,
  un amor no más ancho que una música.
  Se nos aparta el barrio,
  los balconcitos retacones de mármol no nos enfrentan cielo.
  Nuestro cariño se acobarda en desganos,
  la estrella de aire de las Cinco Esquinas es otra.
  Pero sin ruido y siempre,
  en cosas incomunicadas, perdidas, como lo están siempre las cosas,
  en el gomero con su veteado cielo de sombra,
  en la bacía que recoge el primer sol y el último,
  perdura ese hecho servicial y amistoso,
  esa lealtad oscura que mi palabra está declarando:
  el barrio.

  EL PASEO DE JULIO

  Juro que no por deliberación he vuelto a la calle
  de alta recova repetida como un espejo,
  de parrillas con la trenza de carne de los Corrales,
  de prostitución encubierta por lo más distinto: la música.
  Puerto mutilado sin mar, encajonada racha salobre,
  resaca que te adheriste a la tierra: paseo de Julio,
  aunque recuerdos míos, antiguos hasta la ternura, te sepan
  nunca te sentí patria.
  Sólo poseo de ti una deslumbrada ignorancia,
  una insegura propiedad como la de los pájaros en el aire,
  pero mi verso es de interrogación y de prueba
  y para obedecer lo entrevisto.
  Barrio con lucidez de pesadilla al pie de los otros,
  tus espejos curvos denuncian el lado de fealdad de las caras,
  tu noche calentada en lupanares pende de la ciudad.
  Eres la perdición fraguándose un mundo
  con los reflejos y las deformaciones del nuestro;
  sufres de caos, adoleces de irrealidad,
  te empeñas en jugar con naipes raspados la vida;
  tu alcohol mueve peleas,
  tus adivinas interrogan envidiosos libros de magia.
  ¿Será porque el infierno es vacío
  que es espuria tu misma fauna de monstruos
  y la sirena prometida por ese cartel es muerta y de cera?
  Tienes la inocencia terrible
  de la resignación, del amanecer, del conocimiento,
  la del espíritu no purificado, borrado
  por los días del destino
  y que ya blanco de muchas luces, ya nadie,
  sólo codicia lo presente, lo actual, como los hombres viejos.
  Detrás de los paredones de mi suburbio, los duros carros
  rezarán con varas en alto a su imposible dios de hierro y de polvo,
  pero ¿qué dios, qué ídolo, que veneración la tuya, paseo de Julio?
  Tu vida pacta con la muerte;
  toda felicidad, con sólo existir, te es adversa.
Fuente:
   PRIMERA EDICIÓN VINTAGE ESPAÑOL, SEPTIEMBRE 2012
  Copyright © 1995 por María Kodama
  Todos los derechos reservados. Publicado en los Estados Unidos de América por Vintage Español, una división de Random House, Inc., Nueva York, y en Canadá por Random House of Canada Limited, Toronto.
 Esta edición fue originalmente publicada en España por Random House Mondadori, S. A., Barcelona, en 2011. Copyright de la presente edición en castellano para todo el mundo excepto EE.UU. © 2011 por Random House Mondadori, S. A.
  Vintage es una marca registrada y Vintage Español y su colofón son marcas de Random House, Inc.
  Información de catalogación de publicaciones disponible en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.
  eISBN: 978-0-307-95099-4
  www.vintageespanol.com
  v3.1
 

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