domingo, 21 de agosto de 2016

Ricardo Menéndez Salmón. Premio Biblioteca Breve 2016.


Ricardo Menéndez Salmón.
Premio Biblioteca Breve 2016.
En una época futura, nuestro planeta se ha convertido en un archipiélago en el que conviven dos fuerzas: los Propios, súbditos de las islas, y los Ajenos, desterrados tras disputas ideológicas y económicas. Dentro del Sistema existe una isla llamada Realidad, donde el Narrador vigila la probable aparición de los enemigos del orden. Pero a medida que éste se agrieta y el centinela pierde sus certezas, el Narrador se convierte en un hombre peligroso, en un pensador incómodo.
Combinando lo íntimo con lo político, la privacidad con la Historia, El Sistema se asoma a lo distópico, la alegoría, la investigación metafísica y la lectura apocalíptica. En sus páginas tienen cabida asuntos como la pregunta por la identidad, el miedo al Otro, la búsqueda de un relato que nos permita interpretar la complejidad del mundo, e incluso la posibilidad de un tiempo poshumano.
Fuente: N.N.

El sistema. (FRAGMENTO).
Ricardo Menéndez Salmón

«Una novela de ideas, de enorme ambición intelectual y literaria, que abre nuevos caminos en la narrativa contemporánea.»

JURADO DEL PREMIO BIBLIOTECA BREVE 2016


José Manuel Caballero Bonald

Pere Gimferrer

Manuel Longares

Elena Ramírez

Clara Usón


 A Eva Ervas
Pondus meum amor meus; eo feror quocumque feror


 
Ninguna escritura que afecte a la existencia de un tema secreto puede escapar ella misma al secretismo. Con el tiempo se acaba confiriendo un culto ya no solamente a la figura primaria, sino también al documento.

DON DELILLO,  La estrella de Ratner


 
EN LA ESTACIÓN METEOROLÓGICA


 
El Sistema es un archipiélago.
Los textos acerca del tiempo humano mencionan cuatro épocas: Protohistoria, Historia Antigua, Historia Moderna e Historia Nueva. El Sistema no existe durante la Protohistoria. En ese periodo sólo existe la Naturaleza y, dentro de ella, un animal que comienza a escapar del frío, el miedo y la extinción prematura a duras penas, mediante el empleo de útiles, la reunión en tribus, la adopción de estrategias de caza y pesca.
Con la Historia Antigua aparece la escritura, se desarrollan los cultivos y la agricultura, la domesticación de animales. Nacen las primeras ciudades. La religiosidad se organiza. Florecen las legislaciones. El Sistema comienza a perfilarse. Se expandirá en la Historia Moderna y se afianzará durante la Historia Nueva hasta alcanzar su actual forma.
El Sistema era antes distinto: continentes, federaciones, países. Hoy, como queda dicho, es un mosaico de islas. Las guerras ideológicas han favorecido dicha fragmentación; las contiendas económicas la han acentuado. Las islas poseen nombres muy diversos. Números o acrónimos; personalidades antaño importantes; sustantivos. El nombre de la isla del Narrador es Realidad. Así se llamaba ya en la Historia Moderna y desde entonces conserva esa denominación. A sus habitantes les gusta decir que entre el pasado y el futuro, lo habido y el porvenir, la nostalgia y el deseo, ellos viven en Realidad.
Son gramáticos ardientes, severos.
En la isla, por ejemplo, el uso de la letra mayúscula es importante. Existe Consejo. Existe Ejército. Existe Rey. El grueso de la población lo forma una masa de técnicos, funcionarios, obreros. Niños y niñas reciben una educación común. Se estimulan virtudes como la templanza y la tenacidad. También se pondera como un valor cierta indiferencia ante el sufrimiento. Se nace en casa, se vive en familia, se muere sin dolor.
Hace tiempo, mucho, que la mayoría de los realistas ha dejado de soñar.

Circulan rumores acerca de la descomposición del Sistema. Se habla de tumultos en el Dado, núcleo desde el que emana el poder, se codifican las leyes, se dictan derechos y deberes. Se pronuncian palabras cuya sola mención provoca espanto: mutilación, horca, canibalismo.
Escéptico por educación, el Narrador se limita a tomar nota de estos rumores. Los consigna sin que le tiemble el pulso, pero sin darles excesiva importancia. La vida en Realidad no se ha visto alterada por lo que pueda estar sucediendo en el Dado. De allí siguen llegando instrucciones y memorandos. Todos comparten parecidos móviles: cómo legislar, para quién hacerlo, de qué precaverse.
Porque la naturaleza del Sistema es la coerción; su objetivo, la seguridad. Las islas del Sistema han aceptado esta ecuación como indiscutible. Garantizar la seguridad de sus súbditos es el empeño principal del Sistema. El Sistema tiene como única responsabilidad lograr que sus fieles vivan a salvo. Felicidad, libertad o justicia son derechos que sólo pueden emanar de una seguridad previa.
El Narrador, que conoce a fondo la Historia Moderna, sabe que en esa época esta ecuación no siempre se respetó. A consecuencia de ello hubo guerras devastadoras, nacieron movimientos violentos que amenazaron con destruir toda idea de equilibrio, se produjeron revueltas que, amparándose en la defensa de determinadas convicciones, trajeron colapso y muerte.
Los rumores acerca del derrumbe del Sistema son cíclicos. En rigor se desconoce de dónde proceden ni qué persiguen. El Narrador, cuyo escepticismo no implica una inteligencia negligente, ha dedicado muchas horas a reflexionar sobre este asunto.
Su conclusión, que no ha compartido con nadie, es que el propio Sistema difunde estos rumores.

Realidad es una isla en forma de rectángulo casi perfecto, un capricho de la geología. Su aspecto, que parece nacido del molde de un artesano antes que del conflicto permanente entre la tierra y el mar, hace fácil su defensa. Ello, sin embargo, no disuade a los Ajenos de intentar acceder a su territorio. Incluso las islas en apariencia inexpugnables se han convertido en objetivos.
A comienzos de la Historia Nueva, el Sistema definió una doble categoría: los Propios, súbditos de facto y de iure, y los Ajenos, personas extrañas al conglomerado de islas, cuerpos residuales que las disputas ideológicas y económicas habían purgado. La prosa oficial habla de aliados y enemigos. El vulgo lo traduce de forma drástica, con contundencia pronominal: nosotros y ellos.
Los desmanes de finales de la Historia Moderna exigieron por parte del Dado un ordenamiento estricto y claro de la pertenencia. Qué quedaba dentro del Sistema; qué debía permanecer fuera de sus fronteras. Esta enseñanza, que es dogma en el seno de las comunidades sistémicas, supone la primera revelación que escuela y padres transmiten a las nuevas generaciones. El problema es que, en apariencia, la categoría de los Ajenos no cesa de crecer. Los rumores sugieren que Realidad y buena parte de las islas que la rodean ya no son otra cosa que fortalezas sitiadas. El mar y cuanto contiene se ha convertido en un enigma pavoroso.
El Narrador habita la Estación Meteorológica 16, un cubo de piedra, cemento y cristal dispuesto al borde de un acantilado. Convertido en guardián de este pedazo de isla, enfocando sus prismáticos hacia el horizonte, aguarda día tras día por si a lo lejos, como una mancha sobre la piel, los Ajenos aparecen.
El Narrador, pues, es sólo Narrador por vocación. Su oficio, en esta plaza fuerte de Realidad, es el de vigía, centinela, delator.

La jornada del Narrador discurre metódica. Se levanta muy temprano, en torno a las cinco de la mañana, se asea y hace gimnasia, desayuna, consulta el sismógrafo, el barómetro y el medidor de presencias. Dedica entonces un par de horas al estudio de la Historia Moderna —su devoción— y de la Historia Nueva —su deber—, revisa los informes llegados del Dado durante la noche previa e invierte el resto de la mañana, antes de la comida, en mantener en orden la Estación. La 16 consta de un dormitorio, una cocina, un aseo y un cuarto de estudio. Su perímetro está rodeado por una terraza. En ella el Narrador ha plantado romero y lavanda. Acabada la comida, se permite una siesta antes de recorrer la extensión de terreno correspondiente a la Estación. Vigila que los perros reciban agua y alimento, comprueba el buen orden de las cisternas, los depósitos de gasolina y queroseno, la cabaña de revelado y diagramación. A media tarde dedica unos minutos a su cuaderno. En algún momento antes de la cena telefonea a su mujer y habla con sus dos hijas. Las tres mujeres lo visitan el último fin de semana de cada mes. Al Narrador le pesa esta lejanía, aunque la acata con estoicismo. Tras la cena, cultiva una de sus pasiones: el ajedrez, en cuya tradición es un experto; la filatelia, un placer heredado de su padre; o la lectura de novelas, actividad a efectos prácticos inexistente en el Sistema desde las grandes persecuciones de la Historia Nueva, pero que frecuenta con una constancia no exenta de inconvenientes, tanto para su economía (las novelas no son fáciles de conseguir) como para su bienestar (en las novelas la vida es siempre distinta a la vida en Realidad). El Narrador duerme pocas horas. Su sueño es pesado, de bruto, sin goce.

Anoche, mientras descansaba, junto a las habituales órdenes emanadas del Dado, el lector de sucesos filtró el comunicado de alguien llamado V2: «A todos los Puntos Calientes, Observatorios de Aves, Puestos de Frontera, Últimos Hombres Libres y Estaciones Meteorológicas del Sistema. Disturbios en las islas meridionales. Hambre. Saqueos. Destrucción de bancos, hospitales, cárceles. Codicia. Rapiña. Caos. Las cosas se están volviendo clandestinas. Repetimos: las cosas se están volviendo clandestinas. Nos regocijamos».
El Narrador intenta proseguir su jornada como si el comunicado no hubiera existido, pero le resulta imposible. Su habitual escepticismo se ve perturbado. Sus estudios de Historia Moderna e Historia Nueva se resienten. Apenas puede disfrutar de la comida y de la siesta. Distribuye sin tino el alimento para los perros y comete errores en la transcripción de datos. No telefonea a su familia.
El Sistema vive en el alambre. A medida que se acentúa, su fortaleza genera un vivero de antagonistas. Algunos intérpretes señalan que en esa paradoja se esconde su dramático destino. Porque al desarrollarse, fortalecerse y aspirar a la perpetuidad, el Sistema crea los elementos que lo destruyen. Como el cáncer, el Sistema es una floración incontrolada de ansia por perdurar, de eternidad celular.
La noche es muy bella cuando el Narrador apaga la luz de lectura y decide dormir. Sin embargo, el insomnio lo arroja a la terraza. Por un instante, al contemplar las estrellas y escuchar el sonido del mar, toda preocupación se borra: los legajos antiguos, los argumentos ad hominem, la miseria posible y la posible grandeza, el fulgor de tiempos remotos, la mera existencia de un porvenir.
Todo. Absolutamente todo.

El día discurre bajo el hechizo de la comunicación de V2. El final del dictado («Nos regocijamos») turba de modo especial al Narrador. Esa alegría en el desastre lo desasosiega. Abriga además la certeza de que el comunicado es auténtico por partida doble. No sólo está convencido de que no procede del Sistema, como una de esas falsas declaraciones empleadas por el poder de manera interesada para más tarde desmentirlas en beneficio propio, sino que admite que cuanto insinúa es cierto. El escepticismo del Narrador parece agrietado.
Al Narrador le es familiar la idea de Caída. Su pasión por la Historia Moderna le ha enseñado que la Caída constituye de hecho la piedra angular del progreso. Pero la idea de ser contemporáneo a esa Caída introduce un elemento novedoso. No es lo mismo leer Historia que protagonizarla. De pronto, en su atalaya de observador, la Estación Meteorológica 16 se convierte en algo más que un puesto de control. Se transforma en un lugar donde las cosas pueden suceder.
De tarde, se recibe una comunicación del Consejo de Realidad. Las perturbaciones que el Sistema experimenta hace días se deben a Ajenos que han logrado sortear determinados mecanismos de control hasta suplantar personalidades de Propios y difundir informaciones falsas. Este acceso de los excéntricos a una inesperada forma de tecnología provoca en el Narrador una sincera alarma.
El mar es una alfombra muda, muerta, que no atesora ningún tipo de vida. Por segundo día consecutivo no telefonea a su familia. De noche, antes de dormir, reproduce en el tablero la Anderssen-Kieseritzky, la Inmortal de Londres, 1851.
Es la única paz de la jornada.

Realidad está dividida en diecisiete Sustancias. Cada Sustancia tiene un Atributo y varios Accidentes. El Narrador nació, creció, estudió, se casó y fundó su familia en el Atributo de Sustancia 16. Sustancia 16 es una de las divisiones menos extensas y habitadas de Realidad. Es una Sustancia con una naturaleza espléndida, una tierra fértil y un clima benigno. El vigor de Sustancia 16 fue grande hasta hace décadas, pero una profunda crisis en sus sectores principales —minería, pesca, siderurgia— hizo que la demografía se estancara, la economía se resintiera y se produjera un éxodo de población hacia Sustancias más prósperas. Sustancia 16 es hoy un parque temático de su vencido esplendor, un territorio que sobrevive por inercia, y en el que la belleza del entorno no hace sino acentuar la tristeza de los corazones. Los emigrados de Sustancia 16 marchan de su tierra con pesar. Pero nunca regresan.
El Narrador es consciente de que su puesto en la Estación es un hito menor dentro de la gran contabilidad de Realidad y, por extensión, dentro de la gigantesca contabilidad del Sistema. Ello no es obstáculo para que desempeñe su tarea como si fuera el último baluarte frente a los Ajenos. Quizá por ello está disgustado consigo mismo, con la poca eficacia mostrada ayer durante el trabajo. Prevenido en consecuencia, hoy cumple sus obligaciones a entera satisfacción. También la de telefonear a su familia. Como la Estación sólo puede realizar llamadas, pero no recibirlas, le es sencillo escudarse tras una mentira para justificar su defección de los dos últimos días.
—La línea no funcionaba —dice a su mujer sin que la voz tiemble.
El Dado permanece en silencio durante la jornada. El Narrador se acuesta con sensación de fiebre en la piel. Y piensa en una bella, antigua palabra: melancolía.

El medidor de presencias se activa de madrugada. El reloj de dígitos fosforescentes señala una hora inolvidable: 03.33. El Narrador salta de la cama para dirigirse hacia la cabaña de revelado y diagramación. Los perros lo reciben con una salva de ladridos, aunque el olor familiar calma pronto su inquietud.
Dentro del sector noroeste de Sustancia 16, cerca del punto más septentrional de Realidad, se detecta una presencia. Su pulso en la pantalla verdinegra es visible durante horas, inmóvil en su cuadrante pero activo. Luego, mientras el sol regala sus primeros rayos, se desvanece para no regresar.
El Narrador abandona la cabaña para escrutar el horizonte con sus prismáticos. Como era de esperar, el mar le devuelve una mirada inerte. El hambre lo conduce al interior de la Estación, donde desayuna con apetito de lobo, como si la tensión acumulada hubiera disparado su necesidad de alimento.
En su comunicado al Sistema, el Narrador mantiene un tono neutro, cifrando con exactitud las horas de aparición y desaparición del pulso. No se permite conjeturas. El Dado metaboliza la información con asepsia: «Notificación procesada. Permanezca atento». El resto del día lucha contra el sueño, y su siesta es desacostumbradamente larga. Despierta de ella con migraña y náuseas. La jornada transcurre por lo demás monótona, a pesar del buen tiempo y del aire suave y limpio.
Por la noche, al teléfono, se muestra esquivo y no comenta con su esposa el incidente de la presencia. Antes de dormir, la lectura de uno de los más reputados novelistas de Realidad lo confirma en sus certezas. La literatura, en la isla, ha sido siempre una rama del folclore.

Tras haberlos recogido en el cercano aeródromo, un vehículo del Ejército traslada a los ingenieros hasta la Estación. Ambos son militares, oficiales de rango: un capitán y un teniente. Y los dos son parecidísimos, como piezas nacidas de un mismo troquel. Entregan al Narrador una cédula de acogida y residencia para catorce días. Vivirán en la cabaña. El Narrador queda bajo sus órdenes durante este periodo, aunque puede consultar en caso de duda a la delegación del Consejo en Sustancia 16.
El capitán menciona la palabra rutina. Al Narrador la palabra rutina y una estancia de catorce días le parecen cantidades no homogéneas, un círculo cuadrado, pero prefiere callar. Los ingenieros comienzan a despachar entre sí en su jerga; el Narrador les da la espalda con alivio. No los vuelve a ver durante el resto del día.
El Sistema ha desarrollado desde la implantación de la Historia Nueva una hipertrofia tecnológica. Los saberes humanistas, el arte y la literatura se han convertido en antiguallas piadosamente toleradas. El saldo de la cuenta arroja una desproporción cada vez más acusada entre el progreso científico y las satisfacciones intangibles. La alegría, por ejemplo, ha menguado de forma simultánea al despliegue de las conquistas micro y macrofísicas. Nunca como hoy el hombre ha estado tan solo entre la materia atómica y la estelar. Porque desvelando los misterios de ambas, parece haberse olvidado de sí mismo.
Estos pensamientos asaltan al Narrador mientras se refugia en su cuaderno. Allí ejerce de librepensador, una profesión por lo que sabe peligrosa. Hay hogueras en su memoria donde esos pioneros ardieron hace tiempo.

Los ingenieros permanecen ocultos. El Narrador apenas llega a verlos tras la comida, cuando hacen mediciones con un teodolito en torno a los depósitos de gasolina y queroseno.
El aburrimiento como suceso principal. Un tedio generoso, del tamaño exacto de la esfera del reloj, que devuelve al Narrador la evidencia que los acontecimientos de días pasados le han hecho olvidar. Que en la Estación casi nunca sucede nada; que su vida lleva tiempo convertida en este desagüe de horas vacías, en la consulta de pantallas de plasma que transmiten datos monótonos, palabras mil veces reiteradas, una burocracia no sólo sin alma, sino también sin rostro.
Su padre, que fue un hombre paciente, tanto que hizo de esa virtud un color que se extendió sobre sus actos, el gris de la prudencia, le legó al morir un álbum de sellos. El Narrador contempla esas obras de arte que transcurren invisibles para millones de Propios, objetos útiles y a la vez delicadísimos, y que han sido capaces de trascender el tiempo a pesar de estar fabricados con los más humildes materiales.
Su mujer le habla de noche con una voz no muy distinta a la de los comunicados del Sistema. El cariño como otra rutina combustible, que se alimenta del oxígeno de los días, consumiéndose en una llama sin belleza ni calor. Piensa en los primeros días de su vida en común y se siente extraño, como si hubiera invadido la intimidad de otra persona. El álbum de sellos no le trae alivio tras la conversación. Fuera, bajo la noche inmune, una luz palpita en la cabaña de revelado y diagramación.

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