Del diálogo en «La aventura de un fotógrafo en La Plata». La huella de Hemingway
Noemí Ulla
Dentro de la diversidad de líneas narrativas que ofrecen
las novelas argentinas publicadas en los años ochenta del siglo XX, las
de Adolfo Bioy Casares destacan una progresión singular en sí mismas y
una curiosa variante en el espectro de las novelas de otros autores.
Tanto La aventura de un fotógrafo en La Plata (novela, 1985) como el libro de cuentos Historias desaforadas
(1986) parecen desafiar con
éxito la escritura del joven y el maduro autor que ambas
obras condensan y perfeccionan junto al más reciente libro de cuentos Una muñeca rusa (1991).
Uno de los aspectos más relevantes a mi juicio desde el
punto de vista de la construcción narrativa es el uso que esta
novela ofrece respecto del diálogo, casi sin
acotaciones. Podríamos afirmar que el eje de la trama de La aventura de un fotógrafo en La Plata
es el carácter dialógico de su discurso, del que en gran medida es el
mejor deudor de Hemingway en la literatura
rioplatense. No deja de llamar la atención, en tanto los
escritores que comienzan a publicar hacia los años sesenta, casi todos
cultores de la literatura norteamericana y en especial de Hemingway por
ser lectura preferencial de esa generación, que un escritor como Bioy
Casares, tan alejado por propias lecturas (formado con las obras de
Stevenson y la literatura española), por su edad, por su práctica de la
escritura, haya mostrado los efectos del diálogo de Hemingway en forma
más ostensible que muchos entonces confesos seguidores de uno de los
maestros de aquella generación de los sesenta.
Siempre tan vuelto hacia el lector1
hasta buena parte de su producción ya realizada, preocupa a Bioy la
inclusión o el desdén del diálogo, en consideración, siempre, al lector2.
Las colaboraciones entre Borges y Bioy mostraron tanto a Borges como a
Bioy en un total acuerdo en cuanto a que el lenguaje que ambos aspiraban
para desarrollar en sus ficciones fuera el de la
«prosa conversada»3. Sin embargo no fue sino por el camino de la parodia que ambos, bajo el nombre de Bustos Domecq (1942) propiciaron advertir y burlar la ridiculez de un discurso literario altamente artificioso, del que también es paradigma el mediocre poeta del cuento de Borges «El Aleph», Carlos Argentino Daneri. Tanto para Bioy como para Borges pasaron muchos años y obras narrativas escritas por ambos, individualmente, antes de retomar los propósitos de la «naturalidad» o de la sencillez de la prosa conversada4. En cuanto a Jorge Luis Borges, deberíamos recordar que el intento de volver a aquella «naturalidad» de «Hombre de la esquina rosada» (1933) no se produce sino hasta El informe de Brodie (1970). En lo que respecta a Bioy, el propósito de realizar una «escritura conversada» recorre la interioridad de sus novelas y cuentos hasta bien avanzados los años setenta, con tantos vaivenes entre esa voluntad y la de adherirse a una escritura no conversada, que muchas veces se manifiesta nítidamente y da una buena muestra de ello no sólo -es obvio- la lectura de obras suyas anteriores a esta consecución, sino los estudios minuciosos que las acompañan, investigando profundamente el tema o advirtiéndolo en forma pasajera. Entre los primeros figuran María Luisa Bastos y Beatriz Curia5. Beatriz Curia señala la presencia del tono de oralidad en la voz narrativa y el uso del vocabulario corriente; María Luisa Bastos observa cómo acierta altura de la novela El sueño de los héroes (1954) el discurso ajeno y el discurso paródico se transforman en enunciación literaria del narrador. Sin embargo su afirmación, ajustada, de que Diario de la guerra del cerdo (1969) es la novela de Bioy donde hay más diálogo, ha quedado rebatida por la propia acción del tiempo y la producción del autor, y actualmente ocupa ese lugar La aventura de un fotógrafo en La Plata.
En efecto, la profusión de diálogos de los personajes
ocupan en esta novela mucho mayor espacio que en las anteriores de Bioy.
Por lo mismo, el lenguaje que recuerda al habla, a las diversas formas
coloquiales, parece ser el
último logro del autor a la busca de una sencillez y una
naturalidad que dista mucho, aunque quedemos prendados, de La invención de Morel
(1940), de retórica tan diferente. Llamamos como el mismo Bioy
«sencillez», a un trabajo de escritor que ha ido
afirmándose en una larga y generosa, constante y
responsable vida literaria, donde la exigencia del lenguaje, de sus
articulaciones, de su fuerza y peso, de su alta línea estética, del
seguro convencimiento del poder de la comunicación, ha estado
insistiendo siempre con su presencia. Asimismo los caracteres del
protagonista de esta
última novela parecen acentuar, en su apariencia ingenua,
los ya desarrollados en novelas anteriores, como El sueño de los héroes (1954) y Diario de la guerra del cerdo
(1969). Este joven, Nicolasito Almanza, acosado por una figura
autoritaria y al mismo tiempo portadora de mensajes ambiguos, se
convierte en una especie de víctima de un padre que lo atrapa y reduce,
aunque todo se desenvuelva en una serie de enredos y confusiones de
ligera comicidad, donde el amor a la fotografía y a las hijas de don
Juan Lombardo, le restituyan su comportamiento independiente. El trabajo
de fotógrafo, móvil del viaje de Almanza desde Las Flores, pueblo de la
provincia de Buenos Aires, a La Plata,
capital de la misma provincia, y desde La Plata hasta
Tandil, ciudad de la provincia de Buenos Aires, es compartido en varias
oportunidades con Julia Lombardo. Ella es la acompañante de Nicolasito
en la primera tarde de su llegada a la ciudad de La Plata,
a
la busca de monumentos, frentes de casas y edificios,
parques que serán motivo en el futuro del reconocimiento de la ciudad
para el álbum que le han encargado. Pero este ojo que mira hacia el
futuro y para el goce, no se detendrá -como parecería hacerlo-
en dar alguna importancia a nada que no sea la
responsabilidad y el placer de su trabajo. Los múltiples enredos y las
dilaciones que complican su estadía en la ciudad capital, que también la
entorpecen y la arriesgan, no le merecen la menor atención, no
lo distraen de su
único y principal objetivo: la fotografía6.
El placer de mirar y de compartir lo mirado con dos
mujeres en especial (Julia y Gladys) y el placer de registrarlo en la
fotografía, hacen a Nicolasito Almanza y a su ejercicio de fotógrafo
y artista
-ojo que goza con lo mirado-
una de las insistencias de esta
última novela de Bioy Casares. Imágenes visuales recurren
en distintas escenas: el vitral de la iglesia y los losanges de la casa
de pensión como goces muy particulares del protagonista. Estas imágenes
parecen concentrarse al final del texto en el regalo de Julia Lombardo,
el calidoscopio, ilusión y remedo del objetivo del fotógrafo, y al
mismo tiempo del amor que unió a la pareja.
También el grupo familiar con el que se relaciona
Nicolasito Almanza, constituido por la familia Lombardo, propone en
particular a través del padre un lenguaje que en todo momento se
acriolla, llevándonos al campo de Brandsen, de donde
él procede. Tanto el léxico como las construcciones
sintácticas de Juan
Lombardo marcan la presencia del criollo en lenguaje
vivo, unas veces con cierto engolamiento y solemnidad7, al que no le falta la práctica de la generalización, o de la sentencia:
(p. 11)8 |
La fórmula de presentación también revela la edad del
personaje, su
extracción social de clase media. Cuando Nicolasito se
presenta sólo con su nombre y apellido, Juan Lombardo tomará de nuevo la
engolada y solemne palabra, como si la acompañara con un gesto,
echándose hacia atrás con la espalda erguida, pareciendo confirmar su
autoridad al mismo tiempo que seduciendo al interlocutor:
«-Una auspiciosa coincidencia. ¡Tocayos! Mi nombre completo es Juan Nicolás Lombardo, para lo que ordene»(p. 11).
Observamos la reiteración de la
última fórmula, que vuelve a acompañar al nombre como
cierre del encuentro y el significante de índole gestual que conlleva el
discurso dialógico. A veces la distancia no reside en la palabra de don
Juan, sino en la voluntad de crear una virtual distancia con el trato,
dirigiéndose a Nicolás, pero
como considerándolo ausente, en una especie de broma
cordial y hasta cariñosa:
«Salvo mejor opinión de nuestro amigo»(p. 12).
Otra a la inversa, simula un sentimiento de propiedad de
Nicolás Almanza, como suele hacerse cuando una persona mayor habla con
un
niño:
«No se me enoje ahora»(p. 20). también el mismo Juan Lombardo sabe utilizar la apariencia de la distancia para dirigirse así mismo, de manera de crear un efecto retórico declamatorio y solemne. Cuando Nicolás Almanza pregunta por el hijo en este diálogo:
-¿Vive ese hijo suyo?
-¿Ventura? Nos han llegado noticias de que no.
-¿Dónde se encuentra?
-Para el corazón de este enfermo, aquí, junto a la cama.
|
(p. 20) |
Don Juan responde con el efecto que he subrayado, solemne
y declamatorio. El lenguaje de las sentencias, al que don Juan Lombardo
es tan afecto, anuncia siempre una consecuencia, que puede ser intento
de seducción, pedido, exigencia, etc.:
«[...] Un enfermo depende de la buena voluntad del prójimo. Es muy violento para mí tener que jorobar paciencia»(p. 72).
A esto sigue, justamente, el pedido a Nicolasito Almanza, que más adelante se explícita:
«Por eso mismo me atrevo a jorobarlo y pedirle que...»(p. 73).
El trato que hasta el momento tienen don Juan Lombardo y
Nicolasito es el de usted, pero a medida que avanza el desarrollo de la
trama don Juan Lombardo tutea a Nicolasito, aunque usando a veces esa
distancia retórica que le hace hablarle como si se tratara de una
tercera persona, motivado por la indignación que le ha causado la espera
y la
dilación de un encargo que debía realizar el muchacho. En
estas circunstancias dirá con ironía y enojo:
«[...] Es claro que al mocito mi ansiedad lo tiene sin cuidado. Que el viejo majadero se las arregle»(p. 93).
Subrayamos también la ironía en el uso de
la tercera persona en lugar de la segunda, el término
«mocito»
mediante el cual el diminutivo se degrada en despectivo,
acentuado aún más por la consecutiva
«que el viejo majadero se las arregle», con el respectivo
término
«majadero», insultante en la de
nominación supuesta con que concluiría Nicolasito. El
diálogo va creciendo en tensión y don Juan pasa a la amenaza verbal, con
términos tan fuertes que se vuelven intolerables ante la sospecha de
los encuentros entre Nicolasito y Griselda, una de las hermanas
Lombardo:
(p. 93) |
Con calma Nicolasito Almanza responde siempre a
éste y a otro tipo de agresiones verbales o ironías de
don Juan Lombardo. Se diría que el narrador va haciendo crecer en el
lector cierta indignación ante la calma y la falta de reacción del
personaje humillado, que va tolerando hasta lo inimaginable la también
creciente autoridad del opresor, convencido de su razón.
(«Almanza era un muchacho tranquilo, aguantador si lo exigían, incapaz de perturbarse por el simple hecho de asistir a una discusión violenta o a una pelea»nos ha advertido el narrador en la p. 85). Pero en el momento que parece más inoportuno por la tensión de la charla, Nicolás ve la escena de la que participa desde una distancia -la del fotógrafo- que le permite sacar su cámara fotográfica y tomar a don Juan Lombardo unas fotos:
«-Señor, pensaba tomarle unas fotos».
El ojo del oficio conduce también a la seducción del indignado don Juan, quien olvida su furia ante la idea
de ser fotografiado.
«Mientras personas reales están matándose entre sí o matando a otras personas reales, el fotógrafo acecha detrás de la cámara para crear un diminuto fragmento de otro mundo: el mundo de crear imágenes que nos sobrevivirá»leemos en Susan Sontag9. Tanto ha sido presa don Juan de la trampa de conservar su propia imagen (por su narcisismo), que el narrador describe con suave burla la posición, los gestos, la voluntad de entrega a la posterioridad:
«Sin esperar contestación irguió la cabeza, adoptó una expresión tensa, grave y enérgica, sacó pecho. Parecía desafiar al fotógrafo y al mundo»(p. 95).
«Almanza lo fotografió no menos de veinte veces»(p. 95). Y al mismo tiempo, Nicolasito Almanza pudo vencer la situación hostil en que don Juan Lombardo lo había encerrado con su trato autoritario y prepotente. De esta forma, con la propia contribución emocional de Nicolasito, la figura de don Juan se presentará ya como alguien insoportablemente autoritario, ya como alguien que suele ejercer su bonhomía sobre el joven, reconociéndolo en confusos y adversos sentimientos como a su propio hijo. El narrador también suele tomar partido, sutilmente, en la creación de esta ambigüedad, designándolo ya en un tipo de figura, ya en otro tipo.
Lo vio como un
gigantesco protector, con los brazos abiertos. Esos mismos brazos descargaron sobre
él efusivas palmadas que retumbaron en su cabeza dolorosamente.
|
(p. 156) |
Bajo esta figura protectora también aparece en el
recuerdo de Nicolasito su propio padrino a través de los consejos que
solía darle:
«No hay que apurarse. La vida, por corta que sea, da tiempo para todo»(p. 216). Otra de las figuras cuyo discurso recuerda el joven como generador de vaticinios es la de Gentile, su patrón:
«En la capital de la provincia vas a encontrar novedades»(p. 216), quien en sucesivas memoraciones vuelve a Nicolasito con la sabiduría popular que incita al vitalismo y a la aventura. Desde el comienzo de la novela, Gentile será quien lo incitará a realizar el viaje a La Plata (pp. 34, 36, 63, 216) y estos vaticinios lo acompañan como una especie de devocionario que le da fuerzas para proseguir también en su trabajo, el impulso de fotografiar:
«Es tu fuego sagrado. Esperemos que no se apague nunca»(p. 124).
Si comparamos los diálogos
de esta novela con los de las anteriores de Bioy
Casares, observamos una diferencia que ha ido acentuándose en su
composición, hasta el punto de que en
ésta no aparecen las acotaciones acostumbradas y se
podría afirmar que la textura es la del diálogo desnudo a la manera de
lo que oímos en una representación teatral, donde desaparecen las
acotaciones, y a la manera en que fueron apareciendo tímida o
aisladamente en el conjunto del texto narrativo y en la totalidad de su
obra narrativa10. Una forma más acentuada de construcción dialógica encontramos en la novela de Heinrich Böll, Mujeres a la orilla del río11.
La ciudad de La Plata, nuevo escenario en la topografía
de Bioy donde transcurre toda la novela, presenta un punto geográfico
donde convergen, por la
composición de los personajes, la ciudad y el campo. Si
bien Nicolasito se pregunta:
«¿Será esto la famosa vida acelerada de la gran ciudad?»(p. 216), el grupo de personas que frecuenta tiende al léxico sencillo, propio de esa zona indecisa entre cielo abierto y ciudad pequeña poblada de estudiantes que en su gran mayoría, provienen de las afueras.
El amigo Mascardi, del mismo pueblo que Nicolasito,
comparte también con
él una aventura fracasada, en el mismo hotel, con la
señora Elvira, una vecina, mientras Nicolasito ha vivido con Griselda
Lombardo un momento poco feliz. El lugar de origen de ambos los hermana y
también reúne en una situación desagradable, y Mascardi considera que
son los dos jóvenes a la antigua.
«No se lo contemos a nadie. Que no sepan en Las Flores que dejamos el pago tan mal parado en la ciudad capital»(pp. 143-144).
El orgullo ante los pobladores de Las Flores se muestra
otras veces por el conocimiento que en tan pocos días ha tenido de La
Plata, relacionándolo, por cierto, con sus andanzas de fotógrafo:
Estaba seguro que pocos de los amigos de Las Flores
podían jactarse de haber visitado la ciudad capital y, menos, de
conocerla como
él [...] soy un platense hecho y derecho, o empiezo a
serlo.
|
(p. 145) |
Tales son las reflexiones de Nicolasito Almanza al
confirmar su conocimiento del trayecto entre la pensión donde se hospeda
y el laboratorio donde trabaja. La idea de poder reconocer y anunciar
para sí mismo, mentalmente, las casas y los detalles del trayecto, antes
de que sean visibles para
él, lo llena de regocijo:
«El hecho de que tomaran el ascensor era para él una satisfacción. Ya le había pronosticado Gentile que en la capital de la provincia conocería cosas nuevas»(p. 118). Las anticipaciones, los juegos de las ausencias y las presencias, o de aparecer y desaparecer, son técnicas que el muchacho incorpora juntamente a su trabajo de fotógrafo.
En ese momento se abrió la puerta y Griselda apareció,
hermosísima entre los relumbrones de los espejuelos de su vestido,
sonriendo de un
modo irresistible.
|
(p. 58) |
[...] Algo, no sabía qué, lo indujo a mirar hacia el biombo de espejos.
|
(p. 78) |
Los espejos que refractan, atraen y cautivan la mirada de
los hombres, tienen en la historia de Bioy una presencia muy firme. He
observado en otro
trabajo12
la atracción que el escritor ha desplegado por los dobles en
diferentes cuentos y novelas. El espejo, como mundo ilusorio que
multiplica y encanta, es tan nítido en su infancia real13
como en toda narrativa, a veces con la apariencia difusa de las
figuras reflejadas en los espejos de Degas, otras con la
corporeidad inquietante de Renoir. Pero la perspectiva del ojo que
encuentra en el espejo la imagen más lejana, el ojo del fotógrafo no
convencional que ha de intentar poseer, con artística perversidad, la
imagen semejante o la imagen gemela que tampoco es vecina sino en la
fantasía, está atenta y acechante en este fotógrafo en procura de
edificios y monumentos de La Plata, con los que compondrá el primer
libro de la colección Ciudades de la Provincia de Buenos Aires.
Así las hermanas Lombardo, Julia y Griselda, son para el
joven una especie de doble por el que no experimenta ninguna turbación.
Feliz en los encuentros con ambas, parece ser
él el elegido y la ausencia de conflicto la mayor
condición de
goce. Nos hemos alejado ya de aquellos diálogos de Guirnalda con amores
(cuentos, 1959), donde las parejas mantenían explicaciones racionales y
justificaciones que tendían a interpretar su relación. Las mujeres de
esta novela, la patrona de la pensión (doña Carmen), la empleada del
laboratorio fotográfico (Gladys), la vecina que atisba siempre desde la
puerta de la pensión, mujer del inspector de estaciones de servicio, y
las hermanas Julia y Griselda Lombardo son mujeres que actúan de manera
directa, con
inmediatez y que, en casi todos los momentos, deciden
rápidamente sobre los hechos. Nicolasito Almanza es siempre elegido por
ellas: para acostarse, para tomar un café, para ganárselo y desplazar a
otra.
Aunque el narrador de Guirnalda con amores suele
burlarse de las mujeres que, respetando o transgrediendo convenciones y
comportamientos de la moral sexual, responden en el fondo al modelo de
mujer burguesa, tanto ellos como ellas hablan de acuerdo a un código de
amor cortesano cuyo signo suele ser el circunloquio y la advertencia, o
el pedido de advertencia. Las mujeres son muchas veces las que toman la
iniciativa ante los hombres, exhibiendo su desparpajo (en
«Una aventura»
Mildred invitará a Tulio a ir a un hotel ante la
sorpresa de
él por la pérdida posible de la reputación de Mildred).
-Me muero por hacer una proposición deshonesta
-dije en la pendiente de Grimaud.
-Ten cuidado
-contestó Bárbara-
porque voy a aceptarla.
|
(«Encrucijada», Guirnalda con amores, p. 17)14 |
En La aventura de un fotógrafo en La Plata las
dos mujeres con quienes Nicolasito se acuesta, no sólo son las que lo
incitan a hacerlo, sino que parecen acompañar la invitación
-recordemos que las acotaciones están casi ausentes-
con una gestualidad y estilo muy marcado de la
provocación
corporal:
Arrimándolo contra ella, Griselda preguntó:
-¿No quiere que lo premie?
-¿Cuándo?
-Ahora.
Mientras lo estrechaba, atinó...
|
(p. 58) |
También Julia lo espera desnuda en la cama de la pensión donde
él vive, desafiándolo a quererla y preferirla a la
rival, su hermana Griselda:
-Yo te quise primero que ella
-protestó mirándolo ansiosamente-
¿Quién te acompañó
a fotografiar?
[...]
Entonces besame.
|
(p. 109) |
Gladys, la chica que trabaja en el laboratorio, le dirá al salir de la iglesia:
«
-Te ofrezco mi cuerpo. Quiero salvarte de esa mujer»(p. 81).
La iniciativa la toman las mujeres, en Guirnalda con amores, en cuentos de Historias desaforadas, en La aventura de un fotógrafo en La Plata,
en
«Una muñeca rusa», contrariando en buena medida la fama
del hombre rioplatense que domina a la mujer. El personaje masculino de
Bioy
-si de amor se trata-
es vencido más de una vez por la mujer que reina
distante aunque se aproxime y despierta en parte la simpatía de un héroe
casi chaplinesco que seduce con su debilidad y su búsqueda de
protección. Nada más apartado de los protagonistas masculinos del autor
que el hombre paternal y resolutivo. Sin embargo el tiempo del escritor,
su ejercicio, ha participado de manera activa para que esos personajes
femeninos que en otro tiempo, en otros textos, dialogaban con menos
soltura o de manera menos directa
-como ya se ha visto-
sean ahora tan precisos, tan informales, tan concretos,
como si hubieran salido del salón cortesano definitivamente. Se dirá:
¿no es acaso que estos
personajes pertenecen a una clase inferior a los otros,
no será que antes no habían entrado en la esfera de interés del
narrador? Es difícil afirmarlo y al mismo tiempo negar resueltamente la
hipótesis. Mas, para no limitarnos exclusivamente a los personajes
femeninos
-los preferidos del autor-
observamos también que los hombres han modificado su
forma de hablar con estas mujeres, porque don Juan Lombardo parece sólo
hablar con los hombres, a quienes le gusta mostrar su mayoría de edad,
su poder, su diferencia con los otros, todos hombres jóvenes, los que
hablan en la novela, salvo el fotógrafo Gruter, otra figura paterna.
Las conversaciones entre Nicolasito Almanza y las
hermanas Lombardo pasan de la timidez del comienzo y del trato de usted,
a la confianza. Julia inicia el tuteo y ese trato gusta a Nicolasito,
que lo advierte en forma imprevista, agradado. En los encuentros con
Julia, Griselda Lombardo será una presencia constante, una especie de
fantasma
(«Era mi novio o como quieras llamarlo. Me lo sacó Griselda [...] mi padre dice que yo le saco los hombres a mi hermana», p. 111) que hasta las fotos sacadas por Almanza no perdonará:
-¿Quién? Griselda. Puede ser que un día me perdone nuestra acostada, pero estas fotos nunca.
|
(p. 175) |
También la mujer del
inspector de estaciones de servicio lo abordará con decisión:
-¿Dónde va tan apurado? Me gustaría que alguna vez charláramos un momento.
-Cuando mande.
|
(p. 89) |
El joven conversa con esta mujer tan agradado que lamenta
no tener más tiempo para dedicarle; ella le trasmite su experiencia, su
saber popular, al hablarle del poder de las mujeres sobre los hombres.
«¿Quiere una prueba de que son más vivas? Gobiernan el mundo. Los hombres se limitan a repetir lo que ellas les inculcaron»(p. 90).
El lenguaje más directo, llamar a las cosas por su
nombre, está en boca de las mujeres. En ningún momento Nicolasito emplea
el léxico de ellas, no hace referencia al sexo, ni con circunloquios ni
en forma llana, no dice
«una acostada»
como Julia, ni diría como su amigo
Mascardi dice
«flor de hembra»
refiriéndose a una mujer, su
única libertad y quizás su
única seducción es la de sacar fotos, sin ninguna
referencia al amor. Gusta de Zulema, la joven licenciada en ciencias
políticas, a quien vio por primera vez tan bella
como una postal, pero ella ni querrá posar para
él ni será amable en su trato, y se mantiene como una
figura lejana, no seducida, como las mujeres más amadas en otras obras
del autor de La invención de Morel, Dormir al sol, El sueño de los héroes.
No obstante Nicolasito se siente orgulloso del trato que
la ciudad capital le ha dado con las mujeres, que parecen mimarlo (p.
62).
Al acercarse al diálogo dramático, el narrador consigue
la inmediatez de las respuestas y la innecesariedad de las acotaciones,
sin que el discurso dialógico sea el de las representaciones en el
sentido15 de transcripción. Difícil ejercicio del narrador que da a la conversación de sus personajes un espacio donde
él simula desaparecer, estando sin embargo tan presente como el fotógrafo
dueño de la imagen que hace suya a distancia, tan presente como en la totalidad del texto.
Fuente:http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/del-dialogo-en-la-aventura-de-un-fotografo-en-la-plata-la-huella-de-hemingway/html/9275edeb-d9e2-4e57-ac00-170909ffc74c_3.html
(Fragmento).
ADOLFO BIOY CASARES
LA AVENTURA DE UN FOTÓGRAFO EN LA PLATA
I
Alrededor de las cinco, después de un viaje en ómnibus, tan largo como la noche, Nicolasito Almanza llegó a La Plata. Se había internado una cuadra en la ciudad, desconocida para él, cuando lo saludaron. No contestó, por tener la mano derecha ocupada con la bolsa de la cámara, los lentes y demás accesorios, y la izquierda, con la valija de la ropa. Recordó entonces una situación parecida. Se dijo: “Todo se repite”, pero la otra vez tenía las manos libres y contestó un saludo que era para alguien que estaba a sus espaldas. Miró hacia atrás: no había nadie. Quienes lo saludaron repetían el saludo y sonreían, lo que llamó su atención, porque no había visto nunca esas caras. Por la forma de estar agrupados, pensó que a lo mejor descubrieron que era fotógrafo y querían que los retratara. “Un grupo de familia”, pensó. Lo componía un señor de edad, alto, derecho, aplomado, respetable, de pelo y bigote blancos, de piel rosada, de ojos azules, que lo miraba bondadosamente y quizá con un poco de picardía; dos mujeres jóvenes, de buena presencia, una rubia, alta, con un bebe en brazos, y otra de pelo negro; una niñita, de tres o cuatro años. Junto a ellos se amontonaban valijas, bolsas, envoltorios. Cruzó la calle, preguntó en qué podría servirles. La rubia dijo:
–Pensamos que usted también es forastero.
–Pero no tan forastero como nosotros –agregó riendo la morena– y queríamos preguntarle...
–Porque hay que desconfiar de la gente pueblera, más que nada si uno deja ver su traza de pajuerano –explicó el señor con gravedad, a último momento atenuada por una sonrisa.
Almanza creyó entender que por alguna razón misteriosa todo divertía al viejo, sin exceptuar el fotógrafo de tierra adentro, que no había dicho más de tres o cuatro palabras. No se ofendió.
La morena concluyó su pregunta:
–Si no habrá un café abierto por acá.
–Un lugar de toda confianza, donde le sirvan un verdadero desayuno –dijo el señor, para agregar sonriendo, con una alegría que invitaba a compartir–. Sin que por eso lo desplumen.
–Lamento no poder ayudarlos. No conozco la zona. –Tras un silencio, anunció–. Bueno, ahora los dejo.
–Yo pensé que el señor nos acompañaría –aseguró la morena.
–Yo quisiera saber por qué trajimos tantos bultos –protestó la rubia.
Entre las dos no atinaban a cargarlos.
–Permítame –dijo Almanza.
–Le voy a encarecer que nos acompañe –dijo el señor, mientras le pasaba los bultos, uno tras otro–. El pueblero, y peor cuando se dedica al comercio, es muy tramposo. Hay que presentar un frente unido. A propósito: Juan Lombardo, para lo que ordene.
–Nicolás Almanza.
–Una auspiciosa coincidencia. ¡Tocayos! Mi nombre completo es Juan Nicolás Lombardo, para lo que ordene.
Almanza vio semblantes de asombro en la rubia, de regocijo en la morena, de amistosa esperanza en don Juan. Éste le tendía una mano abierta. Para estrecharla, se disponía a dejar en el suelo los bultos recién cargados, cuando la muchacha de pelo negro le dijo:
–¡Pobre Papá Noel! Miren en qué situación lo ponen. Ya va a tener tiempo de darle la mano a mi padre.
El grupo se adentró en la ciudad. Don Juan, con paso enérgico, marchaba al frente. Se rezagaba un poco Almanza, estorbado por la carga, pero alentado por las muchachas. La niñita, durante las primeras cuadras pidió algo que no consiguió, por lo que finalmente agregó su llanto al del hermano. Como quien despierta, Almanza oyó la animosa voz de don Juan, que anunciaba:
–Aquí tenemos un local aparente, salvo mejor opinión de nuestro joven amigo.
Se apuró en asentir. Estaban frente a un café o bar cuyo personal, en ropa de fajina, baldeaba y cepillaba el piso, entre mesas apiladas. A regañadientes les hicieron un lugar y por último les trajeron cinco cafés con leche, con pan y manteca y medias lunas. Comieron y conversaron. Se enteró entonces Almanza de que don Juan era, o había sido, mayordomo de una estancia de Etchebarne, en el partido de la Magdalena, y que tenía un campito en Coronel Brandsen. Supo también que la rubia, madre de las dos criaturas, se llamaba Griselda. La morena, que se llamaba Julia, le anunció que a ellos los esperaban en una casa de pensión, que ofrecía todas las comodidades a precios razonables, muy recomendada por pasajeros acostumbrados a lo mejor. Por su parte opinó don Juan:
–Le hago ver, hijo mío, que si se viene con nosotros, la ganancia es de todos. Pondré mi empeño, como si usted fuera de la familia, para que los patrones le ofrezcan una comodidad para salir de apuro.
Estas palabras recibieron el apoyo de las dos mujeres.
–De veras agradezco, pero ahora es imposible –afirmó–. Tengo reservada una pieza en la pensión donde para un amigo.
El descanso, la comida, la conversación trajeron un bienestar general, perturbado al rato por el llanto del bebe, tan tesonero que bordeaba lo insoportable. Así debió de pensar Griselda, porque de repente dijo:
–Con el perdón de todos.
Descubrió un pecho notablemente redondo y rosado y se puso a alimentar al hijo.
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