viernes, 23 de octubre de 2015

Dashiell Hammett El halcón maltés.


Una estatuilla con figura de halcón que los caballeros de la Orden de Malta regalaron al emperador Carlos V en 1530 ha sido objeto, durante más de cuatro siglos, de robos y extravíos. Cuando, tras mil peripecias, llega a la ciudad de San Francisco, un grupo de delincuentes trata de apoderarse de ella, lo que da lugar a conflictos, asesinatos y pasiones exacerbadas. A ello contribuye el detective Sam Spade mediante el empleo de la violencia más cruda y la creación de situaciones arriesgadas e imprevisibles, aunque siempre esclarecedoras.

(Fragmento).
   Para José
 1
spade & archer

Samuel Spade tenía una mandíbula larga y huesuda, con la barbilla en forma de V, debajo de otra V, la de la boca, esta más flexible. Las aletas de la nariz retrocedían ligeramente formando, a su vez, otra V más pequeña. Los ojos, de un gris pálido, eran horizontales. El motivo V lo retomaban unas cejas tirando a pobladas que nacían de dos surcos idénticos sobre la nariz ganchuda, y el cabello castaño muy claro partía de unas sienes altas y achatadas para terminar en punta sobre la frente. Tenía un simpático aspecto de Satanás rubio.
—¿Sí, encanto? —le dijo a Effie Perine.
Era una chica espigada, tostada por el sol. El vestido de tela fina se pegaba a su cuerpo produciendo un efecto de humedad. Tenía unos ojos castaños y juguetones y una cara tersa y un poco masculina. Cerró la puerta, se recostó en ella, y dijo:
—Hay una chica que quiere verte. Se llama Wonderly.
—¿Cliente?
—Tal vez. De todos modos, te conviene recibirla: está como un tren.
—Pues hazla pasar, mi vida —replicó Spade—, hazla pasar.
Effie Perine abrió la puerta que comunicaba la antesala con la recepción, se hizo a un lado y, con una mano en el tirador, dijo:
—¿Quiere usted pasar, señorita Wonderly?
Se oyó un «Gracias» en voz muy baja —solo la perfecta articulación hizo inteligible la palabra—, y una mujer joven franqueó la entrada. Con paso vacilante, avanzó despacio mientras miraba a Spade con unos ojos azul cobalto, tímidos y sagaces al mismo tiempo. Era alta, con un cuerpo esbelto y flexible, ni un solo ángulo. Su cuerpo se mostraba erguido, con los senos altos, las piernas largas, y manos y pies pequeños. Lucía dos tonos de azul a juego con el color de sus ojos. El cabello que asomaba ensortijado bajo el sombrero azul era de un rojo oscuro, mientras que sus carnosos labios eran de un rojo más subido. Unos dientes blancos brillaron en la media luna de su tímida sonrisa.
Spade se levantó haciendo una especie de reverencia cortés, al tiempo que le indicaba con una mano de gruesos dedos la butaca de roble que había junto al escritorio. Medía poco más de un metro ochenta. El fuerte declive redondeado de los hombros daba a su cuerpo un aire casi cómico —menos ancho que grueso— e impedía que la americana gris recién planchada le sentara bien.
La señorita Wonderly dijo «Gracias» en el mismo murmullo de antes y se sentó en el borde del asiento de madera.
Spade se dejó caer en su silla giratoria, hizo un cuarto de giro para quedar de cara a ella y sonrió educadamente. Sonrió sin separar los labios. Todas las uves de su cara se alargaron. A través de la puerta llegaban los sonidos de la máquina en la que Effie Perine estaba escribiendo: el tac-taca-tac, el campanilleo, el rumor del carro al girar. En alguna oficina cercana vibraba una máquina eléctrica con un ruido sordo. Sobre la mesa de Spade, un cigarrillo se consumía lentamente en un cenicero de latón repleto de colillas retorcidas. Copos grises de ceniza salpicaban la superficie amarillenta del escritorio, así como el secante verde y los papeles esparcidos. Por una ventana con cortinas beige, abierta unos veinte o veinticinco centímetros, entraba del patio un aire que olía ligeramente a amoniaco. La ceniza suelta bailoteaba en la corriente.
La señorita Wonderly observó el bailoteo de los copos de ceniza. Sus ojos se movían inquietos. Estaba sentada en el borde mismo de la butaca y sus pies se apoyaban planos en el suelo, como si estuviera a punto de levantarse. Sus manos, enguantadas de oscuro, sujetaban férreamente un oscuro bolso plano sobre su regazo. Spade se retrepó en su butaca al tiempo que preguntaba:
—Bien, señorita Wonderly, ¿en qué puedo ayudarla?
Ella se sobresaltó un poco, lo miró. Después tragó saliva y dijo, atropelladamente:
—¿Usted podría…? He pensado… bueno, es que… —Acto seguido, se torturó el labio inferior y no dijo más. Sus ojos, sin embargo, suplicaron por ella.
Spade sonrió, asintiendo con la cabeza como si la hubiera entendido, pero transmitiendo la impresión de que no ocurría nada grave.
—¿Qué le parece si me lo cuenta usted desde el principio —dijo—, y así sabremos qué medidas hay que tomar? Remóntese lo más atrás que pueda.
—Fue en Nueva York.
—Continúe.
—No sé dónde se conocieron. Quiero decir en qué lugar concreto de Nueva York. Ella es cinco años más joven que yo (solo tiene diecisiete) y no compartíamos amistades. Creo que nunca hemos tenido la intimidad que cabría esperar de dos hermanas. Mis padres están en Europa. Se morirían de pena. He de hacer que vuelva antes de que ellos regresen.
—Continúe —dijo él.
—Vuelven el primero de mes.
Los ojos de Spade se iluminaron.
—Entonces tenemos dos semanas —dijo.
—No supe lo que había hecho mi hermana hasta que llegó la carta. Me puse frenética. —Los labios le temblaban; el bolso apoyado en su regazo estaba siendo sometido a un severo aplastamiento—. Tuve demasiado miedo de que hubiera hecho algo así como para acudir a la policía, pero el miedo a que le hubiera sucedido algo a ella me empujaba a hacerlo. No tenía a nadie a quien pedir consejo. No sabía qué hacer. ¿Qué podía hacer yo?
—Nada, naturalmente —dijo Spade—, ¿y entonces llegó la carta?
—Así es, y yo le envié un telegrama pidiéndole que volviera a casa. Lo mandé a una lista de correos, mi hermana no me dio otras señas. Esperé una semana entera y nada, ni una palabra de ella. A todo esto, el regreso de mis padres se iba acercando, de modo que decidí venir a San Francisco a buscarla. Le escribí diciendo que venía. No debería haberlo hecho, ¿verdad?
—Tal vez no. Acertar no siempre es fácil. Y ¿no ha dado con ella?
—No. Le escribí que me hospedaría en el St. Mark, suplicándole que fuera a verme y que me dejara hablar con ella aunque no tuviese ninguna intención de volver a casa conmigo. Pero no se ha presentado. He esperado tres días y nada, ni siquiera me ha enviado un mensaje.
Spade asintió con su cabeza de Satanás rubio, frunció un comprensivo entrecejo y apretó los labios.
—Ha sido horrible —continuó la señorita Wonderly, intentando sonreír—. No podía quedarme sentada, esperando, sin saber qué le había pasado, o qué le podía estar pasando. —Cejó en su intento de sonreír. Se estremeció visiblemente—. La única dirección que tenía de ella era la lista de correos. Le escribí otra carta, y ayer por la tarde fui a la oficina de Correos. Estuve allí hasta que se hizo de noche, pero no la vi. Esta mañana he vuelto a ir, y Corinne sigue sin aparecer, pero a quien sí he visto ha sido a Floyd Thursby.
Spade asintió de nuevo con la cabeza. El ceño desapareció, dejando en su lugar un semblante de extremada atención.
—No ha querido decirme dónde estaba Corinne —continuó ella—. No ha querido decirme nada, excepto que estaba contenta y bien. Pero ¿cómo me lo voy a creer? Es lo que él me diría de todos modos, ¿no?
—Sin duda —convino Spade—. Pero también podría ser verdad.
—Espero que lo sea. Ojalá lo sea —exclamó la joven—. Pero no puedo volver a casa sin haberla visto, sin haber hablado con ella al menos por teléfono. Él se ha negado a llevarme, dice que Corinne no quiere verme. Eso no me lo puedo creer. Me ha prometido que le diría que me había visto, y que la traería consigo (si ella aceptaba) esta noche al hotel. Pero luego dijo que seguro que no iba a querer. Floyd me ha prometido que de todos modos él vendría. Y…
Se interrumpió llevándose una mano a la boca en el momento en que se abría la puerta.
El hombre que la había abierto dio un paso hacia el interior, dijo «¡Oh, perdón!», se quitó apresuradamente el sombrero marrón que llevaba y dio marcha atrás.
—No pasa nada, Miles —le dijo Spade—. Entra. Señorita Wonderly, le presento al señor Archer, mi socio.
Miles Archer volvió a entrar en el despacho. Cerró la puerta, sonrió a la joven e hizo un gesto vagamente cortés con el sombrero que sostenía en la mano. Era de estatura mediana y complexión atlética, los hombros anchos, el cuello grueso, el rostro jovial y de buen color y unas cuantas canas en el pelo muy corto. Aparentaba pasar de los cuarenta y tantos años como Spade aparentaba pasar de los treinta.
—La hermana de la señorita Wonderly se escapó de Nueva York con un tal Floyd Thursby —explicó Spade—. Ahora están aquí. La señorita ha hablado con Thursby y ha quedado con él esta noche. Puede que Thursby lleve a su hermana consigo, aunque lo más probable es que no. La señorita Wonderly quiere que encontremos a su hermana, la apartemos de ese individuo y la hagamos volver a casa. —Miró a la señorita Wonderly—. ¿No es así?
—Sí —dijo ella, en un susurro. La vergüenza, que había ido desapareciendo gracias a las obsequiosas sonrisas de Spade, a sus asentimientos de cabeza y su tono tranquilizador, comenzaba a devolverle el color a su cara. Miró el bolso que tenía en el regazo y empezó a toquetearlo nerviosa.
Spade le hizo un guiño a su socio. Miles Archer se aproximó y se detuvo junto a una esquina de la mesa. Mientras la chica miraba el bolso, él la miró a ella. Sus ojillos castaños la recorrieron en osada y positiva valoración desde la cara hasta los pies y vuelta a subir. Después miró a Spade y simuló lanzar un silbido de admiración.
Spade hizo un rápido gesto de advertencia levantando apenas dos dedos del brazo de la butaca y dijo:
—No creo que vaya a ser difícil. Es solo cuestión de apostar un hombre en el hotel y hacer que le siga cuando se marche, de ese modo nos llevará hasta su hermana. Si resulta que ella se presenta con él y usted la convence para que vuelva a casa, tanto mejor. Si no (si su hermana no quiere abandonarlo una vez hayamos dado con ella), bueno, ya encontraremos la manera de solucionarlo.
—Claro —dijo Archer. Su voz era ronca, ordinaria.
La señorita Wonderly miró a Spade, fugazmente, juntando el entrecejo.
—¡Pero deben tener cuidado! —exclamó. La voz le tembló un poco, sus labios parecían aquejados de un tic nervioso—. Ese hombre me da mucho miedo, no sé de lo que sería capaz. Ella es muy joven, y que la haya traído aquí desde Nueva York me parece muy… ¿No será…? ¿No puede hacerle algún daño a mi hermana?
Spade sonrió al tiempo que palmeaba los brazos de la butaca.
—Eso corre de nuestra cuenta —dijo—. Sabremos cómo tratar a ese individuo.
—Pero —insistió ella—, ¿creen que podría…?
—Todo es posible, desde luego. —Spade asintió con gesto sensato—. Pero puede confiar en que nos encargaremos de eso.
—No, si no es que desconfíe —dijo ella, sincera—, pero quiero que sepan que ese hombre es peligroso. Estoy casi convencida de que no se detendría ante nada. No creo que dudara en… en matar a Corinne si pensara que así puede salvarse él. ¿Creen que podría hacerlo?
—Dígame, no le habrá usted amenazado, ¿verdad?
—Le dije que lo único que quería era llevarla a ella casa antes de que volvieran mis padres, para que no se enteraran de lo que había hecho. Le prometí no contarles nada a ellos si él me ayudaba, pero que si no, papá se encargaría de que le dieran su merecido. Diría que no me creyó del todo.
—¿Y no perseguirá casarse con su hermana? —preguntó Archer.
La chica se ruborizó. Su respuesta denotó confusión.
—Tiene mujer y tres hijos en Inglaterra. Corinne me lo dijo por carta, para explicarme por qué se había fugado con él.
—Suele pasar —dijo Spade—, lo de Inglaterra es solo un añadido. —Se inclinó al frente para coger lápiz y una libreta—. ¿Qué aspecto tiene él?
—Oh, pues rondará los treinta y cinco años, es alto como usted, de piel morena, o quizá toma mucho el sol. Tiene el pelo oscuro y unas cejas espesas. Habla siempre medio gritando, a lo fanfarrón, y es de carácter nervioso e irritable. Da la impresión de ser una persona… violenta.
Spade, que estaba escribiendo, preguntó sin alzar la vista:
—¿Color de ojos?
—Azul gris, acuosos, pero su mirada no es de persona débil. Ah, sí, y tiene una hendidura muy marcada en el mentón.
—¿Complexión delgada, normal, recia?
—Se le ve en forma. Tiene las espaldas anchas y camina muy erguido, se podría decir que con un porte muy militar. Esta mañana llevaba puesto un traje gris claro y un sombrero también gris.
—¿A qué se dedica? —preguntó Spade dejando el lápiz sobre la mesa.
—Lo ignoro. No tengo la más remota idea.
—¿A qué hora han quedado?
—A partir de las ocho.
—Muy bien, señorita Wonderly, tendremos un hombre apostado allí. Iría bien que…
—Señor Spade, ¿no podría ir usted, o el señor Archer? —Hizo un gesto de súplica con ambas manos—. ¿No podrían ocuparse personalmente del asunto uno de los dos? No estoy diciendo que el hombre que enviarían no esté capacitado, pero es que tengo mucho miedo de lo que pueda pasarle a Corinne. Me da miedo ese hombre. ¿No podrían ir ustedes? Bueno, ya me imagino que en ese caso tendría que pagar más… —Abrió el bolso con dedos nerviosos y puso dos billetes de cien dólares encima de la mesa de Spade—. ¿Bastará con esto?
—Sí —dijo Archer—. Iré yo mismo.
La señorita Wonderly se puso de pie, tendiéndole impulsivamente una mano.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias! —exclamó. Luego le estrechó la mano a Spade y repitió—: ¡Gracias!
—No hay de qué —dijo Spade—. Iría bien que recibiera usted a Thursby en la planta baja, o que se deje ver con él en el vestíbulo.
—De acuerdo —dijo ella, y dio otra vez las gracias a los dos socios.
—Y no intente buscarme —le advirtió Archer—. Ya la veré yo a usted.
Spade acompañó a la señorita Wonderly hasta la puerta del pasillo. Cuando volvió, Archer señaló con la cabeza los billetes de cien que había sobre el escritorio, soltó un gruñido de placer diciendo:
—Bastan y sobran. —Cogió uno, lo dobló y se lo metió en un bolsillo del chaleco—. Y en el bolso llevaba a sus hermanitos —agregó.
Spade se guardó el otro billete antes de tomar asiento.
—No me la aprietes demasiado, Miles —dijo—. ¿Qué te ha parecido?
—¡Preciosa! Y me dices que no la apriete. —Archer soltó una risotada, pero ahora sin alegría—. Puede que tú la hayas visto primero, Sam, pero el primero en hablar he sido yo. —Hundió las manos en los bolsillos del pantalón y se balanceó sobre los talones.
—Le causarás estragos, claro que sí. —Spade sonrió enseñando los dientes como un lobo—. Tienes cerebro, claro que lo tienes.
Se puso a liar un cigarrillo.
Fuente:
Dashiell Hammett
 El halcón maltés
Título original: The Maltese Falcon
Dashiell Hammett, 1930
Traducción: Luis Murillo Fort
Editor digital: Samarcanda
Primer editor: Gonzalez (en Todos los casos de Sam Spade)

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