domingo, 23 de agosto de 2015


LITERATURA DE RESCATE. THOMAS MANN. TRISTAN.

Tristan se caracteriza, como la posterior La muerte en Venecia, por mostrar un agudo contraste entre la brevedad de la narración y la hondura simbólica que destila. La acción transcurre en un sanatorio de montaña, blanco, aséptico y rectilíneo (depurado de los caprichos orgánicos), rodeado de frondosos jardines y adornado decimonónicamente al estilo imperial, que recrea un marco burgués, tan ostentoso como decadente, tan querido y frecuentado por el escritor. El principal reclamo de este sanatorio, como lo será Davos en La montaña mágica, es el aire puro de la montaña. En este recinto se hospedan los débiles de espíritu y de la carne, aquellos incapaces de darse leyes y atenerse a ellas (sich selbst Gesetze zu geben und sie zu halten [1]). La medicina les dota de orden en medio del dolor, de contención frente a la dejadez. Los enfermos aceptan como dique frente al caos de la decadencia espiritual y física la tutela del doctor Leander, un pesimista desapasionado, por otro lado, debido, según se nos cuenta, a su formación científica.
Enrico Pugliatti.

(Fragmentos de la obra Tristán).

THOMAS MANN

 TRISTÁN

 1
 ¡He aquí el sanatorio "Einfried"!, blanco y rectilíneo, con su alargado edificio central y su pabellón lateral, en medio del espacioso jardín, agradablemente provisto de glorietas, pérgolas y pequeños cenadores de corteza; al fondo, tras sus tejados de pizarra, se elevan hasta el cielo las montañas, gigantescas, ligeramente resquebrajadas, cubiertas del verdor de los abetos.
 Ahora, como antes, dirige el establecimiento el doctor Leander. Con su negra barba bipartita, áspera y rizada como la crin con que se acolchan los muebles, con sus gafas de gruesos y brillantes cristales, y este aspecto de hombre a quien la ciencia ha vuelto frío y duro, y ha colmado de plácido, indulgente pesimismo, hechiza con sus maneras bruscas y reservadas a los pacientes, a todos estos individuos que, demasiado débiles para ponerse prescripciones a sí mismos y observarlas, le entregan sus fortunas para obtener la gracia de dejarse proteger por su severidad.
 En cuanto a la señorita de Osterloh, gobierna la casa con incansable celo. ¡Dios mío!, ¡con qué diligencia corre escaleras arriba y escaleras abajo, de un extremo al otro del establecimiento! Gobierna en la cocina y en la despensa, revuelve en los armarios roperos, da órdenes a la servidumbre y confecciona el menú teniendo en cuenta la economía, la higiene, el buen paladar y el buen aspecto de los manjares; gobierna la casa con un tino realmente maniático, y en el fondo de su extremosa habilidad anida un reproche constante para el mundo masculino en bloque, ninguno de cuyos representantes ha tenido todavía la idea pedirla en matrimonio. Sin embargo, en sus mejillas arde en forma de dos manchas redondas, rojas como el carmín, la esperanza inextinguible de convertirse algún día en la esposa del doctor Leander...
 Ozono, sosiego y aire puro... A pesar de lo que puedan decir los envidiosos y los rivales del doctor Leander, el sanatorio "Einfried" puede recomendarse encarecidamente a los enfermos de pulmón. Pero no sólo son tísicos los que hay aquí; el sanatorio alberga pacientes de todas clases: caballeros, señoras, niños incluso, que suben a pasar una temporada, y el doctor Leander tiene ocasión de lucirse con éxito en los más variados terrenos. Aquí hay enfermos gástricos, como la esposa del consejero municipal Spatz, que además está enferma del oído; señores con lesiones cardíacas, paralíticos, reumáticos y neuróticos de todo grado y condición. Un general diabético consume aquí su pensión gruñendo sin cesar. Varios caballeros, de rostros descarnados, mueven (sin poderse controlar) sus piernas, de un modo que nada bueno pronostica. Una dama cincuentona, esposa del pastor Hóhlenraveh, que ha traído al mundo diecinueve hijos y es ya absolutamente incapaz de pensar, no logra a pesar de todo la paz, antes bien, movida por un  estúpido desasosiego, anda errante, hace ya un año, por toda la casa, tiesa y muda, sin rumbo fijo, lúgubremente, del brazo de su enfermera particular.
 De vez en cuando muere alguno de estos casos "graves", que permanecen en sus habitaciones y a los que no se les ve ni en el comedor ni en la sala de estar, y nadie, ni siquiera su vecino, llega a enterarse. El huésped de cera es despachado silenciosamente de noche, y la actividad en el "Einfried" se reanuda ininterrumpidamente: masajes, tratamientos eléctricos e inyecciones, duchas, baños, gimnasia, sudor e inhalaciones son llevados a cabo en las diversas instalaciones, provistas de todos los adelantos de la técnica moderna...
 Sí, aquí también se vive con animación. El instituto próspera. Cuando llegan nuevos huéspedes, el portero toca la gran campana situada en la entrada del pabellón lateral, y el doctor Leander, muy formal, acompaña hasta el coche a los que se van, junto con la señorita de Osterloh. ¡Qué existencias más dispares no habrá albergado el "Einfried"! Hay incluso un escritor, persona excéntrica, que tiene el nombre de algún mineral o piedra preciosa, y roba aquí sus días a Dios...
 Además del doctor Leander, existe otro médico auxiliar para los casos leves y los casos desesperados. Pero su apellido es de lo más vulgar, se llama Müller y no vale la perla hablar de él.

 2
 A comienzos de año, el comerciante al por mayor Kloterjahn - de la firma comercial A. C. Kloterjahn y Compañía -, trajo a su esposa al "Einfried"; el portero hizo sonar la campana, y la señorita de Osterloh saludó a los recién llegados en el recibidor de la planta baja, decorada, como casi el resto del viejo y aristocrático edificio, en un estilo Imperio maravillosamente puro. Poco después apareció el doctor Leander; se inclinó cortésmente y se inició una primera entrevista de información para ambas partes.
 Fuera, en el jardín invernal, los parterres estaban protegidos por esteras, las glorietas cubiertas de nieve y los templetes permanecían solitarios; dos criados del sanatorio arrastraban desde el coche, detenido en la calzada frente a la verja del jardín - puesto que no había acceso hasta la casa - el equipaje de los nuevos huéspedes.
 -Despacio, Gabriela, take care, ángel mío, y no abras la boca - había dicho el señor Kloterjahn, mientras conducía a su esposa por el jardín, y, de haberla visto, cualquiera de corazón tierno y tembloroso, habría convenido sin duda interiormente en este take care - aunque no se puede negar que el señor Kloterjahn pudo haberío dicho en alemán sin ninguna clase de reparos.
 El cochero que había conducido a los señores desde la estación al sanatorio, un hombre burdo y de pocos alcances, había sacado ni más ni menos que un palmo de lengua al ver las infinitas precauciones con que el comerciante ayudaba a apearse a su esposa; parecía incluso como si los caballos bayos, esparciendo su aliento en el tranquilo aire helado, contemplasen con redondos ojos, fatigosamente vueltos hacia atrás, esta complicada operación, preocupación por tan frágil donaire y tan dulce encanto.
 La joven esposa padecía de la tráquea, como podía leerse explícitamente en el escrito que el señor Kloterjahn había mandado (avisando de su llegada) desde las costas del mar Báltico al médico director del "Einfried", y ¡gracias a Dios que no eran los pulmones! Sin embargo, aun en el caso de ser los pulmones, esta nueva paciente no hubiera ¡podido ofrecer un aspecto más encantador y refinado, más ausente e inmaterial que el que tenía ahora, mientras escuchaba la conversación al lado de su robusto marido, reclinada, delicada y cansada, en una butaca barnizada de blanco, de líneas rectas.
 Sus bellas y pálidas manos, sin más alhajas que la sencilla alianza, descansaban en los pliegues de la falda de un vestido de paño grueso y oscuro; llevaba una chaqueta de color gris plateado, de cuello alto y duro, ceñida al talle y cubierta toda ella de arabescos de terciopelo. Pero estas telas pesadas y calurosas hacían todavía más conmovedora, más inmaterial y más amable esta inefable ternura, dulzura y languidez que aparecía en su pequeño rostro. Su cabello castaño claro, recogido por debajo de la nuca en un moño, estaba alisado y peinado hacia atrás, y únicamente a la altura de la sien derecha caía sobre la frente un mechón de pelo suelto, rizado, no lejos del lugar donde una vena rara y diminuta se ramificaba azulada y débil por encima de la ceja vivamente marcada, extendiéndose por esta frente límpida e inmaculada, casi transparente. Esta pequeña vena azul, sobre el ojo, se destacaba de modo inquietante del resto de su cara fina y ovalada. Se hacía todavía más visible tan pronto como la dama se ponía a hablar, sólo con que sonriera, y entonces su rostro adquiría una expresión forzada, incluso dolorosa, que suscitaba vagos recelos. Sin embargo, hablaba y sonreía. Hablaba franca y jovialmente, con una voz ligeramente empañada, y sonreía con unos ojos que miraban un tanto fatigados y mostraban de vez en cuando cierta propensión a bizquear; los extremos de los mismos aparecían intensamente ensombrecidos a ambos lados del arranque de su naricita; y lo mismo pasaba con su linda y ancha boca, que era pálida y sin embargo parecía brillar, quizás porque sus labios estaban muy bien perfilados y netamente delineados. De vez en cuando carraspeaba. Y en estos casos se llevaba el pañuelo a la boca y luego lo examinaba.
 -No tosas, Gabriela - decía el señor Kloterjahn -. Ya sabes que, en casa, el doctor Hinzpeter te lo prohibió terminantemente, darling, y sólo es cuestión de esforzarse, ángel mío. Nos han dicho que es cosa de la tráquea - repitió -. Al principio creí seriamente que se trataba del pulmón y sabe Dios que de veras me asusté. Pero no es el pulmón, ¡diablos!, no tenemos por qué preocuparnos, ¿no es verdad, Gabriela? ¡Ja, ja!
 -Desde luego - dijo el doctor Leander y miró con ojos brillantes a la dama a través de sus gafas.
 Entonces el señor Kloterjahn pidió café - café y panecillos con mantequilla. Tenía un modo tan gráfico de pronunciar la sílaba "ca" desde lo más profundo de su garganta y de decir "panecillos con mantequilla", que abría el apetito a cualquiera.
 Obtuvo lo que pedía. Obtuvo también habitaciones para él y su esposa, y se instalaron en ellas.  Por lo demás, el doctor Leander se hizo cargo personalmente del tratamiento, sin consultar para el caso al doctor Müller.

 3
 La personalidad de la nueva paciente causó una extraordinaria sensación en "Einfried", y el señor Kloterjahn, acostumbrado ya a estos éxitos de su esposa, aceptó con satisfacción el homenaje que se le tributaba. El general diabético dejó de gruñir por un instante cuando se tropezó con ella por primera vez; los caballeros de rostros descarnados sonreían e intentaban a duras penas dominar sus piernas, siempre que pasaban por su lado, y la esposa del magistrado Spatz se pegó inmediatamente a ella como si fuera su amiga íntima. Realmente causó impresión aquella dama, la esposa del señor Kloterjahn. El escritor que desde hacía un par de semanas mataba su tiempo en "Einfried", personaje estrambótico, cuyo nombre sonaba igual que el de una piedra preciosa, no hizo otra cosa más que perder el color cuando se cruzó con ella en el corredor. Se paró y se quedó como petrificado, incluso largo rato después que ella se había alejado.
 No habían pasado siquiera dos días, cuando toda la comunidad de enfermos estaba ya al corriente de su historia. Era natural de Brema, circunstancia que se notaba, por lo demás, al hablar, por cierta deformación graciosa del acento, y en esta misma ciudad, hacía dos años, había dado el sí eterno al comerciante Kloterjahn. Le había seguido a su ciudad natal, allí arriba a orillas del Báltico, y todavía no hacía diez meses que le había dado un hijo y heredero, un niño maravillosamente vivaracho y bien formado, en circunstancias extraordinariamente difíciles y peligrosas. Sin embargo, a partir de aquellos terribles días, no había recobrado las fuerzas, habida cuenta que nunca había sido demasiado fuerte. Apenas se hubo repuesto del parto,  extraordinariamente rendida, y con poca vitalidad, al toser, había escupido un poco de sangre... no mucha, claro, sólo un poco, pero mejor habría sido que no hubiera llegado a producirse, y lo grave fue que este mismo suceso sin importancia pero fatídico, se repitió poco después. Desde luego que había medios para combatirlo, y el médico de cabecera, el doctor Hinzpeter, los empleó. Este le ordenó reposo absoluto, le hizo tragar pedazos de hielo, le dio morfina para dominar la irritación de la tos e hizo lo posible para sosegar su corazón. Pero, a pesar de todo, la curación no acababa de llegar, y mientras el niño, Antonio Kloterjahn hijo, un bebé magnífico, conquistaba y afirmaba su puesto en la vida, la joven madre. parecía consumirse en un fuego dulce y plácido... Se trataba, como ya se ha dicho, de la tráquea, una palabra que, en la boca del doctor Hinzpeter, producía un efecto asombrosamente consolador, tranquilizador, casi letífico en el corazón de todos los que le escuchaban. Sin embargo, a pesar de que no se trataba del pulmón, el doctor había acabado por estimar conveniente encarecer la influencia de un clima benigno y recomendar la permanencia en un sanatorio para activar la curación; la fama del sanatorio "Einfried" y de su director habían hecho todo lo demás.
 Así fue como sucedió todo, y el propio señor Kloterjahn lo explicaba a todo aquel que se mostraba interesado. Hablaba en voz alta, descuidadamente y de buen humor, como un hombre cuya digestión se encuentra en tan buen orden como su bolsa, con dilatados movimientos de labios, a la manera tosca pero rápida de los costeños del Norte. Muchas palabras salían disparadas de su boca como una pequeña descarga, y reía por ello como si se tratara de una graciosa ocurrencia. Era de mediana estatura, ancho, fuerte y corto de piernas; poseía un rostro lleno, colorado, unos ojos de un azul cristalino, ensombrecidos por unas pestañas extraordinariamente claras, amplias narices y labios húmedos. Llevaba patillas, a la inglesa, iba vestido a la inglesa hasta en el más mínimo detalle y se mostró encantado al encontrarse en "Einfried" con una familia inglesa: padre, madre y tres hermosos niños con su nurse, que se encontraban allí única y exclusivamente porque no conocían otro sitio adonde ir, y con los que por las mañanas desayunaba al estilo inglés. Le gustaba sobre todo comer y beber, resultó ser un gran perito en cocina y vinos y entretenía a la sociedad de enfermos explicándoles del modo más sugestivo las comidas que se daban en su ciudad entre círculos de amigos, y describiéndoles ciertos platos exquisitos, allí arriba desconocidos. En estas ocasiones sus ojos se encogían con expresión de complacencia y su lenguaje tenía algo de palatal y nasal, acompañado en la garganta de ruidos ligeramente mascullantes. Que no era enemigo, además, por principio, de otras clases de alegrías terrenales, lo demostró una tarde en que un huésped de "Einfried", un escritor profesional, le vio en el corredor gastando bromas a una camarera con bastante descoco.... una escena sin importancia y humorística que provocó en el escritor en cuestión una ridícula mueca de asco.
 En cuanto a la esposa del señor Kloterjahn, era claro y evidente que amaba a su esposo de todo corazón. Seguía con una sonrisa sus palabras y gestos, y no con aquel aire de pedante indulgencia que tantos enfermos adoptan frente a los sanos, sino con aquella amable alegría e interés que los enfermos de buen carácter demuestran por las manifestaciones espontáneas de las personas que se sienten a gusto en su propio pellejo.
 El señor Kloterjahn no permaneció mucho tiempo en "Einfried". Había acompañado a su esposa a este lugar, pero al cabo de una semana, después de cerciorarse que estaba bien atendida y en buenas manos, su estancia no pudo prolongarse más. Otras obligaciones importantes, su floreciente hijito y su negocio igualmente floreciente, le reclamaban en casa. Así, pues, tuvo que partir y dejar a su esposa allí disfrutando de los mejores cuidados.

 4
 Spinell se llamaba el escritor que vivía en "Einfried" desde hacía unas semanas. Su nombre era Detlev Spinell, y su aspecto externo era algo realmente estrafalario.
 Imagínense un hombre moreno y alto, en el inicio de los treinta, cuyo cabello empieza ya a encanecer perceptiblemente en las sienes, cuyo rostro redondo, blanco y un poco hinchado no presenta, sin embargo, ningún vestigio de crecimiento de la barba. No iba afeitado - esto se notaría -, era delicado, de rasgos imprecisos y pueriles, y sólo esparcidamente se le veía algún que otro asomo de vello. Esto le daba un aspecto muy singular. La mirada de sus brillantes ojos, de color castaño oscuro, tenía una expresión dulce, y su nariz era rechoncha y demasiado carnosa. Además, el señor Spinell tenía un labio superior arqueado, poroso, como el de un romano, unos grandes dientes careados y unos pies raros y voluminosos, Uno de aquellos caballeros de piernas incontrolables, cínico y guasón, lo había bautizado a sus espaldas con el nombre del "niño bitongo"; pero esto era malintencionado y poco apropiado. Vestía bien y a la moda, con una larga levita negra y un chaleco de fantasía con lunares.
 Era esquivo y no tenía amistad con nadie. Sólo de vez en cuando se encontraba de un humor sociable, cariñoso y efusivo, y esto sucedía siempre que el señor Spinell caía en estado de contemplación estética, cuando se sentía transportado de admiración por algo de aspecto bello, como la consonancia de los colores, un vaso de forma refinada, las montañas iluminadas por los últimos rayos de sol...
 -¡Qué hermoso! -exclamaba entonces, con la cabeza ladeada, los hombros levantados, las manos abiertas y la nariz y los labios contraídos -. ¡Por Dios, miren qué hermoso es esto!
 Y en estos momentos de emoción era capaz de echarse ciegamente al cuello de las personas más distinguidas, fueran damas o fueran caballeros...
 Quien entraba en su habitación podía ver en todo momento sobre la mesa el libro que había escrito. Era una novela no muy larga, en cuya portada figuraba un dibujo completamente desconcertante, estaba impreso en una especie de papel filtro, con unas letras que cada una de ellas parecía una catedral gótica. La señorita de Osterloh lo había leído en un cuarto de hora libre y lo había encontrado "refinado", lo cual, en su metafórica forma de hablar, equivalía a "bárbaramente aburrido". La acción transcurría en salones de mundo, en lujosas alcobas de damas, llenas de objetos refinados, tapices gobelinos, muebles antiquísimos, porcelanas preciosas, telas de valor incalculable y joyas artísticas de todo género. Todos estos objetos estaban descritos con desbordante cariño, y en todos ellos se veía al señor Spinell arrugar la nariz y exclamar: "¡Qué hermoso! Por Dios, miren qué hermoso es!..." Por lo demás, era asombroso el que no hubiese escrito más libros que éste, puesto que, al parecer, le apasionaba escribir. Se pasaba la mayor parte del día escribiendo en su habitación, echaba al correo un número extraordinario de cartas, una o dos casi todos los días; pero lo más curioso y divertido del caso era que él, por su parte, muy raramente recibía alguna.

 5
 El señor Spinell se sentaba en la mesa frente a la señora Kloterjahn. Se presentó un poco tarde a la primera comida en que asistieron estos señores, en el gran comedor situado en la planta baja del pabellón lateral; dirigió con voz suave un saludo a todos los comensales y se dirigió a su  asiento; tras lo cual el doctor Leander le presentó a los recién llegados sin demasiadas ceremonias. Él saludó con una reverencia y empezó luego a comer, sin poder ocultar su embarazo, manejando de una forma un tanto afectada el cuchillo y el tenedor con sus grandes manos blancas y bien formadas, que salían de unas mangas muy estrechas. Poco a poco fue recobrándose y pudo mirar con calma y serenidad ora al señor Kloterjahn ora a su esposa. En el transcurso de la comida el señor Kloterjahn le dirigió también algunas preguntas y observaciones respecto a las instalaciones y el clima de "Einfried", en las que su esposa intercaló dos o tres palabras con su acostumbrada amabilidad, y a las que el señor Spinell contestó cortésmente. Su voz era dulce y muy agradable, pero tenía un modo de hablar algo dificultoso: paladeaba como si sus dientes obstaculizaran la lengua.
 Después de comer, cuando todo el mundo se trasladó a la sala de estar y el doctor Leander deseaba buen provecho, en particular a los nuevos huéspedes, la señora Kloterjahn pidió informes relacionados con su vecino de enfrente.
 - ¿Cómo se llama este caballero? -preguntó-. ¿Spinelli? No he entendido bien el nombre.
 - Spinell... no Spinelli, señora. No es italiano, no; es oriundo de Lemberg, según he oído decir...
 - ¿Qué dijo antes?, ¿que es escritor, no? - preguntó el señor Kloterjahn.
 Tenía las manos metidas en los bolsillos de sus confortables pantalones ingleses, inclinaba el oído hacia el doctor y abría la boca mientras escuchaba, como suelen hacerlo muchos.
 -Bueno, no sé... Escribe... - respondió el doctor Leander -. Creo que ha publicado un libro, una especie de novela, pero en realidad no sé qué es...
 Este doble "no sé" indicaba - que el doctor Leander no tenía en mucha estima al novelista y declinaba toda responsabilidad respecto a él.
 - Sin embargo es realmente muy interesante - dijo la señora Kloterjahn, que nunca en su vida había visto un escritor cara a cara.
 - Sí, claro - replicó complaciente el doctor Leander -. Parece ser que goza de cierta reputación...
 Y ya no se volvió a hablar más del escritor. .Pero poco después, cuando los nuevos huéspedes se habían retirado y el doctor Leander se disponía también a abandonar la sala de estar, el señor Spinell le retuvo para pedirle informes a su vez.
 - ¿Cómo se llama este matrimonio? -preguntó del modo más natural -, antes no presté atención.
 - Kloterjahn - respondió el doctor Leander, que ya se marchaba.
 - ¿Cómo se llama el marido? - preguntó el señor Spinell.
 - ¡Se llama Kloterjahn! -dijo el Doctor Leander, y se fue... Realmente no tenía en mucha estima al escritor.

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