viernes, 12 de junio de 2015

Premio Hugo de novela 1961. CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ Walter M. Miller Jr.


Premio Hugo de novela 1961. CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ
Walter M. Miller Jr.

El escritor de ciencia ficción, famoso por su irónica distopia `A Canticle for Leibowitz` (1959), la cual recibió en 1961 el Hugo Award. Fue la única novela que Miller publicó en vida. Su segunda novela `Saint Leibowitz and the Wild Horse Woman`, apareció hasta 1997. Ambas reflejan la preocupación religiosa de Miller y su pesimista visión `Spenglerian` de la humanidad en la cual las culturas van a traves del ciclo de la vida y decaen. Walter M. Miller Jr. nació en New Smyrna Beach, Florida. Creció en el sur americano y estudió en la Universidad de Tennessee, Knoxville desde 1940 a 1942. Después de los de Pearl Harbor, se enlistó en la Fuerza Aérea y estuvo la mayor parte de la IIGM como encargado del radio y como artillero de cola. Miler voló en 53 misiones de bombardeo sobre Italia y los Balcanes, participando entre otras en la destrucción de la Abadía Benedictina en Monte Casino El controversial asalto al viejo monasterio en el Antiguo Continente fue para Miller una experiencia traumática. Después de la guerra, Miller se casó con Anna Louise Becker, tuvieron 4 hijos. Miller estudió ingeniería en la Universidad de Texas, Austin. En 1947 a la edad de 25 años se convirtió al Catolicismo. Trabajó para las líneas de los ferrocarriles y después vivió en una pensión del ferrocarril y el Servicio Social. En años posteriores Miller pasó evitando las visitas. Después de sufrir de depresión por décadas, Miller terminó con su propia vida. Murió de un disparo que el mismo se inflingió el 9 de enero de 1996 en Daytona Beach, Florida. Antes de su muerte, había empezado a trabajar en la secuela de `Canticle`. Esta novela fue finalmente terminada por Terry Bisson. Miller empezó a publicar historias cortas en los 50`s. Antes de `Secret of the Death Dome` (in Amazing Stories), el cual es mencionado en varias fuentes como su primera historia, publicó `MacDoughal`s Wife` en American Mercury (March 1950) y `Month of Mary` en Extension Magazine (May 1950). En 1955 Miller recibió el Hugo Award por su novelette `The Darfsteller` en el cual un teatro había substituido actores humanos por muñecas tamaño humanocontroladas por el Maestro, también una máquina. Durante su período de escritor activo, Miller publicó cerca de 40 historias. Muchas de ellas transfiguradas del tema convencional de ciencia ficción a exámenes de cuestionamientos éticos, relaciones humanas a tecnología y progreso en historia.
Fuente:n.n.

***

Cántico por Leibowitz 
Walter M. Miller Jr.
Título original: A Canticle For Leibowitz
Trad. I. Peypoch (revisada por Pedro J. Romero)
Col. Nova Ciencia Ficción nº 47
Ediciones B, 1992
Que el género ha evolucionado en los últimos cuarenta años no es un hecho que se pueda poner en duda. Nuevas temáticas, nuevos estilos, y en definitiva, nuevas inquietudes, han venido a transformar la ciencia-ficción y a convertirla en lo que es hoy en día. Algunos autores como Gibson, Simmons o Egan han introducido importantes novedades en las dos últimas décadas, llegando a crear en algunos casos subgéneros -el ejemplo más notable sería el del ciberpunk- dentro del género madre. Otros incluso han intentado ir más allá, tratando de dotar a sus novelas de una calidad literaria que pudiera acercar las cotas estilísticas de la ciencia-ficción escrita a la corriente principal, el famoso mainstream.

Curiosamente, la persecución de la dignidad del género como `gran literatura` ha conseguido en la mayoría de los casos lo contrario. La excesiva pomposidad unida a las ordenanzas editoriales de nuestro tiempo, cuyo primer mandamiento es engordar las novelas para así poder cobrar más por ellas, ha provocado que la pesadez se haya apoderado de muchos de los libros publicados en la pasada década. Por eso no es extraño que uno sienta la necesidad, de vez en cuando, de oxigenarse con una buena dosis de sencillez (que no simplicidad), para lo cual la mejor opción es siempre mirar hacia atrás y sumergirse en la refrescante lectura que proporciona cualquier novela de la década de los 50.

El libro que nos ocupa es un doctorado sobre la mencionada sencillez: cómo contar algo realmente importante de manera amena, con una estructura muy sencilla y en apenas trescientas cincuenta páginas. La carencia de pretensiones de estilo hace que se lean en un suspiro los varios temas que Cántico por Leibowitz ataca, aunque sea de una manera pacífica.

El motor central es el eterno viaje paralelo de las dos creaciones humanas más significativas, la ciencia y la religión, antagonistas eternas, pero como nos cuenta el autor, condenadas a complementarse. Esta batalla de amor y odio es el instrumento del que se vale Miller Jr. para enseñarnos las dos caras de la moneda y presentarnos a su vez otras tramas menores que en realidad no son tal cosa. El libro, dividido en tres capítulos principales, empuja al lector a través de más de mil doscientos años de historia humana. Los nombres de cada parte dan la clave de lo que nos encontraremos en su interior.

Comienza el viaje (`Fiat homo`) cientos de años después de un holocausto nuclear que ha sumido al mundo en una nueva edad oscura. La ciencia, causante de todos los males, es perseguida, y sólo encuentra cobijo, curiosamente, en la Orden Albertiana de San Leibowitz, dedicada a cuidar los libros que sobrevivieron a la quema posterior a la guerra, convirtiendo el cuidado de la Memorabilia en su razón de ser. No más de cinco personajes bastan y sobran para presentarnos rotundamente cómo es el mundo superviviente. Magistralmente, se marcan las pautas de lo que será el nuevo comienzo de la Humanidad.

Transcurridos seiscientos años, abordamos la segunda parte del libro (`Fiat lux`), y nos encontramos con una incipiente civilización que vuelve a despertar por el único camino que el hombre conoce: la guerra. Y gracias a la Orden de Leibowitz, también por la ciencia, por supuesto. El conflicto es evidente para los monjes que tan bien han guardado el saber durante centurias: puesto que la ciencia es la causante de la destrucción de la Humanidad, ¿deberían dejar que saliera de su refugio? Y por otra parte, ¿qué sería de ellos si todo el mundo tuviera los conocimientos cuya custodia da sentido a la existencia de la Orden?

Finalmente, seiscientos años después (`Fiat voluntas tuas`), el Hombre ha recuperado su antiguo esplendor, aunque la amenaza de la destrucción volverá a estar más presente que nunca, y la última esperanza reposará, como siempre fue, en la religiosa Orden que da nombre a la novela, aunque sea más allá de las estrellas.

La religión como soporte de la civilización. Los supersticiosos monjes de Leibowitz como guardianes de la ciencia, del monstruo exterminador que duerme en sus sótanos, cuidando el recipiente del saber humano, del enemigo, en sus entrañas. A lo largo de toda la narración pervive el conflicto moral entre los dos grandes protagonistas del progreso humano, para bien o para mal, compenetrándose y finalmente combatiendo en un maravilloso último capítulo, en el que además Miller Jr. regala la inteligencia del lector con las dudas morales de los monjes, meros guardianes que ven impotentes cómo su criatura se les escapa de las manos, y a los que no les queda otro camino que la resignación y aceptación de su papel en el destino de la raza humana. El instante más intenso aparece en esa última parte, con la eutanasia como excusa, presentándonos el verdadero dilema que separa religión y ciencia, creencia y saber.

Mención aparte merecen el personaje del judío errante, cuya vivencia de la trama corre paralela a la del lector, y los buitres, imperecedera representación del paso del tiempo, que todo lo devora. Cuando termina la novela, un ciclo más de la evolución humana ha sido expuesto a los afortunados ojos del lector. Aun así, el libro no presenta un destino cíclico cerrado, porque el final, por muchas razones, abre nuevas expectativas para el futuro. Al fin y al cabo, no somos el centro del Universo.

Más de mil años de historia, los conflictos morales humanos y, sobre todo, la inevitabilidad de la estupidez del Hombre, presente en sus genes, y por tanto imposible de extirpar, son algunos de los elementos de estudio de este Cántico por Leibowitz. Todo contado a través de la más sublime sencillez, valiéndose nada más que de una docena de personajes, efímeros pero perfectamente descritos. Sencillamente, una extraordinaria novela, premio Hugo de 1961, escrita por un auténtico conocedor del espíritu humano, a la que Nova debería haber otorgado en su tiempo una portada a su altura.

Santiago L. Moreno 

***
(Fragmento de novela).
CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ
Walter M. Miller Jr.



Título original: A Cantilce For Leibowitz
Traducción: I. Peypoch
© 1959 Walter M. Miller Jr.
© 1972 Editorial Bruguera S.A.
Av. infanta carlota, 129 - Barcelona.
ISBN 84-02-00670-1
Edición electrónica: Biblioteca de Bizien
R6 04/02


Primera Parte - Fiat Homo

1

El hermano Francis Gerard, de Utah, tal vez no hubiera descubierto los sagrados documentos de no haber sido por el peregrino de los lomos ceñidos que apareció durante el ayuno cuaresmal del joven novicio en el desierto.
El hermano Francis nunca antes había visto a un peregrino con los lomos ceñidos, pero se convenció de que se trataba de un ser real tan pronto como se hubo recobrado del escalofrío que recorrió su cuerpo ante la aparición del peregrino en el lejano horizonte; parecido a una iota serpenteante y negra en la trémula neblina del calor. Sin piernas, pero sosteniendo una cabeza pequeña, la iota se materializó a través del espejo de la neblina en la maltratada carretera; pareció deslizarse, más que caminar, hasta llegar a distinguirse, y obligó a que el hermano Francis se aferrase al crucifijo de su rosario y murmurase un par de avemarías. La iota semejaba una diminuta aparición engendrada por los demonios del calor que torturaban la tierra al mediodía, cuando toda criatura capaz de moverse en el desierto (a excepción de los buitres y algunos monjes eremitas como Francis) se quedaba quieta en su madriguera o detrás de una roca, protegiéndose de la ferocidad del sol. Sólo algo monstruoso, preternatural o con el ingenio atrofiado caminaría voluntariamente por la carretera al mediodía.
El hermano Francis añadió una apresurada plegaria a san Raúl el Ciclópeo, patrono de los deformes, para protegerse de sus infelices protegidos. (¿Quién no sabía que en aquellos días había monstruos en la tierra? ¿Que lo que nacía vivo, por la ley de la Iglesia y de la naturaleza, estaba condenado a vivir y que, de ser posible, quienes lo habían engendrado tenían que ayudarlo a desarrollarse? La ley, aunque no siempre obedecida, lo era con la suficiente frecuencia como para mantener una extendida multitud de monstruos adultos, los cuales escogían a menudo las más remotas de las tierras desiertas para sus vagabundeos y rondas nocturnas cerca de los viajeros de la pradera.) Pero finalmente la iota emergió al aire claro retorciéndose entre nubes de vapor y allí se reveló como un lejano peregrino. El hermano Francis soltó el crucifijo con un tenue amén.
El peregrino era un viejo zanquilargo que se apoyaba en un báculo; llevaba un sombrero de paja, una barba hirsuta y un odre que se balanceaba colgado del hombro. Masticaba y escupía con demasiado placer para ser un espectro y aparentaba ser muy frágil y estar derrengado para poder practicar con éxito el ogrismo o el bandolerismo. A pesar de todo, Francis se apartó silenciosamente del campo de visión del peregrino y se acurrucó detrás de un montón de piedras sin labrar, desde donde podía mirar sin ser visto. En el desierto, los encuentros con extraños, aunque raros, eran ocasión de mutua sospecha y se subrayaban con preparaciones iniciales por ambas partes por si se daba el caso de un incidente, que tanto podría resultar cordial como bélico.
En muy pocas ocasiones, no más de dos o tres veces al año, algún seglar o extraño recorría el viejo camino que pasaba ante la abadía, a pesar de que el oasis que permitía la existencia de ésta habría hecho del monasterio una posada natural para los caminantes; pero se daba la circunstancia de que, dadas las costumbres de la época para viajar, aquella carretera no venía de ninguna parte y no conducía a ningún sitio. Tal vez en épocas pretéritas había formado parte de la ruta más corta entre el lago Great Salt y el viejo El Paso; al sur de la abadía cruzaba otra cinta similar de piedra fragmentada, que se extendía de este a oeste. El cruce estaba erosionado por el tiempo; el hombre no había tenido últimamente nada que ver con ello.
El peregrino estaba ya al alcance de la voz, pero el novicio permaneció oculto detrás del montón de piedras. El hombre llevaba los lomos verdaderamente ceñidos por un pedazo de sucia arpillera; su única vestimenta, además del sombrero y las sandalias. Avanzaba obstinada y penosamente con una cojera mecánica ayudando su pierna tullida con el báculo. Sus pasos rítmicos eran los del hombre que ha hecho un largo recorrido y tiene un largo camino que cubrir. Pero al penetrar en la zona de las viejas ruinas, interrumpió su marcha y se detuvo para orientarse.
Francis se encogió aún más.
No habla ninguna sombra entre el racimo de montículos donde antiguamente se asentó un grupo de edificios; sin embargo, algunas de las piedras más grandes podían proporcionar sensaciones refrescantes a partes selectas de la anatomía de los viajeros acostumbrados a vivir en el desierto, entre los que el peregrino pronto demostró que se contaba. Buscó brevemente una roca del tamaño deseado. Aprobadoramente, el hermano Francis vio que no se aferraba a la piedra y la arrancaba de modo imprudente, sino que, al contrario, se quedaba a cierta distancia de la misma y, con el báculo como palanca y una pequeña piedra como puntal, la levantó hasta que la inevitable criatura reptante salió embistiendo de frente. Fríamente, el viajero mató con su báculo a la serpiente y de un golpe apartó el cuerpo todavía palpitante. Después de haber despachado a la ocupante del agradable hueco de debajo de la piedra, el peregrino se posesionó del refrescante techo del hueco por el método usual de dar vuelta a la piedra. Hecho esto, levantó la parte de atrás de su taparrabo y apoyó su marchito trasero contra la relativamente fresca parte interior de la piedra; se quitó las sandalias con un solo movimiento y presionó las plantas de sus pies contra lo que había sido el suelo arenoso del hueco refrigerante. Así acomodado, movió los dedos de los pies, sonrió haciendo evidente que carecía de dientes y empezó a canturrear una tonada. Pronto estuvo cantando, con verdadero sentimiento, un curioso canto en una lengua desconocida para el novicio. Cansado de su posición, el hermano Francis se removió inquieto.
El peregrino, mientras cantaba, sacó un panecillo y un trozo de queso; interrumpió su canto y se levantó para murmurar suavemente en la lengua de la región, con una especie de deje nasal:
- Bendito seas, Adonái Elohim, Rey de Todos, que hiciste que el sustento saliese de la tierra.
Terminada la oración, se sentó de nuevo y empezó a comer.
Realmente el caminante venía de lejos, pensó el hermano Francis, el cual no sabía de ningún reino vecino gobernado por un monarca con un nombre tan poco familiar y con tales extrañas pretensiones. Aventuró que el viejo hacía una peregrinación de penitencia - quizás a la capilla de la abadía, aunque no fuese de modo oficial una capilla ni el santo fuese aún oficialmente un santo -. Al novicio no se le ocurría otra explicación de la presencia de un viejo caminante en este camino que no iba a ningún sitio.
El peregrino se tomaba su tiempo en comer el pan y el queso; y a medida que la ansiedad del novicio se desvanecía, su incomodidad aumentaba. La regla del silencio para los días de la vigilia de cuaresma no le permitía conversar voluntariamente con el viejo; pero debido a que se le había prohibido abandonar los alrededores de la ermita antes del final de la cuaresma, estaba seguro de que si salía de su escondite antes de que el hombre se marchase éste lo vería u oiría.
Aunque ligeramente vacilante, el hermano Francis se aclaró ruidosamente la garganta y se levantó.
El pan y el queso del peregrino volaron por el aire. El viejo agarró su báculo y se levantó de un salto.
- ¡Trata de acercarte y verás!
Agitó amenazadoramente su báculo hacia la figura encapuchada que se había alzado detrás del montón de piedras. El hermano Francis observó que el grueso final del bastón estaba armado con una punta de hierro. El novicio se inclinó cortésmente tres veces, pero el peregrino ignoró aquella cortesía.
- ¡Quédate donde estás! - chilló -. No te acerques, mutante. No tengo nada de lo que buscas... a menos que sea el queso, y éste puedes quedártelo. Si lo que quieres es carne, soy sólo cartílagos, pero lucharé para conservarlos. ¡Atrás! ¡Atrás!
- Espera... - El novicio hizo una pausa. Cuando las circunstancias exigían la palabra, la caridad y hasta la natural cortesía, podían tener prioridad sobre la regla cuaresmal del silencio; pero hacerlo por su propio impulso lo ponía siempre ligeramente nervioso -. No soy ningún mutante, buen hombre - prosiguió con términos educados. Echó hacia atrás la capucha para mostrar su corte de pelo monástico y le enseñó las cuentas de su rosario -. ¿Comprende su significado?
Durante unos segundos el viejo permaneció al acecho, en actitud beligerante, mientras estudiaba la adolescente cara del novicio cubierta de granos. Su error había sido natural. Las criaturas monstruosas que merodeaban por los límites del desierto llevaban a menudo capuchas, máscaras o hábitos holgados para ocultar sus deformidades. Había algunos cuyas imperfecciones no se limitaban a las del cuerpo, y eran quienes a veces buscaban en los viajeros una fuente segura de carne de venado.
Después de su breve escrutinio, el peregrino se enderezó.
- Ah... uno de ellos. - Se apoyó en su báculo y lo miró ceñudo -. ¿Es la abadía de Leibowitz lo que se ve allí? - preguntó señalando en dirección al sur, hacia el distante grupo de edificios.
El hermano Francis se inclinó educadamente hacia el suelo y asintió.
- ¿Qué haces aquí en las ruinas?
El novicio cogió un pedazo de piedra caliza. Que el viajero supiese leer era estadísticamente improbable, pero decidió probar suerte. Ya que los dialectos vulgares empleados por el populacho no tenían ni alfabeto ni ortografía, escribió en latín: «Penitencia, Soledad y Silencio» sobre una gran piedra plana y las repitió debajo en inglés antiguo. Esperaba, a pesar de su no declarado deseo de tener alguien con quien hablar, que el viejo comprendería y le dejaría en su solitaria vigilia de cuaresma.
El peregrino sonrió burlonamente ante la inscripción. Su risa pareció una mueca fatalista más que otra cosa.
- ¡Vaya, escribiendo aún cosas periclitadas! - dijo, aunque sin condescender a admitir que había comprendido la inscripción.
Dejó su báculo a un lado, se sentó de nuevo en la roca, recogió su pan y su queso de la arena y empezó a limpiarlos.
Francis se humedeció los labios ansiosamente, pero apartó la mirada. Desde el Miércoles de Ceniza sólo había comido frutos de cactos y un puñado de maíz tostado. Las reglas del ayuno y la abstinencia eran muy rígidas en las vigilias vocacionales.
Viendo su turbación, el peregrino partió en dos su pan y su queso y le ofreció una parte al hermano Francis.
A pesar de la deshidratación producida por el insuficiente abastecimiento de agua, la boca del novicio se llenó de saliva. Sus ojos se negaron a apartarse de la mano que le tendía la comida. El universo se contrajo y en su exacto centro geométrico flotó el arenoso bocado de pan oscuro y queso claro. Un demonio dirigió los músculos de su pierna izquierda, los cuales hicieron que su pie avanzase. Después, el demonio se posesionó de su pierna derecha para que colocase el otro pie más adelante que el izquierdo, arreglándoselas, además, para que sus pectorales derechos y bíceps balanceasen su brazo hasta que su mano tocó la mano del peregrino. Sus dedos sintieron la comida y hasta parecieron saborearla. Un estremecimiento involuntario recorrió su cuerpo medio muerto de hambre. Cerró los ojos y vio al padre abad mirándole y blandiendo un látigo. Cada vez que el novicio trataba de imaginar la santísima Trinidad, el rostro de Dios Padre se confundía con la cara del abad, cuyo estado normal, le parecía a Francis, era el del enojo. Detrás del abad ardía furiosamente una fogata, y en medio de las llamas, los ojos del bendito mártir Leibowitz miraban, en la agonía de la muerte, cómo su ayunante protegido era descubierto en el acto de aceptar queso.
El novicio se estremeció de nuevo.


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