sábado, 13 de junio de 2015

Vicente Molina Foix. Novela: El abrecartas.


Vicente Molina Foix nació en Elche, Alicante, el 18 de octubre de 1946. Estudió Filosofía y Letras en Madrid. Residió ocho años en el Reino Unido, donde se graduó como Master of Arts en la Universidad de Londres e impartió durante tres años clases de literatura española en Oxford. Ejerció también como profesor de Filosofía del Arte en la Universidad del País Vasco. Su carrera como escritor se inició cuando José María Castellet lo incluyó en su famosa antología Nueve novísimos poetas españoles, de 1970, sin embargo no volvió a publicar poesía hasta 1990, con Los espías del realista. Ha sido colaborador del Diario 16, y desde 1985 escribe en El País y en la revista Fotogramas.
Por su generación, y por la formación académica, su obra se ha desarrollado en distintos géneros: la poesía, la narrativa y el guión cinematográfico, lo que le llevó en 2001 a debutar como director y guionista en la película Sagitario.
Premio Herralde de novela 1988. Novela. La quincena soviética.
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Novela: El abrecartas.

El abrecartas se inicia con las cartas que un amigo de infancia de Federico García Lorca le escribe al poeta, quien, aún vivo, inspira en la lejanía sus anhelos y sus sueños. A partir de ese primer episodio el lector seguirá el curso de lo que el propio Molina Foix llama «novela en cartas», una obra en la que cada capítulo forma parte de un único argumento desarrollado a través de unos protagonistas que en lugar de hablarse se escriben. Es también una ambiciosa novela-río subterránea en la que los últimos cien años de la vida española aparecen reflejados en el sugestivo entrecruzamiento de la Historia con las historias privadas de un grupo de víctimas, supervivientes, «vividores», apóstoles de la modernidad, muchachas «modernas» y «malditos». Esos hombres y mujeres se mezclan a su vez con ciertas personalidades relevantes ?Lorca, Vicente Aleixandre, María Teresa León, Rafael Alberti, Eugenio D?Ors, entre otros?, figuras evocadas de esta poderosa sinfonía coral en la que lo íntimo se une a lo colectivo y la desolada tragedia de los perdedores queda a menudo resaltada por el humor grotesco de unos informes policiales que revelan en toda su siniestra palabrería la «prosa oficial» del franquismo.
Fuente: N.N.
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(Fragmento). Novela. El abrecartas.

Se necesitan muy buenas razones para escribir a estas alturas una novela sobre la guerra civil española. La recurrencia de este periodo, tanto en cine como en literatura, ha generado una suerte de saturación, sobre todo en las nuevas generaciones. El título del último libro de Isaac Rosa (¡Otra maldita novela sobre la guerra civil española!) es elocuente. Y sin embargo, algunas de las novelas más aclamadas de los últimos años —pienso en Los girasoles ciegos y en El abrecartas, ganadora del premio Salambó— ahondan aún en el tema. Algo indica que sigue siendo necesario hablar del asunto o que, por increíble que parezca, no se ha hecho lo suficiente.
      Vicente Molina Foix

                                                    El abrecartas


 Federico



Señorito Federico:
Usted no va a acordarse de mí ahora porque ha pasado el tiempo y es famoso y yo solo soy un chico del pueblo, de su pueblo eso sí. me llamo Rafael, Rafael González Sanahuja, y a lo mejor lo de Sanahuja le trae algo a la cabeza porque a usted ese apellido mío le parecía de cuento de príncipes encantados, «una aguja que está sana, como tú, Rafica, tan sanísimo y tan buen niño», bueno pues aunque no se acuerde de mí por los años que han pasado sin vernos las caras yo a usted sí le recuerdo de Fuente Vaqueros y de después, porque ser un poeta muy grande nos da esa ventaja a los demás, oigo hablar de usted leo cuando le hacen interviús en los periódicos y me he comprado los dos libros que ha hecho, yo sé muchísimo de usted y usted me ignora.
Lo que más me gusta suyo es lo que tiene escrito para la obra de «Impresiones y Paisajes» sobre «Mi Pueblo», que es el mío. una conocida me dio hace mucho la hoja de El Noticiero Granadino, allí cuentan que usted estuvo leyendo trozos del libro en el Centro Artístico de Granada, y sacan ellos entera la parte de «Mi escuela» y «Mis juegos», todo lo que dice de Fuente Vaqueros es como si lo dijera yo, pero usted lo dice con palabras muy bien puestas y yo sólo lo pienso, sin saber ponerlo en ningún sitio más que en mi cabeza, habla usted de la escuela del pueblo y de Don Antonio el maestro y me reí con eso de que «en las mañanas del invierno iba yo con una capita roja con su cuello de piel negra y por eso me envidiaban los demás niños». si fuera la capita roja y nada más. usted Señorito Federico iba cada día más vestido que el anterior, y sólo porque éramos muy chicos no le tomábamos el pelo con chufletas, que a los niños nunca les gusta que otro niño se ponga por encima de ellos en nada, presumido usted ya lo era al poco de echar a andar, pero lo de envidia no.
Tendrá usted la foto del grupo de la escuela de Fuente Vaqueros que yo tengo, mi madre la quiso y persiguió al fotógrafo hasta Pinos Puente para que le vendiera una, su dinero que le costó, lo serios que estamos todos los niños, ni uno sonriyendo. yo estoy en la última fila por ser de los mayores de la clase que le saco a usted más de dos años, aunque pobrísima al lado de su familia la mía yo estoy de los más aseados en la foto, no le diré cuál soy. mi madre me pasaba el peine una hora por la mañana y aunque corbata o pañuelo no llevo como otros niños de la foto el cuello cerrado siempre iba blanco y limpio, cosa de mi madre también o de ser yo el hijo único, pero lo principal de la foto, sin poder saber nadie entonces que usted sería el que es, es ese niño Federiquillo sentado en el centro de la fila baja con un vestido y botones de dos colores y el sombrero de paja que parece perdóneme usted como para ir a una boda o de romería, ¿qué tendría usted entonces tres añitos?
Yo siempre le veía salir de su casa porque la mía, sin los tres balcones que tenía la de sus padres, con uno nada más, estaba casi enfrente en la misma calle de la Iglesia, y a mi madre le gustaba ver salir al niño de García Lorca, su hermano Paquito era muy pequeño y no iba a la escuela pero lo sacaba su madre Doña Vicenta al balcón para despedirse los tres, siempre tan bien puestos esos niños decía mi madre, y entonces aún me daba ella más friegas en la cara y más peine en el pelo, que lo he tenido siempre muy duro y levantado, a ver si con esto suyo sobre la escuela que le copio de su «Mi pueblo» se va acordando usted un poquico más de mí. «Mi sitio era en el segundo banco al lado de dos muchachos muy pobres pero muy limpios. Los dos eran grandes amigos míos, y todos los días les llevaba terrones de azúcar o granos de café que les gustaban mucho», qué verdad Federico, todavía con 25 años soy de dulces y golosina, ellos a cambio, dice usted, «me traían frutas verdes que en casa no me dejaban comer y me hacían tarricos con remolacha y faroles calados de estrellas y cometas con los melones que quitaban en las huertas», bueno lo de las moras verdes y la remolacha claro que me acuerdo, y los melones que yo he cogido del campo para comérmelos yo ¿pero eso de las cometas y los faroles no se lo inventa?
Tampoco voy ahora a criticarle Señorito Federico, no me sale llamarle de Don a alguien que nació enfrente mío y cuatro años fue conmigo a la escuela y me daba dibujos de risa que hacía en las clases.
Suyo, con afecto
Rafael (perdone usted Federico cómo escribo, aunque faltas de ortografía habrá pocas porque eso siempre ha sido un orgullo, fijarme mucho y no hacerlas)
Granada a primero de marzo de 1926
Federico (esta vez lo pongo así a solas, espero no le importe):
He tomado confianza desde mi otra carta, primero porque han pasado casi cinco años y porque sigo acordándome de eso que escribió en «Mi pueblo», que «los niños de mi escuela son hoy trabajadores del campo y cuando me ven casi no se atreven a tocarme con sus manazas sucias y de piedra por el trabajo. ¿Por qué no corréis a estrechar mi mano con fuerza? ¿Creéis que la ciudad me ha cambiado? No. Mi cuerpo creció con los vuestros y mi corazón latió junto con los corazones de vosotros».
Bueno, lo de las manazas de piedra no va tanto conmigo pero sí con Manuel, el otro chico de los dos que usted dice que nos sentábamos a su lado en el segundo banco de la clase, muy pobres y muy limpios, más yo lo segundo que Manuel la verdad. El era un año mayor que usted, y yo dos, pero usted Federico nos daba vueltas en lo del aprender las letras y los números, y para mí que aún iba usted muy adelantado y se hacía el zoquete para no dejarnos de lado con el maestro. Manuel sí está trabajando en el campo, pero yo no. Yo tenía que ser labrador también, otro día o luego le contaré por qué me cambió el destino.
«Yo soy el que debiera estar cohibido ante vuestra grandeza y humildad» dice usted de nosotros. Tampoco es eso Federico. Cómo le gusta a usted exagerar para bien.
A lo que iba: usted se refiere a mí, a Manuel, a Emilio, a Garlitos el de la lechería, al malhablado del Manolo el que no tenía madre, a Pepe y a Josejose, que usted se lo sacó porque el chico era un poco tartaja... ah, y al Morito, tan bueno como dice usted pero tan pegón, que a mí me dejó sus dedos marcados en la cara por una cosa que se me escapó de su madre, que en el pueblo decían rodos que se metía en cama con los gañanes. El Morito iba casi desnudo y descalzo, y usted le quería dar alguna camisa usada o zapatos viejos que tenían por casa. «Morito, ¿no tienes frío?», le decía usted, y él que no: «Ca, si tengo el cuerpo de jierro.» Y no le molestaba hacer de burro en los juegos, dejándose poner por la cabeza el bocado de un caballo de su abuelo de usted, ni de oveja, acachado por el suelo con los demás para formar el rebaño delante suyo, pues usted Federico hacía siempre de amo.
Me gusta mucho que alguien conocido se acuerde de nosotros y hasta nos dé las gracias por nada, pero tiene que saber en esta segunda carta (que ya me atrevo más) lo que usted hizo por mí sin saberlo ni quererlo. Yo he tenido otra vida distinta a la que mi padre quería para mí y en la que me había hecho un sitio. Otra vida por culpa suya, Federico, una culpa buena.
De esto que le voy a decir seguro que se acuerda, aunque de mí no se acuerde. Usted lo ha escrito hablando de su casa en el pueblo, que como era una de las más grandes allí nos íbamos a jugar unos cuantos de la escuela. «Cuando llegaban me decían: "Vamonos a tus cámaras".» Lo de cámaras creo que lo inventó usted y no nosotros, pero bueno eran unas habitaciones en que guardaban los trastos de la labranza y se ponían a secar las frutas, y nosotros nos poníamos todos morados de comer frutas, hasta que usted Federico decía «¿A qué jugamos?», y uno decía que a esconder, y otro que a ovejicas, y yo que a lobicos, pero es verdad, a lobicos como dice usted era lo más difícil, porque Luisillo, que sólo tenía cinco años y era miedoso decía: «No, a lobicos no, que luego por la noche los ensueño y como yo hablo a veces durmiendo despierto a mi papá y me regaña.»
Entre usted y yo convencíamos a los miedicas, así como lo cuenta usted, Federico:
«un niño que hacía de lobo se escondía entre sacos y arados. De pronto unos cuantos cerraban las ventanas y la oscuridad se hacía completa. El niño que estaba escondido decía con voz cavernosa: "¡Que viene el lobicoo...!", y nosotros nos apretábamos unos contra otros y empujábamos con fuerza en la pared como si quisiéramos penetrar en ella. "¡Que sus como! ¡Que soy el lobicoo!" Todos salíamos corriendo perseguidos del niño y era angustioso sentir detrás el aullido del lobico. Cuando alguno se veía apurado en la persecución del lobico se arrimaba a la pared y decía jadeante y muy de prisa: "Chichinave, que echo mi llave", y ya estaba a salvo de las uñas de la fiera. Las ventanas se abrían de repente y el lobico (y ese era yo, Federico) se moría tumbándose en los sacos y todos respirábamos como si nos hubieran quitado un gran peso de encima». Qué bien contado está, Federico. Vosotros es decir el pelotón de las ovejicas, os dabais abrazos con mucha fuerza para quitar el miedo, y yo, el lobico que os iba a comer, alguna vez me tragaba de mentirijillas a un niño, pero al niño Federico nunca.
El ser yo tantas veces lobico en las cámaras de su casa fue lo que torció mi vida por raro que le suene. Dice también usted que cuando ahora sube a las cámaras de los pisos altos de Fuente Vaqueros «daría todo lo que soy y poseo para poder jugar y sentir el juego de lobicos... Hoy ya los niños juegan a los dineros y a otras cosas y muy pocas veces hacen de lobicos...».
A lo mejor para usted es verdad lo que escribe, pero gracias a aquellas tardes de obricas de teatro y altares que usted levantaba con cuatro cosas en el desván seguí yo siendo lobico y hasta ovejica y santo romano, y eso con la dificultad que tenía de no haber «nacido poeta y artista como el que nace cojo, como el que nace ciego, como el que nace guapo».
Ninguna de esas cosas nací yo. Suyo, con todo afecto,
Rafael

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