viernes, 5 de junio de 2015

Premio Hugo 1960.Robert Anson Heinlein.TROPAS DEL ESPACIO.

Robert Anson Heinlein (7 de julio de 1907 - 8 de mayo de 1988) fue un escritor estadounidense de ciencia ficción considerado por algunos críticos entre los tres mejores de todos los tiempos (junto con Isaac Asimov y Arthur C. Clarke).
Ganó cuatro premios Hugo por Estrella doble (1956), Tropas del espacio (1960), Forastero en tierra extraña (1962) y La Luna es una cruel amante (1967). Fue elegido en 1974 Gran Maestro por la Asociación de escritores de ciencia ficción y fantasía de Estados Unidos (SFWA), convirtiéndose así en el primer galardonado con esta distinción.
Habitualmente riguroso en cuanto a la base científica en sus historias, incluso sus historias de fantasía contienen una estructura científica lógica. Una de las características que definen su escritura fue el introducir en la temática de la ciencia ficción la administración, la política, la economía, la lingüística, la sociología y la genética. Fue también uno de los abanderados del individualismo, lo cual quedaba reflejado en la riqueza de los personajes (ejemplo claro es Lazarus Long), tanto en conocimientos, como en habilidades.
Otro de los temas recurrentes en este autor es cuestionar las costumbres contemporáneas, culturales, sociales y sexuales, describiendo sociedades con ideales bastante alejados de los de la sociedad occidental de su época. Estas ideas se reflejan en varios de sus libros, como en Forastero en tierra extraña o El número de la bestia (1980).

***

Esta novela, desde su publicación, ha sido objeto de controversia.
Mientras algunos han querido ver en ella un simple panfleto militarista, otros la presentan como una crítica subterránea de ese mismo militarismo. La obra, sin embargo, se lee con agrado y es quizá la mejor que ha escrito Robert Heinlein.
No es más que una historia sobre la guerra, una guerra a unos 5000 años en el futuro, y sobre los soldados que luchan en ella: Hombres de la infantería, equipados con trajes acorazados electrónicos y provistos de armas espantosas.
Fuente: n.n.



(Fragmento de novela)
TROPAS DEL ESPACIO
Robert A. Heinlein
 
 
 

Al sargento Arthur George Smith, soldado, ciudadano, científico,
 y a todos los sargentos que han trabajado para hacer hombres de
 simples muchachos.
Capitulo 1
 
 -¡Vamos, micos! ¿Acaso queréis vivir para siempre?
 Alocución de un sargento desconocido a su pelotón, en 1918.
 
 Siempre me entran escalofríos antes de una bajada. Ya me han dado las inyecciones, por supuesto, y me han sometido a la preparación hipnótica; por tanto, cabe suponer que no debo sentir miedo. El psiquiatra de la nave ha comprobado mis ondas cerebrales, haciéndome preguntas tontas mientras yo estaba dormido, y me dice que no es miedo, que no es nada importante..., que sólo es como ese temblor característico del caballo de carreras ansioso por lanzarse en la puerta de salida.
 Sobre eso no puedo opinar, pues nunca he sido caballo de carreras, pero la verdad es que cada vez siento un terror mortal.
 Treinta minutos antes de la hora D, tras haber pasado lista en la sala de bajadas del Rodger Young, nos inspeccionó nuestro jefe de pelotón. No era el jefe de siempre, porque al teniente Rasczak se lo habían cargado en nuestra última bajada; se trataba en realidad del sargento Jelal, sargento profesional de navío. Jelly era un turco-finlandés de Iskander, cerca de Próxima; un hombrecillo moreno con aspecto de clérigo pero a quien yo he visto coger a dos soldados enloquecidos, tan grandes que tuvo que ponerse de puntillas para agarrarles, golpearles la cabeza como si fueran dos cocos y echarse atrás tan sereno mientras los otros caían.
 Fuera de servicio no estaba mal... para ser sargento. Incluso se le podía llamar «Jelly» en sus narices. No los reclutas, claro, pero sí cualquiera que hubiera hecho al menos una bajada de combate.
 Sin embargo, ahora estaba de servicio. Todos habíamos pasado ya la inspección del equipo de combate (claro, se trata del propio cuello, ¿no?), el sargento del pelotón nos había repasado cuidadosamente después de pasar lista, y ahora Jelly volvía a concentrarse en nosotros, con el rostro muy serio y los ojos atentos al menor detalle. Se detuvo al pasar junto al hombre que estaba delante de mí, apretó el conmutador de su cinturón que daba la lectura del estado físico, y le dijo:
-¡Fuera!
-Pero, mi sargento, ¡si no es más que un resfriado! El médico dijo...
 Jelly le interrumpió:
-«Pero, mi sargento...» -remedó burlón-. No es el médico el que va a bajar..., ni tú tampoco, con grado y medio de fiebre. ¿Crees que tengo tiempo para charlar contigo justo antes de una bajada? ¡Fuera!
 Jenkins nos dejó con aire triste y furioso, y yo me sentí muy mal también. Como se habían cargado al teniente en la última bajada, y con eso de los ascensos yo era ahora jefe ayudante de sección -segunda sección en esta bajada-, ahora iba a tener un hueco en mi sección y sin medios de llenarlo. Lo cual es malo, pues significa que un hombre puede verse en un problema muy grave, pedir socorro y no encontrar a nadie que le ayude.
 Jelly no retiró a nadie más. De pronto, se detuvo delante de nosotros, nos miró de arriba abajo y agitó la cabeza con pesadumbre.
 -¡Vaya una pandilla de micos! -gruñó-. Tal vez si se os cargaran a todos en esta bajada, los jefes podrían empezar otra vez y conseguir el tipo de hombres que el teniente esperaba que fuerais. Pero probablemente no será así, con la clase de reclutas que nos vienen en estos tiempos. -De pronto, se puso en posición de firmes y gritó:
-¡Sólo quiero recordaros, micos, que todos y cada uno de vosotros le habéis costado al gobierno, contando las armas, el traje acorazado, las municiones, los instrumentos, la instrucción y demás, e incluido todo lo que coméis de más, habéis costado, digo, un total de más de medio millón! Añadid a eso los treinta centavos que valéis realmente, y es una gran suma. -Nos miró furioso-. ¡De modo que hay que devolverlo todo! No nos importa perderos a vosotros, pero no podemos quedarnos sin ese precioso traje que lleváis. No quiero héroes en este equipo. Al teniente no le gustaría. Tenéis un trabajo que hacer. Bajáis, lo hacéis, mantenéis los oídos bien abiertos para la llamada de regreso, y aparecéis para que os recojan a paso ligero y por números. ¿Entendido?
 De nuevo nos miró con el ceño fruncido:
-Se supone que conocéis el plan. Pero, por si alguno de vosotros no tiene cabeza que le hayan podido hipnotizar, lo repetiré otra vez. Se os dejará caer en dos líneas de guerrillas, calculadas a intervalos de dos mil metros. Os pondréis en contacto conmigo en cuanto piséis tierra, y tomaréis la posición y distancia de los compañeros de pelotón, a ambos lados, mientras os cubrís. Ya habréis perdido diez segundos, de modo que os dedicaréis a destruir todo lo que tengáis a mano hasta que los hombres de los flancos aterricen.
 Hablaba de mí; como jefe ayudante de sección yo iba a estar en el flanco izquierdo, sin nadie al lado. Empecé a temblar.
-Apenas lleguen ellos -prosiguió-, ¡enderezad las líneas! ¡Igualad los intervalos! Dejad lo que estéis haciendo y poneos en formación. Doce segundos. Luego avanzad a salto de rana, pares e impares, mientras los jefes ayudantes llevan la cuenta y dirigen la maniobra de envolvimiento -me miró-. Si habéis hecho todo eso con cuidado, cosa que dudo, los flancos establecerán contacto cuando suene la llamada de recogida. En cuyo momento volveréis a casa. ¿Alguna pregunta?
 No hubo ninguna; jamás las había. El continuó:
-Una palabra más: esto sólo es una incursión, no una batalla. Es una demostración de potencia de armamento, y una intimidación. Nuestra misión consiste en que el enemigo comprenda que podríamos destruir su ciudad, aunque no lo hagamos, pero que no pueden sentirse seguros aunque nos abstengamos de realizar un bombardeo total. No cogeréis prisioneros. Sólo mataréis cuando no podáis evitarlo. Pero toda la zona en que bajéis ha de quedar destruida. No quiero que ninguno de vosotros, holgazanes, vuelva a bordo sin haber gastado todas las bombas. ¿Entendido? -Miró el reloj-. Los Rufianes de Rasczak tienen fama de cumplir bien. Antes de que se lo cargaran, el teniente me encargó que os dijera que él siempre tendrá los ojos fijos en vosotros, cada minuto...,¡y que espera que vuestros nombres reluzcan!
 Jelly miró ahora al sargento Migliaccio, primer jefe de sección.
-Cinco minutos para el padre -declaró.
 Algunos chicos salieron de las filas, se acercaron y se arrodillaron delante de Migliaccio, y no necesariamente los de su propio credo, pues había musulmanes, cristianos, agnósticos, judíos.. El siempre estaba allí para todos cuantos quisieran hablar con él. He oído decir que antes solía haber cuerpos militares cuyos capellanes no luchaban junto a los soldados, pero jamás he comprendido que eso pudiera funcionar. Quiero decir, ¿cómo puede bendecir un capellán algo que no está dispuesto a hacer personalmente? En cualquier caso, en la Infantería Móvil todo el mundo baja a tierra y todo el mundo lucha, desde el capellán hasta el cocinero y el secretario del Viejo. Una vez bajáramos por el tubo no quedaría un solo Rufián a bordo, excepto Jenkins, por supuesto, pero no por culpa suya.
 Yo no me acerqué. Siempre temía que alguien me viera temblar si lo hacía y, de todas formas, el padre podía bendecirme con la misma facilidad desde donde estaba. Pero él se acercó a mí cuando los últimos rezagados se pusieron en pie, y aproximó su casco al mío para hablarme en privado.
-Johnnie -dijo en voz baja-, ésta es tu primera bajada como oficial subalterno.
-Sí -contesté.
 Yo no era realmente un subalterno, como tampoco Jelly era realmente un oficial.
-Sólo esto, Johnnie. No te quieras hacer el héroe. Conoces tu trabajo; hazlo y nada más. No intentes ganar una medalla.
-De acuerdo. Gracias, padre. No lo haré.
 Añadió algo en un lenguaje que no conozco, me dio un golpecito en el hombro y se apresuró a volver a su sección. Jelly gritó entonces: «Aten... ción!» y todos hicimos chocar los talones.
-¡Pelotón!
-¡Sección! -gritaron Migliaccio y Johnson como un eco.
-Por secciones. A babor y estribor. ¡Preparados para la bajada!
-¡Sección! ¡Métanse en las cápsulas! ¡Adelante!
-¡Escuadra!
 Yo tuve que esperar mientras las escuadras cuatro y cinco se metían en las cápsulas y bajaban por el tubo de disparo, antes de que mi cápsula apareciera en el remolque de babor y pudiera meterme en ella. Me pregunté si aquellos guerreros de la antigüedad también sintieron escalofríos al meterse en el caballo de Troya. ¿O sólo me pasaba a mí? Jelly verificaba la identidad de cada hombre que iba siendo encerrado en la cápsula, y a mí me puso el sello personalmente. Al hacerlo se inclinó hacia mí y me dijo:
-No hagas estupideces, Johnnie. Sólo se trata de un ejercicio.
 La tapa se cerró sobre mí y quedé solo. «¡Sólo se trata de un ejercicio, dice!» Empecé a temblar de modo incontrolable.
 Entonces oí por los audífonos a Jelly, desde el tubo de la línea central:
-¡Puente! Los Rufianes de Rasczak... ¡dispuestos a bajar!
-¡Dieciséis segundos, teniente! -oí la alegre voz de contralto de la capitana Deladrier..., y me molestó que ella llamara «teniente» a Jelly. Porque, sí, nuestro teniente había muerto y, claro, Jelly conseguiría su mando..., pero nosotros seguíamos siendo los Rufianes de Rasczak. -¡Buena suerte, chicos!-añadió.
-Gracias, mi capitana.
-¡Preparados! Cinco segundos.
 Yo estaba amarrado por todas partes con correas: la frente, el vientre, las piernas... Pero temblaba más que nunca.
 Es mejor una vez te han lanzado. Porque hasta ese momento estás sentado allí en una oscuridad total, envuelto como una momia contra los aceleradores, casi incapaz de respirar... y sabiendo que apenas hay nitrógeno a tu alrededor en la cápsula, aun en el caso de que uno pudiera abrir el casco, cosa que no se puede hacer, y sabiendo que, de todos modos, la cápsula está rodeada por los tubos de lanzamiento, y que si la nave recibe un buen disparo antes de lanzarte nadie rezará por ti y morirás allí solo, incapaz de moverte, impotente. Esa espera interminable en la oscuridad es lo que le hace temblar a uno, porque piensa que se han olvidado de él... o que la nave ha sido alcanzada y se va a quedar en órbita como algo muerto, y que uno pronto morirá también, incapaz de moverse, de respirar. O que ha chocado con una nave en órbita y se le ha cargado a él de paso, si es que no se asa al bajar.
 Entonces empezamos a sufrir los efectos del programa de frenado de la nave y yo dejé de temblar. Ocho g (unidad estándar de gravedad) diría yo, o quizá diez. Cuando una piloto maneja la nave no resulta demasiado cómodo; uno acaba con moretones en todos los puntos donde aprietan las correas. Sí, sí, ya sé que las mujeres son mejores pilotos que los hombres, que sus reacciones son más rápidas y que pueden tolerar más g. Pueden entrar y salir con mayor rapidez, lo que supone más probabilidades para todos, para uno mismo y para ellas. Pero sigue sin ser divertido el verse proyectado contra la espina dorsal con una fuerza equivalente a diez veces el propio peso.
 Sin embargo, debo admitir que la capitana Deladrier conoce su oficio. No hubo pérdida de tiempo en cuanto el Rodger Young hubo frenado. Inmediatamente le oí decir: «Tubo de línea central... ¡fuego!», y hubo dos retrocesos cuado Jelly y su sargento de pelotón fueron descargados; y al cabo de un segundo: «Tubos de babor y estribor... ¡fuego automático!», y los demás comenzamos a dejar la nave.
 ¡Bump!, y la cápsula pega un salto hacia delante. ¡Bump!, y salta de nuevo, lo mismo que los cartuchos que van entrando en la cámara de un arma automática antigua. Bien, eso es exactamente lo que somos. Sólo que los cañones del arma eran dos tubos de lanzamiento gemelos montados en una nave espacial de transporte de tropas, y cada cartucho era una cápsula lo bastante grande -pero apenas-para llevar a un soldado de infantería con todo el equipo de campaña.
 ¡Bump! Yo estaba acostumbrado al número tres, que salía más pronto. Ahora me había convertido en «el último de la cola», el último después de tres escuadras. Eso supone una espera muy tediosa a pesar de que se dispara una cápsula cada segundo. Intenté contar los que salían: ¡bump! (doce), ¡bump! (trece), ¡bump (catorce) con un sonido extraño: la cápsula vacía en la que debía haber ido Jenkins, ¡bump!...
 Y luego, ¡clang!, ya es mi turno, ahora que mi cápsula entra en la cámara de disparo. Entonces, ¡buump!, la explosión golpea con una fuerza que hace que la maniobra de frenado de la capitana parezca un golpecito cariñoso.
 Y luego, de repente, nada.
 Nada en absoluto. Ni sonido, ni presión, ni peso. Flotando en la oscuridad... Caída libre, quizás a cincuenta kilómetros sobre la atmósfera efectiva, cayendo sin peso hacia la superficie de un planeta que jamás has visto. Pero ahora ya no hay temblor; es la espera de antes lo que agota. Una vez descargado ya no pueden herirte, porque si algo va mal, sucederá tan aprisa que uno ni se entera de que ha muerto. Bueno, apenas se entera.
 Casi en seguida sentí que la cápsula giraba y se enderezaba de modo que todo mi peso vino a gravitar sobre mi espalda; un peso que ascendía rápidamente hasta alcanzar el total (0,87 g, según nos habían dicho) para ese planeta cuando la cápsula tuviera la velocidad terminal adecuada a la fina atmósfera superior. Un piloto que sea un auténtico artista (y la capitana lo era) se aproxima y frena, de modo que la velocidad de lanzamiento al salir del tubo le ponga en punto muerto en el espacio relativo a la velocidad de rotación del planeta en aquella latitud. Las cápsulas cargadas son pesadas; se lanzan por la atmósfera superior sin desplazarse demasiado de la posición, si bien un pelotón tiene que dispersarse algo en la bajada, perdiendo un poco la perfecta formación en que es lanzado. Un piloto torpe puede estropear las cosas esparciendo un grupo de ataque sobre una extensión tan grande que no permita reagruparse para la retirada, y mucho menos para llevar a cabo su misión. Un soldado de infantería sólo puede luchar si alguien le coloca en su zona; en cierto sentido, supongo que los pilotos son tan esenciales como nosotros.
 Por la suavidad con que mi cápsula entraba en la atmósfera, comprendí que la capitana nos había dejado caer con un vector lateral tan próximo a cero como pudiera pedirse. Me sentí feliz, no sólo porque seríamos una formación compacta al caer en tierra y no habría pérdida de tiempo, sino también porque un piloto que baja adecuadamente a los hombres es asimismo un piloto preciso para la recogida.
 El casco exterior de la cápsula se quemó y empezó a desprenderse con una sacudida, y yo di la vuelta. Al fin cayó todo y volví a enderezarme. Los frenos de turbulencia del segundo casco entraron en acción y la marcha se hizo difícil, más violenta a medida que se iban quemando de uno en uno y el segundo casco se hacía pedazos. Una de las cosas que ayuda a que el que viaja en la cápsula viva lo suficiente para cobrar la pensión es el hecho de que esa caída de las envolturas de la cápsula no sólo reduce la velocidad de bajada, sino que también llena el espacio sobre el área del blanco de tanta porquería que el radar recoge reflejos a docenas por cada soldado que está bajando, y cualquiera de ellos puede ser un hombre, o una bomba, o lo que sea. Lo bastante para que una computadora balística sufra un ataque de nervios..., cosa que ocurre a veces.
 Para complicar más las cosas, la nave deja caer una serie de cápsulas falsas en los segundos que siguen inmediatamente a la bajada de los soldados, y que caen más aprisa porque no van desprendiendo capas. Adelantan pues a los soldados, explotan, arrojan restos, actúan como cohetes, y aún hacen más cosas para aumentar la confusión del comité de recepción en tierra.
 Mientras tanto, la nave sigue con firmeza la señal luminosa direccional del jefe de pelotón, sin hacer caso de los «ruidos de radar» que ha creado, y va siguiendo a los soldados y computando su situación para uso futuro.
 Una vez se desprendió el segundo casco, el tercero abrió automáticamente mi primer paracaídas. No duró mucho, pero eso ya lo esperaba yo; un buen tirón a varios g y él se fue por su lado y yo por el mío. El segundo paracaídas duró un poco más, y el tercero bastante más aún. Ya empezaba a hacer demasiado calor dentro de la cápsula, de modo que deseé llegar a tierra.
 El tercer casco se desprendió al desaparecer el último paracaídas, y ya no tuve nada en torno excepto mi traje acorazado y un huevo de plástico. Aún seguía atrapado por correas en su interior e incapaz de moverme. Era el momento de decidir cómo y dónde iba a caer. Sin mover los brazos -porque no podía-, apreté el conmutador para una lectura de proximidad, que apareció en el reflector instrumental, dentro del casco y delante de mi frente.
 Dos kilómetros. Un poco demasiado cerca para lo que me gustaba, en especial sin compañía. La cápsula interior casi había alcanzado la velocidad normal; en nada me ayudaría seguir dentro de ella, y su temperatura indicaba que no se abriría automáticamente durante algún tiempo, de modo que apreté un conmutador con el Otro pulgar y me libré de aquel huevo.
 La primera descarga cortó todas las correas; la segunda hizo explotar el plástico a mi alrededor en ocho trozos separados, y me vi fuera, sentado en el aire y ¡capaz de ver! Además, los ocho pedazos estaban cubiertos de metal, excepto el pequeño trozo por donde yo había podido leer la proximidad, y darían el mismo reflejo que un hombre con el traje acorazado. Cualquier visor de radar, vivo o cibernético, pasaría ahora un mal rato tratando de identificarme entre todos los desechos que me rodeaban, por no mencionar los miles de restos en muchos kilómetros a la redonda, por encima y por debajo de mí. Parte del entrenamiento de un miembro de la Infantería Móvil consiste en dejarle ver desde tierra, a simple vista y por radar, lo confusa que es una bajada para los que esperan en el terreno, porque uno se siente terriblemente desnudo allá arriba. Es fácil dejarse dominar por el pánico y abrir un paracaídas muy pronto, con lo que uno se convierte en un blanco demasiado fácil, o dejar de abrirlo y romperse los tobillos, y también la columna vertebral, y el cráneo.
 De modo que me estiré para desentumecerme y miré en torno; luego me doblé de nuevo y me enderecé, como hace un ave que planea, y eché una buena ojeada. Era de noche allá abajo, como estaba planeado, pero los visores infrarrojos permiten calcular muy bien el terreno una vez uno se ha acostumbrado a ellos.
 El río que cortaba en diagonal la ciudad estaba casi debajo de mí y parecía ascender muy aprisa, brillando claramente y con una temperatura más alta que la de la tierra. No me importaba en qué lado fuese a caer, pero lo que no deseaba era caer en el mismo río, porque me hundiría hasta el fondo.
 Observé un resplandor a la derecha, hacia mi altura: algún nativo poco amistoso, allá abajo, había quemado lo que probablemente era un pedazo de mi cápsula. De modo que disparé contra mi primer paracaídas en seguida, tratando de alejarme de su pantalla mientras él seguía los blancos que caían. Me preparé para el choque del retroceso, giré luego y continué flotando hacia abajo unos veinte segundos antes, de descargar el paracaídas, porque no deseaba llamar la atención sobre mí al no bajar a la misma velocidad que todo lo que me rodeaba.

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