jueves, 25 de junio de 2015

Premio Hammett de novela 2002. José Carlos Somoza. Novela: Clara y la penumbra.


José Carlos Somoza nació en La Habana en 1959, pero desde 1960 vive en España. Es autor de las novelas Silencio de Blanca (premio La Sonrisa Vertical, 1996), La ventana pintada (premio Café Gijón, 1998), Cartas de un asesino insignificante (Debate, 1999), Dafne desvanecida (finalista premio Nadal, 2000), La caverna de las ideas (premio Gold Dagger 2002 a la mejor novela de suspense en Inglaterra), traducida a más de veinte idiomas y con una extraordinaria acogida en la crítica internacional, Clara y la penumbra (premio Fernando Lara 2001 y premio Hammett a la mejor novela policíaca 2002, elegida por la revista Lire entre los diez mejores libros publicados en Francia en 2003), La dama número trece (Areté, 2003) y La caja de marfil (Areté, 2004). Ha escrito también varios relatos, un guión de radio y varias piezas teatrales.

***
En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra `Desfloración`, en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter `duro y arriesgado`, el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.
Dr. Enrico Pugliatti.

(Fragmento. Novela. Clara y la penumbra).


La adolescente está desnuda sobre un podio. El vientre liso y la elipse oscura del ombligo quedan a la altura de nuestra mirada. Mantiene el rostro ladeado, los ojos bajos, una mano frente al pubis, la otra en la cadera, las rodillas juntas y algo flexionadas. Está pintada de siena natural y ocre. Sombras en siena tostado realzan los pechos y perfilan las ingles y la rajita. No deberíamos decir «rajita» porque hablamos de una obra de arte, pero al verla no se nos ocurre otra cosa. Es una hendidura nimia y vertical, sin rastro de vello. Damos la vuelta al podio y contemplamos la figura de espaldas. Las atezadas nalgas reflejan grumos de luz. Si nos alejamos, su anatomía nos parece más inocente. Pequeñas flores blancas le tapizan el pelo. Hay más flores a sus pies —un charco de leche—. Incluso a esta distancia seguimos percibiendo el olor tan peculiar que desprende, como a bosque perfumado de lluvia. Junto al cordón de seguridad, un atril con el título en tres idiomas: Desfloración.
Dos notas musicales de altavoz quiebran el trance del público: el museo está cerrando. Lo dice una señorita en alemán, después en inglés y francés. Por lo general, todo el mundo la entiende, o al menos capta el mensaje implícito. La profesora del selecto colegio vienés reúne a sus ovejitas uniformadas y las cuenta para que no falte ninguna. Ha llevado a los niños a ver la exposición, aunque es de desnudos. No importa, son obras de arte. A los japoneses lo que les importa es que no les hayan dejado hacer fotos, por eso no sonríen cuando salen. Se consuelan a la entrada, donde venden catálogos al precio de cincuenta euros con fotografías a todo color. Un bonito recuerdo que llevarse de Viena.
Diez minutos después —la sala vacía de público— ocurre algo inesperado. Llegan varios hombres con tarjetas prendidas de las solapas de sus trajes. Uno de ellos se dirige al podio de la adolescente y dice en voz alta:
—Annek.
No sucede nada.
—Annek —repite.
Un parpadeo, el giro del cuello, la boca se abre, el cuerpo se estremece, los pechos en cierne se proyectan con la respiración.
—¿Puedes bajar sola?
Asiente, pero vacila un poco. El hombre le tiende la mano.
Por fin, la adolescente desciende del podio arrastrando con el pie una polvareda de pétalos.


Annek Hollech abrió la llave del primer frasco conectado a la ducha de metal cromado y el agua se hizo verde. Después abrió la segunda y se restregó con agua roja. Luego se dejó inundar por agua azul y violeta. Los líquidos de los frascos limpiaban uno solo de los cuatro productos adheridos a su piel: pinturas, aceites, fijadores del pelo, aromas artificiales. Los frascos estaban numerados y teñían el agua de un color distinto para que pudiera identificarlos. La pintura y los fijadores fueron los primeros en desprenderse entre un estrépito de gotas. Lo que más se resistía siempre era el aroma a tierra húmeda. El cubículo se llenó de vaho y su cuerpo se perdió tras una cortina de arco iris líquido. Había otros veinte cubículos en la sala, cada uno ocupado por una silueta difuminada. Se oía el zumbido de las duchas.
Diez minutos después, envuelta en toallas y niebla, caminó descalza hasta el vestuario, se secó, se peinó, se untó una crema hidratante y otra protectora por todo el cuerpo, empleando una esponja de mango largo para la espalda, y resguardó su rostro sin cejas bajo dos capas de productos cosméticos. Luego abrió su taquilla y descolgó la ropa. Era nueva, recién comprada en tiendas de Judengasse, Kohlmarkt, la Haas Haus y la lujosa calle Kärntner. Le gustaba comprar ropa y complementos en las ciudades donde se exhibía. También había adquirido, durante las siete semanas que llevaba en Viena, porcelana y cristalería de Ausgarten y dulces de Demel para su madre, así como pequeños adornos para su amiga Emma van Snell, que era obra de arte como ella pero se exponía en Amsterdam.
Aquel miércoles 21 de junio de 2006, Annek había ido al museo con blusa rosada, chaleco militar y pantalón holgado con multibolsillos. Sacó todas esas prendas de la taquilla y se las puso. No usaba ropa interior porque no es aconsejable si uno debe exhibirse completamente desnudo (deja marcas). Se calzó unos zapatos de peluche con la forma de dos pequeños osos, se abrochó el reloj de brazalete negro sin esfera y cogió el bolso.
En el asiento contiguo al suyo en la sala de etiquetado estaba Sally, la obra del podio número ocho. Vestía una blusa malva sin mangas y vaqueros. Se saludaron y Sally comentó:
—Hoffmann opina que estoy perdiendo el púrpura como un Van Gogh perdería los amarillos. Quiere probar con un color más intenso, pero en Conservación creen que eso podría estropearme la piel. ¿Qué te parece? La misma contradicción de siempre: unos quieren crearte y otros conservarte.
—Es verdad —dijo Annek.
Un empleado se acercó con dos cajas de etiquetas. Sally abrió la suya y cogió una de las etiquetas.
—Estoy soñando con la cama —dijo—. No creo que me duerma pronto, pero me quedaré acostada mirando al techo y disfrutando de la posición horizontal. ¿Y tú?
—Tengo que llamar antes a mi madre. La llamo cada semana.
—¿Dónde está ahora? Viaja mucho, ¿no?
—Sí. En Borneo, fotografiando monos. —Annek se colocó una de las etiquetas en el cuello y cerró el broche—. De vez en cuando me envía la foto de una pareja de monos por correo electrónico.
—¿En serio?
—En serio. No sé si trata de decirme que me case.
Sally soltó una risa contenida a través de su perfecta dentadura blanca.
—Al menos, ella te envía algo. Mi neoyorquino papá ni siquiera me escanea la foto de un par de perritos calientes. Nunca le gustó que su hija se convirtiera en un cuadro valioso.
Un silencio. Annek se abrochó la última etiqueta en el tobillo. Su cuello, muñeca y tobillo derechos mostraban tres cartulinas rectangulares de ocho por cuatro centímetros y color amarillo intenso atadas por cordones negros. Sally también había terminado de abrocharse las suyas. Por el espejo observaron cómo se marchaban las primeras obras: Laura, Cathy, David, Estefanía, Celia. Un desfile de figuras atléticas y etiquetadas.
—He perdido la regla otra vez —dijo Annek en tono indiferente—. Se me va y se me viene desde Hamburgo.
Sally la miró un instante.
—No tiene importancia, nos pasa a todas. Lena dice que su menstruación parece un paraguas: la tiene y la pierde, y luego vuelve a tenerla y la vuelve a perder. Es una consecuencia más de ser cuadro, ya lo sabes.
—Sí, ya lo sé. —Annek seguía mirando hacia el espejo—. Además, me siento mejor cuando no la tengo —concluyó.
—Oye, ¿tenías pensado hacer algo el próximo lunes?
Le intrigó la pregunta. Nunca planeaba nada para el día en que cerraba el museo, salvo aquellas frenéticas orgías de compras con su inacabable tarjeta de crédito. Todo lo demás, los solitarios paseos por el Hofburg, Schönbrunn, Belvedere (en realidad, no tan solitarios porque la acompañaban los agentes), o las visitas al museo de Arte Histórico o a la catedral de San Esteban, incluso los ballets y espectáculos del festival vienés de junio, todo la aburría y empalagaba hasta la náusea. Se preguntaba qué podía hacer una obra de arte como ella en aquella ciudad, donde todo era arte. Estaba deseando proseguir la gira fuera de Europa. Para el año siguiente, 2007, la Fundación les había prometido que viajarían por América y Australia. Quizás allí encontrara verdaderas diversiones.
—Nada —contestó—. ¿Por qué?
—Laura, Lena y yo habíamos pensado ir al Prater a pasar todo el día. ¿Te apuntarías?
—Bueno.
Y de repente sintió cómo la invadía una cálida oleada de gratitud hacia Sally. Con catorce años de edad, Annek Hollech era el cuadro más joven de la exposición (Sally, por ejemplo, tenía diez años más que ella). Cuando llegaba el día de descanso, el resto de las obras se marchaba por su cuenta. Nadie se preocupaba por ella. Para cualquier chica que no fuera Annek —habituada a la soledad y al silencio de museos, galerías y casas particulares—, aquella situación se hubiera hecho insoportable. De modo que el gesto de Sally la había emocionado. Pero hubiera sido muy difícil percibirlo, porque su rostro sólo expresaba las emociones que un pintor le hacía expresar.
—Gracias —dijo simplemente, depositando en ella una mirada azul verdosa.
—No me lo agradezcas —contestó Sally—. Lo hago porque me apetece estar contigo.
Y aquella frase tan amable volvió a emocionarla.


Bajaban en el ascensor. Dos Anneks de cabello lacio y rubio, espigadas, con sendas etiquetas amarillas atadas al cuello, se reflejaban en los cristales oscuros de las gafas de Díaz. Óscar Díaz era el agente de turno que la custodiaba de regreso al hotel. Siempre la obsequiaba con una sonrisa amable y una frase banal de cortesía. Aquel miércoles, sin embargo, se hallaba inusualmente lacónico. A ella le hubiera gustado iniciar la conversación, porque se sentía muy relajada después de hablar con Sally, pero recordó que no era conveniente que las obras de arte charlaran con el personal de custodia y decidió olvidarse del mutismo de Díaz. Tenía otras cosas en que pensar.
Llevaba dos años siendo Desfloración, una de las obras maestras de Bruno van Tysch, e ignoraba cuánto tiempo le quedaba antes de que el pintor decidiera sustituirla. ¿Un mes? ¿Cuatro? ¿Doce? ¿Veinte? Todo dependía de lo rápido que madurara su cuerpo. Por las noches, desnuda en las espaciosas camas de los hoteles donde dormía, se dedicaba a pasar el dedo por el borde de las etiquetas atadas a su cuello o muñeca, o llevaba la mano hasta la firma tatuada en su tobillo izquierdo (BvT en azul índigo), y pedía en silencio al remoto Dios del Arte y de la Vida que su anatomía se mantuviera en calma, que no se removiera en secreto, por favor, que no granaran sus pechos, que sus piernas no se elevaran como el barro en el torno, que las manos que pintaban sus caderas no recorrieran, cada día, un trayecto más amplio, más curvilíneo.
No quería dejar de ser Desfloración.
Le había costado seis años de esfuerzos llegar a convertirse en una obra maestra. Todo se lo debía a su madre, que había descubierto sus posibilidades como lienzo y la había llevado a la Fundación con sólo ocho años de edad. Su padre se hubiera negado, por supuesto, pero no pudo evitarlo porque ya no vivía con ellas: el matrimonio llevaba roto casi cinco años y Annek apenas lo había conocido. Sabía que era un hombre brutal, alcohólico y desequilibrado, un pintor anticuado de lienzos de tela que insistía en querer vivir de su oficio y se resistía a admitir que los lienzos no humanos ya habían pasado de moda. Desde que la madre de Annek obtuviera su custodia, pero sobre todo desde que Annek comenzara a estudiaren Amsterdam para convertirse en lienzo profesional, aquel hombre irascible y desconocido no había cesado de molestarlas salvo durante sus frecuentes ingresos en hospitales y cárceles. En el año 2001, cuando Annek se exhibía en el museo Stedelijk de Amsterdam como Intimidad, la primera obra que Van Tysch había pintado con ella, su padre se plantó de improviso en la sala. Annek reconoció las facciones desencajadas y terribles y los ojos enrojecidos que la contemplaban a diez pasos de distancia, junto al cordón de seguridad, y supo lo que iba a pasar un instante antes de que sucediera. «¡Es mi hija! —gritaba aquel hombre, fuera de sí—. ¡Se exhibe desnuda en un museo y sólo tiene nueve años de edad!» Se precisó la intervención de un equipo completo de agentes de Seguridad. Hubo un escándalo y un juicio muy breve, y su padre terminó en la cárcel de nuevo. Annek no quería recordar aquel desagradable episodio.
Aparte de Intimidad, el Maestro había pintado otros dos cuadros con ella: Confesiones y Desfloración. Esta última, de 2004, estaba considerada una de las más grandes obras de Bruno van Tysch; parte de la crítica especializada se atrevía a calificarla, incluso, como una de las más importantes de la pintura de todos los tiempos. Annek había pasado a la historia del arte con letras de oro y su madre estaba muy orgullosa de ella. Solía decirle: «Esto no es nada. Tienes toda la vida por delante, Annek». Pero ella odiaba tener «toda la vida por delante», no quería crecer, le angustiaba la posibilidad de abandonar Desfloración, de ser sustituida por otra adolescente.
La menstruación había irrumpido como una mancha roja sobre un lienzo puro, o como una señal de peligro. «Cuidado, Annek, estás madurando, Annek, pronto serás demasiado mayor para la obra», le advertía aquella señal. ¡Vaya si se alegraba de perderla, al menos por una temporada! Le rezaba al Dios del Arte (el de la Vida la odiaba), pero el Dios del Arte era el Maestro, que no iba a hacer nada salvo decirle, algún día: «Debemos sustituirte para que el cuadro perdure».
Intentó apartar la angustia de su mente. En vano: allí seguía.
El aparcamiento estaba oscuro y embrujado de ecos de motores. Un inmigrante turco llamado Ismail lo vigilaba aquella noche. Saludó a Díaz con la mano. Al sonreír, su bigote negro se alzó por las puntas. Díaz le devolvió el saludo mientras abría la puerta trasera de la furgoneta. Ismail vio el cuerpo de Annek inclinándose al entrar en el vehículo y la tiniebla ocre del interior tachando gradualmente su figura: la espalda, el contorno de sus caderas, el trasero, la longitud de sus piernas, un zapato de peluche, el otro. La puerta se cerró, la furgoneta arrancó, maniobró para salir, se alejó. El hotel Vienna Marriott se encontraba en la Ringstrasse, a pocas manzanas del complejo artístico del Museumsquartier, y el trayecto era breve y seguro, de modo que Ismail carecía de motivos para sospechar que pudiera suceder algo malo o incluso algo distinto de lo habitual.
No imaginaba que era la última vez que veía a Annek Hollech con vida.

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