domingo, 30 de noviembre de 2014

Enrique Amorim.



Narrador uruguayo cuya obra es muy extensa y variada estéticamente, pero que es recordado por una clásica novela rural: La carreta.

Nació en Salto y se le identifica con los temas del gaucho, el campo y la pampa, a los que estuvo ligado desde niño y que en los años treinta ocupaba una posición central en la literatura de la región. Pero hay otras facetas en su obra: el novelista urbano, el escritor comprometido, el realista, psicológico y poético, por citar algunas.

Hijo de estancieros, nació en el mismo pueblo que Horacio Quiroga y, como él, fue un escritor de las dos orillas del Río de la Plata. Después de llegar en 1916 a la provincia de Buenos Aires, comienza a escribir poesía y cuentos. La publicación de La carreta (Buenos Aires, 1929, primera edición, definitiva, Buenos Aires, 1952) y, cinco años después, de El paisano, señalan el inicio del primer ciclo significativo de su producción y el apogeo de su fama. El segundo ciclo es de transición, pues intenta fórmulas y temas nuevos para él: la novela psicológica (La edad despareja, 1938), policiaca (El asesino desvelado, 1945) y política (Nueve lunas sobre Neuquén, 1946). Es un periodo dominado por su creciente participación en las cuestiones ideológicas propias del momento. En 1950 se inscribe en el Partido Comunista y sufre persecución del gobierno de Perón, por lo que busca refugio en Salto.

La tercera etapa es una especie de síntesis de las anteriores porque retorna a los temas del campo, pero les añade sus preocupaciones sociopolíticas, como lo demuestran Corral abierto (1956), Los montaraces (1957) y otras novelas que siguió publicando hasta el año de su muerte. Amorim representa la vertiente telúrica de la novela realista hispanoamericana, con una tendencia esencialmente tradicional en cuanto a técnica narrativa. El hecho de que permaneciese fiel durante tanto tiempo a esos ideales, cuando la novela marchaba ya en otras direcciones, quizá ayude a explicar porqué un autor, que escribía aun pasado el medio siglo, resulta ahora tan alejado de nuestros gustos.

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Enrique Amorim (1900-1960), quien con El asesino desvelado de 1945 logró ser el único uruguayo incluido en la mítica colección El Séptimo Círculo, cuando era dirigida por Borges y Bioy Casares. Sin lugar a dudas que fue la amistad de Amorim con los directores editoriales la que determinó su inclusión, ya que la novela no posee méritos propios que justifiquen su publicación en esa serie.Esta novela registra la aventura de un argentino que se evade de Francia durante la ocupación alemana. En alta mar se enamora de una extraña mujer, hija del inventor de la `hulla invisible`. Tal es el principio de este relato, después , en rauda sucesión, ocurren un casamiento comprometedor, audiciones de discos misteriosos, remitidos por enemigos, coartadas inéditas en la historia del crimen. Diestramente, a través de los laberintos de una mentalidad torturada, nos conduce hasta la inolvidable revelación.

Fuente: N.N.
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Fragmento de la novela: “El asesino desvelado”.



ENRIQUE AMORIN
EL ASESINO DESVELADO

Editorial Huemul
Buenos Aires – República Argentina – junio de 1981

CAPÍTULO PRIMERO

"De Tito Hassam puede asegurarse que se condujo como un hombre normal durante su permanencia en Francia, allá por el año 1942. Soportó los riesgos y las privaciones con absoluta entereza; pero, según sus declaraciones, dormía penosamente, con el sueño resquebrajado. Sin razones de salud que podrían justificar el turbio reposo, al despertarse pasaba largas horas analizando la permanencia de sus fugaces huéspedes nocturnos. Se sentía "abandonado de la mano de Alá"   -eran sus palabras- desde la penosa evasión de París, al día siguiente de la visita de Hitler a la Tour Eiffel.
Dormía muy mal, con los oídos destrozados, no por el fragor de los cañones y el tableteo de las ametralladoras, sino por la dañina voz de los receptores de radio clandestinos. Europa lo devolvió a América con el sentido auditivo hiperestesiado de tanto campear noticias fidedignas. Trasnochado, insomne, partió rumbo a Buenos Aires y, en el camino, cargó con una mujer que imaginaba un delicado cadáver recogido en el campo de batalla.
Y ¡qué mala suerte la suya! A los 42 años, con buena salud y un físico agraciado, -piel mate, frente alta, ojos de lince, boca sensual-, el destino le deparó una de esas mujeres de hermosura espectacular, agresiva y beligerante de la cabeza a los pies.
Pero dejemos para más adelante las señas de la extranjera. Ya nos veremos obligados a no eludirla y, sobre todo, a contar el memorable encuentro en Madeira. Hablemos por ahora de Tito, Tito Hassam, xilógrafo de familia árabe, nacido en la calle Tres Sargentos de Buenos Aires -los padres importaron tejidos-, con justa nombradía en los ambientes artísticos del París de anteguerra y, por supuesto, perfectamente desconocido en su patria.
Hassam llevaba tres noches en blanco. No porque no durmiese, sino porque soñaba que no dormía. Una forma atroz del insomnio. Soñaba que padecía largas vigilias, dilatadas en paseos por el cuarto. Se levantaba con los huesos molidos, y no bien se veía reflejado en el espejo del lavatorio, le entraban ganas de tirarse nuevamente en la cama.
Cuando entró en el vestíbulo del cine Ambassador, su sistema nervioso se acomodó, de pronto, como una batería que empieza a recibir la carga con perfecta regularidad. Gracias al piso cubierto de gruesa alfombra, detalle éste que suele pasar inadvertido para los enfermos del sistema nervioso. Existe una importante relación entre el hombre y el suelo. Así, recuperada la calma, tranquilizado, en pocos minutos se convenció de la importancia que tendría aquella noche en el resto de su vida.
Sabía muy bien que en la gestación de cualquier aventura, además de la absoluta confianza en sí mismo, es necesario no tropezar con objetos inanimados que en una u otra forma se opongan a nuestros designios.
La alfombra espesa puso en sordina las cuerdas de sus nervios.
Se acercó a la taquilla y con marcada violencia pidió que le vendiesen una butaca, punta de banco, en la quinta fila del pullman. De antemano había estudiado aquella situación estratégica. Cuando el taquillero le contestó que lamentaba no poder complacerlo, levantó la voz y protestó:
-¡Claro, claro! ¡Se necesita ofrecer propina! ¡No hay ¡otra forma de contentar al público! ¡Qué asco, qué vergüenza!
El taquillero murmuró algunas excusas en voz baja: "No es posible contentar a todo el mundo... Usted comprenderá… Pero vamos a ver qué podemos hacer por usted".
Hassam creyó que había llegado el momento de hacer el escándalo, de vociferar agarrado a los barrotes de la taquilla.
-¡Y apúrese, que usted está aquí para servir al público y nada más!
La simulada indignación hizo blanco en el más robusto de los taquilleros que, en actitud belicosa, articulando esas confusas frases que muchas veces         -suelen oírse y no se toman en cuenta, abandonó su puesto y salió al vestíbulo. Algunos peatones callejeros entraron a presenciar el altercado, dispuestos a no perder una escena de la vida real en el recinto de la ficción. Un oficial de policía avanzó decidido a intervenir. Y como los uniformes tienen extraño poder atractivo, los noctámbulos ociosos, en desordenada balumba, irrumpieron en el vestíbulo. Ya entre ellos se comunicaban las más peregrinas versiones: Que habían aplaudido a Hitler, que alguien silbó á Fiorello La Guardia, que un sujeto gritó "¡Viva Francia!", que se pretendía interrumpir la proyección, que alguien se propasó con una señora.
Uno de los curiosos, en broma, o en serio (en tales momentos es difícil conocer la medida del buen humor), un sujeto con quevedos de oro, señores éstos que siempre tienen a mano las tarjetas de visita, tendió su diminuto distintivo por arriba del hombro del oficial, ofreciéndose para declarar en su favor.
-¡Tiene razón, tiene! -dijo el comedido- ¡Son más abusadores, son! ¡Los mejores asientos para el que los corrompe con la propina! ¡Tome mi tarjeta, tome!
Los ánimos se apaciguaron cuando intervino el empresario con el aire persuasivo del que tiene mucho que perder y mucho que ganar. "No se moleste. Yo le daré lo que pide". Mientras el oficial despejaba el vestíbulo, el provocador Hassam trepaba de tres en tres peldaños la escalinata lateral que conduce al pullman. Al subir, fue murmurando por lo bajo, entre suspirando las palabras alteradas por la prisa y el esfuerzo:
-¡Estupenda coartada! Yo creo que ninguno de estos tipos se olvidara de mí. Una coartada perfecta. ¡Con intervención policial! ¡Magnífico!
Entregó el billete y se dejó conducir hasta el asiento solicitado. Introdujo la moneda en la mano del acomodador, como, si presionase en el interruptor de una lámpara, y la luz se apagó al segundo.
Ya sentado, se fue quitando el sobretodo con economía de movimientos, y mientras la linterna encandilaba a otros espectadores, aprovechó para levantarse rápidamente y abandonar la sala. Al bajar la escalinata, en cabeza y sonándose las narices para que el pañuelo ocultase un tanto su rostro, se le ocurrió calarse los lentes ahumados y renquear por si alguien reconocía en él al irascible sujeto del altercado. Como la taquilla se hallaba bajo la escalinata, era difícil que le viesen abandonar el local. Se dirigió a la izquierda, perdiéndose entre el gentío, contento de verse reincorporado al tumulto de la calle.
Anduvo de prisa con el cuerpo penetrado por el frío de la noche. El insomnio produce escalofríos, pero también oleadas de calor no bien el paso se hace pronunciadamente enérgico. Cuando Tito Hassam llegó a la esquina de Florida y Tucumán buscó su automóvil en la fila de vehículos estacionados, tratando de esquivar al cuidador. Lo evitó, luego de una silenciosa maniobra. Nada de acelerar el motor ni dar portazos, ni encender las luces. Cuando el cuidador se acercó a recoger la propina, dejó caer la moneda en la mano callosa, ocultando el rostro. Y en pocos minutos, más exactamente en siete minutos -porque es de suma importancia contarlos en el presente caso-, nuestro hombre corría velozmente por Esmeralda, en dirección a Retiro. Aprovechó la breve pausa que le ordenó un agente de tránsito para sacar de la guantera su viejo Colt calibre 34 y colocarlo en el bolsillo trasero del pantalón, con las consiguientes dificultades.
Dieron las 10 en el reloj de la Torre de los Ingleses. Las campanadas lo impulsaron por Leandro Alem, buscando a la derecha el letrero luminoso del "Albatros Bar". Sabía que bajo la recova se balanceaba el llamativo pájaro luminoso que guiaba a marinos y noctámbulos.
Lo divisó desde lejos y trató de estacionar el coche en algún sitio oscuro, al amparo de uno de los pilares de la recova. Su viejo automóvil, de carrocería francesa -un auténtico modelo de Kellner, faux-cabriolet-, resultaba comprometedor por singularizarse demasiado. De cuatro plazas, nadie podía creerlo tan amplio a simple vista. Más bien parecía de dos asientos. Las personas que viajaban atrás pasaban inadvertidas. Pero en el coche persistía una presunta y remota elegancia, a pesar de que las líneas de la carrocería distaban bastante del gusto aerodinámico.
Al bajar del automóvil, palpó el revólver para experimentar la sensación reconfortante de un objeto inanimado a su disposición. Dos pasos más adelante, y las puertas de resorte del bar espetaron a tres marineros resueltamente borrachos. Tres marineros griegos que se insultaban en seis idiomas. Hassam conocía el griego de los barcos y las tratorías de los puertos italianos. Uno de los marineros amenazó de muerte al menos borracho de los tres porque le reclamaba cien dracmas.
Con el enjambre de voces aguardentosas y de soeces insultos, avanza por entre las mesas, tratando de afinar el oído mientras se aproxima al mostrador y se sienta, mejor dicho, cae en la silla con un peso de plomo colgado de las piernas.
A pesar del murmullo, del rumor y de los gritos repentinos que lanzan los mozos al reclamar las bebidas, puede distinguir las voces del barman. El cajero le resulta el menos expresivo y por lo tanto el más sospechoso. Gente extranjera, desechos de la vieja Europa, turba amontonada, oliente a café y tabaco ordinario.
Tito busca tenazmente una voz, tan sólo una voz en la ruidosa colmena de Buenos Aires. Está seguro de que un día, una noche, ¡O la tarde menos pensada, le saldrá al cruce, pues sus oídos están dispuestos a oírla, preparados para no confundirla con ninguna otra.
Es una voz particularísima de brusco acento nasal, grave y autoritaria, tal vez por su inflexión extranjera. Una voz de mando que emerge de un disco de fono-postal, de un siniestro disco negro que gira en sus pesadillas y en los dilatados insomnios.
Al sentarse, oyó una vez más el anónimo, fatigando una terrible amenaza. La púa recogía el hilo del siniestro mensaje. "¡Gloria!... ¡Sigo en el "Albatros"!... ¡Debes responder a nuestro llamado! Sabes que hay amenaza de muerte... ¡No escaparás!... Ven a verme. Sigo en el "Albatros"... Sigo en el "Albatros"... Sigo en el "Albatros"... "
En sus oídos sonaba la frase como si la púa se hubiese atascado. Tres discos había recibido Gloria en una semana. Y no sabía explicar la posible procedencia. Juraba y perjuraba que nada tenía que ver con aquella voz asomada a su vida con impresionante terquedad. Hassam escuchaba los discos, a veces solo. Cuando Gloria estaba presente él observaba las alteraciones de su rostro. Del disco mágico se alzaba un invisible personaje capaz de trastornar al marido menos celoso. A ella se le demudaba el semblante. "Le tiemblan los músculos de la cara -pensaba Hassam- como si, burlona y sarcástica, contuviese la risa o el llanto. Sus facciones se alteran. Sufre, padece, oculta un drama cuyas raíces están en un pasado tormentoso. ¿Por qué tanta emoción si nada tiene que ver con los anónimos? ¿Acaso teme a alguien?"
Hassam se considera una buena persona y se deja llevar por su natural inclinación a mirar la vida con desinterés. Evoca, entonces, toda su existencia anterior al encuentro con la misteriosa mujer que le acompaña.
El mozo se acerca y le sirve rebosando la medida de estaño. Hassam toma en sus manos la botella y le ruega que calcule la cantidad de whiskies que contiene y la deje sobre la mesa para poder servirse a su gusto. Paga la consumición a tiempo que mira la botella con mirada confidencial. Con otra botella en las manos, una de ésas en las que navegan su viaje sin fin los barquichuelos de yeso con mástiles de pino trabajado, contemplando el clásico navío de los presidiarios, lo sorprendió Gloria en la cabina, la víspera del arribo a Madeira.
La botella de whisky aviva en ese instante el memorable encuentro. Para entregarse al recuerdo, debe vaciar el contenido y ver de nuevo el mi-núsculo navío surcar el espacio limitado.
Bebe de un trago el primer vaso. Luego otro. La bebida va dando lugar al imaginario navío.
El oído se aligera con el aguardiente. Esto sólo lo saben los insomnes. Envuelto en la neblina del alcohol, echa a andar su pasado escrutando las palabras desperdigadas en el "Albatros Bar". De un momento a otro surgirá como un fantasma la voz de los anónimos...

CAPÍTULO II

En la línea ecuatorial el invierno se presenta solapado, alevoso. Sale de pronto como un lobo de un cubil.
Hassam recuerda la noche en que una mujer de extraordinaria belleza irrumpió en su cabina sin mediar el golpe de nudillos en la puerta. Se hizo presente como una ráfaga invernal. El viento que acompañaba a la desconocida heló sus manos. La miró, atontado, sin articular palabra, paralizado por su hermosura. Pocas veces en su vida le fue dada la fortuna de contemplar a una mujer de tan armoniosas formas. Su figura, enmarcada en la puerta de tableros que cerró con estrépito, resultaba plásticamente perfecta. Su estampa componía a maravilla contra los maderos de la cabina, la cara de perfil, los cabellos caídos cubriéndole la sien izquierda y parte de la mejilla, el hombro en escorzo, el cuello grácil. Inmovilizada por el miedo o el pudor, le recordaba a las modelos del atelier con todos los rigores de la composición:
-Usted puede salvarme, señor -dijo la desconocida con la mirada en el vacío-. Desde la partida de Lisboa he observado el pasaje, oculta en mi camarote, sin ser vista. Es usted el único capaz de comprenderme. Usted parece reacio al trato con el capitán... Él no me permite viajar en paz. Espera mi retribución por ocultarme. Me llamo Gloria, soy francesa, de Blois. Mi origen, alemán. Mi apellido, Liber. Tengo 26 años. He sido modelo de pintores. De Mariano Andreu, de Van Dongen, de Guillaume. Vengo huyendo. Escapé de un trance atroz, del que no puedo hablar. Le ruego que si nos permiten desembarcar en Madeira, me acompañe a tierra.
A medida que hablaba, su rostro iba despejándose, hasta ponerse radiante, cuando una ráfaga de viento marino, como un tajo en el cielo, desgarró las nubes permitiendo el lucimiento de un sol esplendoroso. El limpio raudal entró por el ojo de buey a tiempo que una claridad mental excitaba la imaginación del grabador. Fue un doble relámpago flamígero el que los unió. Hassam contaba días negros, lamentándose el abandono voluntario de una excelente compañera, cierta modelo francesa capaz de soportar la gloria y el infortunio. La abandonó cobardemente en un hotel de Montparnasse. Le faltó coraje para traerla consigo, no supo solucionar con naturalidad el problema sentimental que tantos artistas tenían resuelto. Había dejado escapar la ocasión que no se debe desdeñar, porque aquella muchacha conocía la clave de todos los sueños. Él necesitaba a su lado a un ser que contrariase sus mezquinas costumbres, a un ser lo suficientemente decidido para retorcer el pescuezo al despreciable burgués que a veces mal disimulaba.
Como el balance de su vida sentimental era desastroso, se abandonó al fácil encanto de la desconocida.
El barco crujía azotado por el desabrido temporal del mediodía. Esas borrascas con el sol en el cenit, oculto entre nubarrones, que nos toman en plena digestión a la hora más impropia para la prueba marina. Nunca había leído descripciones de tempestades desatadas a las doce del día. Y el navío soportaba en esos momentos el castigo de un disfrazado viento nocturno, de un viento trasnochado. La espantosa belleza de las tormentas, todas aquellas que se recuerdan a la vejez en tertulias dignas del cine, se produjeron siempre a altas horas de la noche o a la madrugada, como los suicidios, los estupros, los crímenes. Hassam recibió la visita de Gloria Líber a esa hora en que el barco huele a brea, transpira alquitrán y resinas excitados por el calor. La mujer soportaba la luz cenital, corriendo el riesgo de no verse favorecida por las medias tintas. Los vaivenes del temporal inusitado perjudicaban a su belleza. ¡Con qué placer, con qué fruición recordaba su primera entrevista con la Líber!
-Es la única hora que el capitán me deja libre. Su acecho acabará por dañarme -dijo ella en forma dramática y convincente. Un mechón de lacio cabello le cubría la mejilla derecha.
-No piense mal de mí. No soy una aventurera dominada por el capitán de un barco. En mala hora le pedí protección. Juega conmigo a los naipes y me presta libros de su biblioteca. Nada más. Pero impone que viaje escondida. Me amenaza con hacerme bajar en el primer puerto por no sé qué deficiencias en mi pasaporte. Usted puede salvarme. Es el único hombre soltero entre el pasaje de este grasiento Ville Fleury. ¿Me puede ayudar? ¿Tiene coraje? ¿Le sobra un poco de valor después de la huída de París? ¿Verdad que daba miedo aquel éxodo bajo la metralla?
La entrevista se perfilaba como un largo monólogo de Gloria. En realidad, Hassam le respondía afirmativamente porque él creía oír a la modelo abandonada en "La Coupole". Aquello que no supo emprender en tierra firme -tierra ardiendo-, lo desdeñado por cobardía, humanizaba su complacencia. Sí, debía ponerse a sus órdenes. Le rogó que esperase un momento. Ordenaría sus maderas, buriles y dibujos y saldrían a pasear juntos por la cubierta, y, si era necesario, enfrentada al capitán del Ville Fleury.
Hicieron un primer paseo por el deck a la caída de la tarde. Los pasajeros más inquietos se hallaban en la cabina del telegrafista, oyendo los noticiosos que irradiaban Berlín, Londres y Nueva York. Se reunían los desaprensivos del pasaje, simples curiosos, presuntos neutrales o que no temían exponerse a ser juzgados como agentes de espionaje. En cambio, aquellos que viajaban bien pagados por el Servicio Internacional de los países en guerra simulaban olímpica indiferencia, cansancio bélico, incredulidad...
Monsieur Hassam y mademoiselle Líber, los cuellos protegidos por espesas bufandas de lana, hablaban acodados a la borda con la mirada fija en el oleaje, siempre distinto, igual siempre. El mar, en ese momento, dominaba al barco. En los cristales se posaba una arena impalpable, de procedencia africana. Soplaría el simún. Al pasarse las manos por la frente, ella notó el salitre y la arenisca que endurecían las hebras de su pelo rubio. Él se lamió los labios, acosado por una sed repentina. Comunicó la sensación y ambos sonrieron mirándose la boca. En ese instante Gloria vio que el capitán del barco se dirigía hacia ellos. Con voz velada y misteriosa se lo advirtió a Hassam. El tono íntimo infundió en el ánimo de él la inequívoca condición de amante que acababa de otorgarle la extraña pasajera.
Le contestó en voz baja aun, posesionado de su papel.
-Las cartas están tiradas. No se aflija usted. Tranquilícese. El resto corre por mi cuenta.
Sí, Gloria estaba tranquila, completamente serena. El capitán, un hombre que frisaba en los cincuenta -nariz pronunciadamente aguileña-, tenía la complexión del marino, pero algo en él lo hacía falso, ambiguo, artificial. El curtido de la piel, la pigmentación de sus mejillas, no eran las del hombre de mar. Las ropas, demasiado elegantes...
Pasó de largo, sin saludarles siquiera, apenas soslayando una hosca mirada de hombre de tierra firme. "Los marinos no miran con esa teatralidad de mesa de tahúres", pensó Hassam.
-¡Qué hombre más raro! ¡Un aguilucho en el mar! -comentó cuando el capitán estuvo lejos-. La guerra, ¿habrá transformado a estos hombres en seres maliciosos, prevenidos? No parece un marino de verdad... ¿A usted no le hace la misma impresión?
Gloria Líber prefería no hablar demasiado del capitán.
-Tal vez... No todos son lobos de mar -contestó en tono burlón.
-Parece un capitán de pega. Usa los galones demasiado brillantes. Y he observado que sube las escaleras en una forma chambona. Es el marino más terrestre que he visto en mi vida.
-¡Oh, no tanto, Tito, usted exagera! ¿Qué quiere que sea? ¿Una especie de Simbad?
-Se ha dejado la barba para disminuir las proporciones de la nariz y adoptar mayor prestancia... ¡Y esa barba es de las crecidas en el sanatorio... o en el presidio!
Entre "sanatorio" y "presidio" hizo una pausa intencionada. Gloria se quedó mirándolo. La sombra de una sospecha cruzó por su imaginación.
-Le interesa demasiado la gente de a bordo -comentó-. Desconfianza o recelo. ¡Vaya uno a saberlo!
Le entretenía saberse confundido, tomado por lo que no era, suscitar sospechas entre la tripulación. Ya estaba acostumbrado a dudar de todo el mundo, a ver espías delante y detrás, a investigar en los desconocidos, a padecer desconcierto a cada paso. En el trance del capitán del Ville Fleury, ya se mostraba suspicaz, de puro temperamento deportista.
-No se inquiete usted, Gloria. Me importa tres pepinos lo que haga o deje de hacer, lo que sea o deje de ser ese sujeto disfrazado de capitán o ese capitán que pretende intrigarnos. Esperemos. ¡Verá cómo el lobo de mar se marea!
Rió dando rienda suelta a una franca familiaridad. Ella lanzó una mirada investigadora para desentrañar el rostro tornadizo del grabador. Se le acercó, como si pretendiese leer en sus pupilas. La proximidad de la desconocida le resultaba molesta. Ésta, en voz baja, entre persuasiva y familiar, fue diciéndole por lo bajo:
-¡Qué alivio, Dios mío! Ahora puedo confiar en alguien. He viajado como una delincuente, escapando del camarote a medianoche. Aguardando la salida del sol para esconderme. Creía que todos los pasajeros eran siniestros. Así me lo dio a entender el capitán. Pues ahora, que se guarde su barba venerable. Prefiero recuperar mi profesión de modelo para un artista argentino.
No. No tenía el desparpajo de la aventurera, porque hablaba sin ninguna seguridad con frases entrecortadas, tajeadas de miedo. No pretendía conquistar a un pasajero cualquiera aprovechando la soledad. Tenía un aire huérfano, nada ficticio.
Tito Hassam daba crédito a sus palabras por una razón muy personal. Mientras la mujer hablaba, veía en ella a otra insistente mujer de la misma edad y condición que expresaba idénticas ideas. La confundía con la ausente, aquella tierna francesita de Montparnasse que soñó atravesar el mar, y que el artista Hassam había defraudado exponiéndola a la metralla del invasor. También ella tenía la costumbre de hablar en voz baja con frases cortas y suspiradas deformando las palabras infantilmente, pequeña variante que todavía no se le había ocurrido a la desconocida.
Las huellas del amor incumplido se prolongan hacia el primer ser que nos brinda cariño. Él volvía a padecer la ausencia de las ternuras que le ofreciera la modelo parisiense. Eran esquirlas metidas en su carne como residuos de una explosión.
-Volvamos cada uno a su respectiva cabina -dijo Gloria al separarse.
La conversación se había prolongado. Ambos se sentían humedecidos por la brisa crepuscular, aprendiza del viento nocturno.
-Hace frío, estoy toda húmeda -prosiguió-. Mi cuerpo reclama mantas y calor... ¡Qué lástima! ¡Quizá nunca podamos estar unidos junto al fuego!
Hassam, por toda respuesta, la tomó por el brazo y le preguntó:
-¿Comerá con él?
-No -respondió con firmeza-. Y para ahorrarle a usted el más mínimo disgusto, le prometo cortar relaciones con el capitán. Desde esta tarde -lo miró profundamente- seré su protegida.
-No me tome usted en forma tan paternal, Gloria. Tengo algunos años más que usted, pero...
Sacaron los cálculos. Evidentemente, Tito podía ser su padre.
Ella se tornó pensativa, pero un poco teatrales su actitud y su gesto produjeron una reacción desfavorable en el ánimo de Hassam.
-¿Cómo era su padre?
Ella habló del señor Líber, inventor, fabricante, hombre de empresa, cuya vida resultaba misteriosa desde el comienzo de la guerra, vale decir, desde que empezó a padecer los más atroces vejámenes y las más injustificadas persecuciones, para reincorporarse, de pronto, a la vida normal, sin dar explicaciones, sin la menor queja, sin una sola palabra de censura. Entraba y salía de los campos de concentración en forma sospechosa.
-El sufrimiento de mi padre no se relacionaba con el destino de mi madre. Poco le importaban nuestras penurias. Usted sabe que ese aspecto de la vida se anula con la fiebre bélica. Mi padre era un inventor y algo más... Guardaba un precioso secreto: podía aprovechar las vibraciones del sonido y transformarlas en energía, en fuerza motriz. Creía revolucionar la mecánica moderna.
Tito Hassam frunció el entrecejo demostrando asombro.
-Sí, era una realidad. Yo he visto funcionar la primera transformadora de energía en el pequeño taller que teníamos en Passy. Mi padre trabajaba al borde de las vías. Cuando se cruzaban dos trenes a un tiempo, el fragor hacía andar el mecanismo veinte minutos. Había contratado el ruido de varias fábricas de París. "La hulla invisible, la hulla invisible", repetía con aire iluminado. Pretendió arrendar el estruendo de un taller metalúrgico, y lo tomaron por loco. Yo sé que su idea no es nada descabellada. Mi padre trabajaba en el invento desde el año catorce. Se le ocurrió la idea al oír el tableteo de las ametralladoras. Pero no quiero..., no puedo hablar más de estas cosas. ¡Por favor, no me deje hablar más! Es un peligro para mí.
Hassam fue prudente. En premio a su discreción, manifestada como si se sintiese ofendido, Gloria le transmitió algunos sutiles entretelones del asunto.
-Mi padre confiaba en mí, tan sólo en mí. Los planos estuvieron en mis manos durante un tiempo. Me daba miedo ser depositaria de tal responsabilidad. Me dijo que sólo se los entregase a la persona que se presentara con este anillo.
Gloria sacó de su cartera un anillo de oro con una calavera cincelada.
-Me entregaron este anillo, les di los planos. Según Laval, unos minutos después el emisario murió carbonizado entre los escombros provocados por una bomba. Todavía veo la escena en todos sus detalles. Era un depósito de vinos. Oleadas de coñac invadían la calle, ríos de licores inflamados. Allí quedaron los planos del invento. Mi padre aseguraba que eran los únicos.
Gloria hizo un silencio lleno de gestos teatrales.
-Dicen que mi padre murió loco en un campo de concentración. Yo estoy segura de que es una mentira su muerte y la del emisario carbonizado. No sé... no sé... ¡No me haga usted hablar más, por favor!
Hassam estaba impresionado. No se atrevía a pronunciar una sola palabra. El oleaje del mar acunaba una frase de la desconocida: "La hulla invisible".
Pero la presencia corporal y rotunda de la espléndida mujer impedía el fantaseo. Estaba demasiado presente, era demasiado real para eludirla. La miró primero en los ojos, luego en los hombros y, por fin, fijó la vista en las manos. "Los dedos parecen garras", -pensó en ese instante-. "Esta mujer es distinta a todas".
-No sé si me persiguen, si alguien está encargado de seguirme. Creen que llevo el invento conmigo. Tomé el primer barco que pude porque hay dinero a mi nombre en un banco de Buenos Aires. Lo he sabido por una carta de mi madre. Y no me pregunte más, absolutamente nada más, porque yo no podré responderle a una sola de sus preguntas.
Y desapareció por el tubo de la escalera que descendía a las cabinas.
Desde aquella tarde, el capitán del Ville Fleury vivió aislado en su puente de comando. El segundo capitán dijo que la salud de su superior era delicada. Le excusó en el salón comedor y en la mesa de baraja francesa. Uno de los telegrafistas le dijo a Hassam que el capitán se había afeitado las barbas.
Hasta el arribo a Madeira contados pasajeros alcanzaron a verlo. Algunos, Tito Hassam entre ellos, lo buscaron en los días de tempestad y en el entrevero de conversaciones sobre la conducta desconcertante de los que emigraban de Europa. Al árabe Hassam -a pesar de su nacionalidad argentina, el pasaje lo veía como árabe, lo vigilaba como árabe, lo escuchaba como se oye a un oriental trasplantado que se expresa con la piel oscura de su raza-, el árabe Hassam, grabador, artista plástico, daba particular importancia a los rasgos humanos. Le inquietaba la presencia física del capitán: desde su indumentaria hasta su descomunal nariz aguileña. Un día lo sorprendió de perfil tras los cristales de la cabina. Un rostro extraño -aguilucho disecado, resultaba con las mejillas desprovistas de barba-. Aquélla fue la última vez que vio al capitán. Y ahora lo recordaba vagamente entre las turbonadas del alcohol, en un bar de Buenos Aires.
* * *
Se dejó llevar luego por la corriente de los recuerdos, deteniéndose en los pueriles detalles de su encuentro con la Líber.
Pero el episodio de su casamiento en Madeira le llenaba de gozo. A pesar del riesgo que corrió, era el momento estelar de su existencia. Entre sorbo y sorbo, volvía sobre los pasos perdidos, reconstruyendo el pasado.
Bajaron a tierra. Treparon la montaña y comieron debajo de un toldo anaranjado que más bien acrecentaba la tibieza cuando el sol dejaba caer rápidas pinceladas de calor. Almorzando en una terraza de vecina vegetación lujuriosa, rica en fragancias inéditas. ¡Oh tierra de Madeira, inolvidable, recordada en un bar cargado de voces aguardentosas, de agrios olores entremezclados!
Desde aquella terraza se divisaba la hermosa bahía limpia de embarcaciones con la grasienta presencia del Ville Fleury que, inmóvil en la rada, era escamoteado por súbitas nieblas, internándose caprichosamente en el mar o surgiendo de entre las montañas.
A veces, la visibilidad se tornaba dificultosa, como si mirasen a través de un cristal empañado. Las largas pestañas de Gloria recogían diminutas gotas de vapor y era un pretexto feliz para acercarse a su rostro. La charla se hizo confidencial, favorecidos por la atmósfera propicia, libremente expuestos a las influencias climatéricas.
El amor suele irrumpir impetuoso cuando la niebla aísla a las personas colocándolas como entre los bastidores de un vasto escenario de farsa. De pronto, las palabras adquieren categoría sobrenatural, sobre todo cuando el sol esgrime su alfanje y parte en dos las densas nubes, a la par que el ramaje humedecido.
Gloria y Tito se expusieron a los cambios atmosféricos y recibieron su influjo.
Fue en ese trance que el argentino prometió ayudarla, invocando el pabellón de su patria. Se lo comunicó en voz baja, casi en secreto, envolviendo sus palabras en la sordina de la niebla.
Gloria Líber sabía que una mujer soltera tropieza a cada instante con serios inconvenientes. Casada, podía entrar al país de su marido y defender su condición. Ella no se atrevía a insinuar semejante arreglo. Pero al abandonar la terraza del hotel descubrió que alguien los había estado espiando. Unas ramas se agitaron dejando caer la breve llovizna de la huída. Descendieron de la montaña por la pendiente, utilizando un vehículo sin ruedas, tosco trineo tropical.
El Ville Fleury permaneció en la rada tres semanas, incomunicado, esperando órdenes para zarpar y sin saber hacia dónde debían dirigirse. En las forzadas vacaciones, Gloria conquistó un nombre. En el Registro Civil de Madeira se puede leer: Gloria Líber, 26, francesa, y Tito Hassam, 42, argentino, contrajeron enlace el 25 de julio de 1942.
Hassam juró solemnemente -un extraño ademán de indudable origen árabe rubricó el pacto-, juró no hacer la más mínima averiguación sobre el pasado de su mujer. Vale decir, en términos contrarios, que desde ese mismo instante viviría obsesionado con el pasado de Gloria Líber, hermosa francesa; al parecer, hija de un inventor alemán; al parecer de 26 años, huérfana, al parecer...
Cuando el Ville Fleury enfiló hacia el Sur y ya volaba solitaria la inevitable gaviota ganadora de la maratón marina, Gloria y Tito formaban la pareja más feliz del barco. Tanto, que casi no les importaban las penurias del oscurecimiento obligado ni la dirección que llevaba el navío, ni el puerto al que arribarían. Si escaseaban los alimentos, Hassam dejaba de comer su parte para ofrecérsela a Gloria, y en las tediosas tardes invernales, le enseñaba a dibujar. Gloria se interesaba por la técnica y la destreza de su marido, que en pocos días hizo más de cien apuntes de su cabeza y una docena de xilografías.
Al parecer, ella iba poco a poco enamorándose del árabe argentino que Dios y Alá le habían puesto sobre un barco donde navegaban dudosos refugiados. Casada, legalizados sus pasaportes, dejaban de ser sospechosos. Madame Hassam, un nombre redondo, de grave enunciación.
El pasaje, curado de espanto, no reparaba en los signos extraños que generalmente preocupan a los supersticiosos. Los cambios de nombre en la vida del mar tienen profunda significación. Y un capitán que se afeita y desaparece por injustificados motivos sobre un barco que en épocas de paz surcaba los mares con otro nombre, se sumaba a innumerables agorerías. Ville Fleury podía leerse en los botes salvavidas. Y todos ignoraban el nombre primitivo. Pero no así la leyenda marina con los riesgos fatídicos que persiguen a las embarcaciones rebautizadas.

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