sábado, 3 de mayo de 2014

Xavier Velasco. Novela: "Diablo guardián". Premio Alfaguara 2003.


"La escritura, una misión personal que no me perdono: Xavier Velasco"



Comunicado Núm. 1154



***El escritor mexicano comparte momentos divertidos que ha vivido dentro de su oficio

***Forma parte de la delegación que representa a nuestro país en la XXII Feria Internacional del Libro de Bogotá

Bogotá, Colombia.- Lograr que la gente sonría con unas simples aventuras y desventuras dentro de la literatura no es una virtud de todos los escritores. Xavier Velasco lo consiguió y de qué manera.

          El narrador, ensayista, cronista, guionista y periodista mexicano logró reunir a jóvenes colombianos en la charla que ofreció dentro de la XXII Feria Internacional del Libro de Bogotá. Los jóvenes pasaron una tarde divertida con Velasco, quien compartió las cosas más simples de su vida, pero determinantes en su profesión.

          Y es que lo mismo habló de las desventajas de haber recibido un reconocimiento tan importante (fue ganador del Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián), de su afición por ser columnista, de su frustración como actor y rockero, su etapa de adolescencia y las mujeres, así como su etapa como publicista. Temas que fueron abordados con gran sentido del humor, dándole al encuentro un toque más informal, de amigos.

          Cuenta que siempre soñó con vivir de la escritura. Sin embargo, cuando decidió escribir la novela que le dio el premio Alfaguara tuvo que pedir prestado para sobrevivir, prometiendo en broma que pagaría su deuda con las regalías del libro: “Decir eso fue como soñar que me encontraría con un maletín lleno de dinero”.

          Las letras han sido su vida. Por eso, la necesidad lo llevó a realizar otra actividad que le generaba ingresos, pero de la cual quisiera olvidarse, expresó bromeando: “Durante dos años trabajé en una agencia de publicidad. Tenía 24 años, en ese tiempo era un estudiante de filosofía arrogante que pensaba que los publicistas eran menos. Descubrí que no sabía nada de ese oficio pero como buena prostituta me adecué al ambiente para que no me corrieran. Aprendí los trucos del diablo”.

          Para Velasco, colaborador del periódico Milenio, la escritura es su fuente de vida, a tal grado que no se imagina vivir sin hacer su columna semanal: “Si no la tengo, siento que me falta una columna vertebral. Como ciudadano común tengo inquietudes que quiero revelar y no precisamente dentro de un género literario, sino en una columna, donde habla el ciudadano común, no el escritor”.

          Al preguntarle sobre su proceso creativo, el escritor dijo: “Necesito estar en el lugar de origen, en la rutina misma. Escuchar los pájaros o cualquier sonido familiar y dejar pasar varias horas para empezar a escribir, con la que cumplo con esa misión personal que no me perdono”.

          Diablo guardián fue la novela que le valió el Premio Alfaguara de Novela. Desde su punto de vista, este tipo de distinciones pueden tener efectos negativos si no se sabe manejar: “Puedes caer en el error de creer que en verdad te merecías el premio cuando no es cierto, ya que pudo influir la suerte, el jurado o el que no compitiera uno mejor que tú. También te das cuenta que aquellos amigos no lo eran o que los que pensabas olvidados siempre te recuerdan”.

          Sin lugar a dudas, uno de las experiencias contadas por el mexicano más disfrutada por los colombianos fue en torno a su vida adolescente y amorosa.

          “Fui muy tímido. Mi gran conflicto es que me gustaban las niñas cuando los niños decían que debíamos odiarlas. También me gustaba Raphael y cantar pero me tenía que callar por vergüenza. De adolescente no tuve éxito con las mujeres, llegando a la conclusión de que debía hacerme amigo de las guapas aunque fuera sólo para tener más amigos”.

          Justamente el tema femenino es un asunto que siempre le ha inquietado. Confiesa. De hecho, en su novela Diablo guardián aparece un personaje muy especial perteneciente a este género.

          Acerca de este interés por las mujeres, Velasco señala: “Siempre me ha resultado apasionante saber qué pasa por la mente de una mujer. En el caso de mi personaje en esta novela sentí la necesidad de rascar en su interior y conocerla internamente. Confieso que me enamoré de mi personaje no obstante que es malvada; suele pasar que uno se enamora de la persona equivocada y ésta siempre es el amor más grande que tienes en toda tu vida”.

          Finalmente, se refirió a su gusto por la actuación y la música (especialmente el rock), confesando que se siente un actor y músico frustrado. Sin embargo, ese gusto por el ritmo le ha servido en su obra, pues asegura que “sus escritos los piensa como música”.

GJB/ Cobertura especial
http://www.conaculta.gob.mx/detalle-nota/?id=1747

(Fragmento de novela: "Diablo guardián").

¿Quién de ellos no era yo?
El Señor esté con vosotros... El sepelio es el fin de la primera persona. Una ocasión pomposa donde unos cuantos ellos despiden a otro yo de su nosotros, a la vez que lo envían a otro ellos, más hondo e insondable. Ellos: los que no están, ni van a estar. Los que, si un día estuvieran, nos harían correr despavoridos. ¿o no es así, despavoridos como dicen que corren los que huyen de los muertos? Lo más fácil, e incluso lo más lógico, sería que enterrásemos a nuestros difuntos en el jardín de la que fue su casa. Pero entonces ya nadie se sentiría en su casa, ni en su mundo, sino sólo en el de ellos.- los temibles difuntos-, a quienes conducimos al panteón para poner entre ellos y nosotros no sólo tierra, sino de preferencia un mundo de por medio. Por más que añoremos a nuestros muertos, no queremos estar ni un instante en su mundo. Ni respirar su aire, ni mirar su paisaje.
Desde la cripta de la familia Macotela, camuflado por el olvido de los vivos, Pig divide el paisaje de tumbas sobre tumbas sobre tumbas en dos: a izquierda y a derecha de la mole blanca: una grandilocuente cripta en condominio a cuyo borde abre las alas una gran paloma, entre chispas doradas que acusan la presencia de la Tercera Persona de la Trinidad. Son cinco pisos, con nueve bóvedas en cada uno: cuarentaicinco departamentos, amparados por el titulo impreso entre el cuarto y el quinto piso:
“Hijos Predilectos del Espíritu Santo”

Ocho criptas vacías: en ninguna cabría entero un muerto, pero sí las cenizas de varios. Cuarentaicinco menos ocho igual a treintaisiete. ¿Cuántas urnas por cripta? Cuatro, tal vez. Cuatro por treintaisiete igual a ciento cuarentaiocho. Eso, claro, si las que están ocupadas tienen ya sus cuatro. Potencialmente, la cripta en condominio podría albergar hasta ciento ochenta inquilinos. Pig calcula: un metro de profundidad por diez de ancho. Diez metros cuadrados. Es decir, a dieciocho difuntos por metro cuadrado. La familia Macotela, en cambio, posee un espacio que Pig estima en cuando menos tres por cuatro: doce metros cuadrados, todos ellos en honor a los cuatro inquilinos que para siempre y a sus anchas reposan en el sótano, cada uno con tres metros cuadrados de terreno a su disposición, en dos cómodas plantas. Por ahí de las cinco de la tarde de un lunes soleado que se mira sombrío a través de los vidrios opacos de la cripta Macotela, Pig concluye que una mujer como Violetta jamás toleraría -ni muerta, ni en cenizas- terminar sus días en ese palomar, soportando además el tácito desdén de los señores Macotela, condenados a contemplar a perpetuidad el paisaje de la miseria encaramada sobre si misma. ¿Quién iba a convencer a Violetta de la predilección de la Tercera Persona del Verbo -quien es pero no es una paloma- por lo que a todas luces era un palomar? ¿Tiene acaso mal gusto el Espíritu Santo?
Pig sofoca una risa nerviosa, inoportuna, estúpida. Podría andar por ahí un enterrador, un aguador, un deudo: nadie quiere escuchar risas idiotas saliendo de las criptas. Con frecuencia se ríe de chistes malos, insulsos, como si todo el acto de reírse fuese una suerte de certificación: Ah, ya entiendo. ¿Qué es lo que Pig entiende, en este caso? Concretamente, que no todos los fans de la Tercera Persona del Verbo tienen acceso a su camerino. Y entonces se le ocurre que Violetta no dudaría en tachar hijos y escribir en su lugar siervos, ni en un rato después volver para tachar siervos y escribir criados. Pero ¿qué no un cristiano de verdad humilde tendría que considerarse criado, antes que siervo?
Cuando los vio venir, Pig llevaba tres horas esperando. Entró poco antes de las dos de la tarde, aprovechando el vuelo bajo de un avión para darle el jalón a la llave de cruz, y así probar el choque eléctrico del miedo tras el estruendo sordo del pestillo al quebrarse. Se habían roto las bisagras, además. En todo caso desde afuera no se notaba. La puerta se abría sola, pero Pig la cerró a fuerza de atorarla con la misma oficiosa herramienta.
Pasada medianoche, había llamado a la casa de la familia. La madre se quejó, pero apenas le mencionó la palabra «procuraduría», su tono se hizo abruptamente dócil, y hasta obsequioso. Le dio todos los datos: el panteón, la sección, la cripta, la hora del sepelio: cinco de la tarde. Suficiente para estar ahí a tiempo, pero no todavía para no ser visto: cosa difícil un lunes por la tarde, cuando las tumbas están casi tan solas como de noche, y las raras visitas son más que notorias. Por eso Pig llegó tres horas antes, y no bien hubo reventado la chapa se tendió sobre los primeros escalones que llevan hacia el sótano, tras los cristales convenientemente oscuros de Chez Macotela: una trinchera tétrica que lo obliga a mirar todo el tiempo hacia arriba y hacia afuera. Desde entonces ha dedicado los minutos a contar las cruces en ambos lados del paisaje, a calcular la cantidad de criptas necesarias para enterrar a todos los habitantes de la ciudad, a imaginar los más probables comentarios de Violetta, y entonces cada vez ha vuelto a los números, como niño perdido a las faldas de su abuela. Cuando uno se ha quedado solo entre los muertos, decidido a fisgar un entierro al que no fue invitado, las matemáticas acuden como legitimas enviadas del Espíritu Santo.
Un entierro sin tierra, ni ataúd, ni gusanos; un encierro, más bien. No quería perderse los detalles, ni podía correr el riesgo de que lo vieran. El único peligro inevitable era que un deudo de los Macotela -muertos hacia treinta, cuarenta años- tuviera la fatal ocurrencia de ir a visitarlos en la tarde del lunes. ¿Se es todavía deudo luego de cuatro décadas del trágico suceso? Con tan escasos momios en su contra, Pig terminó por apreciar el privilegio de los Macotela sobre los Hijos Predilectos del Espíritu Santo. Especialmente luego de verlos venir: dos, cuatro, ocho en total. La familia Rosas, más dos enterradores -o encerradores-, el sacerdote y su ayudante. Un cortejo discreto y breve.- dos calificativos que igual describen a un sepelio que al ánimo de pronto amedrentado de quienes prefirieron asistir sin otras compañías al evento.
No podía escucharlos. Se interponían el cristal y los nueve o diez metros que alejaban al multifamiliar del mausoleo. A cambio, los miraba con una nitidez obscena, y en momentos dudaba si no lo habían visto. El padre iba cargando la urna, la madre un oso de peluche rosa. Atrás, los dos hermanos caminaban con las manos metidas en las bolsas de las chamarras: Miami Dolphins, Dallas Cowboys.
Pig volvía a sentir las ganas de reírse, porque quizás con una carcajada histérica y adolorida lograría vencer los agobios que oprimen a la primera persona del singular cuando lleva tres horas oculta entre los muertos, y acto seguido es invitada a presenciar una escena que seria insoportable si no fuera, antes que eso, patética. Ya Violetta se había cansado de acusarlos: rehenes permanentes de la opinión ajena. Especialmente en ese trance, con sus caras de no soy yo el que está aquí con el dolor vestido a tiempo de pudor, a su vez disfrazado, aunque jamás a tiempo, de una dignidad meramente decorativa. Una dignidad rosa mexicano, con los ojos perpetuamente abiertos y el peluche radiante de los muñecos que jamás llegaron a las manos de un niño. Porque el oso era nuevo, eso seguro. ¿Quién seria, sin embargo, lo suficientemente cínico para indagar en el peluche del muñeco, cuando ya su presencia invita a quitarse el sombrero, persignarse, pensar, expropiar pesadumbre? (Pero Pig está allí sin estar. Mira los movimientos y los gestos de los deudos como quien ve a través de un vidrio empañado: percibiendo figuras y colores inconexos, como sueños espesos y enrarecidos, pero de rato en rato vuelve a enfocar el oso de peluche. Hasta que ve a la madre dar un paso hacia el hueco en la cripta y acomodar allí el osito, recargado en la urna. Luego la ve sacar una caja negra y blanca -¿un casete?- y pasarla lenta, pomposamente al otro lado de la urna.)
Toda la ceremonia duró quince minutos. Si Pig hubiese estado filmando aquella escena, probablemente se habría concentrado en el osito, luego una toma lenta sobre las expresiones de piedra de los deudos, y al final otra vez el osito, justo antes de que lo cubriera para siempre la losa:
Rosa del Alba Rosas Valdivia (1973 - 1998)
«Para siempre»: Pig no estaba dispuesto a permitirlo. Porque Pig ya no piensa más en el osito, ni en la urna, ni en los deudos, como en la sola circunstancia que de un instante a otro le ha jodido el sosiego: ¿Qué hay en ese casete? ¿Las Mañanitas, Las Golondrinas, La Martina, la voz arrepentida de Rosa del Alba Rosas Valdivia? Desde que vio la caja y advirtió que si, es un casete, le ha ido creciendo dentro un temblor que tardó casi nada en llegar a las manos, las rodillas, la quijada. Un miedo intrépido, por fatalista. El miedo de quien sabe que pase lo que pase va a hacer lo que va a hacer: ese osito podrá quedarse para siempre sin un niño que lo abrace por las noches, pero Pig no tolera ni la idea de salir del panteón sin esa cinta. ... y con tu espíritu, alcanza a leer Pig en los labios de los deudos, los mira santiguarse, fisgar hacia los lados y hacia atrás: comprobar con alivio la madre, luego el padre, la ausencia de testigos indeseables (con excepción del yo que, oculto entre ellos, profana en la penumbra su nosotros).
¿Yo? -duda Pig, no bien ha recordado su calidad de fantasma, su papel de testigo, sus ganas incumplidas de llorar a gritos, y entiende que esta historia no admite más primera persona que Violetta. Su Violetta.
















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