CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
jueves, 15 de mayo de 2014
Maugham William S . De la novela policíaca y la novela negra.(Semana de la novela policíaca y novela negra),
Maugham William S
(París, 25 de enero de 1874 - Niza, 16 de diciembre de 1965) fue novelista, dramaturgo, ensayista, espía y escritor de cuentos en lengua inglesa. Durante la década de 1930 fue considerado el escritor más exitoso y rico del mundo.A lo largo de 60 años escribió más de 100 historias cortas y 21 novelas, además de gran número de piezas teatrales, biografías, libros de viajes y ensayos.
***
Para el joven inglés Charley Mason, la estancia de cinco días en París que le han regalado sus padres no será la celebración que él esperaba, sino un interludio inquietante en su vida, una experiencia reveladora que desestabilizará su corazón y su privilegiada vida familiar en el marco histórico de la Europa de entreguerras.
Charley se reúne en París con Simon, periodista y amigo de la infancia. En el cabaret Sérail, Charley conoce a la Princesa Olga, mote de una enigmática joven rusa llamada Lydia, quien lo conmueve con la historia de su vida, su orfandad, su pobreza y su irracional devoción a un marido convicto. Por un breve tiempo, la segura, respetable y cómoda existencia de Charley se verá afectada por la de aquellos que no han disfrutado de tales bendiciones. Sus «vacaciones» en París harán que cambie para siempre.
Fuente:n.n.
(Fragmento).
1
CHARLEY Mason salía aquella mañana de viaje. Por este motivo, su madre deseaba que tomara un buen desayuno; pero él estaba demasiado nervioso para poder comer tranquilamente. Era la víspera de Navidad, y salía hacia París. Hacía ya tres días que había terminado su trabajo en la oficina, y su padre, que no tenía obligación de ir a ningún despacho, lo llevó en su coche hasta la estación Victoria. Cuando se detuvieron unos minutos en los jardines de Grosvenor a causa del tránsito, Charley, temiendo perder el tren, palideció de inquietud. Su padre le sonrió con una expresión de malicia.
—Te queda casi media hora.
No obstante, sintieron un gran alivio al llegar.
—Bien. Hasta la vuelta, muchacho —le dijo su padre—. Que te diviertas, y no te molestes ni te preocupes por nada.
Cuando el barco llegó a Calais, la vista de las casas grises, altas y sucias lo llenó de alegría. Era un día frío y húmedo. El viento soplaba con furia. Cruzó el andén con rápidos pasos, como si volara. Potente, lujoso, impresionante, el Flecha de Oro se encontraba allí, aguardándolo. No era un tren como los demás, sino un símbolo de aventura. Se asomó por la ventanilla mientras hubo luz, alegrándose interiormente a medida que reconocía en los paisajes los temas de los cuadros que había visto en los museos: colinas y prados grises bajo un cielo plomizo, sucesivas aldeas de casas humildes con techos de pizarra, y, más allá, un triste y extenso panorama con campos roturados y árboles desnudos. Pero el día parecía tener prisa por dejar atrás el lúgubre paisaje y cuando miró afuera sólo pudo ver su propio reflejo y, a sus espaldas, la brillante madera caoba de su compartimiento. Le hubiese gustado viajar en avión. Ése habría sido su deseo más vivo, pero su madre no se lo permitió. Ella había convencido a su padre de que en los comienzos del invierno era muy arriesgado efectuar una excursión de tal naturaleza, y éste, como siempre tan razonable, había autorizado el viaje a condición de que lo efectuara en tren.
Naturalmente, Charley ya había estado en París al menos una docena de veces, pero aquélla era la primera ocasión en que iba solo. Se trataba de un regalo especial, que su padre le había hecho por un motivo también especial. Se había cumplido un año de su ingreso en la oficina paterna y había obtenido buenas notas en los exámenes. Esto le permitía seguir con gran provecho la profesión que había elegido. Hasta donde podía recordar, tanto su padre como su madre, su hermana Patsy y él habían pasado siempre la Navidad en Godalming, en compañía de sus primos, los Terry-Mason; y nos vemos obligados a retroceder un poco para explicar la razón en virtud de la cual Leslie Mason, después de discutir el asunto con su esposa, había preguntado una tarde a su hijo, siempre con rostro bondadoso y sonriente, si en vez de estar con ellos, como de costumbre, le gustaría pasar algunos días en París, solo. Evidentemente, tenemos que retroceder hasta mediados del siglo XIX. Un hombre industrioso e inteligente llamado Sibert Mason, que había sido jardinero mayor de una gran casa en Sussex y se había casado con la cocinera, compró con sus ahorros y los de su mujer algunas hectáreas al norte de Londres para establecerse como horticultor. Aunque por entonces tenía ya cuarenta años y su esposa sólo algunos menos, tuvieron ocho hijos. Él prosperó, y con el dinero ganado compró algunas parcelas más de terreno en lo que, todavía, era campo raso. La ciudad fue creciendo y la huerta alcanzó el valor de un terreno edificable. Con el crédito de un banco, levantó una serie de casas y no tardó en alquilarlas todas. Sería prolijo dar cuenta de los pormenores de su progreso. Basta indicar que cuando murió, a los ochenta y cuatro años, las pocas hectáreas que había comprado para cultivar hortalizas con que abastecer a Covent Garden, junto con las tierras que había adquirido paulatinamente, a medida que se le presentaba la ocasión, estaban cubiertas de ladrillos y hormigón. Sibert Mason se había preocupado de que sus hijos recibieran la educación que él no había podido tener. Ellos elevaron su nivel social. El Residencial Mason, como lo había llamado con cierta pompa, se convirtió en una sociedad privada. A su muerte, cada hijo recibió como herencia una parte de las acciones.
El Residencial Mason fue muy bien administrado. Aunque no podía compararse en importancia con las casas de Westminster o Portman, ya que su situación era modesta y desde hacía algún tiempo había dejado de poseer valor como barrio urbanizado, las tiendas, bodegas y fábricas, los tugurios y las largas hileras de sucias casas de dos pisos producían unas rentas que permitían a sus propietarios, sin gran mérito y con poco esfuerzo, vivir como caballeros y damas, con arreglo a su nueva posición social.
En efecto, el jefe de familia era muy rico. Era el único hijo superviviente del primogénito del viejo Sibert, ya que su hermano había muerto en la guerra y su hermana había fallecido a causa de una fatal caída. Además, era miembro del Parlamento, y cuando el jubileo de Jorge V le fue concedido el título de baronet. Con este motivo añadió al suyo el nombre de su esposa, llamándose desde entonces sir Wilfred Terry-Mason. La familia tenía la esperanza de que su inquebrantable adhesión al partido tory y su sólida posición social y financiera harían que se le concediera el nombramiento de par del reino.
El menor de los numerosos nietos de Sibert, Leslie Mason, se educó primeramente en un colegio privado y luego en Cambridge. La parte que le correspondía del Residencial le proporcionaba una renta de dos mil libras anuales, y a esta cantidad había que añadir otras mil que percibía en calidad de secretario de la sociedad. Una vez al año se reunían todos los familiares que se encontraban en Inglaterra durante esas fechas, pues algunos miembros de la tercera generación servían a su país en lejanas regiones del imperio y otros eran unos afortunados caballeros que con frecuencia pasaban temporadas en el extranjero. Sir Wilfred, como presidente de la entidad, presentaba balances sumamente satisfactorios que los contables habían preparado.
Leslie Mason era un hombre de múltiples facetas. Frisaba los cincuenta años. Era alto, apuesto, tenía unos bellos ojos azules, un hermoso cabello entrecano poco recortado y un saludable color, todo lo cual le daba un aspecto muy agradable. Parecía un militar o un gobernador de las colonias en uso de licencia, en vez del administrador de una sociedad. Nadie hubiese imaginado que su abuelo había sido jardinero y su abuela cocinera. Jugaba muy bien al golf, y disponía de bastante tiempo para este deporte. Pero Leslie Mason era algo más que un simple deportista. Le interesaba mucho el arte. Los restantes miembros de la familia carecían de semejantes debilidades y aceptaban con condescendencia sus predilecciones, pues en cierto modo les divertía. Sin embargo, cuando por una u otra razón alguno de ellos quería comprar un mueble o un cuadro, buscaban su consejo y lo seguían fielmente. No era de extrañar que tuviera ciertos conocimientos artísticos, pues se había casado con la hija de un pintor. John Peron, su suegro, pertenecía a la Real Academia, y durante mucho tiempo, en los últimos veinte años del siglo, había adquirido cierta celebridad pintando retratos de mujeres jóvenes vestidas con trajes del siglo XVIII rodeadas de caballeros ataviados según la misma moda. Los fondos eran generalmente jardines repletos de flores tradicionales, glorietas frondosas y salones amueblados correctamente con mesas y sillas de la época. Pero ahora los cuadros se vendían en Christie’s al precio de treinta chelines o dos libras. A la muerte de su padre, Venetia Mason había heredado numerosas pinturas que durante bastante tiempo permanecieron arrinconadas en el desván, vueltas contra la pared. Ni todo el cariño que ella había sentido por su padre podía convencerla de que aquellos cuadros no eran horrendos. Al matrimonio no le avergonzaba lo más mínimo que la abuela de Leslie hubiese sido cocinera. Algunas veces les agradaba hacer chistes con sus amigos sobre el particular. Pero, en cambio, cuando se hablaba de John Peron como pintor se sentían todos un poco turbados. Algunas obras suyas se exhibían colgadas en las paredes de los Mason, lo que se había convertido en motivo de mortificación para Venetia.
—¡Por Dios! ¿Todavía insistes en tener colgado el cuadro de papá? —decía ella—. ¿No te parece que está ya anticuado? ¿Por qué no lo cuelgas en la pared de alguna de las habitaciones que no se utilizan?
—Mi suegro era un agradable anciano —comentaba Leslie—. Poseía unos correctos modales, pero sospecho que no era un pintor excelente.
—Mi administrador pagó una buena suma por este cuadro. Me parece absurdo arrinconar en el desván una pintura que ha costado trescientas libras. Ahora bien, si te parece, me das ciento cincuenta y te lo venderé sin ningún inconveniente.
Aunque en el curso de tres generaciones los Mason se habían convertido en nobles, no habían perdido su espíritu comercial.
Desde su matrimonio, los Leslie Mason habían progresado bastante en gusto estético. De las paredes de la hermosa residencia que poseían en Porchester Close pendían cuadros de Wilson Steer, Augustus John, Duncan Grant y Vanessa Bell. Poseían además un Utrillo y un Vuillard, comprados ambos cuando estos dos maestros vendían sus cuadros a precios relativamente módicos. También tenían un Derain, un Marquet y un Chirico. Era imposible entrar en aquella casa, bastante poco amueblada, sin advertir al momento que sus dueños estaban muy al tanto de las corrientes pictóricas. Raras veces dejaban de acudir a las exposiciones, y cuando iban a París no faltaban nunca a las de Rosenberg ni dejaban de dar un vistazo a las galerías de la Rue de Seine. Realmente les gustaban los cuadros y si aguardaban a que se publicaran las opiniones de los críticos y a que éstos estuviesen de acuerdo sobre sus méritos, se debía en parte a una modesta confianza en su propio juicio, y en parte al temor de hacer un mal negocio. Al fin y al cabo, los cuadros de John Peron habían sido elogiados en su tiempo por los críticos más importantes, y se habían vendido en varios centenares de libras. ¿Y cuánto valían ahora? Dos o tres libras. Esto les hacía proceder con cautela.
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