martes, 26 de noviembre de 2013

Battista, Vicente

 

Battista, Vicente (1940-VVVV).

  Narrador y periodista argentino, nacido en Buenos Aires en 1940. Destacado animador cultural tanto en su lugar de origen como en España (país al que se trasladó en 1973 y en el que residió durante más de diez años), fue uno de los integrantes de la redacción de la revista literaria El escarabajo de oro, una de las publicaciones culturales más prestigiosas del hemisferio austral, que sirvió de guía y referente a varias generaciones de autores hispanoamericanos de la segunda mitad del siglo XX. Consagrado, a través de las páginas de esta revista, como una de las jóvenes promesas de la cultura argentina contemporánea, acrecentó aún más su prestigio e influencia a raíz de su intervención directa en la fundación -al lado de Mario Goloboff- de Nuevos Aires, una espléndida revista de ficción, análisis crítico y pensamiento filosófico cuya dirección asumió el propio Vicente Battista. Ya era sobradamente conocido en su faceta de escritor en Argentina cuando, en 1973, cruzó el Atlántico y se afincó en España, primero en Barcelona y posteriormente en las Islas Canarias. En 1984 regresó a su país natal, donde continuó ejerciendo una poderosa influencia en los medios literarios por vía de sus colaboraciones permanentes en la sección cultural del rotativo Clarín.En dicha faceta de escritor, Vicente Battista se dio a conocer como narrador a mediados de los años sesenta con una colección de cuentos presentada bajo el título de Los muertos (1967), opera prima que, galardonada con premios tan prestigiosos en el ámbito hispanoamericano como los que conceden la Casa de las Américas (en Cuba) y el Fondo Nacional de las Artes (en Argentina), le consagró de inmediato como una de las grandes revelaciones en el cultivo del complejo género de la narrativa breve. A partir de entonces, Vicente Battista siguió escribiendo numerosos relatos que vinieron a confirmar la grata impresión causada por su primera recopilación, y dio a conocer la mayor parte de ellos en otras colecciones presentadas bajo los títulos de Esta noche reunión en casa (1973), Como tanta gente que anda por ahí (1975) y El final de la calle (1992), esta última distinguida también con un galardón de notable repercusión en el panorama literario argentino, el Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires.
Al margen de estos relatos, la prosa creativa del escritor bonaerense se adentró también en los vastos dominios de la narración extensa, donde recibió los elogios unánimes de críticos y lectores por algunas novelas tan sobresalientes como El libro de todos los engaños (1984) y Siroco (1985). Pero su mayor éxito como novelista le llegó a mediados de los años noventa, en plena madurez creativa, cuando un jurado compuesto por algunos colegas tan exigentes como Abelardo Castillo, Antonio Dal Masetto, José Pablo Feinmann, Juan Forn y Vlady Kociancich otorgó la edición argentina del Premio Planeta de 1995 a su espléndida novela titulada Sucesos Argentinos. Algunas de sus obras (como la ya mencionada novela Siroco) han sido traducidas al francés.
JRF.
http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=battista-vicente
Leemos un cuento policial negro.


 
Un día después
de Vicente Battista


    Miré una vez más la foto: un rostro juvenil, de ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro. Era una belleza insolente, a mitad de camino entre la inocencia y la perversidad.
    - ­Se llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel Los Faraones, el sábado, al mediodía.
    Asentí con un movimiento de cabeza. Me entregaron el cincuenta por ciento de lo pactado y el pasaje de ida y vuelta. Dijeron que confiaban en mi, que el resto lo recibiría al final del trabajo. Asentí otra vez y pregunté si habían pensado en un sitio en especial. Uno de ellos dijo que la Cueva de los Verdes podría ser el lugar adecuado y agregó que no me costaría mucho llevarla hasta ahí. Realmente me tenían confianza. Supe que era hora de despedirse. En un par de días tendría que volar a Lanzarote para encontrarme con Mercedes Gasset.
    El vuelo fue tranquilo, debí soportar un compañero de asiento que había resuelto mitigar su soledad, o el miedo a las alturas, contándome el encanto de las Islas Canarias. Le concedí un par de aprobaciones y simulé un sueño reparador. No me interesaban las islas y jamás había estado en Lanzarote, sólo tenía una vaga referencia por un cuento, o cierto capítulo de novela, en donde un hombre se encontraba con una mujer joven, para disfrutar del fin de semana. También yo iba a encontrarme con una mujer joven, pero no iba a disfrutar del fin de semana; iba a matarla.
    La vi en el lobby del hotel. Se paseaba de un lado a otro, indecisa; aunque no parecía buscar a nadie. Finalmente se acercó a la barra y pidió un vaso de leche fría. El azabache de su pelo resultaba más inquietante que en la fotografía.
   -  ­No es el mejor modo de combatir la ansiedad ­dije.
    Me miró; sonrió levemente.
    ­- ¿Quién le ha dicho que estoy ansiosa?
     - ­No hay más que verte.
    ­- ¿Psicólogo?
     - ­Curioso.
    Habíamos roto las barreras. Dijo que se llamaba Patricia; por alguna razón ocultaba su nombre, debía cuidarme. Dijo que era madrileña.
    ­Uruguayo­mentí.
    Establecidas las reglas del juego, entretuvimos la tarde hablando tonterías.
    ­- Si me prometés cambiar la leche por un Rioja digno de nosotros -dije-, esta noche cenamos juntos.
     - ­¿Y si no?­- preguntó.
     - ­Nos encontraríamos para el café.
    ­ -Ya no tengo ansiedad ­dijo y volvió a sonreír­. A las nueve, aquí mismo.
    La vi marcharse. Esa muchacha me gustaba más de la cuenta; mi oficio prohíbe ese tipo de gustos. Pensé que un whisky doble expulsaría el mal sentimiento, lo bebí de un trago, pero la muchacha me seguía gustando. Miré la hora, faltaban unos minutos para las siete. Acaso dormir ayudaría. Pedí la llave de mi habitación y ordené que me llamaran a las ocho y media.
    Fue puntual, virtud infrecuente en las mujeres jóvenes y bonitas. Caminaba con estudiada despreocupación, usaba un vestido de tela liviana que le acentuaba las formas. Tuve la fantasía de que algunas horas después se lo iba a quitar.
    ­- Magnífica­ - dije por todo saludo y llamé al barman. Dijo que no iba a beber. Le recordé la promesa; agregó que sólo bebería vino, durante la comida. Parecía una niña obediente; fuimos hacia la mesa.
    Elegimos una exquisita carne de ternera, rociada con salsa de champiñones y acompañada de arroz blanco. Supe que en la bodega del hotel había Vega Sicilia y no vacilé: iba a ser su última cena; merecía el mejor de los vinos. Lo gozamos hasta la última gota y sirvió para recrear nuestras mentiras. Dijo que estaba en la isla con el propósito de recoger material para un futuro trabajo acerca de la identidad canaria. Quiso saber de mí. Me inventé una profesión liberal y un desengaño amoroso, dije que no quería hablar ni de una cosa ni de la otra. A la hora del café y el coñac, le confesé que me gustaba más de la cuenta y por primera vez, a lo largo de la noche, estaba diciendo la verdad.
    Decidimos que fuese en mi cuarto. Estábamos de pie, junto a la cama y sólo nos iluminaba la luna; se oía el ruido del mar, pero ni la luna ni el mar me importaron: toda mi atención estaba en ese cuerpo magnífico, sin una sola mentira. La comencé a desnudar, con la devoción que se pone en los grandes ritos. Me detuve en sus pechos, pequeños y armoniosos, y los besé lentamente; un imperceptible quejido y el minúsculo vibrar de su piel me hicieron comprender que no había errado el camino. Ahí me quedé. Buscó mi sexo y al rato estábamos desnudos sobre la cama. Cada vez me gustaba más y ella se encargaba de fomentarlo: se acostó sobre mí y me cubrió con una ternura indescriptible, hasta que llegó el momento de las palabras entrecortadas y los pequeños gritos. Era una pena quitar al mundo a una muchacha así; la abracé casi con cariño. Se quedó dormida de inmediato. Estuve mucho tiempo mirando el techo y pensando en esas desarmonías, ajenas a uno, que lamentablemente no tienen arreglo. Recordé a De Quincey: "Si alguien empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente".
    Un par de horas más tarde ella abrió los ojos y me dijo algunas cosas que ahora prefiero olvidar. Le pregunté si conocía la Cueva de los Verdes y le propuse una excursión a la mañana siguiente. Dijo que sí. No sabía que estaba firmando su sentencia de muerte.
    Un simple estuche de máquina fotográfica fue el refugio ideal para la Beretta 7,65, con silenciador incluido. Tomé un café sin azúcar, de camino a la cueva de los verdes. Habíamos decidido encontrarnos ahí a las diez de la mañana. La descubrí mezclada con un contingente turístico. Seguimos al guía y nos enteramos de que estábamos ingresando en una cueva que, trescientos años atrás, había construido la lava volcánica. Era un túnel que se prolongaba por kilómetros y kilómetros y del que apenas se habían explorado algunos miles de metros.
    -  ­Alguna vez fue refugio de los guanches -­ dijo Mercedes  a media voz.
    ­- ¿Los guanches?
    ­- Los primeros habitantes de la isla-­ completó.
    "Y ahora será tu tumba", pensé, con dolor. Conseguí que cerrásemos la marcha de los entusiasmados turistas y así anduvimos entre las tinieblas. Algunos temas de Pink Floyd y unas pocas luces de colores, astutamente distribuidas, le daban el toque fantasmagórico que el sitio precisaba. Los hijos de puta de mis clientes habían sabido elegir el lugar: un cadáver podría permanecer ahí por largo tiempo, hasta que el mal olor de su putrefacción lo delatase. Pensé que ese cadáver iba a ser el de Mercedes y sentí un ligero malestar. Decidí terminar el trabajo de una vez por todas y me detuve, con la excusa de ver algo. El contingente siguió su marcha, ignorándonos. Abrí el estuche fotográfico.
    ­ -Aquí no se pueden sacar fotos -­bromeó.
     - ­No pienso sacar fotos - ­dije.
    La Beretta en mi mano obvió cualquier otro comentario.
     - ­No entiendo- ­dijo y había  espanto en su sorprensa.
    ­- No es necesario que entiendas -­dije y alcé el arma.
    ­- Hay un error ­-dijo, casi suplicante­-. Tiene que haber un error.
    Dije que en estos casos nunca hay errores y apreté el gatillo. Se oyó un sonido corto y seco. Mercedes intentó decir algo, pero todo quedó reducido a un gesto de dolor y desconcierto. En mitad de su frente, casi a la altura de sus cejas, comenzó a bajar un hilo de sangre. Di un paso atrás y vi cómo su bello cuerpo se derrumbaba para siempre. Con ternura la llevé hasta el rincón más escondido de la cueva y la cubrí con cenizas de lava. Me sacudí las manos y la ropa, comprobé que no había señales delatorias y caminé rápido hacia donde estaba el contingente. Habían pasado menos de diez minutos. Nadie reparó en su ausencia: estaban encantados jugando con el eco, una de las maravillas de esa cueva de la muerte.
    Los pasos siguientes serían de pura rutina: debía desprenderme del arma y de la documentación fraguada. En Barcelona tendría tiempo de afeitar mi barba tirar a la basura los anteojos de falso documento. Entré en el hotel pensando en una ducha fría. Iba a pedir la llave de mi cuarto, cuando una voz femenina, sus palabras, me enmudecieron.
     - ­Me llamo Mercedes Gasset - dijo-­, hay una reserva a mi nombre. Tenía que haber llegado ayer.
    Giré la cabeza y la vi. Ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro: era mi víctima, la real, que llegaba con un día de atraso. Pidió un whisky. Pensé en Patricia, sola en la Cueva de los Verdes, cubierta de ceniza de lava; sentí un odio feroz por esta impostora e imaginé para ella un final innoble e inmediato. Diga lo que diga De Quincey, no hay que dejar las cosas para el día siguiente. Me acerqué y le dije que ése no era el mejor modo de combatir la ansiedad. Sonrió.


del libro "El final de la calle", de Vicente Battista. © 1992 Emecé

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