lunes, 21 de octubre de 2013

Fernando Vallejo. El desbarrancadero. Premio Rómulo Gallegos 2003.

 
 
 
Fernando Vallejo
(Medellín, 1942) Escritor colombiano. De familia acomodada, estudió en colegios religiosos. A los 24 años se trasladó a Roma a estudiar cine, y luego a Nueva York y a México, donde durante siete años estudió y siguió como un detective el itinerario vital y artístico del poeta colombiano modernista Porfirio Barba Jacob, un aventurero homosexual.

Fernando Vallejo
Su obra literaria se puede situar en aquella tradición contestataria antioqueña iconoclasta y rebelde, que incluye nombres como el propio Barba Jacob, Fernando González o Gonzalo Arango. Por su prosa vigorosa y áspera, original e independiente, sin límites de géneros, ideologías o creencias, se hizo merecedor de un puesto destacado en la narrativa colombiana contemporánea. Sus ataques directos contra la Iglesia, la burocracia o los políticos lo convirtieron en uno de los personajes más críticos del panorama literario iberoamericano.
La narrativa de Fernando Vallejo parece haber surgido de la violencia colombiana, casi en oposición al "realismo mágico" de su compatriota Gabriel García Márquez. La homosexualidad, los espacios maleables y marginales, la rutina violenta y la rapidez con que vincula el presente y el pasado en un solo tejido narrativo, crean esa atmósfera violenta, injuriosa y lírica que caracteriza la obra de Vallejo. También es conocido por sus insultos a Colombia o sus paradójicas reacciones ante los premios y apariciones sociales.
Su obra central es la serie autobiográfica El río del tiempo, de que ya ha publicado seis volúmenes, Los días azules (1958, recuerdos de su infancia), El fuego secreto (1987, episodios del adolescente irreverente que curiosea en los barrios bajos de Medellín y Bogotá), Los caminos a Roma (1988), Años de indulgencia (1989, recorridos por Europa y Nueva York), El Mensajero (1991, biografía de Porfirio Barba Jacob) y Entre fantasmas (1993, años de residencia en México)
Entre sus novelas destaca La virgen de los sicarios, publicada en 1994 y llevada al cine por Barbet Schroeder en el año 2000, que narra el mundo sórdido y violento del narcotráfico en Medellín, y que constituye a la vez una feroz crítica social y una crónica urbana y de los bajos fondos. En 2003 Fernando Vallejo recibió el prestigioso premio Rómulo Gallegos por su novela El desbarrancadero (2001), que narra el regreso de un hombre (el propio autor) a Medellín, donde su hermano, enfermo de sida aunque lúcido en su discurso, se halla a las puertas de la muerte.
Atraído por el cine, escribió además los guiones de películas que él mismo dirigió: Crónica Roja (1977) y En la tormenta (1980), ambas sobre la violencia en Colombia, a las que seguiría en 1983 Barrio de campeones.
Fragmento.
Fernando Vallejo
 
El desbarrancadero
 

© 2001, Fernando Vallejo

© 2001, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A.



De esta edición:

2008, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A.

Calle 80 No. 10-23

Teléfono (571) 6 39 60 00

Fax (571) 2 36 93 82



Bogotá

• Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A.

Avenida Leandro N. Alem 720 (1001), Buenos Aires



• Santillana Ediciones Generales, S.A. de C.V.

Avenida Universidad, 767, Colonia del Valle

México, D.F., 03100



• Santillana Ediciones Generales, S.L.

Torrelaguna, 60. 28043 Madrid

ISBN: 978-958-704-625-0



Impreso en Colombia

Primera edición en esta Biblioteca: abril de 2008



Diseño de cubierta: Ana María Sánchez

En la cubierta Fernando Vallejo (a la derecha)

con su hermano Darío de niños, foto tomada por su tío Argemiro

© Foto del autor: Alejandra López
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser

reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida

por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma

ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico,

magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro,

sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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Cuando le abrieron la puerta entró sin saludar,

subió la escalera, cruzó la segunda planta, llegó al

cuarto del fondo, se desplomó en la cama y cayó en

coma. Así, libre de sí mismo, al borde del desbarrancadero

de la muerte por el que no mucho después se

habría de despeñar, pasó los que creo que fueron sus

únicos días en paz desde su lejana infancia. Era la

semana de navidad, la más feliz de los niños de Antioquia.

¡Y qué hace que éramos niños! Se nos habían

ido pasando los días, los años, la vida, tan atropelladamente

como ese río de Medellín que convirtieron

en alcantarilla para que arrastrara, entre remolinos de

rabia, en sus aguas sucias, en vez de las sabaletas resplandecientes

de antaño, mierda, mierda y más mierda

hacia el mar.

Para el año nuevo ya estaba de vuelta a la realidad:

a lo ineluctable, a su enfermedad, al polvoso

manicomio de su casa, de mi casa, que se desmoronaba

en ruinas. ¿Pero de mi casa digo? ¡Pendejo! Cuánto

hacía que ya no era mi casa, desde que papi se

murió, y por eso el polvo, porque desde que él faltó

ya nadie la barría. La Loca había perdido con su

muerte más que un marido a su sirvienta, la única

que le duró. Medio siglo le duró, lo que se dice rápido.

Ellos eran el espejo del amor, el sol de la felicidad,

el matrimonio perfecto. Nueve hijos fabricaron

en los primeros veinte años mientras les funcionó

la máquina, para la mayor gloria de Dios y de la patria.

¡Cuál Dios, cuál patria! ¡Pendejos! Dios no existe

y si existe es un cerdo y Colombia un matadero. ¡Y

yo que juré no volver! Nunca digas de esta agua no

beberé porque al ritmo a que vamos y con los muchos

que somos el día menos pensado estaremos

bebiendo todos el agua-mierda de ese río. Que todo

sea para la mayor gloria del que dije y la que dije.

Amén.

Volví cuando me avisaron que Darío, mi hermano,

el primero de la infinidad que tuve se estaba

muriendo, no se sabía de qué. De esa enfermedad,

hombre, de maricas que es la moda, del modelito que

hoy se estila y que los pone a andar por las calles como

cadáveres, como fantasmas translúcidos impulsados

por la luz que mueve a las mariposas. ¿Y que se llama

cómo? Ah, yo no sé. Con esta debilidad que siempre

he tenido yo por las mujeres, de maricas nada sé,

como no sea que los hay de sobra en este mundo

incluyendo presidentes y papas. Sin ir más lejos de

este país de sicarios, ¿no acabamos pues de tener aquí

de Primer Mandatario a una Primera Dama? Y hablaban

las malas lenguas (que de esto saben más que las

lenguas de fuego del Espíritu Santo) de la debilidad

apostólica que le acometió al Papa Pablo por los chulos

o marchette de Roma. La misma que me acometió

a mí cuando estuve allá y lo conocí, o mejor dicho
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lo vi de lejos, un domingo en la mañana y en la plaza

de San Pedro bendiciendo desde su ventana. ¡Cómo

olvidarlo! Él arriba bendiciendo y abajo nosotros el

rebaño aborregados en la cerrazón de la plaza. En mi

opinión, en mi modesta opinión, bendecía demasiado

y demasiado inespecíficamente y con demasiada

soltura, como si tuviera la mano quebrada, suelta,

haciendo en el aire cruces que teníamos que adivinar.

Como notario que de tanto firmar daña la firma, de

tanto bendecir Su Santidad había dañado su bendición.

Bendecía desmañadamente, para aquí, para

allá, para el Norte, para el Sur, para el Oriente, para

el Occidente, a quien quiera y a quien le cayera, a

diestra y siniestra, a la diabla. ¡Qué chaparrón de bendiciones

el que nos llovió! Esa mañana andaba Su

Santidad más suelto de la manita que médico recetando

antibióticos.

Toqué y me abrió el Gran Güevón, el semiengendro

que de último hijo parió la Loca (en mala edad,

a destiempo, cuando ya los óvulos, los genes, estaban

dañados por las mutaciones). Abrió y ni me saludó,

se dio la vuelta y volvió a sus computadoras, al Internet.

Se había adueñado de la casa, de esa casa que papi

nos dejó cuando nos dejó y de paso este mundo.

Primero se apoderó de la sala, después del jardín, del

comedor, del patio, del cuarto del piano, la biblioteca,

la cocina y toda la segunda planta incluyendo en los

cuartos los techos y en el techo la antena del televisor.

Con decirles que ya era suya hasta la enredadera

que cubría por fuera el ventanal de la fachada, y los

humildes ratones que en las noches venían a mi casa
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a malcomer, vicio del que nos acabamos de curar nosotros

definitivamente cuando papi se murió.

–¿Y este semiengendro por qué no me saluda, o

es que dormí con él?

No me hablaba desde hacía añales, desde que floreció

el castaño. Se le había venido incubando en la

barriga un odio fermentado contra mí, contra este

amor, su propio hermano, el de la voz, el que aquí

dice yo, el dueño de este changarro. En fin, qué le

vamos a hacer, mientras Darío no se muriera estábamos

condenados a seguirnos viendo bajo el mismo

techo, en el mismo infierno. El infiernito que la Loca

construyó, paso a paso, día a día, amorosamente, en

cincuenta años. Como las empresas sólidas que no se

improvisan, un infiernito de tradición.

Pasé. Descargué la maleta en el piso y entonces

vi a la Muerte en la escalera, instalada allí la puta perra

con su sonrisita inefable, en el primer escalón. Había

vuelto. Si por lo menos fuera por mí... ¡Qué va! A este

su servidor (suyo de usted, no de ella) le tiene respeto.

Me ve y se aparta, como cuando se tropezaban los haitianos

en la calle con Duvalier.

–No voy a subir, señora, no vine a verla. Como

la Loca, trato de no subir ni bajar escaleras y andar

siempre en plano. Y mientras vuelvo cuídese y me

cuida de paso la maleta, que en este país de ladrones

en un descuido le roban a uno los calzoncillos y a la

Muerte la hoz.

Y dejé a la desdentada cuidando y seguí hacia el

patio. Allí estaba, en una hamaca que había colgado

del mango y del ciruelo, y bajo una sábana extendida
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sobre los alambres de secar ropa que lo protegía del

sol.

–¡Darío, niño, pero si estás en la tienda del cheik!

Se incorporó sonriéndome como si viera en mí a

la vida, y sólo la alegría de verme, que le brillaba en

los ojos, le daba vida a su cara: el resto era un pellejo

arrugado sobre los huesos y manchado por el sarcoma.

–¡Qué pasó, niño! ¿Por qué no me avisaste que

estabas tan mal? Yo llamándote día tras día a Bogotá

desde México y nadie me contestaba. Pensé que se te

había vuelto a descomponer el teléfono.

No, el descompuesto era él que se estaba muriendo

desde hacía meses de diarrea, una diarrea imparable

que ni Dios Padre con toda su omnipotencia y

probada bondad para con los humanos podía detener.

Lo del teléfono eran dos simples cables sueltos

que su desidia ajena a las llamadas de este mundo

mantenía así en el suelo mientras flotaba rumbo al

cielo, contenida por el techo, una embotada nube de

marihuana que se alimentaba a sí misma. El teléfono

tenía arreglo. Él no. Con sida o sin sida era un caso

perdido. ¡Y miren quién lo dice!

–Abrí esas ventanas, Darío, para que salga esta

humareda que ya no me deja pensar.

No, no las abría. Que si las abría entraba el viento

frío de afuera. Y seguía muy campante en la hamaca

que tenía colgada de pared a pared. ¡Qué desastre

ese apartamento suyo de Bogotá! Peor que esta

casa de Medellín donde se estaba muriendo. Nada

más les describo el baño. Para empezar, había que

subir un escalón.
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–¿Y este escalón aquí para qué? ¡Maestros de

obra chambones!

¿En qué cabeza cabía hacer el baño un escalón

más alto que el resto del tugurio? Me tropezaba con

el escalón al entrar, y me iba de bruces sobre el vacío

al salir.

–¡Hijueputa dos veces el que lo construyó! Una

por su madre y otra por su abuela.

El baño no tenía foco, o mejor dicho foco sí, pero

fundido, y cuánto hace que se acabó el papel higiénico.

Desde los tiempos de Maricastaña y el maricón

Gaviria. Y ojo al que se sentara en ese inodoro: se golpeaba

las rodillas contra la pared. Ya quisiera yo ver a

Su Santidad Wojtyla sentado ahí. O bajo la regadera,

un chorrito frío, frío, frío que caía gota a gota a tres

centímetros del ángulo que formaban las otras dos

paredes, heladas. El golpe ya no era sólo en las rodillas

sino también en los codos cuando uno se trataba

de enjabonar. ¿Pero jabón?

–¡Darío, carajo, dónde está el jabón!

Jabón no había. Que se acabó. También se acabó.

Todo en esta vida se acaba. Y ahora el que se estaba acabando

era él, sin que ni Dios ni nadie pudiera evitarlo.

Se incorporó con dificultad de la hamaca del jardín

para saludarme, y al abrazarlo sentí como si apretara

contra el corazón un costalado de huesos. Un

pájaro cortó el aire seco con un llamado inarmónico,

metálico: «¡Gruac! ¡Gruac! ¡Gruac!» O algo así, como

triturando lata.

–Hace días que trato de verlo –comentó Darío–,

pero no sé dónde está, se me esconde.
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Que iba graznando del mango al ciruelo, del

ciruelo a la enredadera, de la enredadera al techo, sin

dejarse ver.

–Ya conozco a todos los pájaros que vienen aquí,

menos ése.

En este punto recuerdo que un año atrás había

subido con papi al edificio de al lado, recién terminado,

a conocer sus apartamentos que acababan de

poner en venta, y que vi por primera vez desde arriba

el jardincito de mi casa: un cuadradito verde, vivo,

vivo, al que llegaban los pájaros. Uno de los últimos

que quedaban en ese barrio de Laureles cuyas casas

habían ido cayendo una a una a golpes de piqueta

compradas y tumbadas por la mafia para levantar en

sus terrenos edificios mafiosos.

–¿Y a quién le piensan vender tantos apartamentos?

–le pregunté a papi.

–No hay a quién –me contestó–. Hoy por hoy

aquí sólo hay ricos muy ricos y pobres muy pobres.

Y los ricos no venden porque los pobres no compran.

–Los pobres jamás compran –comenté–: roban.

Roban y paren para que vengan más pobres a seguir

robando y pariendo. Menos mal papi que ya te vas a

morir y a escapar de ver tumbada tu casa.

–¡Qué va! El que se va a morir es este siglo que

está muy viejo. Yo no. Pienso enterrar al milenio y

vivir hasta los ciento quince años. O más.

–¿Ciento quince años bebiendo aguardiente? No

hay hígado que resista.

–¡Claro que lo hay! El hígado es un órgano muy

noble que se renueva.
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Tres meses después yacía en su cama muerto, justamente

porque el hígado no se le renovó. ¡Qué se va

a renovar! Aquí los únicos que se renuevan son estos

hijos de puta en la presidencia. Pobre papi, a quien

quise tanto. Ochenta y dos años vivió, bien rezados.

Lo cual es mucho si se mira desde un lado, pero si se

mira desde el otro muy poquito. Ochenta y dos años

no alcanzan ni para aprenderse uno una enciclopedia.

–¿O no, Darío? Tenemos que aguantar a ver si

acabamos de remontar la cuesta de este siglo que tan

difícil se está poniendo. Pasado el 2000 todo va a ser



más fácil: tomaremos rumbo a la eternidad de bajada.

Hay que creer en algo, aunque sea en la fuerza de la

gravedad. Sin fe no se puede vivir.

Entonces, mientras yo lo veía armar un cigarrillo

de marihuana, me contó cómo se había precipitado

el desastre: a los pocos días de estarse tomando

un remedio que yo le había mandado de México empezó

a subir de peso y a llenársele la cara como por

milagro. ¡Qué milagro ni qué milagro! Era que había

dejado de orinar y estaba acumulando líquidos: después

de la cara se le hincharon los pies y a partir de

ese momento la cosa definitivamente se jodió porque

ya no pudo ni caminar para subir a ese apartamento

suyo de Bogotá situado en el pico de una falda coronando

una montaña, tan, tan, tan, tan alto que las

nubes del cielo se confundían con sus nubes de marihuana.

De inmediato comprendí qué había pasado.

La fluoximesterona, la porquería que le mandé, era

un andrógeno anabólico que se estaba experimentando

en el sida dizque para revertir la extenuación de
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los enfermos y aumentarles la masa muscular. En vez

de eso a Darío lo que le provocó fue una hipertrofia

de la próstata que le obstruyó los conductos urinarios.

Por eso la acumulación de líquidos y el milagro de la

rozagancia de la cara.

–Hombre Darío, la próstata es un órgano estúpido.

Por ahí empiezan casi todos los cánceres de los

hombres, y como no sea para la reproducción no sirve

para nada. Hay que sacarla. Y mientras más pronto

mejor, no bien nazca el niño y antes de que madure

y se reproduzca el hijueputica. Y de paso se le sacan

el apéndice y las amígdalas. Así, sin tanto estorbo,

podrá correr más ligero el angelito y no tendrá ocasión

de hacer el mal.

Y acto seguido, en tanto él acababa de armar el

cigarrillo de marihuana y se lo empezaba a fumar con

la naturalidad de la beata que comulga todos los días,

le fui explicando el plan mío que constaba de los

siguientes cinco puntos geniales: Uno, pararle la diarrea

con un remedio para la diarrea de las vacas, la sulfaguanidina,

que nunca se había usado en humanos

pero que a mí se me ocurrió dado que no es tanta la

diferencia entre la humanidad y los bovinos como no

sea que las mujeres producen con dos tetas menos

leche que las vacas con cinco o seis. Dos, sacarle la próstata.

Tres, volverle a dar la fluoximesterona. Cuatro,

publicar en El Colombiano, el periódico de Medellín,

el consabido anuncio de «Gracias Espíritu Santo por

los favores recibidos». Y quinto, irnos de rumba a la

Côte d’Azur.

–¿Qué te parece?
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Que le parecía bien. Y mientras me lo decía se

atragantaba con el humo de la maldita yerba, que es

bendita.

–Esa marihuana es bendita, ¿o no, Darío?

¡Claro que lo era, por ella estaba vivo! El sida le

quitaba el apetito, pero la marihuana se lo volvía a dar.

–Fumá más, hombre.

Palabras necias las mías. No había que decírselo.

Mi hermano era marihuano convencido desde hacía

cuando menos treinta años, desde que yo le presenté

a la inefable. Con esta inconstancia mía para todo,

esta volubilidad que me caracteriza, yo la dejé poco

después. Él no: se la sumó al aguardiente. Y le hacían

cortocircuito. El desquiciamiento que le provocaba a

mi hermano la conjunción de los dos demonios lo

ponía a hacer chambonada y media: rompía vidrios,

chocaba carros, quebraba televisores. A trancazos se

agarraba con la policía y un día, en un juzgado, frente

a un juez, tiró por el balcón al juez. A la cárcel Modelo

fue a dar, una temporadita. Cómo salió vivo de

allí, de esa cárcel que es modelo pero del matadero,

no lo sé. De eso no hablaba, se le olvidaba. Todo lo

que tenía que ver con sus horrores se le olvidaba. Que

era problema de familia, decía, que a nosotros dizque

se nos cruzaban los cables.

–Se le cruzarán a usted, hermano. ¡A mí no, toco

madera! Tan tan.

Andaba por la selva del Amazonas en plena zona

guerrillera con una mochilita al hombro llena de

aguardiente y marihuana y sin cédula, ¿se imagina

usted? Nadie que exista, en Colombia, anda sin cé-
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dula. En Colombia hasta los muertos tienen cédula,

y votan. Dejar uno allá la cédula en la casa es como

dejar el pipí, ¡quién con dos centigramos de cerebro

la deja!

–¿Por qué carajos, Darío, no andás con la cédula,

qué te cuesta?

–No tengo, me la robaron.

–¡Estúpido!

Dejarse robar uno la cédula en Colombia es peor

que matar a la madre.

–¿Y si con tu cédula matan a un cristiano qué?

Que qué va, que qué iba, que no iban a matar a

nadie, que dejara ese fatalismo. ¡Fatalismo! Esa palabra,

ya en desuso, la aprendimos de la abuela. Viene

del latín, de «fatum», destino, que siempre es para

peor. ¡Raquelita, madre abuela, qué bueno que ya no

estás para que no veas el derrumbe de tu nieto!

Por la selva del Amazonas andaba pues sin cédula.

¿Cómo pasaba los retenes del ejército sin cédula

para irse a fumar marihuana en el corazón de la jungla?

Vaya Dios a saber, de eso tampoco hablaba. De

nada hablaba. Vidrio que él quebró, casa que él destrozó,

ajena o propia, vidrio y casa que se le borraban

de la cabeza ipso facto. Los horrores que me hizo a mí

no tienen cuento. Cuando el eminentísimo doctor Barraquer

me transplantó una córnea, Darío de un guitarrazo

en la cabeza me desprendió la retina. ¡Cuántas

guitarras en su vida no quebró! Canción tocada guitarra

quebrada. El amasiato de la marihuana y el

aguardiente le desencadenaba a Darío una verdadera

furia de destrucción. ¿Cómo lo aguantaban los ami-
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gos? No sé. ¿Cómo lo aguantaba la familia? No sé.

¿Cómo lo aguantaba yo? No sé. No sé cómo lo aguanté

cincuenta años. ¡Y los vecinos, por Dios, los vecinos!

Dejaba el grifo del agua abierto, cerraba con triple

llave su apartamento para que no se lo fueran a

robar, y se iba quince días a la Amazonia a meditar.

Les inundaba a todos los apartamentos: al vecino de

abajo, al de más abajo, al de la planta baja, chorriando

el agua, bajando en chorritos cristalinos por la escalera,

de escalón en escalón y diciendo din dan. Din

dan, din dan... ¿Y no le inundaban a él su apartamento?

Sí, se lo inundaba el cielo cuando llovía, por

las goteras del techo, que era el del edificio y estaba

vuelto una coladera.

–Darío, mandá a coger esas goteras.

–¡No las agarra nadie! –decía.

Que dizque el que subiera a agarrar las goteras le

rompía las tejas.

–La teja de tu cabeza, irresponsable, cabrón, que

la tenés corrida.

El techo del apartamento de Darío, capitel de su

edificio, corona etérea de Bogotá junto a las nubes del

cerro de Monserrate desde donde Cristo Rey preside,

era una coladera. Una solemne, una irredenta coladera

que tras la lluvia le cagaban las palomas.

¡Y esa puerta, por Dios, esa puerta con triple llave!

Le daba el sol de la tarde y aunque era metálica la hinchaba

y no había forma de abrirla. Esperaba él entonces

afuera una hora, dos horas, tres horas a que se enfriara

y se deshinchara. O bien iba hasta la tienda de

dos cuadras abajo (con los vecinos no podía contar
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