viernes, 4 de octubre de 2013

Felipe Garrido. Premio Xavier Villaurrutia 2011. Cuentos: CONJUROS.


Selección y nota introductoria de
JOAQUÍN-ARMANDOCHACÓN
UNIVERSIDADNACIONALAUTÓNOMA DEMÉXICO
COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL
DIRECCIÓN DE LITERATURA
MÉXICO, 2010

NOTA INTRODUCTORIA
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Entrar en los cuentos de Felipe Garrido es como si de
improviso nos asomáramos por una ventana para cu-
riosear en una escena familiar donde algunos de sus
miembros tuvieran una conversación frente a la sopa y
los espárragos, junto al pescado y al postre, o como
quien escucha en la mesa de al lado a un hombre que
recuerda en voz un poco alta un instante pasado, un
poema, a una mujer. Desde las primeras frases, casi
siempre, sus cuentos nos van a interesar, estamos dis-
puestos a ser atrapados y toda nuestra atención está a
la espera de algo que nos va a ser revelado. Pero en los
cuentos de Felipe Garrido también parece como si nos
metiéramos en ellos cuando la historia ya ha comenza-
do y que los dejamos —Garrido nos los concluye—
cuando todavía no ha terminado, y entonces ese algo
que creemos atrapar —casi en la punta de los dedos,
casi, como la imagen de un sueño que se evapora—
está allá atrás, en el fondo de nuestros recuerdos, como
algo imaginado o perdido, pero que ahora ha sido
transfigurado de una manera sorprendente con la sutil
magia de un verdadero relator de historias.
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Nacido en Guadalajara, Jalisco, el 10 de septiembre de
1942, Felipe Garrido continúa esa tradición de magní-
ficos narradores de la región como lo han sido Agustín
Yáñez, Juan Rulfo y Juan José Arreola, para mencio-
nar sólo a tres ejemplos. De prosa elegante y precisa
en su aparente sencillez, envolvente y pulcra, pero que
sabe encontrarle las esquinas y los vientos al lenguaje,
Felipe Garrido ya nos ha dado varios libros de cuentos,
el primero en 1978, Con canto no aprendido, que lo
situaba entre los escritores de su generación como un
autor sereno, paciente y eficaz, lejos de la moda y las
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improvisaciones y cercano al cariño por la literatura y
el oficio (en el camino ha sido periodista, diseñador,
corrector de ediciones, y luego brillante editor y maes-
tro de literatura, así como traductor, labor por la cual
ha sido merecedor del Premio de Traducción Literaria
Alfonso X, en 1983); después, en 1984, La urna y
otras historias de amor, que le valió el Premio Abril
que los críticos mexicanos otorgaban con real justicia,
lejos de las camarillas y los compromisos, a lo mejor
de la literatura en el año. Los seis cuentos de La urna y
otras historias de amor mostraban a un autor muy
seguro de su oficio, que narraba sin titubeos y sabía
hacia dónde quería llegar y, además, con una malicia
de quien comprende la vida y en ella a los personajes
que viven en sus historias; ese mismo año publica Co-
sas de familia y, en el siguiente, Garabatos en el agua,
una selección con cincuenta y cuatro breves textos que
habían ido apareciendo en el suplemento cultural
Sábado en su columna La musa y el garabato.
3
Las breves prosas de Garabatos en el agua en realidad
son dibujos muy definidos, como si hubieran sido tra-
zados con un fino lápiz, que muestran a unos persona-
jes vivos, de carne y espíritu, que son sorprendidos en
una actitud cotidiana y que al ser detenidos en el tiem-
po por medio de la escritura, la vuelven sorprendente,
casi fantástica, porque los personajes de Felipe Garri-
do, aunque habitan en este mundo, sus ojos miran
hacia otro espacio y otro tiempo, como la tía Martucha
(ese personaje de Garrido tan cercano y reconocible y,
al mismo tiempo, tan inapresable, tan poblado de vo-
ces) que desde su primera aparición nos habla de pro-
digios y sensualidades exquisitas, o ese “profesor” que
en la cantina tiene tan sabrosas conversaciones con “el
marinero ilustrado” (los adjetivos de Felipe caen con
justicia y sin temor, utilizados a conciencia) sobre una
sirena que se vuelve más real con cada nueva viñeta,
más en el deseo y en la nostalgia. O esos santos y seres
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de los cuales Garrido nos recrea una biografía (¿ima-
ginaria?, ¿recuperada del olvido?) para, de una pince-
lada, mostrarnos esas vidas increíbles que, con humor,
trastocan conceptos y creencias. O esas voces anóni-
mas que hablan de amor desde un tono situado en la piel
de la ternura y que a veces dan un zarpazo que voltea al
amor para que muestre su verdadera cara. O los niños,
esos niños descubiertos desde el sitio donde los niños
comienzan a descubrir el mundo —todo misterioso, todo
desconocido y oculto— que al írseles revelando saca a
flote, quizás por última vez, la naturalidad de los te-
mores y las esperanzas; esos niños que todavía no son
carne total de lo terrestre y aún tocan el otro lado del
espejo, ocultando dragones y lagos que el tiempo va a
terminar por no querer creer.
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Julio Cortázar dijo alguna vez que a sus cuentos se les
denominaba “fantásticos” sólo por falta de un nombre
más apropiado. Así ocurre también con los textos y
viñetas de Felipe Garrido: son fantásticos a falta de
otro buen nombre. Sus garabatos son prosas llenas de
imágenes poéticas donde hay un puente tendido entre
lo real y algo que está un poco más allá de la realidad.
Textos que se gozan al leerlos y después dejan un sa-
bor de otredad, de humor inteligente que va corroyen-
do las conciencias. Sí, algo de Cortázar, sin duda, de
Julio Torri y de Arreola y algunos más que se le pue-
den rastrear, pero Felipe Garrido ha sido un buen lec-
tor que mastica y digiere con paciencia para después
encontrar su voz firme, honesta y personal.
JOAQUÍN-ARMANDOCHACÓN

CONJURO
De una inscripción trazada en la arena y abandonada al
viento: “...te convoco y te condeno a que no puedas
cerrar los ojos sin verme, ni abrir los labios sin
llamarme, ni saciar la sed sin sentir en tu boca la mía,
ni tocar tu cuerpo sin creer que me acaricies, ni doblar
una esquina sin la esperanza de hallarme, ni alzar el
teléfono sin oír en mi voz tu nombre, ni abrir un libro
sin leer estas palabras, porque el único amor que me
hace falta es el tuyo, y lo necesito de esta manera des-
mesurada en que yo te...”

UNA CIUDAD PRODIGIOSA
Después de comer, mientras Toña nos servía café, ga-
lletas y nieve de membrillo, la tía Martucha pidió que
le trajeran los cigarros.
Martucha es una mujer pequeñita, un poco jorobada.
Le gusta usar joyas de fantasía y vestir blusas de seda.
Tiene el cabello blanco y crespo, la piel floja, los ojos
claros y cansados. Cuando fuma, la memoria se le
vuelca; su voz tenue, sin matices, comienza a bordar
en el recuerdo:
“Del otro lado del mar —dijo la tía mientras las pri-
meras, espesas volutas de humo subían por los prismas
de la araña y por el sol de la tarde incipiente—, más
allá del agua interminable, hay una ciudad de prodigio,
toda ella edificada en las orillas de un gran río. Altas
construcciones de piedra la forman; grises y almena-
das por infinitas chimeneas. Todos sus tejados, que la
lluvia abrillanta, se encuentran habitados por gorrio-
nes. En los jardines, de setos cuidadosamente recorta-
dos, al pie de álamos de oro crecen hermosas mujeres
de bronce que no conocen el frío. Bajo los puentes,
que son innumerables, de múltiples formas, canta la
corriente una melodía irrepetible. En las calles adoqui-
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nadas, que perfuman el pan y la cebolla, los niños jue-
gan en corros y montan caballitos de palo. A la luz del
crepúsculo, muchachas bellas como la aurora pasean
por el fondo de los estanques. Y cuando cae la noche,
la paz y el deseo se trenzan en un abrazo que remeda
el del río y la ciudad.
“Hay en el centro de la ciudad prodigiosa —dijo la
tía mientras nuevamente le aplicaba lumbre al cigarro
y le pedía a Toña otro plato de nieve— una altísima
torre de plata. Tanto se eleva por encima del río que la
arrulla, que muchas veces se pierde entre las nubes. De
día es difícil mirarla, pues la luz del sol le otorga un des-
lumbrante fulgor. Pero en las noches claras resplandece
como si fuera de hielo. Los habitantes de la ciudad le
componen canciones y, cuando tienen la conciencia
tranquila, sueñan con ella. Los forasteros se la llevan por
el mundo en el corazón. Dicen que una vez cada mil
años hay un coro de ángeles que la celebra en las altu-
ras.”
La tía Martucha guardó silencio porque había termi-
nado con el cigarro y porque Toña tiró algo en la coci-
na y porque la Beba se había quedado dormida y ella
no la quiso despertar.

COMPAÑÍA
—Dámelo —pidió la más vieja de las dos mujeres, la
que estaba en la cama.
—No sé dónde lo tienes; nunca lo he visto —dijo la
otra.
—Búscalo allí, en el cajón —ordenó la que estaba
acostada, bocarriba. Habló desde la posición en que se
encontraba, sin volver el rostro, sin incorporarse, con
la mirada fija, como si estuviera viendo las manchas
que la humedad había ido dejando en el cielo raso.
La más joven de las dos mujeres, la que caminaba
de un lado a otro del cuarto, se acercó al cajón y lo
abrió. Removió las peinetas de carey, los broches de
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granates y perlas, los camafeos, los medallones de
esmalte. Alzó los ojos y miró a la otra mujer, en el
espejo, entre almohadas, guardando silencios llenos
del trabajo que le costaba respirar.
—No lo veo —dijo—; a lo mejor lo perdiste.
—En el fondo —insistió la más vieja, tosiendo—;
busca atrás, debajo del papel.
Había demasiadas cosas en el cajón. La mujer que
estaba de pie comenzó a sacarlas y las fue dejando
encima, entre los frascos de crema y de loción.
—Quiero que me acompañe —explicó en voz baja
la mujer que estaba acostada—. Lo quiero aquí, en mi
pecho.
—¿No te da vergüenza? —preguntó la otra, mien-
tras desprendía el papel guinda con que estaba forrado
el cajón.
—Será mi compañía; mi única, mi sola compañía.
— ¡Qué dirían! ¡Si lo supieran!
—Cuéntaselo. Diles lo que quieras. Pero dámelo.
En el fondo del cajón, envuelto en un pañuelo, esta-
ba el pedacito de papel, opacado por los años. La mu-
jer dio media vuelta y abrió los brazos. Mostró las
manos vacías.
—Te lo dije —murmuró con voz dulce—. Quién
sabe dónde lo dejaste.

CARICIAS
—Ganas de morderte —le dijo al oído, y ella bajó la
mirada, sonrió, quiso hablar de otra cosa, tan cerca de
él que más que verlo sólo lo sintió: su calor; la mezcla
de olores que desprendían el cuerpo, el casimir, la lo-
ción de maderas; el brazo que le pasaba por la espalda.
Ella intentó echarse hacia atrás para mirarlo a los ojos,
pero él se los cerró besándolos y luego le rozó los la-
bios y ella sintió que se ahogaba y que un fluido tibio
la envolvía, que la piel comenzaba a arder, que la san-
gre iba a brotarle por los poros mientras él le besaba
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las mejillas, las orejas, el mentón, la nariz, y ella
gemía o ronroneaba bajito, se atragantaba, se hume-
decía, y él insistía con la barbilla alzándole la cara,
besándole los párpados, los labios empurpurados, la
nuca, los hombros, murmurando de nuevo “ganas de
morderte”, o tal vez sólo pensándolo, pero buscando la
forma de ganarle el mentón con la nariz, de empujar
hacia arriba mientras ella dejaba caer la cabeza como
arrastrada por el peso de la cabellera, entreabría los
dientes, asomaba la lengua, emitía un estertor de gozo,
exponía el cuello firme y palpitante y él descendía
suavemente, abría la boca, clavaba los colmillos,
sentía escurrir la sangre, ausente del espejo, temblo-
roso de amor.

MARITA
Marita se pone de pie frente a la ventana, con el cabe-
llo revuelto. Cruza los brazos por el frente, toma de
abajo la blusa tejida y con un solo movimiento ascen-
dente se la saca por la cabeza.
¡Ay, gloria de la tarde, toda sol y viento y bugan-
vilias y los pechos de Marita puestos de golpe a la
luz! Apresúrate a gozarlos. Nadie sabe cuántos serán
sus días.

FERROVIARIA
Pero a nadie admirábamos tanto como a Andrés, que
saltaba siempre el último.
— ¡Joto el que brinque primero! —gritaba Esteban
cuando el tren daba los primeros tirones y volvía a
detenerse y la máquina pitaba y sacaba humo y volvía
a arrancar, a tropezones, como si no fuera a agarrar
fuerza nunca. Y los demás repetíamos el grito desde
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las puertas de los vagones de carga donde nos es-
condíamos. Adela se tiraba siempre primero, porque
decía que al fin y al cabo nosotras éramos mujeres.
Brincábamos a veces todavía en la estación, antes de
que los pinos comenzaran a pasar cada vez más aprisa.
Luego iban saltando ellos. Rodaban por el talud cubier-
to de agujas de abeto y se alzaban sacudiéndose, con la
mirada fija en el vagón donde Andrés se asomaba es-
perando que todos se hubiesen tirado para ser siempre
el último. Todos volvíamos corriendo; Andrés regre-
saba caminando por la vía. Todos nos admirábamos de
lo recio que iba el tren; todos perdíamos el aliento.
Andrés nos contaba de las chamacas que había besado,
silbaba un corrido, decía que un día iba a esperarse
hasta que el tren fuera en el puente para saltar.
Una tarde Andrés llegó a la estación con maleta y
corbata de moño. Su madre le puso en las manos una
bolsa con comida. Su padre le dio unos billetes y un
reloj. Andrés se despidió por la ventana, con medio
cuerpo de fuera. Iba pálido y se había olvidado de sil-
bar. Nos quedamos viendo cómo el tren se iba per-
diendo entre los pinos. Había llovido y los durmientes
apilados a los lados de la vía olían a bosque. El tren
subió la cuesta y cruzó el puente, pero Andrés no saltó.
Yo tenía la ilusión de que lo hiciera. Si lo hubiera visto
regresar caminando, silbando con las manos en los
bolsillos, le habría dicho que estaba bien, que me en-
señara a besar.

EL HOMBRE DE LA SIRENA
—Tengo una sirena —dijo el profesor; o eso parecía,
con los anteojos, y el bolsillo de la camisa lleno de
plumas, y todos esos libros apilados en la mesa. Pero
en principio nadie le hizo caso, pues cosas aún más
inusuales se escuchaban en aquella cantina, abierta
sobre el malecón.
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—Su voz es más dulce que el tumbo de las olas y su
boca tiene el perfume del maíz tierno y sus ojos amie-
lados fosforecen con el brillo del relámpago y sus ca-
bellos...
—Largos y verdes —lo interrumpió con entusiasmo,
mientras se sentaba a la mesa, un marinero ilustrado—
como las ondas que se adelgazan antes de reventar...
—Nada de eso —protestó el profesor, a la vez que
golpeaba contra la mesa la sexta botella de cerveza,
con el propósito de hacer irrebatibles sus palabras—;
cortos y dorados como las arenas que... o quizá cobri-
zos, más bien, pero en todo caso tan cortos que dejan
al descubierto la hermosa columna del cuello, surcada
por un tibio árbol de ramas azules, y los hombros
espléndidos...
—Y, de seguro —siguió el marinero, que iba en-
trando en confianza—, también los pechos altivos... —
pero se sintió cohibido por la mirada del profesor, de
manera que empinó el vaso de ron para dar un pretexto
a su silencio. Por un instante los dos se miraron, entre
trago y trago, sin saber cómo reanudar la conversa-
ción. Hasta que el marinero, mientras le llenaban nue-
vamente el vaso, decidió hacer, una vez más, gala de
su erudición:
—Y cantará, por cierto, su sirena.
—La verdad, no lo sé. Es decir, yo nunca la he es-
cuchado. Me parece que no. Más bien conversamos,
mi sirena y yo.
—Será difícil verla.
—Ciertas tardes, a ciertas horas, nos encontramos
en alguna playa.
—Muy puntual no será.
—No, no, se equivoca. A su manera, mi sirena es
puntual y, por otra parte, ¿cree usted que me molesta
esperarla?
—Yo solamente me lo preguntaba. Pero, dígame,
¿de qué platican? ¿De qué se habla con una sirena?
—Del pasado, del futuro; de su vida y de la mía...
¿Sabe? Cada vez que nos despedimos siento que no le
he dicho nada de lo que quería contarle. Que a su lado
la vida sería una conversación interminable.
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La mirada del profesor quedó suspendida sobre el
mar, que en la tarde se iba poniendo violeta.
—Es hermoso este mar —dijo el marinero, que lo
sentía suyo, con un timbre de orgullo.
—Es el mar más hermoso del mundo —asintió el
profesor, sin volver la vista, con un dejo de melan-
colía—, porque Ella anda por ahí, en algún lugar.
—Tenga cuidado —advirtió el marinero, haciendo
memoria de sus lecturas.
—No se preocupe. Con gusto me perdería en los
brazos de mi sirena.
—¿Los ha probado?
—Alguna vez han sido míos.
—Cuente, amigo, cuente, las caricias de su sirena...
El profesor se volvió con un aire de misterio: —Nada
diré de sus caricias. Nada diré, amigo, porque, las pa-
labras... —y no contó más. Recogió morosamente los
libros, los acomodó bajo el brazo, se puso de pie con-
tra el atardecer y desapareció con paso distraído, sin
pagar la cuenta.

SANAVILÁN
El olvido en que suele tenerse a San Avilán no impide
que a veces sea posible reconocerlo en la fachada de
capillas por costumbre humildes. Una campana en las
manos o a los pies del santo hace segura la identifica-
ción.
Se cuenta que después del asalto que a principios
del siglo X sufrió la ermita de Minz, y del asesinato
del anacoreta que intentó protegerla de la codicia de
Barrabás el Manco, una cuadrilla de demonios se apo-
deró de la iglesia profanada: en cuanto alguien entraba,
los diablos comenzaban a gritar tan espantosa e inten-
samente que lo obligaban a huir.
Afamado por sus milagros, San Avilán fue llamado
por una pareja que deseaba casarse en el lugar. Tres
veces tres días y tres noches el santo se mantuvo en
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oración y tres veces intentó en vano entrar. Luego de-
cidió ayunar una semana, a las puertas de las ruinas, y
se entregó a la plegaria hasta que dos ángeles descen-
dieron de los cielos y lo llevaron por los aires a lo alto
de la torre. Apenas el santo pisó el campanario, los
demonios empezaron a aullar. Para no escucharlos,
San Avilán se dio a repicar las campanas y no dejó de
hacerlo, tres días y tres noches, hasta que el último de
los diablos salió del templo.
Se dice que a veces, en noches estrelladas, si dos
enamorados pasan por alguna iglesia donde se venere
a San Avilán, las campanas tañen suavemente, como si
una brisa tierna las hiciera tocar.

LAPSUS THEOLOGICUM
—Entre Dios y el diablo —dijo Martín, sacudiéndose
de la frente un mechón rubio— habría que estar siem-
pre con Satanás... —y no pudo terminar, primero por-
que lo que dijo provocó toda clase de protestas pero,
segundo y más grave, porque en ese momento Toña
entró en el comedor con la sopera en alto y estábamos
muertos de hambre.
Hubo un resonar de platos, de cucharas, de bolillos
ansiosamente reventados; un tremolar de servilletas;
un chasquear de lenguas; un suspirar colectivo que dio
la bienvenida al caldo de hongos.
La Beba protestó porque dijo que la sopa estaba
demasiado caliente. Las primas juraron por todos los
ángeles y todos los santos y, según se dijo después,
también por todos los demonios, que estaba en su
punto y que en todos los días de su vida no habían
probado nada mejor. La tía Martucha nos recordó, con
un acento solemne en su vocecita fina como el perfu-
me del epazote, que los alimentos de ese día, como
siempre, se los debíamos a Dios.
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—Y ¿los etíopes? —preguntó el Nene, pero no le
hicimos mucho caso, ocupados como estábamos con el
caldo.
—Digo, pues —insistió mientras alargaba el brazo
para pedir un segundo plato de sopa—, ¿y los etíopes?
¿Qué tienen ellos que agradecer? ¿El hambre? ¿Las
plagas de cada día?
Hubo un silencio casi perfecto, roto o subrayado
apenas por las cucharas que entraban y salían de los
platos y de las bocas; por los resoplidos de la Beba,
empeñada en enfriar el caldo. Nos esquivábamos las
miradas porque no sabíamos qué decir, pero Martucha
vino en nuestro auxilio.
—Los designios de la Providencia son inescrutables
—dijo, y miró con desencanto cómo comenzaba a
asomar el fondo del plato.
Ni las primas ni el Nene ni Celia ni al parecer nadie
comprendió lo que acababa de decir la tía, pero la Be-
ba se encargó de explicarlo:
—Como quien dice, él trae su cuento y acá abajo ni
quien ligue de qué se trata.
—Por eso digo... —volvió a hablar Martín, pero no
dijo nada porque todos comenzamos a discutir a un
mismo tiempo.
—No somos nadie nosotros —gritó casi Martucha,
que no se decidía a servirse más sopa, pero que co-
menzaba a asomar el fondo del plato.
—En realidad —intervino la Beba, que le había
puesto al caldo unos cubitos de hielo—, lo que diga-
mos o no digamos, lo que hagamos o no hagamos, ¿en
qué puede beneficiar o lastimar a Dios?
—En nada, en nada —murmuró Martucha mientras
entornaba los ojos para no ver la sopera—; nada so-
mos frente a Su poder, frente a Su infinita bondad...
—Ése es el punto, la infinita bondad —exclamó
Martín con aire de triunfo—. Precisamente por eso hay
que estar siempre con Satán.
Y, luego de un momento en que nos tuvo pendientes
de su silencio:
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—En su infinita bondad, si Dios existe, sabrá perdo-
narnos que no lo hayamos seguido. En cambio, el diablo,
bien rencoroso ha de ser, ¿o no?
Hubo un silencio de angustia, porque la pasta co-
menzaba a demorarse más de la cuenta, y después un
respiro de alivio cuando oímos los preparativos en la
cocina.
—El joven Martín es un oportunista —dijo Toña, al
pasar.

SIN RUIDO
—Sean buenos —dice mamá con su voz de ángel y
nos tapa hasta las narices, nos revuelve el cabello, nos
cubre de besos, nos hace cosquillas en la panza, nos
cierra la boca con sus dedos fríos.
—No hagan ruido —dice—, no se levanten, no va-
yan a pelear —y vuelve a apretarnos las sábanas justito
alrededor del cuerpo, vuelve a besarnos, a sacudirnos la
cabeza, vuelve a suspirar.
Huele a perfume, mamá. Tiene los párpados brillantes,
una blusa de encaje, una falda negra y larga que se le
aprieta en las caderas. La miro cuando se aparta de mí.
Oigo cómo clava los tacones en el piso. La miro cuando se
vuelve en la puerta y con un gesto nos pone quietos. Veo
cómo uno de sus dedos largos, con la uña de caramelo,
se arrastra por la pared hasta encontrar el apagador.
La luz que guardan mis ojos me deja ciego. Luego
veo la ventana, con las cortinas de selva; veo el bulto
de mi hermano en la otra cama; veo la lámpara; oigo la
llave que nos echa mamá. La oigo a ella moverse fue-
ra, cambiar de lugar alguna silla, poner un disco, sacar
vasos o platos o ceniceros. Oigo en la calle un camión
que pasa. Luego siento cómo llega el elevador y una
voz que no conozco y la risa de mamá.

FRACASO
Subir al tercer piso le toma cincuenta y ocho segundos.
Decide terminar. Abre la puerta. Naufraga en sus ojos,
color de miel

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