domingo, 19 de mayo de 2013

Manuel Mujica Laínez: EL VIAJE DE LOS SIETE DEMONIOS.


Manuel Mújica Lainez (conocido familiarmente como Manucho por sus allegados y por el público que tanto le leía y apreciaba) nació en Buenos Aires el 11 de septiembre de 1910, dentro de una familia de ilustres apellidos de origen español que se remontaban hasta el fundador Juan de Garay.
Tras unos primeros estudios en la capital bonaerense, en 1923 la
familia se ve obligada a trasladarse a Europa, y será en Francia e Inglaterra donde nuestro autor reciba la profunda huella de las lenguas y la cultura de los clásicos (de hecho, la primera de sus novelas, escrita en francés, tratará sobre el monarca Luis XVII y se la dedicará a su padre, luego, durante toda su vida fue traductor de clásicos como Moliere, Racine y Shakespeare, entre otros).
De regreso a su patria inicia estudios de Derecho, hasta que en el año 1932 ingresa en el diario `La Nación` donde comienza una carrera larga y fructuosa en el periodismo y la crítica. En 1936 empieza también su larga y prolífica carrera literaria, abierta con `Glosas castellanas` y Don Galaz de Buenos Aires , le siguen las vidas de escritores gauchescos como Aniceto el Gallo, Anastasio el Pollo, Estanislao del Campo o Miguel Cané (antepasado suyo).
Durante toda su vida ocupó diferentes puestos en el mundo de la
cultura argentina: funcionario del Museo Nacional de Arte Decorativo, vicepresidente de la Sociedad Argentina de Escritores, miembro de la Academia Argentina de Letras y de la Nacional de Bellas Artes. Obtuvo, así mismo, diferentes reconocimientos por su obra, entre los que merecen destacarse el Premio Nacional de Literatura por Bomarzo en 1963 y poco después el Premio Kennedy por la misma obra, junto a la legendaria Rayuela de Cortázar.
Su literatura, ampliamente traducida, mereció importantes
reconocimientos internacionales en Italia (Comendador de la Orden del Mérito) y en Francia (Legión de Honor.En 1969 la familia se traslada a la Cruz Chica, donde habita la casa
colonial de estilo español llamada `El Paraíso`, allí encontrara el retiro, la tranquilidad y la fuerza necesarios para seguir su
minuciosa y preciosista tarea creativa hasta su muerte en 1984.


La fecunda obra literaria de Manucho se caracteriza en esencia por el gusto de la belleza expresiva y, temáticamente, por dos aspectos: su amor por la Historia (la de Argentina y la de grandes momentos del esplendor cultural europeo) y la fantasía. Sus letras están llenas de elegancia en el saber y en la evocación del pasado junto con un gusto exquisito por el arte de los clásicos: el recuerdo del pasado histórico, en lo cotidiano, como presente de la condición humana, se realiza mediante una documentación detallista y una fantasía desbordante. El realismo y la magia unidos en perfecta intimidad concluyen en el arte de la palabra como manifestación de lo más profundo del alma humana
A ello se le suma un tono melancólico a la vez que jovial, decadente e irónico, humorístico y trágico. Genial en el uso de cualquiera de estos registros, Mújica Lainez, un dandy de la retórica, hace una literatura llena de sentimientos y de sensualidad mediante un estilo literario que se sirve de un español culto, con un lujo inigualable: el léxico, adornado hasta el barroquismo, la sintaxis, generosa y exuberante.
Muy originales son también las voces de sus narradores (un ilustre príncipe difunto, un escarabajo egipcio, un hada mítica...) y la estructura cronológica de sus narraciones cortas.


El viaje de los siete demonios (1974) .
Fábula originalísima y portento de erudición, ironía, sentido del humor e imaginación sobre las pasiones humanas, constantes e
inquebrantables en cualquier tiempo y lugar.
Desde el mismo infierno, el diablo convoca a los siete demonios de los pecados capitales: la soberbia de Lucifer, la ira de Satanás, la avaricia de Mammón, la envidia de Leviatán, la pereza de Belfegor, la lujuria de Asmodeo y la gula de Belcebú, a los que envía a la tierra para que desperecen sus cuerpos y poderes aletargados y cumplan unas misiones determinadas. Sobre increíbles, imposibles cabalgaduras, rodeados de artilugios mágicos que les indican cuándo, dónde y a quién deben tentar, inician un recorrido fantástico: Francia en tiempos de la viuda del malvado mariscal Gilles de Rais, la Pompeya romana a punto de ser devorada por el Vesubio, la China de los emperadores en
1888, el Potosí boliviano de mediados del siglo XIX, el Palazzo
Rezzonico en la Venecia de 1764, incluso la isla de la Tortuga, sede de la más afamada piratería en 1647. Por último, la futurista ciudad siberiana de Bet-Bet en el año 2273, ejemplo de la postrera civilización humana.
En todo siglo y lugar los demonios tienen una historia, una vida que enredar, seres humanos débiles a los que tentar y pervertir. Cumplida su entretenida misión, los siete demonios regresan a su hogar portando curiosos testimonios `fotográficos` de sus aventuras y triunfos.
Por encima de todos ellos gravita un Mujica Lainez que ha afilado al máximo su pluma corrosiva para componer un autentico aquelarre de las pasiones humanas en total descontrol.

FRAGMENTO.
Manuel Mujica Lainez
EL VIAJE DE LOS SIETE DEMONIOS
 Cubierta: ilustración de Eugène Delacroix representando a Mefistófeles
Primera edición en Biblioteca de bolsillo: abril 1992
© Herederos de Manuel Mújica Laínez
© 1992: Editorial Seix Barral S.A.
     Córcega, 270 – 08008
ISBN: 884-322-3094-4
Depósito legal: B. 11.779 -1992
Impreso en España
 "Nada más inocente que componer un libro de entretenimiento aunque no entretenga. Con no leerlo evitará toda persona discreta el mal que pudiera yo causarle. Yo no trato de enseñar nada ni de probar nada. Si alguien deduce consecuencias o moralejas de la lectura de este libro, él, y no yo, será responsable de ellas."


JUAN VALERA
De la dedicatoria de "Morsamor" (1899)


 PRÓLOGO

El aposento era en verdad diabólico, porque desafiaba y burlaba las leyes de la perspectiva lógica. Lo cierto es que carecía de final, como si lo multiplicaran incontables espejos enfrentados, pese a que en él no había ni un solo espejo. Había, en cambio, hileras de ventanales, de estrechos ventanales góticos, que se perdían en eternos túneles, y que fueron colocados allí, probablemente, para mofa y caricatura del más cristiano de los estilos. Esas aberturas parecían estremecerse; su extraña ondulación resultaba de las hogueras que en el exterior ardían y que se levantaban en lenguas oscilantes. Pero al fuego no se lo veía con claridad, por la multitud de rostros que se agolpaban contra los espesos vidrios. Aquellos rostros, quizás masculinos, quizás femeninos, tenían el color del lacre y del humo y se descomponían con groseras muecas. Los iluminaban ojos candentes y famélicos. Crecían afuera, en torno del aposento aislado, gemidos, llantos y risas feroces, mas los gruesos cortinajes blancos los diluían en murmullos que se mezclaban con el zumbido de los aparatos de refrigeración, hasta que, de repente, las voces circundantes se afilaban y retumbaban en un grito más largo y agudo, que invadía la cámara.
Todo era blanco, convencional e infernalmente blanco, en el espacio interno: blancos los tapices, las colgaduras, las alfombras, los escasos muebles, tan pesados como si en mármoles fuesen esculpidos. Una especie de trono con baldaquín de escarcha, que asimismo participaba de las características del sillón de peluquero y del sillón de dentista, por la cantidad de trebejos mecánicos que complicaban su metálica estructura, presidía la sala de las recepciones oficiales. A sus pies, empinábase un bordado almohadón, en forma de tiara pontifical. Sobre una nívea consola interminable, estaban los bustos pálidos de Dante y de Milton, puestos cabeza abajo, y en medio colgaba un retrato de Goethe con orejas de burro. Como arabescos, plateadas letras enlazaban su diseño, trepando en orlas por las paredes y sus guarniciones, y componían, en los idiomas que conocemos y en muchos que ignoramos, las blasfemias infinitas que imaginaron los seres humanos y los que no lo son.
Criados silenciosos, vestidos con libreas albas, fijas las hebillas de perlas en las patas caprinas, ya que no podían usar ningún calzado, circulaban entre el moblaje y, de vez en vez, sin renunciar a la mímica solemne, se levantaban los faldones y enseñaban el desnudo y peludo posterior a los bustos de los poetas. Estornudaban, porque la refrigeración resultaba excesiva, en contraste con la quemazón que asediaba al palacio, y se sonaban las narices flamígeras con pañuelos de alas de vampiro. Uno revolvía el ponche famoso del Infierno, de cuyo recipiente, con cada vuelta de cucharón, brotaban llamaradas azules, y los demás servidores, aprovechando que el amo no se encontraba allí aún, lo rodeaban y extendían los dedos rígidos hacia aquel centro de calor, pues el frío de la habitación se intensificaba a medida que transcurrían los minutos.
No duró la holganza. Surgidos no se sabe de dónde, tal vez de un fondo de nieblas en el que apenas se irisaban las ventanas de ojiva, aparecieron el monarca del lugar y su séquito.
Iba el Diablo adelante, luciendo con elegancia un traje cruzado, de franela gris. La corbata roja y, en la solapa, una roseta del mismo tono (especie de Legión de Honor) cortaban la sobriedad de su vestimenta. Arropábase en pieles de armiño, pero no bien entró se las quitaron, puesto que una de las leyes fundamentales del Infierno establece que nadie, ni siquiera su señor, esté cómodo en parte alguna del distrito central. Se puso el Diablo a tiritar, como los que lo seguían. En ese municipio del Hades, Sheol, Tártaro, Averno, Orco, Báratro, Gehena (o como se lo prefiera llamar) hay que escoger entre el bochorno insoportable de las brasas y el hielo atroz del palacio del Pandemónium, que habitan el Diablo y su corte. Mejor dicho: el único que puede optar por el aire gélido es el propio Diablo, y si elige a este último es sólo porque su aristocrática tendencia lo impulsa a diferenciarse de quienes, extramuros, sufren la combustión sin límites.
Temblando, pues, el amo se repantigó en el sillón odontológico y peluqueril, tras de asentar las patas de cabra (que compartía con sus siervos) en el almohadón papal. Arrimáronle unos fálicos candelabros, y a su luz se discernió la fisonomía del augusto personaje. Recortóse su cara, rasurada, broncínea, fuera de la mancha negra con la cual la tiznó la tinta arrojada por Lutero en oportunidad más que célebre. En el eje de su frente se hundía un hueco, dejado, según ciertos comentaristas sin prejuicios, por la esmeralda que estuvo engarzada allí, y que perdió cuando fue precipitado desde las alturas. Dicha piedra habría servido, más tarde, para tallar en ella el vaso del Santo Grial... pero esto, como todo lo que al Diablo concierne, es discutible: lo más probable es que la concavidad sea el rastro del golpe sufrido en aquella memorable ocasión. Advertíase, a poco de mirarlo, que había sido excepcionalmente hermoso, en su época seráfica, y, como suele acontecer con los viejos que conocieron un pasado de belleza, adoptaba las actitudes propias de un muchacho bien parecido. Se alisaba el pelo, entre los tres cuernos, los dos de búfalo a los costados y el retorcido central; se estudiaba las finas manos garfiosas; las pasaba por los ojos renegros, abrasantes; las descendía hacia la cintura, que había conservado esbelta; cruzaba una pierna, luego otra; estiraba la boca y mostraba unos falsos dientes de actor. Temblaba, pero fingía que eso se debía a un tic que le sacudía la cara.
A su derecha, de pie, se ubicó Adramalech, Gran Canciller del Infierno, el del rostro de anciano, gafas de miope y cuerpo de pavo real, que en todo momento desplegaba su cola en abanico, pues era extremadamente vanidoso y se juzgaba muy espléndido, algo así como un vitral art-nouveau. Los asirios lo habían adorado, inmolando niños en sus altares, y no cesaba de recordar ese privilegio. En cambio, a la izquierda del Diablo, ceñido por una áurea armadura, baja la celada, como un San Jorge resplandeciente (pero no), se destacó Azazel, gran querubín, portaestandarte del Orco, quien hizo flamear la roja bandera. Y detrás avanzaron varios sátiros, a los que les habían encasquetado unos tricornios con plumas de avestruz, para que su velluda desnudez no desdijese plenamente con la pompa cortesana que se quería atribuir a la ceremonia. Había, entre ellos, el que acarreaba la máquina de escribir más moderna y eficaz que podría inventar el sobrehumano ingenio; los que llevaban pilas y pilas de ladrillos y cilindros, para la escritura cuneiforme, pues la etiqueta del Infierno, rigurosamente tradicionalista, exige que las actas y declaraciones se copien de acuerdo con ese difícil procedimiento mesopotámico; y los que transportaban sellos, cofres y libros.
Quienes, pegadas las narices a los cristales y recalentados por el fuego, observaban la escena, levantando ya un pie ya el otro, para eludir la cremación, dedujeron fácilmente que el Diablo y su Canciller habían estado discutiendo, dada la manera como Adramalech abría y cerraba las plumas multicolores, fruncía el ceño y torcía los labios. Por fin, el soberano ordenó que cesara el abaniqueo nervioso, el cual, al agitar la atmósfera, acentuaba la corriente fría que hacía palpitar los cortinajes. Obedeció el Canciller Pavo Real, a regañadientes, pero todavía algo insistió, en lo que evidentemente venía sosteniendo, porque se encolerizó el Diablo, escupió al suelo, del que saltaron chispas, y exclamó:
-¡Basta! Demasiado tienes que hacer, ocupándote de mis relaciones exteriores, para pretender viajar, cuando hay otros aquí que viven en el ocio estéril. ¿O te ha dado por imitar a tus colegas terráqueos, que con cualquier pretexto dejan el despacho aburrido y salen, simulando tremendas inquietudes, a dárselas de turistas? Por lo demás, lo resuelto, resuelto está, y para confirmártelo ¡que traigan los libros!
Refunfuñó Adramalech, alisándose con la boca las plumas, y recordó en voz baja que los asirios se habían conducido mejor con él, mas ya estaban los libros delante del Diablo, quien acariciaba sus encuadernaciones con refinamientos de bibliófilo. Eso es lo que le gusta parecer, por encima de lo demás: un refinado. Tomó la edición alemana del "Tractatus de Confessionibus Maleficorum et Sagarum", del ilustre Peter Binsfeld, cuya sabiduría se afirma en su formación por los jesuitas de Roma, y elogió el grabado de la portada. Leyó, como si declamase: Munich, 1591.
-Este hombre -comentó- fue una autoridad notable. Únicamente un error singular, que nada justifica, hallo en su libro, y es que sostiene que el Diablo no puede aparecer bajo la traza de una persona inocente.
Rieron los sátiros, mientras acomodaban la máquina de escribir y los cilindros de barro, a fin de que se consignara en ellos cuanto dijera el señor. La máquina comenzó en seguida a funcionar sola, copiando en un rollo lo que dictaba el Diablo, sin equivocar ni una letra, mientras que un fauno prolijo se esmeraba, con ayuda de un punzón, en grabar en el barro (que sería cocinado después) los clavos y variados signos propios de la escritura persa y asiria.
Púsose el príncipe del Mundo a revolver las hojas del “Tractatus", hasta que encontró lo que precisaba.
-Aquí está -puntualizó-, aquí está la clasificación de Binsfeld, que considero la más perfecta. Él distribuye entre los demonios la hegemonía de los pecados capitales (los siete que enumeró Tomás de Aquino, quedándose corto) así: a Lucifer, la Soberbia; a Satanás, la Ira; a Mammón, la Avaricia; a Asmodeo, la Lujuria; a Belcebú, la Gula; a Leviatán, la Envidia; a Belfegor, la Pereza. Es admirable. Cualquiera deduciría que los ha conocido, porque se ajusta exactamente a las calidades y preferencias de esos cofrades. Cómo pudo adivinarlo? ¿Quién se lo sopló? ¿Habrá en el infierno -y el Diablo miró en torno, como si escrutase los arcanos de la profundidad- infiltraciones? ¿Habrá algún traidor que anda por la Tierra, divulgando nuestros secretos?
-Con todo -declaró Adramalech (y en ese momento sus plumas semejaban un inmenso abanico, abierto en la nacarada penumbra de un avant-scéne de teatro)- yo opino que me pudo otorgar la Soberbia.
-Nadie se acuerda de ti -replicó el Diablo-. A ti te basta y sobra con la Cancillería. Mira, éste es "The Magus or Celestial Intelligencer", de Francis Barret, publicado en Londres el año 1801. Él también ensayó una clasificación, y llama a Mammón el príncipe de los tentadores y engañadores; a Satanás, el de los alucinadores, o sea el jefe y servidor de los que conjuran y de las brujas; y a Belcebú, el de los falsos dioses. Pero esto, con algún atisbo de verdad, carece de asidero. Me quedo con el Maestro Binsfeld, que no en vano era alemán. Es más claro, más definitivo.
-Sin embargo -protestó el Gran Canciller- ninguno de ellos, fuera de Belcebú, integra la lista de los demonios-jefes mencionados por Milton. La sé de memoria: Moloch, Camos, Baal, Astarot, Astarté, Tammuz, Dagón, Rimnón, Osiris, Horus, Belial.
Se echó a reír el Diablo y se sacudieron las paredes, arrojando, aquí y allá, trocitos de hielo. Hizo girar el sillón, que en tanto hablaba iba y venía por el cuarto, hacia el busto del poeta, que cabeza abajo asistía a la escena insólita, y recalcó, silbando con silbido de serpiente:
-Ése no tenía ni idea de cuanto nos toca. He was an old fool. Es como el otro -añadió, señalando al busto de Dante- ¡y pensar que en su tiempo sostenían que había estado en el Infierno!
Los sátiros, adulones, rieron también, y la armadura dorada de Azazel, el portaestandarte, rechinó, como si se desternillase o se destornillase.
-¿Están listos los invitados? -preguntó el Diablo, pasándose por los cuernos el pañuelo de hilo, con su inicial bordada en seda carmesí.
-Sus Excelencias aguardan vuestras órdenes, Sire -contestó uno de los sátiros.
-Que entren, pues.
Y entraron, uno a uno, los siete demonios.
Entonces se advirtió que la curiosidad de los mandingas menores, que aplastaban las narices, naturalmente chatas, contra las ventanas góticas, subía de punto, porque cubrieron los vidrios en su totalidad, y ya no hubo resquicio para que asomase ni un reflejo de las llamas. No estaban allí, por descontado, las huestes íntegras del Diablo. Ni siquiera el hecho de que fuese aquella una habitación aparentemente infinita hubiera podido contenerlos si se considera que Johan Weyer, médico del Duque de Cleves, calculó, en el siglo XVI, a ojo de buen cubero, que su cifra asciende a 7.405.926 individuos. Por lo demás, no olvide el lector que la mayoría de los diablos, diablejos, diablones y diablotines, fuesen ígneos, aéreos, terrestres, acuáticos, subterráneos o heliófobos merodeaban sueltos por el Mundo -como merodean- a modo de miríadas de insectos tenaces, dedicados con seriedad a las tareas inherentes a su condición, y que quienes espiaban por los ventanales lo hacían otorgándose, dentro del Infierno, un breve descanso.
Su atención se concentró primero, por su jerarquía, en el grupo compuesto por el Diablo y sus ayudantes principales, que integraban un cuadro muy singular con el Príncipe en el medio, sobre su ambulante silla de portátil baldaquín de estalactitas, que de repente reclinaba el apoyacabeza, como si al caballero moreno y cornudo que la ocupaba fuesen a afeitarlo o a despojarlo de una muela, y de repente alzaba un brazo de metal, o daba vuelta, o se desplazaba, empujando al almohadón pontificio, de acuerdo con las necesidades del caso. La máquina de escribir no paraba de teclear, siguiendo las marcadas inflexiones de la voz del Diablo, y el sátiro amanuense de tricornio se afanaba, por su parte, en multiplicar los caracteres cuneiformes, mientras llenaba más y más ladrillos sin cocer aún, con destino a los estantes del Archivo Mayor. El Gran Canciller Adramalech se esponjaba y desenvolvía las plumas de pavo real, cerrándolas de súbito con rápido golpe coqueto; levantaba una parte y se sacaba los anteojos; y el serafín Azazel hacía relampaguear los oros de la coraza y aprovechaba el aire intenso para que flamease la angosta bandera.
Con ser sin duda extraña la escena que esbozamos, más extraña todavía fue la que crearon los recién venidos, quienes se inclinaron sucesivamente ante el amo infernal. Lucifer, el soberbio, era negro como la noche y estaba vestido por su desnudez total y musculosa. Llevaba una corona sembrada de diamantes y anchas alas de murciélago, con incrustados carbúnculos. Su orgullo se evidenciaba en los elementos heráldicos que se entretejían en su manto transparente: águilas, leones, grifos, lobos, castillos, flores de lis, y que ascendían también por su cetro de ébano. "Hijo de la mañana" lo llamó Isaías, y con ser tan negro resplandecía como el amanecer. Satanás, el iracundo, el de las alas de buitre, exhibía una cota de mallas roja, como si fuese un inmenso crustáceo, y sus ojos crueles coruscaban en la trabazón de pelos que le cubría la cara y las mejillas. Mammón, el avaro, sobresalía por una delgadez que le marcaba el esqueleto, apenas resguardado por jirones de ropas andrajosas, y por las miradas titilantes de ambición que dirigía a cuanto centelleaba un poco, lo mismo a la máquina de escribir del Diablo que a la armadura de Azazel. Asmodeo, el lujurioso, tenía el hocico de cerdo y de conejo las orejas; renqueaba y se relamía, embistiendo con ojeadas provocadoras a los sátiros: pero a veces se transformaba en una mujer o en un adolescente, desnudos ambos y tan cambiantes que resultaba imposible discernir su sexo. Belcebú, el devorador insaciable, traía un capote manchado de grasa; una guirnalda de uvas en torno de la frente; una banda de hortalizas cruzándole el pecho; y una colmada cesta, de la cual sacaba constantemente más y más viandas de cualquier tipo, que embaulaba con fruición su boca descomunal. Nubes de moscas verdes volaban alrededor. Leviatán, el envidioso, Gran Almirante del Infierno y jefe Supremo de las Herejías, sustentaba sobre los hombros angostos una amarilla cabeza de cocodrilo y ceñía el blanco uniforme de su dignidad, todo él rutilante de mágicas condecoraciones. Y Belfegor, demonio de la Pereza, no venía solo, porque evitaba en lo posible caminar. Cuatro simios alados portaban las andas en las que estiraba su molicie, su corpachón de hembra rolliza, dormilona y roncadora, y el caparazón de tortuga que le caía por la espalda. Así se presentaron los siete demonios ante su señor. No abundamos ahora en más detalles acerca de sus estructuras. Ya los irá conociendo y apreciando el lector en el curso de este libro, y con lo descrito basta para transmitir una idea sucinta de la extravagancia de su concurso, al que comunicaba su vibración el leve batir permanente de las alas (las del avaro eran del paño de algodón más barato, zurcido y pobre; las del libidinoso, de cantáridas esmeraldinas; las del goloso, chorreantes de miel; las del envidioso Almirante, hechas con lonas de carabelas; y las del perezoso, de piel de marmota). Las cabezas de cerdo y de cocodrilo, las garras diversas, los policromados adornos y atributos, los distinguían, pero todos ostentaban colas iguales y unas patas de cabra que proclamaban la ausencia de zapaterías, en los dominios del Diablo.
-Comenzaremos la audiencia -dijo el amo, y Azazel hizo culebrear el rojo estandarte.
La máquina de escribir autónoma, captadora de palabras en el aire, aguardó a un lado, ávidamente dispuesta, y al otro, el sátiro tricornudo afiló el punzón y aprestó un nuevo cilindro. Entre tanto, Su Majestad se revistió para la ceremonia, de acuerdo con el ritual previsto por el protocolo. Es decir que no se revistió, sino se desvistió. Se abrió el chaleco; hizo lo propio con el cierre relámpago del pantalón de franela; se desabotonó la camisa, y entonces apareció su segunda cara, su cara oculta, la que tiene la boca dibujada a la altura del ombligo, que es idéntica a su cara visible (con la única diferencia de que no conserva la mancha del tintero luterano) y que sólo se muestra en las funciones importantes. Dicha boca ventral habla, a veces al mismo tiempo que la superior, lo cual puede provocar embrollos. Por el momento, ambas narices se limitaron a estornudar estrepitosamente, a causa del desabrigo, y esas violencias nasales hallaron eco en los estornudos soltados por los siete demonios, en particular por los sin ropa, Lucifer y Asmodeo; en cuanto al cocodrilo Almirante, los párpados y las fauces se le llenaron de lágrimas. Cabe señalar que durante todo el resto del acto, hubo siempre alguien que estornudaba, con furia Satanás, Belfegor con pereza, Belcebú con gula, Adramalech remilgadamente, pasándose las plumas de pavón por la desembocadura irritada del aparato respiratorio, y que aquellos espasmos de la pituitaria acompañaron como un coro sollozante al desarrollo de los diálogos.
El Diablo empezó por mandar que los siete huéspedes dominaran el batir refrescante de sus alas, y que se distribuyeran en consonancia con sus títulos. Así lo hicieron, apostándose a la derecha los de nobleza más rancia, que son los mencionados en el Antiguo Testamento: Satanás, Leviatán y Asmodeo; a la izquierda, el citado en el Nuevo, que es Belcebú, y algo detrás los restantes: Lucifer, Mammón y Belfegor. No se obtuvo esa repartición sin reclamos. Lucifer se atufó, y el carbón de su cuerpo espejeó como una añosa madera lustrada. En su manto, incorporáronse, rampantes y sañudas, las dibujadas bestias. ¿Cómo? ¿Acaso no era el más prestigioso, el más egregio, el más difundido de los demonios? ¿No presidía cuanto se vincula con la zona del Oriente terrenal? ¿No lo confundían a menudo con el Rey de los Infiernos? Hinchaba el pecho y los bíceps potentes, y el Diablo sonreía.
-De eso -acotó desde su sillón móvil-, del Rey de los Infiernos charlaremos después.
Protestó Mammón, recordando que, según Milton, fue el primero que enseñó a arrancar los tesoros de la Tierra y que, en consecuencia, la administración infernal le adeudaba bastantes beneficios, pero el Diablo -que tiene buena memoria- le retrucó que, también según Milton, era el menos elevado de los espíritus caídos del Cielo, y cerró el debate, arguyendo que Milton carecía en absoluto de autoridad. Y el lánguido Belfegor femenino arrellanó su concha de tortuga en las andas y se limitó a bostezar: sabía que muchos entendidos reconocen en él al Dios Crepitus, el de las digestivas ventosidades, y eso bastaba para tranquilizarlo con referencia a la importancia sonora de su situación.
Aclaradas las prioridades, tomó el Diablo la palabra.
-Estoy -dijo, dirigiéndose a sus siete grandes vasallos- muy descontento de ustedes. Viven aquí una vida inútil, recostados sobre laureles antiguos, y no hacen más que discutir, como si fueran teólogos. En lugar de proponer ideas originales, que favorezcan al Infierno, se la pasan divagando. Los que son príncipes, desdeñan a los otros. Lucifer, Satanás y Asmodeo disputan sobre cuál de los tres fue el que tentó a Jesús, y en realidad esa tentación rindió tan poco fruto que no es para vanagloriarse y más conviene ni recordarla. Además, Satanás y Lucifer se han ingeniado, con literarias intrigas, para que el Mundo crea que uno de los dos lleva la corona de los Infiernos, relegando mi nombre (el nombre de Diablo) a la condición impersonal de nombre común y colectivo. Ce n'est pas aimable –adujo con una mueca torva, y avanzó las uñas-. Asmodeo enloquece a todos con su cuento de cómo se apoderó del harén del Rey Salomón, engañándolo, en la época en que lo ayudó a construir el templo. It's an old story. Belcebú se jacta de su título de patrono de los médicos, y sin embargo no hay quien le extraiga una receta en este sitio donde tantos pobres diablos soportan quemaduras injustas. De Belfegor no hablemos: no hace más que tumbarse. En resumen, ninguno de los siete sirve de nada y eso implica un mal ejemplo, que ya empieza a cundir entre los espíritus menores. Se relaja la disciplina, y yo aspiro a que el Infierno sea un modelo disciplinario. Allá ellos en el Cielo; que procedan como les plazca; que manejen a su antojo la indulgencia. El Infierno es un instituto penal, y debe funcionar sobre bases serias. Si los supremos guardianes de nuestra casa olvidan su obligación, poco a poco se irá convirtiendo, para vergüenza nuestra, en un Paraíso.
Intentó Satanás, tartamudeando de ira, una protesta, pero se lo vedó una cascada de estornudos. Por su parte, el Diablo levantó la diestra y descartó cualquier objeción probable. Ahora fue su segunda cara la que habló, y Belcebú, Señor de la Voracidad, apartó a manotazos las moscas zumbantes que lo envolvían y cesó de masticar, para no perder vocablo.
-He pensado -manifestó la boca del ombligo- enviarlos a la Tierra, a fin de que allá cumplan la misión que aquí desatienden. Asaz vacilé, antes de resolverlo. Me disgusta la perspectiva de que escapen a mi directa e inmediata fiscalización. ¿No integraron algunos de ustedes el grupo que traicionó a Jehová? ¿No serían capaces de traicionar de nuevo, de traicionarme a mí, que encabecé la sedición? Sin embargo, prefiero correr ese riesgo a verlos en torno, haraganeando. Es algo que no puedo soportar. Se diría que cada uno ha renunciado a su pecaminoso dominio, para invadir el del Ocio, señorío de Belfegor.
Lucifer, faraón de lo pertinente al insano Orgullo, irguió el cuerpo macizo y proclamó, en representación del resto, su fidelidad. Pusiéronse a cantar los siete la "Marcha de las juventudes Demonistas", en testimonio de su lealtad al jefe máximo.
-¿No es comprensible -continuaron los labios umbilicales, con escéptico rictus- la actitud de esos países del Mundo en los cuales se pone toda clase de inconvenientes a los ciudadanos, antes de autorizarlos (cuando se les permite) a trasponer sus fronteras? Yo la acepto y la admiro. Pero este caso es diferente. Se trata de la disciplina laboriosa. En consecuencia, a la Tierra irán.
Espiáronse, absortos, los convictos. A mil leguas estuvieron de suponer que los habían convocado con el propósito de endilgarles una reprensión. Por encima de sus especialidades, la vanidad era su denominador común, y habían barruntado, teniendo en cuenta lo excepcional de su status, que el Diablo los había reunido para otorgarles alguna nueva prebenda. Leviatán, Gran Almirante, llegó a imaginar que le conferirían una condecoración más, y Belfegor se mantuvo derechito, en las andas que su somnolencia requería, y retuvo un viento que hubiera sido muy mal recibido.
-A la tierra irán -prosiguió el Gran Demonio-, y no por cierto a divertirse, sino a trabajar. De modo que no te relamas, Asmodeo lúbrico.
Se inclinó al oído de Adramalech, quien se dobló palaciegamente y a su vez transmitió a los sátiros una orden. Estos maniobraron la cerradura de una maleta y de ella extrajeron tres objetos, que tomó consecutivamente el soberano.
-He aquí -dijo mientras lo mostraba- un reloj. No es un reloj común. En lugar de indicar las horas, indica los años. Te lo confío, Belfegor. Aquí tienen un mapa, que se ilumina señalando el lugar del Mundo en el cual se encuentra quien lo consulta. Tú lo llevarás, Asmodeo. Y esta caja de laca punzó, obra de un diablo japonés, contiene siete fichas de nácar, cada una de las cuales ostenta el nombre de uno de los llamados pecados capitales. Te encargarás tú de ella, Lucifer. Durante el viaje, repentino, inesperado, sonará el reloj, que es un despertador irreprochable. Por eso te elegí para transportarlo, Belfegor soñoliento. Lo examinarán ustedes y así sabrán por qué momento de la historia humana, por qué año, con exactitud, atraviesan en ese instante, ya que el tiempo es una absurda convención de los hombres, allende la cual operamos, libres, nosotros. Verificarán, en el mapa, el sitio coincidente donde se hallan, y se detendrán allí. Por último, abrirán la caja punzó, y la suerte dispondrá cuál de los viajeros será el artífice a quien incumbirá ejercer la tarea inherente a su intrínseca tentación. Pero ¡cuidado!, los demás no permanecerán inactivos, ya que ellos deberán colaborar con el ejecutor principal, si lo requiriese el éxito de la empresa. Y no piensen que será un trabajo sencillo. Ya veré yo que a cada uno le corresponda una tarea no vinculada con su idiosincrasia.
Mudos quedaron los siete demonios. El Diablo reía; el pavón se pavoneaba; el portaestandarte izaba y bajaba la insignia; Belfegor contemplaba el reloj de los años; Lucifer revolvía la caja y hacía sonar las fichas; Asmodeo desenrollaba el mapamundi, que era bonito, decorado con personajes mitológicos y con blasones de ciudades.
-Y ahora extiendan las manos -habló el Rey-. Adramalech, dame el sello.
Estiraron los demonios las extremidades, las zarpas, los ásperos dedos, y sobre cada una de las palmas, el propio jefe imprimió su timbre rojo: los tres cuernos endentados, contraflorados y ecotados, por describirlos heráldicamente.
-Eso hará las veces de pasaporte -concluyó el Diablo-. Exhíbanlo delante de Caronte, al salir. Adramalech, el ponche.
Aproximóse el Canciller, todo plumaje y meneos. Lo siguieron dos pajes que coceaban con escandalosas luces de perlas en las pesuñas, y presentaron la ponchera ardiente. Colmaron las copas, y los siete brindaron con el Diablo Mayor. Sabían a qué atenerse y por eso no escupieron lo que se les ofrecía: el Ponche del Infierno, que sólo se sirve en el aposento helado, es lo más cruelmente frío que se conoce, más gélido aun que el famoso semen glacial de los íncubos.
Luego los demonios retrocedieron y se retiraron, evitando dar la espalda a su señor, y éste se apresuró a clausurar el cierre relámpago del pantalón y a abotonar el chaleco, porque su segunda cara empezaba a amoratarse, aterida.

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