martes, 19 de febrero de 2013

D. H. (David Herbert) Lawrence


D. H. (David Herbert) Lawrence nació el 11 de septiembre de 1885 en un pueblo llamado Eastwood, Nottinghamshire (Inglaterra). Era el cuarto hijo de Arthur Lawrence, un minero casi analfabeto y aficionado a la bebida, y de Lydia Beardsall, una mujer, antigua maestra, amante de la cultura, hecho que provocaría el interés por la pintura y la lectura del pequeño David, quien desde niño sufrió de frágil salud.
La diferencia cultural entre sus padres fue un elemento clave en la psicología de Lawrence, quien sufrió en su niñez el enfrentamiento habitual entre sus progenitores.

Después de acudir gracias a una beca al Nottingham High School y a la Universidad de la misma ciudad, Lawrence dejó los estudios y comenzó a publicar sus primeros textos y a dar clases desde 1908 en la Davidson Road School de Croydon.

En 1912 Lawrence inició una relación sentimental con Frieda von Richtofen, mujer del profesor Ernest Weekley y hermana del famoso piloto Barón Rojo, Manfred von Richthofen.
Frieda abandonó a su esposo e hijos para convivir con el joven David Herbert en Bavaria (Alemania). Ambos, que viajarían con frecuencia por bastantes países, se casarían en 1914.


En la década de los 20, D. H. Lawrence viaja por Australia, Asia, Estados Unidos y Europa. Asentado de nuevo en Italia, cerca de Florencia, escribe su título más popular, `El amante de Lady Chatterley` (1928), un libro acusado de nuevo de obsceno que narraba de manera explícita la relación sexual entre una mujer culta y adinerada y un guardabosques al servicio de su esposo aristócrata.
D. H. Lawrence Falleció a causa de la tuberculosis el 2 de marzo de 1930 en Vence (Francia). Tenía 44 años..


Inválido de guerra, Sir Clifford Chatterley y su esposa Connie llevan una existencia acomodada, aparentemente plácida, rodeada de los placeres burgueses de las reuniones sociales y regida por los correctos términos que deben ser propios de todo buen matrimonio. Connie, sin embargo, no puede evitar sentir un vacío vital. La irrupción en su vida de Mellors, el guardabosque de la mansión familiar, la pondrá en contacto con las energías más primarias e instintivas y relacionadas con la vida. La fuerte corriente relacionada con la energía sexual que recorre casi toda la obra de D. H. Lawrence encuentra una de sus máximas expresiones en EL AMANTE DE LADY CHATTERLEY, novela que se vio envuelta en la polémica y el escándalo desde el momento de su aparición.

FUENTE: N.N.

CAPÍTULO PRIMERO.

EL AMANTE DE LADY CHATTERLEY

D. H. Lawrence


CAPITULO I

La nuestra es esencialmente una época trágica, así que nos negamos a tomarla por lo trágico. El cataclis-mo se ha producido, estamos entre las ruinas, comen-zamos a construir hábitats diminutos, a tener nuevas esperanzas insignificantes. Un trabajo no poco agobian-te: no hay un camino suave hacia el futuro, pero le buscamos las vueltas o nos abrimos paso entre los obstáculos. Hay que seguir viviendo a pesar de todos los firmamentos que se hayan desplomado.
Esta era, más o menos, la posición de Constance Chatterley. La guerra le había derrumbado el techo sobre la cabeza. Y ella se había dado cuenta de que hay que vivir y aprender.
Se había casado con Clifford Chatterley en 1917, durante una vuelta a casa con un mes de permiso. Un mes duró la luna de miel. Luego él volvió a Flandes, para ser reexpedido a Inglaterra seis meses más tarde, más o menos en pedacitos. Constance, su mujer, tenía entonces veintitrés años, y él veintinueve.
Su apego a la vida era maravilloso. No murió, y los pedazos parecían irse soldando de nuevo. Durante dos años estuvo en manos del médico. Luego le dieron de alta y pudo volver a la vida, con la mitad inferior de su cuerpo, de las caderas abajo, paralizada para siempre.
Esto fue en 1920. Clifford y Constance volvieron a su hogar, Wragby Hall, «sede» de la familia. Su padre había muerto. Clifford era ahora un baronet, Sir Clif-ford, y Constance era Lady Chatterley. Fueron a co-menzar su vida de hogar y matrimonio en la descui-dada mansión de los Chatterley, sobre la base de una renta más bien insuficiente. Clifford tenía una hermana, pero les había dejado. Por lo demás, no quedaban pa-rientes cercanos. El hermano mayor había muerto en la guerra. Paralizado sin remedio, sabiendo que nunca podría tener hijos, Clifford había vuelto a su hogar en los sombríos Midlands para mantener vivo mientras pudiera el nombre de los Chatterley.
Realmente no estaba acabado. Podía moverse por sus propios medios en una silla de ruedas, y tenía otra con un pequeño motor incorporado con la que podía deam-bular lentamente por el jardín y recorrer la hermosa melancolía del parque, del cual estaba realmente muy orgulloso aunque fingía no darle gran importancia.
Habiendo sufrido tanto, su capacidad de sufrimien-to se había agotado en cierto modo. Permanecía ausen-te, luminoso y de buen humor, casi podría decirse chis-peante, con su cara rubicunda y saludable y el empuje brillante de sus ojos azul pálido. Sus hombros eran anchos y fuertes, sus manos potentes. Vestía ropa cara y llevaba corbatas elegantes de Bond Street. Y, sin em-bargo, en su cara podía verse la mirada vigilante, la ligera ausencia de un paralítico.
Había estado tan cerca de perder la vida, que lo que quedaba era de un valor excepcional para él. Era obvio en la emocionada luminosidad de sus ojos lo orgulloso que estaba de seguir vivo tras haber pasado por la tremenda prueba. Pero la herida había llegado tan al fondo que algo había muerto dentro de él, parte de sus sentimientos ya no existían. Había un vacío en su sensibilidad.
Constance, su mujer, rubicunda, de aspecto campe-sino, tenía el pelo castaño, un cuerpo fuerte y movi-mientos pausados, llenos de una energía poco frecuente. Era de ojos grandes y admirativos, con una voz dulce y suave; parecía recién salida de su pueblo natal. Nada de esto era cierto. Su padre era el anciano Sir Malcolm Reid, en tiempos muy conocido como miembro de la Real Academia de Pintura. Su madre había sido una de las cultas Fabianas de la floreciente época pre-Rafae-lita. Entre artistas y socialistas cultos, Constance y su hermana Hilda habían tenido lo que podría llamarse una educación estéticamente poco convencional. Las habían enviado a París, Florencia y Roma para respirar arte, y habían ido en la otra dirección, hacia La Haya y Berlín, a los grandes congresos socialistas, donde los oradores hablaban en todas las lenguas civilizadas sin que nadie se asombrara.
Las dos chicas, por tanto, y desde edad muy tem-prana, no se sentían intimidadas ni por el arte ni por la política teórica. Era su ambiente natural. Eran al mismo tiempo cosmopolitas y provincianas, con el pro-vincialismo cosmopolita del arte mezclado con las ideas sociales puras.
Las habían enviado a Dresde a los quince años, para aprender música entre otras cosas. Y lo pasaron bien allí. Vivían libremente entre los estudiantes, discutían con los hombres sobre temas filosóficos. sociológicos y artísticos; eran como los hombres mismos: sólo que mejor, porque eran mujeres. Patearon los bosques con jóvenes robustos provistos de guitarras, ¡tling, tling! Cantaban las canciones de los Wandervógel, y eran li-bres. ¡Libres! La gran palabra. Al aire del mundo, en los bosques de la alborada, entre compañeros vitales y de magnífica voz, libres de hacer lo que quisieran y -sobre todo- de decir lo que les viniera en gana. Hablar era la categoría suprema: el apasionado inter-cambio de conversación. El amor era un acompaña-miento menor.
Tanto Hilda como Constance habían tenido sus aven-turas amorosas, tentativas, a los dieciocho años. Los jóvenes con quienes conversaban con tal pasión, los que cantaban con tanto brío y acampaban bajo los ár-boles con una tal libertad, deseaban, desde luego, una relación amorosa. Las muchachas tenían sus dudas, pero... se hablaba tanto de la cosa, parecía tener una tal importancia, y los hombres eran tan humildes y tan anhelantes. ¿Por qué no iba a ser una chica como una reina y darse a sí misma como regalo?
Así que se habían regalado, cada una al joven con el que tenía las controversias más sutiles e íntimas.
Las charlas, las discusiones, eran lo más importante; hacer el amor y las relaciones afectivas eran sólo una especie de reversión primitiva y un algo de anticlímax. Después, una se sentía menos enamorada del chico y un poco inclinada a odiarle, como si se hubiera entro-metido en la vida privada y la libertad interior de una. Porque, desde luego, siendo chica, toda la dignidad y sentido de la vida de una consistía en el logro de una absoluta, perfecta, pura y noble libertad. ¿Qué otra cosa significaba la vida de una chica? Eliminar las vie-jas y sórdidas relaciones y ataduras.
Y, por mucho que se sentimentalizara, este asunto del sexo era una de las relaciones y ataduras más anti-guas y sórdidas. Los poetas que lo glorificaban eran hombres la mayoría. Las mujeres siempre habían sabido que había algo mejor, algo más elevado. Y ahora lo sabían con más certeza que nunca. La libertad hermosa y pura de una mujer era infinitamente más maravillosa que cualquier amor sexual. La única desgracia era que los hombres estuvieran tan retrasados en este asunto con respecto a las mujeres. Insistían en la cosa del sexo como perros.
Y una mujer tenía que ceder. Un hombre era como un niño en sus apetitos. Una mujer tenía que conce-derle lo que quería, o, como un niño, probablemente se volvería desagradable, escaparía y destrozaría lo que era una relación muy agradable. Pero una mujer podía ceder ante un hombre sin someter su yo interno y li-bre. Eso era algo de lo que los poetas y los que hablaban sobre el sexo no parecían haberse dado cuen-ta suficientemente. Una mujer podía tomar a un hombre sin caer realmente en su poder. Más bien podía utili-zar aquella cosa del sexo para adquirir poder sobre él. Porque sólo tenía que mantenerse al margen durante la relación sexual y dejarle acabar y gastarse, sin llegar ella misma a la crisis; y luego podía ella prolongar la conexión y llegar a su orgasmo y crisis mientras él no era más que su instrumento.
Ambas hermanas habían tenido ya su experiencia amorosa cuando llegó la guerra y las hicieron volver a casa a toda prisa. Ninguna de ellas se había enamorado nunca de un joven a no ser que ella y él estuvieran
verbalmente muy cercanos: es decir, a no ser que es-tuvieran profundamente interesados, que se HABLARAN. Qué asombrosa, qué profunda, qué increíble era la emo-ción de hablar apasionadamente con algún joven inte-ligente hora tras hora, continuar día tras día durante meses... ¡No se habían dado cuenta de ello hasta que sucedió! La promesa del Paraíso -¡Tendrás hombres con quienes hablar!- no se había pronunciado nunca. Y se cumplió antes de que ellas se hubieran dado cuenta de lo que una promesa así significaba.
Y si, tras la excitante intimidad de aquellas discu-siones vívidas y profundas, la cosa del sexo se hacía más o menos inevitable, qué se le iba a hacer. Marcaba el final de un capítulo. Era también una excitación en sí: una excitación extraña y vibrante dentro del cuerpo, un espasmo final de autoafirmación, como la última palabra, emocionante y muy parecida a la línea de asteriscos que puede utilizarse para señalar el final de un párrafo o una interrupción del tema.
Cuando las chicas volvieron a casa durante las vacaciones del verano de 1913, Hilda tenía veinte años y Connie dieciocho, su padre pudo darse cuenta claramente de que ya habían tenido su experiencia amorosa.
L'amour avait passé par lá, como dice alguien. Pero él mismo era un hombre de experiencia y dejó que la vida siguiera su curso. En cuanto a la madre, una invá-lida nerviosa en los últimos meses de su vida, lo único que deseaba era que sus hijas fueran «libres» y «se realizaran». Ella no había podido ser nunca ella mis-ma: era algo que le había sido negado. Dios sabe por qué, puesto que era una mujer con rentas propias e independencia. Culpaba de ello a su esposo. Pero en realidad dependía de alguna vieja noción de autoridad enquistada en su cerebro o en su alma y de la que no podía librarse. No tenía nada que ver con Sir Malcolm, que dejaba que su nerviosamente hostil y decidida es-posa hiciera la vida a su manera, mientras él seguía su propio camino.
Así que las chicas eran «libres» y volvieron a Dresde, a su música, la universidad y los jóvenes. Amaban a sus jóvenes respectivos y sus respectivos jóvenes las amaban a ellas con toda la pasión de la atracción men-tal. Todas las cosas maravillosas que los jóvenes pen-saban, expresaban y escribían, las pensaban, expresa-ban y escribían para las jóvenes. El chico de Connie era de temperamento musical; el de Hilda, técnico. Pero simplemente vivían para ellas. En sus mentes y en sus emociones mentales, claro. En otros aspectos estaban ligeramente a la defensiva, aunque no lo sabían.
En su interior era también obvio que el amor había pasado por ellos: es decir, la experiencia física. Es curioso la sutil pero inconfundible transmutación que opera tanto en el cuerpo de los hombres como en el de las mujeres: la mujer, más floreciente, más sutil-mente redondeada, sus jóvenes angularidades suaviza-das y su expresión emotiva o triunfante; el hombre, mucho más apaciguado, más introvertido, las formas mismas de sus hombros y sus nalgas menos afirmati-vas, más indecisas.
En el impulso sexual efectivo, dentro del cuerpo, las hermanas estuvieron a punto de sucumbir al extraño poder del macho. Pero la recuperación fue rápida: aceptaron el impulso sexual como una sensación y si-guieron siendo libres. Mientras los hombres, agradeci-dos por la experiencia sexual, entregaron sus almas a la mujer. Y más tarde parecían como quien ha perdido diez duros para encontrar cinco. El chico de Connie podía parecer un poco retraído y el de Hilda algo sar-cástico. ¡Pero así son los hombres! Ingratos y constan-temente insatisfechos. Cuando no quieres saber nada de ellos te odian porque no quieres, y cuando quieres te odian por alguna otra razón. O sin razón ninguna, excepto que son niños enfadados, y no hay manera de contentarlos con nada, haga una mujer lo que haga.
Sin embargo, estalló la guerra; Hilda y Connie fue-ron facturadas a casa de nuevo, después de haber estado allí ya en mayo para el funeral de su madre. Antes de las navidades de 1914 sus dos jóvenes alemanes habían muerto: aquello hizo llorar a las hermanas y amar a los jóvenes apasionadamente, pero poco después les olvidaron. Ya no existían.
Las dos hermanas vivían en la casa de Kensington de su padre, realmente de su madre, y salían con el joven grupo de Cambridge, el grupo que defendía la «libertad», los pantalones de franela, las camisas de franela con el cuello abierto, una selecta especie de anarquía sentimental, un tipo de voz suave y susurran-te y una especie de modales ultrasensibles. Sin embargo, Hilda se casó repentinamente con un hombre diez años mayor que ella, un miembro mayor del mismo grupo de Cambridge, un hombre con no poco dinero y un cómodo empleo hereditario en el gobierno: que ade-más escribía ensayos filosóficos. Pasó a vivir con él en una casa poco amplia de Westminster y entró en esa buena sociedad de gente del gobierno que no está a la cabeza, pero que son, o pudieran ser, el verdadero poder oculto de la nación: gente que sabe de qué ha-bla, o habla como si lo supiera.
Connie realizaba una forma atemperada de trabajo bélico y andaba con los intransigentes de Cambridge, de pantalón de franela que se reían moderadamente de todo, por el momento. Su «amigo» era un tal Clif-ford Chatterley, un joven de veintidós años, que había vuelto a toda prisa de Bonn, donde estudiaba los tecni-cismos de la minería del carbón. Antes había pasado dos años en Cambridge. Actualmente era teniente en un regimiento fino, porque resultaba más elegante bur-larse de todo en uniforme.
Clifford Chatterley era más «clase alta» que Connie. Connie era «intelectualidad» de buena posición, pero él era «aristocracia». No de la grande, pero lo era. Su padre era un baronet, y su madre había sido hija de un vizconde.
Pero, mientras Clifford era de más alta cuna que Connie y más «sociedad», resultaba, a su manera, más provinciano y más tímido. Se encontraba a gusto en el pequeño «gran mundo», es decir, entre la aristocracia con tierras, pero se comportaba de manera retraída y nerviosa en ese otro amplio mundo compuesto por las vastas hordas de las clases medias y bajas y los extran-jeros. Si ha de decirse la verdad, le asustaba un poco la humanidad de las clases medias y bajas y le asus-taban los extranjeros que no eran de su clase. Era, de alguna forma paralizante, consciente de su falta de de-fensas, a pesar de que había disfrutado de todas las defensas de los privilegios. Cosa curiosa, pero fenó-meno de nuestros días.
De aquí que la velada seguridad peculiar de una chica como Constance Reid le fascinara. Ella era mucho más dueña de sí en aquel mundo exterior de caos que él de sí mismo.
Aun así también él era un rebelde: rebelándose in-cluso contra su clase. O quizá rebelde sean palabras mayores; demasiado mayores. Estaba simplemente atra-pado en el rechazo popular y general de los jóvenes frente a cualquier convencionalismo y cualquier clase de autoridad real. Los padres eran absurdos; el suyo, tan obstinado, el que más. Y los gobiernos eran absur-dos; especialmente el nuestro, de siempre esperar a ver qué pasa. Y los ejércitos eran absurdos, y los carca-males de los generales más aún, especialmente el abo-targado de Kitchener. Incluso la guerra era absurda, aunque con la ventaja de que mataba a no poca gente.
En realidad todo era algo absurdo, o muy absurdo: desde luego todo lo relacionado con la autoridad, fuera ejército, gobierno o universidades, era absurdo y no poco. Y en la medida en que la clase gobernante tenía cualquier pretensión de gobernar, era también absurda. Sir Geoffrey, el padre de Clifford, era intensamente absurdo, talando sus árboles y escardando hombres de su mina de carbón para echarlos al fogón de la guerra; y él mismo, tan asentado y patriótico; gastando ade-más en su país más dinero del que tenía.
Cuando la señorita Chatterley -Emma- vino de los Midlands a Londres para algo de enfermera, ha-cía, de forma sutil, bromas constantes sobre Sir Geof-frey y su decidido patriotismo. Herbert, el hermano mayor y heredero, se reía abiertamente a pesar de que eran sus árboles los que se estaban cortando para las tropas francesas. Pero Clifford simplemente apuntaba una sonrisa incómoda. Todo era absurdo, es verdad. Pero ¿y si se iba demasiado lejos y uno también lle-gaba a ser absurdo...? Por lo menos la gente de otra clase, como Connie, tomaba en serio algo. Creía en algo.
Tomaban en serio a los soldados y a la amenaza del alistamiento forzoso y la escasez de azúcar y caramelos para los niños. De todas estas cosas, desde luego, las autoridades tenían absurdamente la culpa. Pero Clifford no podía tomar esto en serio. Para él las autoridades eran ridículas ab ovo, no por el caramelo o los soldados.
Y las autoridades se sentían absurdas y se compor-taban de forma un tanto absurda, y todo era momentá-neamente como el cumpleaños del tonto del pueblo. Hasta que las cosas fueron allí a más, y Lloyd George vino a salvar la situación. Esto llegó a superar incluso el absurdo; el joven rebelde dejó de reírse.
En 1916 Herbert Chatterley murió en la guerra, así que Clifford se convirtió en heredero. Incluso esto le aterrorizaba. Su importancia como hijo de Sir Geoffrey, y criatura de Wragby, le había llegado tan a la raíz que nunca escaparía de ello. Y, sin embargo, sabía que también esto, a los ojos del vasto mundo en ebulli-ción, era absurdo. Heredero ahora, y responsable de Wragby. ¿No era horrible y espléndido y al mismo tiempo, quizás, puramente sin sentido?
Sir Geoffrey no tenía sitio para el absurdo. Estaba pálido, en tensión, remetido en sí y obstinadamente decidido a salvar a su país y su propia posición, fuera con Lloyd George o cualquier otro. Tan desconectado estaba, tan divorciado de la Inglaterra que era real-mente Inglaterra, tan extremadamente incapaz, que in-cluso tenía buena opinión de Horatio Bottomley. Sir Geoffery defendía a Inglaterra y a Lloyd George como sus antepasados habían defendido a Inglaterra y a San Jorge: y nunca supo darse cuenta de la diferencia. Así que Sir Geoffrey talaba los árboles y defendía a Ingla-terra y Lloyd George, Lloyd George e Inglaterra.
Y quería que Clifford se casara y tuviera un here-dero. Clifford creía que su padre era un anacronismo sin remedio. ¿Pero, en qué estaba él ni un centímetro más adelantado, excepto en un impaciente sentido de lo absurdo de todo y del supremo absurdo de su propia posición? Porque, quieras o no, tomó a su título y a Wragby con la mayor seriedad.
La divertida exaltación ya no estaba presente en la guerra..., había muerto. Demasiada muerte y horror. Un hombre necesitaba apoyo y consuelo. Un hombre necesitaba tener un ancla en el mundo de la seguri-dad. Un hombre necesitaba una esposa.
Los Chatterley, dos hermanos y una hermana, ha-bían vivido curiosamente aislados, encerrados uno con otro en Wragby, a pesar de todas sus relaciones socia-les. Un sentido de aislamiento intensificaba el lazo familiar, un sentido de la debilidad de su posición, un sentido de inermidad, a pesar de, o a causa de, la tierra y el título. Estaban al margen de aquellos Midlands in-dustriales en los que pasaban sus vidas. Y estaban al margen de su propia clase a causa de la naturaleza re-traída, obstinada y taciturna de Sir Geoffrey, su padre, de quien se burlaban pero al que estaban tan apegados.
Los tres habían dicho que siempre vivirían todos juntos. Pero ahora Herbert había muerto y Sir Geoffrey quería que Clifford se casara. Sir Geoffrey apenas lo mencionaba: hablaba muy poco. Pero su insistencia muda y taciturna en que así fuera hacía difícil la resis-tencia de Clifford.
¡Pero Emma dijo NO! Era diez años mayor que Clifford y para ella su matrimonio sería una deserción y una traición a lo que habían defendido los jóvenes de la familia.
Clifford se casó con Connie a pesar de todo y pasó un mes de luna de miel con ella. Era el terrible año de 1917 y estaban tan unidos como dos personas jun-tas sobre un barco que se hunde. El era virgen al casar-se: y la parte sexual no significaba mucho para él. Se entendían muy bien, él y ella, aparte de esto. Y a Connie le encantaba moderadamente aquella intimidad que estaba más allá del sexo, más allá de la «satisfac-ción» de un hombre. En todo caso, Clifford no buscaba simplemente su «satisfacción», como parecía suceder con tantos hombres. No, la intimidad era más profunda, más personal que eso. Y el sexo era simplemente un accidente, o un anexo, uno de los procesos orgánicos curiosamente caducos que persistían en su propia cha-bacanería, pero que no eran realmente necesarios. Connie, sin embargo, quería tener hijos: aunque sólo fuera para fortalecer su posición frente a su cuñada Emma.
Pero a principios de 1918 enviaron a Clifford des-trozado a la patria, y no hubo hijo. Y Sir Geoffrey murió de desazón.

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