sábado, 5 de enero de 2013

FEDOR DOSTOIEWSKI CRIMEN Y CASTIGO


Dostoievski, Fiódor Mijáilovich (1821-1881), novelista realista ruso, uno de los más importantes de la literatura universal, que escudriñó hasta el fondo de la mente y el corazón humanos, y cuya obra narrativa ejerció una profunda influencia en todos los ámbitos de la cultura moderna.
Nació en Moscú el 11 de noviembre de 1821. Su infancia fue bastante triste y, cuando contaba sólo diecisiete años, su padre, que era un médico retirado del Ejército, le envió a la Academia Militar de San Petersburgo. Pero los estudios técnicos le aburrían y, tras graduarse, decidió dedicarse a la literatura.
Su primera novela, Pobres gentes (1846). Su siguiente novela, El doble (1846).
En 1849, su carrera literaria quedó fatalmente interrumpida. Se había unido a un grupo de jóvenes intelectuales que leían y debatían las teorías de escritores socialistas franceses, por aquel entonces prohibidos en la Rusia zarista de Nicolás I. En sus reuniones secretas se infiltró un informador de la policía, y todo el grupo fue detenido y enviado a prisión. En diciembre de 1849 se les condujo a un lugar en que debían ser fusilados, pero, en el último momento, se les conmutó la pena máxima por otra de exilio. Dostoievski fue sentenciado a cuatro años de trabajos forzados en Siberia y a servir a su país, posteriormente, como soldado raso. Las tensiones de ese periodo desembocaron en una epilepsia, que sufriría durante el resto de su vida.
Describió con todo detalle el sadismo, las condiciones infrahumanas y la falta total de privacidad entre los presos, resultado de su experiencia. Allí, él, un caballero, había sido tratado con desprecio.
Durante este tiempo también experimentó un cambio espiritual y psicológico. Sus lecturas, limitadas a la Biblia, le empujaron a rechazar el ateísmo socialista, de inspiración occidental, que había practicado en su juventud. Las enseñanzas de Jesucristo se convirtieron en la suprema confirmación de sus ideas éticas y de la posibilidad de la salvación a través del sufrimiento. La brutalidad que observaba entre los más crueles delincuentes, salpicada a la vez por gestos de generosidad y por sentimientos nobles, le ayudaron a profundizar en su conocimiento de la complejidad del espíritu humano. Liberado en 1854, se le envió a una guarnición militar en Mongolia, donde pasó los siguientes cinco años hasta que recibió permiso para regresar a San Petersburgo, en compañía de una viuda aquejada de tuberculosis, con la que se casó pero con la que no fue feliz.
Tras la larga enfermedad y muerte de su mujer en 1864, y la de su hermano, cuyas deudas financieras se vio obligado a pagar, quedó prácticamente en la ruina. A cambio de un préstamo, se comprometió con un poco escrupuloso editor a cederle los derechos de sus obras si no le entregaba una novela completa en el plazo de un año. Dos meses antes de cumplirse ese plazo, le presentó El jugador (1866), basada en su propia pasión por la ruleta. Para transcribir esta novela había contratado los servicios de una mecanógrafa, Anna Snitkina, con la que se casaría poco después, y con la que alcanzaría felicidad y satisfacción.
Dostoievski se pasó los siguientes años fuera del país, para escapar de los acreedores. Fueron años de pobreza, pero de gran creatividad. Durante este periodo, consiguió finalizar Crimen y castigo (1866), que había comenzado antes que El jugador, y Los endemoniados (1871-1872). Cuando regresó a Rusia, en 1873, ya era un escritor con renombre internacional. Su última novela, Los hermanos Karamazov (1879-1880), la completó poco antes de su muerte, acaecida el 9 de febrero de 1881 en San Petersburgo.

Crimen y castigo` - juzgada según muchos como la obra maestra de Dostoievski - narra el doble asesinato que comete Rodion Raskolnikov y las consecuencias de ese asesinato. Toda la novela, salvo el epílogo, transcurre en una semana. A lo largo de los acontecimientos de esa semana, el escritor ruso trata a la perfección una de las cuestiones más importantes de su obra: la transgresión de las leyes morales en busca de una mayor libertad y las dramáticas consecuencias de ese accionar. Raskolnikov se cree superior a los demás y cree que esa superioridad lo habilita a ignorar las leyes que rigen a la generalidad de los hombres, no es malvado, no comete su asesinato por avaricia, pero lentamente descubrirá que a la grandeza y la verdadera libertad sólo se llega por otros caminos...

Fuente: N.N.

FEDOR DOSTOIEWSKI
CRIMEN Y CASTIGO

Revisado por: Carlos J. J.
PRIMERA PARTE
I
Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S... y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K...
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera.
Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y, más que una habitación, parecía una alacena. En cuanto a la patrona, que le había alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del piso de abajo; de modo que nuestro joven, cada vez que salía, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad considerable a la patrona y por eso temía encontrarse con ella. No es que fuera un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado, que no sólo temía
encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente esta miseria había dejado de ser para él un sufrimiento. El joven había renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.
En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones que pudiera abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para oír sandeces y vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y tener que contestar con evasivas, excusas, embustes... No, más valía deslizarse por la escalera como un gato para pasar inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea de encontrarse con su acreedora le llenó de asombro cuando se vio en la calle.
«¡Que me inquieten semejantes menudencias cuando tengo en proyecto un negocio tan audaz! -pensó con una sonrisa extraña-. Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices... Esto es ya un axioma... Es chocante que lo que más temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres. Sí, eso es lo que más
los altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mientras divago, no hago nada. Y también podría decir que no hacer nada es lo que me lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, de pasar días enteros echado en mi rincón, pensando... Tonterías... Porque ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz de hacer... "eso"? ¿Es que, p or
lo menos, lo he pensado en serio? De ningún modo: todo ha sido un juego de mi imaginación, una fantasía que me divierte... Un juego, sí; nada más que un juego.»
El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión de los andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor especial tan conocido por los petersburgueses que no disponen de medios para alquilar una casa en el campo, todo
esto aumentaba la tensión de los nervios, ya bastante excitados, del joven. El insoportable olor de las tabernas, abundantísimas en aquel barrio, y los borrachos que a cada paso se tropezaban a pesar de ser día de trabajo, completaban el lastimoso y horrible cuadro.
Una expresión de amargo disgusto pasó por las finas facciones del joven. Era, dicho sea de paso, extraordinariamente bien parecido, de una talla que rebasaba la media, delgado y bien formado. Tenía el cabello negro y unos magníficos ojos oscuros. Pronto cayó en un
profundo desvarío, o, mejor, en una especie de embotamiento, y prosiguió su camino sin ver o, más exactamente, sin querer ver nada de lo que le rodeaba.
De tarde en tarde musitaba unas palabras confusas, cediendo a aquella costumbre de monologar que había reconocido hacía unos instantes. Se daba cuenta de que las ideas se le embrollaban a veces en el cerebro, y de que estaba sumamente débil.
Iba tan miserablemente vestido, que nadie en su lugar, ni siquiera un viejo vagabundo, se habría atrevido a salir a la calle en pleno día con semejantes andrajos. Bien es verdad que este espectáculo era corriente en el barrio en que nuestro joven habitaba.
La vecindad del Mercado Central, la multitud de obreros y artesanos amontonados en aquellos callejones y callejuelas del centro de Petersburgo ponían en el cuadro tintes tan singulares, que ni la figura más chocante podía llamar a nadie la atención.
Por otra parte, se había apoderado de aquel hombre un desprecio tan feroz hacia todo, que, a pesar de su altivez natural un tanto ingenua, exhibía sus harapos sin rubor alguno. Otra cosa habría sido si se hubiese encontrado con alguna persona conocida o algún viejo camarada, cosa que procuraba evitar. Sin embargo, se detuvo en seco y se llevó nerviosamente la mano al sombrero cuando un borracho al que transportaban, no se sabe adónde ni por qué, en una carreta vacía que arrastraban al trote dos grandes caballos, le dijo a voz en grito:
-¡Eh, tú, sombrerero alemán!
Era un sombrero de copa alta, circular, descolorido por el uso, agujereado, cubierto de manchas, de bordes desgastados y lleno de abolladuras. Sin embargo, no era la vergüenza, sino otro sentimiento, muy parecido al terror, lo que se había apoderado del joven.
-Lo sabía -murmuró en su turbación-, lo presentía. Nada hay peor que esto. Una nadería, una insignificancia, puede malograr todo el negocio. Sí, este sombrero llama la atención; es tan ridículo, que atrae las miradas. El que va vestido con estos pingajos necesita una gorra, por vieja que sea; no esta cosa tan horrible. Nadie lleva un sombrero como éste. Se me distingue a una versta a la redonda. Te recordarán. Esto es lo importante: se acordarán de él, andando el tiempo, y será una pista... Lo cierto es que hay que llamar la atención lo menos posible. Los pequeños detalles... Ahí está el quid. Eso es lo que acaba por perderle a uno...
No tenía que ir muy lejos; sabía incluso el número exacto de pasos que tenía que dar desde la puerta de su casa; exactamente setecientos treinta. Los había contado un día, cuando la concepción de su proyecto estaba aún reciente. Entonces ni él mismo creía en su realización. Su ilusoria audacia, a la vez sugestiva y monstruosa, sólo servía para excitar sus nervios. Ahora, transcurrido un mes, empezaba a mirar las cosas de otro modo y, a pesar de sus enervantes soliloquios sobre su debilidad, su impotencia y su irresolución, se iba acostumbrando poco a poco, como a pesar suyo, a llamar «negocio» a aquella fantasía espantosa, y, al considerarla así, la podría llevar a cabo, aunque siguiera dudando de sí mismo.
Aquel día se había propuesto hacer un ensayo y su agitación crecía a cada paso que daba. Con el corazón desfallecido y sacudidos los miembros por un temblor nervioso, llegó, al fin, a un inmenso edificio, una de cuyas fachadas daba al canal y otra a la calle. El caserón estaba dividido en infinidad de pequeños departamentos habitados por modestos artesanos de toda especie: sastres, cerrajeros... Había allí cocineras, alemanes, prostitutas, funcionarios de ínfima categoría. El ir y venir de gente era continuo a través de las puertas y de los dos patios del inmueble. Lo guardaban tres o cuatro porteros, pero nuestro joven tuvo la satisfacción de no encontrarse con ninguno. Franqueó el umbral y se introdujo en la escalera de la derecha, estrecha y oscura como era propio de una escalera de servicio . Pero
estos detalles eran familiares a nuestro héroe y, por otra parte, no le disgustaban: en aquella oscuridad no había que temer a las miradas de los curiosos.«Si tengo tanto miedo en este ensayo, ¿qué sería si viniese a llevar a cabo de verdad el "negocio"?», pensó involuntariamente al llegar al cuarto piso.
Allí le cortaron el paso varios antiguos soldados que hacían el oficio de mozos y estaban sacando los muebles de un departamento
ocupado -el joven lo sabía- por un funcionario alemán casado.
«Ya que este alemán se muda -se dijo el joven-, en este rellano no habrá durante algún tiempo más inquilino que la vieja. Esto está más que bien.»
Llamó a la puerta de la vieja. La campanilla resonó tan débilmente, que se diría que era de hojalata y no de cobre. Así eran las campanillas de los pequeños departamentos en todos los grandes edificios semejantes a aquél. Pero el joven se había olvidado ya de este detalle, y el tintineo de la campanilla debió de despertar claramente en él algún viejo recuerdo, pues se estremeció. La debilidad de sus nervios era extrema.
Transcurrido un instante, la puerta se entreabrió. Por la estrecha abertura, la inquilina observó al intruso con evidente desconfianza.
Sólo se veían sus ojillos brillando en la sombra. Al ver que había gente en el rellano, se tranquilizó y abrió la puerta. El joven franqueó el umbral y entró en un vestíbulo oscuro, dividido en dos por un tabique, tras el cual había una minúscula cocina. La vieja permanecía inmóvil ante él. Era una mujer menuda, reseca, de unos sesenta años, con una nariz puntiaguda y unos ojos chispeantes de malicia.
Llevaba la cabeza descubierta, y sus cabellos, de un rubio desvaído y con sólo algunas hebras grises, estaban embadurnados de aceite.
Un viejo chal de franela rodeaba su cuello, largo y descarnado como una pata de pollo, y, a pesar del calor, llevaba sobre los hombros una pelliza, pelada y amarillenta. La tos la sacudía a cada momento. La vieja gemía. El joven debió de mirarla de un modo algo
extraño, pues los menudos ojos rec obraron su expresión de desconfianza.
-Raskolnikof, estudiante. Vine a su casa hace un mes -barbotó rápidamente, inclinándose a medias, pues se había dicho que debía mostrarse muy amable.
-Lo recuerdo, muchacho, lo recuerdo perfectamente -articuló la vieja, sin dejar de mirarlo con una expresión de recelo.
-Bien; pues he venido para un negocillo como aquél -dijo Raskolnikof, un tanto turbado y sorprendido por aquella desconfianza. «Tal vez esta mujer es siempre así y yo no lo advertí la otra vez», pensó, desagradablemente impresionado.
La vieja no contestó; parecía reflexionar. Después indicó al visitante la puerta de su habitación, mientras se apartaba para dejarle
pasar.
-Entre, muchacho.
La reducida habitación donde fue introducido el joven tenía las paredes revestidas de papel amarillo. Cortinas de muselina pendían
ante sus ventanas, adornadas con macetas de geranios. En aquel momento, el sol poniente iluminaba la habitación.
«Entonces -se dijo de súbito Raskolnikof-, también, seguramente lucirá un sol como éste.»
Y paseó una rápida mirada por toda la habitación para grabar hasta el menor detalle en su memoria. Pero la pieza no tenía nada de
particular. El mobiliario, decrépito, de madera clara, se componía de un sofá enorme, de respaldo curvado, una mesa ovalada colocada
ante el sofá, un tocador con espejo, varias sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados sin ningún valor, que representaban
señoritas alemanas, cada una con un pájaro en la mano. Esto era todo.
En un rincón, ante una imagen, ardía una lamparilla. Todo resplandecía de limpieza.
«Esto es obra de Lisbeth», pensó el joven.
Nadie habría podido descubrir ni la menor partícula de polvo en todo el departamento.
«Sólo en las viviendas de estas perversas y viejas viudas puede verse una limpieza semejante», se dijo Raskolnikof. Y dirigió, con
curiosidad y al soslayo, una mirada a la cortina de indiana que ocultaba la puerta de la segunda habitación, también sumamente
reducida, donde estaban la cama y la cómoda de la vieja, y en la que él no había puesto los pies jamás. Ya no había más piezas en el
departamento.
-¿Qué desea usted? -preguntó ásperamente la vieja, que, apenas había entrado en la habitación, se había plantado ante él para
mirarle frente a frente.
-Vengo a empeñar esto.
Y sacó del bo lsillo un viejo reloj de plata, en cuyo dorso había un grabado que representaba el globo terrestre y del que pendía una
cadena de acero.
-¡Pero si todavía no me ha devuelto la cantidad que le presté! El plazo terminó hace tres días.
-Le pagaré los intereses de un mes más. Tenga paciencia.
-¡Soy yo quien ha de decidir tener paciencia o vender inmediatamente el objeto empeñado, jovencito!
-¿Me dará una buena cantidad por el reloj, Alena Ivanovna?
-¡Pero si me trae usted una miseria! Este reloj no vale nada, mi buen amigo. La vez pasada le di dos hermosos billetes por un anillo
que podía obtenerse nuevo en una joyería por sólo rublo y medio.
-Deme cuatro rublos y lo desempeñaré. Es un recuerdo de mi padre. Recibiré dinero de un momento a otro.
-Rublo y medio, y le descontaré los intereses.
-¡Rublo y medió! -exclamó el joven.
-Si no le parece bien, se lo lleva.
Y la vieja le devolvió el reloj. Él lo cogió y se dispuso a salir, indignado; pero, de pronto, cayó en la cuenta de que la vieja usurera
era su último recurso y de que había ido allí para otra cosa.
-Venga el dinero- dijo secamente.
La vieja sacó unas llaves del bolsillo y pasó a la habitación inmediata.
Al quedar a solas, el joven empezó a reflexionar, mientras aguzaba el oído. Hacía deducciones. Oyó abrir la cómoda.
«Sin duda, el cajón de arriba -dedujo-. Lleva las llaves en el bolsillo derecho. Un manojo de llaves en un anillo de acero. Hay una
mayor que las otras y que tiene el paletón dentado. Seguramente no es de la cómoda. Por lo tanto, hay una caja, tal vez una caja de
caudales. Las llaves de las cajas de caudales suelen tener esa forma... ¡Ah, qué innoble es todo esto!»
La vieja reapareció.
-Aquí tiene, amigo mío. A diez kopeks por rublo y por mes, los intereses del rublo y medio son quince kopeks, que cobro por
adelantado. Además, por los dos rublos del préstamo anterior he de descontar veinte kopeks para el mes que empieza, lo que hace un
total de treinta y cinco kopeks. Por lo tanto, usted ha de recibir por su reloj un rublo y quince kopeks. Aquí los tiene.
-Así, ¿todo ha quedado reducido a un rublo y quince kopeks?
-Exactamente.
El joven cogió el dinero. No quería discutir. Miraba a la vieja y no mostraba ninguna prisa por marcharse. Parecía deseoso de hacer
o decir algo, aunque ni él mismo sabía exactamente qué.
-Es posible, Alena Ivanovna, que le traiga muy pronto otro objeto de plata... Una bonita pitillera que le presté a un amigo. En
cuanto me la devuelva...
Se detuvo, turbado.
-Ya hablaremos cuando la traiga, amigo mío.
-Entonces, adiós... ¿Está usted siempre sola aquí? ¿No está nunca su hermana con usted? -preguntó en el tono más indiferente que
le fue posible, mientras pasaba al vestíbulo.
-¿A usted qué le importa?
-No lo he dicho con ninguna intención... Usted en seguida... Adiós, Alena Ivanovna.
Raskolnikof salió al rellano, presa de una turbación creciente. Al bajar la escalera se detuvo varias veces, dominado por repentinas
emociones. Al fin, ya en la calle, exclamó:
-¡Qué repugnante es todo esto, Dios mío! ¿Cómo es posible que yo...? No, todo ha sido una necedad, un absurdo -afirmó
resueltamente-. ¿Cómo ha podido llegar a mi espíritu una cosa tan atroz? No me creía tan miserable. Todo esto es repugnante, innoble,
horrible. ¡Y yo he sido capaz de estar todo un mes pen...!
Pero ni palabras ni exclamaciones bastaban para expresar su turbación. La sensación de profundo disgusto que le oprimía y le
ahogaba cuando se dirigía a casa de la vieja era ahora sencillamente insoportable. No sabía cómo librarse de la angustia que le
torturaba. Iba por la acera como embriagado: no veía a nadie y tropezaba con todos. No se recobró hasta que estuvo en otra calle. Al
levantar la mirada vio que estaba a la puerta de una taberna. De la acera partía una escalera que se hundía en el subsuelo y conducía al
establecimiento. De él salían en aquel momento dos borrachos. Subían la escalera apoyados el uno en el otro e injuriándose.
Raskolnikof bajó la escalera sin vacilar. No había entrado nunca en una taberna, pero entonces la cabeza le daba vueltas y la sed le
abrasaba. Le dominaba el deseo de beber cerveza fresca, en parte para llenar su vacío estómago, ya que atribuía al hambre su estado.
Se sentó en un rincón oscuro y sucio, ante una pringosa mesa, pidió cerveza y se bebió un vaso con avidez.
Al punto experiment ó una impresión de profundo alivio. Sus ideas parecieron aclararse.
«Todo esto son necedades -se dijo, reconfortado-. No había motivo para perder la cabeza. Un trastorno físico, sencillamente. Un
vaso de cerveza, un trozo de galleta, y ya está firme el esp íritu, y el pensamiento se aclara, y la voluntad renace. ¡Cuánta nimiedad!»
Sin embargo, a despecho de esta amarga conclusión, estaba contento como el hombre que se ha librado de pronto de una carga
espantosa, y recorrió con una mirada amistosa a las personas que le rodeaban. Pero en lo más hondo de su ser presentía que su
animación, aquel resurgir de su esperanza, era algo enfermizo y ficticio. La taberna estaba casi vacía. Detrás de los dos borrachos con
que se había cruzado Raskolnikof había salido un grupo de cinco personas, entre ellas una muchacha. Llevaban una armónica.
Después de su marcha, el local quedó en calma y pareció más amplio.
En la taberna sólo había tres hombres más. Uno de ellos era un individuo algo embriagado, un pequeño burgués a juzgar por su
apariencia, que estaba tranquilamente sentado ante una botella de cerveza. Tenía un amigo al lado, un hombre alto y grueso, de barba
gris, que dormitaba en el banco, completamente ebrio. De vez en cuando se agitaba en pleno sueño, abría los brazos, empezaba a
castañetear los dedos, mientras movía el busto sin levantarse de su asiento, y comenzaba a canturrear una burda tonadilla, haciendo
esfuerzos para recordar las palabras.
Durante un año entero acaricié a mi mujer...
Duran...te un año entero a...ca...ricié a mi mu...jer.
O:
En la Podiatcheskaia
me he vuelto a encontrar con mi antigua...
Pero nadie daba muestras de compartir su buen humor. Su taciturno compañero observaba estas explosiones de alegría con gesto
desconfiado y casi hostil.
El tercer cliente tenía la apariencia de un funcionario retirado. Estaba sentado aparte, ante un vaso que se llevaba de vez en cuando
a la boca, mientras lanzaba una mirada en torno de él. También este hombre parecía presa de cierta agitación interna.

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