miércoles, 17 de febrero de 2016

Octava y última entrega. Estudio Crítico. Lugones. Jorge Luis Borges. Betina Edelberg.


(Octava y última entrega. Estudio Crítico. Lugones. Jorge Luis Borges. Betina Edelberg).

Lugones
Decir que ha muerto el primer escritor de nuestra república decir que ha muerto el primer escritor de nuestro idioma, es decir la verdad y es decir muy poco. Muerto Groussac, la primera de esas dos primacías le corresponde; muerto Unamuno, la segunda. Am-bas proceden de una eliminación; nos dicen de Lugones y de otros hombres, no de Lugones íntimo; ambas lo dejan solo. Las dos en fin (aunque no incapaces de prueba) son vagas como todo super-lativo.
Nadie habla de Lugones sin hablar de sus múltiples incons-tancias. Hacia 1897 –época de Las montañas del oro– era socia-lista; hacia 1916 –época de Mi beligerancia–, demócrata; desde 1923 –época de las conferencias del Coliseo–, profeta pertinaz y dominical de la Hora de la Espada. También parece que en Las fuerzas extrañas (1906) incurrió en la culpa de no prever las dos teorías de Einstein, que sin embargo contribuyó a divulgar el año veinticuatro. Tampoco le perdonan el paso del ateísmo irreverente a la fe cristiana, como si ambas no fueran evidencias de una misma pasión. El hombre que es sincero y meditativo no puede no cam-biar: sólo no cambian los políticos. Para ellos el fraude electoral y la prédica democrática no son incompatibles.
He aquí lo indudable. Esos “cambios múltiples”, que son es-cándalo o admiración de los argentinos, son de carácter ideológico y nadie ignora que las ideas de Lugones –mejor, las opiniones de Lugones–, son menos importantes que la convicción y que la retó-rica espléndida que les dedicó. Retórica espléndida he dicho, no re-tórica útil, ya que Lugones prefería la intimidación a la persuasión. Chesterton o Shaw enriquecieron de problemas y de razones las doctrinas que profesaban; Lugones no aportaba a sus empresas otra cosa que su adhesión, acompañada por algunas metáforas. Habitualmente, simplificaba hasta lo monstruoso las discusiones. Por ejem-plo: recuerdo que postulaba una diferencia moral entre el recurso métrico de repetir determinadas sílabas (rimar) y el de no repe-tirlas.
Sus razones casi nunca tenían razón; sus epítetos, casi siempre. Conviene, pues, buscarlo en aquellos lugares de su obra no maculados de polémica: verbigracia, en las páginas descriptivas de El payador.
“Era el monstruoso banquete de carne, para hombres, pe-rros y aves de presa... Junto a los fogones inmensos, hombres sentenciosos, enguantados de sangre, comentaban las peripecias del día, dibujando marcas en el suelo, o limpiando los engrasados dedos con lentitud en el empeine de la bota...”
O en algún admirable cuento fantástico –La lluvia de juego, Los caballos de Abdera, Yzur– o en aquel Lunario sentimental que es el inconfesado arque-tipo de toda la poesía profesionalmente “nueva” del continente, desde El cencerro de cristal de Güiraldes hasta El retorno maléfico o La suave patria, de López Velarde, acaso superiores al modelo. (¿A qué aludir a remedos incompetentes, como La pipa de Kif?)
Se deplora –no sin justicia– el mal gusto de Lugones, Yo también lo deploro, pero me incomoda menos que el de otros: diga-mos el de Ortega y Gasset. El uno –“Y cumbres siempre, cumbres, en torno, cumbres en el horizonte, como si al bienvenirlo, todo aquel suelo, de un solo bloque, se erigiera en montañas” –está mitigado por la pasión; el otro –“Me hizo meditar mucho cierta damita en flor, toda juventud y actualidad, estrella de primera magnitud en el zodíaco de la elegancia madrileña”– es mera y fríamente feo.
En vida, Lugones era juzgado por el último artículo ocasional que su indiferencia había consentido. Muerto, tiene el derecho pós-tumo de que lo juzguen por su obra más alta.
En cuanto a lo demás, a lo que sabemos... En el tercero de los cuatro Estudios helénicos están estas palabras:
“Dueño de su vida el hombre, lo es también de su muerte.”
(El contexto merece recordación. Ulises rehúsa la inmortalidad que Calipso le ofrece; Lugones arguye que rehusar la inmortalidad equivale a un suicidio, a plazo remeto.)

 Lugones, Herrera, Cartago


Los hechos, como se verá, son muy simples. En 1904, Herrera y Reissig publicó Los éxtasis de la montaña (Eglogánimas); al año siguiente aparecieron Los crepúsculos del jardín, de Lugones. Los hábitos sintácticos y prosódicos, el vocabulario y las metáforas de am-bos libros son fundamentalmente iguales; en 1912, Rufino Blanco-Fombona acusó al “poeta de Buenos Aires” de haber saqueado el “poeta de Montevideo”. Éste había muerto. Lugones no se dignó responder a la acusación, pero otros lo hicieron por él desde el Uru-guay, muy honrosamente. José Pereira Rodríguez, Emilio Frugoni, Horacio Quiroga, y Víctor Pérez Petit dieron su testimonio y refu-taron de manera definitiva el argumento cronológico de Blanco-Fombona, que parecía irrefutable. Recordaron que Lugones, que estuvo en la ciudad de Montevideo a principios de 1901, recitó al-gunas de sus composiciones a los poetas que integraban El Consis-torio del Gay Saber y, a sus instancias, las grabó en un cilindro fonográfico. Estas composiciones (precisamente las que incrimina-ría Blanco-Fombona) ya habían aparecido, por lo demás, en revistas argentinas de 1898. Herrera, por aquellos años elaboraba cantos a España, a Castelar, a Guido Spano, y a Lamartine... Max Henríquez Ureña (Breve historia del modernismo, México, 1954) cierra de ese modo su exposición:
“En cuanto a la vieja disputa, provo-cada por un error de información de Blanco-Fombona, el fallo no lo han emitido los pareceres individuales, sino las fechas, que son las que han hablado de manera concluyente.”
Quienes requieran más pormenores, pueden interrogar el número extraordinario que Nosotros dedicó a Leopoldo Lugones en el año 1938.
Reducida a sus elementos, la causa célebre que agitó a los ce-náculos no es mucho más que un quid pro quo. Su futilidad se agrava si recordamos, con Víctor Pérez Petit, que el tipo de poema cuya prioridad se discute procede, notoriamente, de Albert Samain. No sólo de una imitación, sino de una vulgarización puede hablarse; el desconcertado lector comprueba que el instrumento forjado por Samain para la expresión de estados sentimentales (Et le ciel, où la fin du jour se subtilise) sirve a Lugones para la jactanciosa conmemoración de hazañas eróticas (“...y el viejo banco/ sintió gemir sobre su activo flanco/ el vigor de mi torva aristocracia”) y a Herrera para construir el caos:

Un estremecimiento de Sibilas
epilepsiaba a ratos la ventana,
cuando de pronto un mito tarambana
rodó en la obscuridad de mis pupilas.

Lo singular es que este debate, ya sin misterio, siga preocu-pando a la gente.
“La polémica no ha terminado –comprueba Guillermo de To-rre (La aventura y el orden, Buenos Aires, 1943)– y resucita a cada nueva sazón conmemorativa de uno u otro poeta.”
Aun más interesante es observar, en las dos márgenes del Atlántico, una in-clinación general y casi instintiva a favor de Herrera. Indagar las razones de esa tendencia es el propósito de esta nota.
La primera es de índole novelesca. Imaginar que un gran es-critor famoso alevosamente saqueó a un poeta casi ignorado es más poético que imaginar la humilde verdad: Herrera, discípulo de Lu-gones. El doctor Johnson ha observado que nadie se resigna a ser deudor de sus contemporáneos; Herrera, muerto, no era otra cosa que los versos dejados por él y admirarlo en 1912 era más fácil que admirar a Lugones, hombre polémico, asertivo e incómodo. Sus desagradables y enfáticas opiniones políticas dañaron su reputación literaria.
Otra razón podemos conjeturar, que Blanco-Fombona no de-claró, y acaso no supo, pero que militó a su favor, y sigue militando. Las íntimas razones que hacen que un hombre se decida a profesar una tesis o a rechazarla suelen no figurar en las polémicas; adivi-narlas es tarea de la crítica. La acusación de Blanco-Fombona, redactada en estilo comercial, habla de novedades creadas por el poeta de Montevideo y puestas en circulación por el poeta de Buenos Aires; tales epítetos o apodos responden a la superstición aca-démica de variar las palabras, de eludir la enojosa repetición de los nombres Herrera y Lugones, pero en ellos está el nervio del ar-gumento. Buenos Aires en 1912 era ya, o todavía, una gran ciudad; su nombre, opuesto a la apacible Montevideo, era inmediatamente traducible en Babel o en Cartago.
Hay ciudades que el tiempo ha desbaratado, otras que ha ido olvidando; Cartago, al cabo de la tercera y última guerra púnica, fue borrada por los romanos, que arrasaron las casas, prohibieron toda habitación humana en su territorio, y lo dedicaron con solemnes imprecaciones a los dioses del Tártaro. Diecisiete días duró el in-cendio de la vasta ciudad. Escipión el Africano, general de los ejér-citos de Roma, repitió tristemente, al verlo, aquel pasaje de la llíada que dice.
“El día vendrá, bien lo sé, en que la sagrada Troya será destruida.”
Porque en ese fuego vio el fuego en que ardería Roma. Así se lo dijo a Polibio, que lo escribiría en su Historia. Los roma-nos pasaron el arado sobre el terreno y sembraron sal. Borrada Cartago, que bien pudo producir ilustres poetas, nada nos queda de sus letras y de sus artes salvo unas pocas inscripciones, unas palabras conservadas en una comedia romana, la famosa tarifa de Marsella –tantas monedas de plata a los sacerdotes por el sacrificio de un buey, tantas por el de un carnero, tantas por el de una cabra, tantas por el de un ave– y una versión griega del Periplo del navegante Hannon * . Cartago, ahora, significa, ciudad de mercaderes, que ignora la poesía.
* _ También se conjetura que es púnico el vasto nombre de África, que originariamente se aplicó al territorio cartaginés.
Tal idea corresponde a un prejuicio romántico o demagógico. El hecho es que toda ciudad, toda gran ciudad propaga civilización; no en vano esta palabra contiene la palabra civil, que quiere decir ciudadano.
La poesía nace de la ciudad y también la poesía que celebra los motivos del campo; hombres de Buenos Aires y de Montevideo inventaron el estilo gauchesco, y Teócrito, padre de la poesía pas-toril, la engendró en la corte de Siracusa o en la Biblioteca de Ale-jandría.
La ciudad (que esencialmente es el calor y el diálogo de los hombres) ha creado un número infinito de cosas, y una de ellas es la vasta labor que Lugones, hombre de Córdoba, ejecutó bajo su estímulo, y otra es la fatiga que inspiró a Horacio el Beatus ille y a Swift el elogio de la barbarie y que nos mueve a exagerar, para-dójicamente, las virtudes de la soledad y de la provincia.
Porque la gente no quiere admitir que Cartago tiene, tam-bién, poetas, prosperó y persiste la acusación de Blanco-Fombona.

 Página final


Ya escrito el libro, ya entregadas las páginas a la imprenta, los editores tal vez abrumados por tantos nombres propios y fechas, por tal acopio bibliográfico o estadístico, me indican la conveniencia de un juicio personal sobre Lugones, de un poco de esa intimidad cuya falta deploramos en el maestro.
Como Kipling (con el que tiene tantas afinidades, pero de quien los años hicieron un hombre más complejo y más desdi-chado) Lugones es de los primeros autores que me fue dado leer; juzgarlo es juzgar a mi generación y acaso a toda la literatura argentina.
Lugones es un hecho histórico; antes de investigarlo tenemos que investigar sus causas. Mi punto de partida será Flaubert, cuya doctrina y cuyo destino, más que su obra, son ejemplares en la lite-ratura de nuestro tiempo. Flaubert pensaba que hay un modo de decir cada cosa y que es deber del escritor descubrir ese modo único. Postuló, además, una armonía preestablecida de lo eufónico y de lo exacto y se maravilló de que la palabra justa fuera, invariable-mente la musical.
Al exponer esta doctrina, escribió: Je parle en platonicien, y el hecho es que tal imaginación tiene mucho de mística. Podemos oponerle este párrafo de Alfred North Whitehead:
“Existe la común certidumbre de que la Humanidad ya posee todas las ideas fundamentales que son aplicables a su experiencia. Se pretende asimismo que esas ideas han encontrado explícita expre-sión en el lenguaje humano, en palabras sueltas o en frases. A esa postulación yo la nombro Falacia del Diccionario Perfecto.”
Ya Chesterton, en 1904, había escrito:
“El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal... Cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un corredor de bolsa salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las ago-nías del anhelo.”
La imprecisión que Chesterton denuncia y que la precisión y belleza de su alegato parecen contradecir tiene una confirmación en el hecho, fácilmente observable, de que ciertas cosas pueden decirse en determinados idiomas y en otros, no. Así, en inglés, o en alemán o en francés actual no hay manera de decir estaba solita, y en español no cabe decir: to laugh it off o to explain away... pero volvamos a Flaubert:
El mot juste de Flaubert, la palabra justa, no es necesaria-mente la palabra anómala o asombrosa; el lenguaje de Madame Bovary o de Bouvard et Pécuchet es normal y no excluye (la com-probación es fácil) los lugares comunes y las metáforas imprecisas aunque nunca enigmáticas o violentas, Suele definir lo mental o sentimental con imágenes físicas; esta mala costumbre no corresponde a lo más perdurable de su labor. Así en L'education sentimentale, compara el recuerdo de unas palabras con el tañer de una campana que trae el viento...
En otro escritor, el culto de la palabra, la ansiedad de la pala-bra, hubiera parado fatalmente en la formación de un pequeño dia-lecto; tendríamos, en el peor de los casos, a Rene Ghil; en el mejor, a Stefan George, Swinburne, o Mallarmé. Un persa o un polaco, di-gamos que estudiara francés en la prosa y el verso de Mallarmé, correría el albur de descubrir, al cabo de arduos años de aprendi-zaje, que Boileau y Voltaire manejaron un dialecto nocturno.
Bajo la pluma de Leopoldo Lugones, el mot juste, degeneró en el mot surprenant, y la página proba en la mera página de anto-logía hecha de triunfos técnicos, menos aptos para conmover o para persuadir que para deslumbrar. Su literatura, por exceso de aplica-ción o por una aplicación perversa, quedó así maculada de vanidad; detrás de los epítetos inauditos y de las metáforas alarmantes, el lector percibe, o cree percibir, ese grave defecto moral.
Escéptico de tantas cosas, Lugones no lo fue jamás del lenguaje y, a juzgar por su práctica, creyó con valerosa simplicidad en cada una de las palabras que lo componen. Para el diccionario las voces azulado, azuloso, azulino y azulenco son estrictamente sinónimas; asimismo lo fueron para Lugones, que, sólo atento a la significación, no advirtió, no quiso advertir, que su connotación es distinta. Azu-lado y tal vez azuloso son palabras que pueden entrar en un párrafo sin destacarse demasiado; azulino y azulenco pecan de énfasis.
Moore observó que, desde Shakespeare, sólo Kipling escribió con todo el idioma; también Lugones abrigó alguna vez este des-aforado propósito. El bien educado siglo XVIII buscó la máxima economía de vocabulario y la máxima precisión, el siglo XIX, especialmente el siglo XIX español, quiso aplicar a los idiomas un cri-terio estadístico y multiplicó las palabras. Lugones, que en Las montañas del oro usó un lenguaje austero, se propuso en La guerra gaucha superar en su propio campo a los españoles, y prodigó todas las palabras posibles.
Wordsworth juzgó que a las composiciones de Goethe les fal-taba inevitabilidad; el dictamen es aplicable a buena parte de la literatura de Lugones y aun de la literatura argentina. Muchos libros argentinos adolecen del pecado original de no ser necesarios. Los leemos con respeto o admiración, pero sentimos que el autor pudo haber redactado con pareja felicidad libros del todo opuestos.
Leopoldo Lugones fue y sigue siendo el máximo escritor ar-gentino. Recabar ese título para Sarmiento es olvidar que su obra escrita debe ser juzgada a la luz de su obra total, quiero decir de su vida; recabarlo para Groussac es olvidar que éste fue un crítico europeo que se produjo en español accidental-mente, si bien con maestría singular. El Facundo y el Martín Fie-rro significan más para los argentinos que cualquier libro de Lu-gones o que su heterogéneo conjunto, pero Lugones por su Historia de Sarmiento y El payador comprende de algún modo y supera aque-llos libros fundamentales. Además, una cosa es el máximo escritor y otra el libro máximo; no hay libro de Quevedo que pueda equi-pararse al Quijote, pero Cervantes, juzgado como hombre de letras, es inferior a Quevedo, sin menoscabo de su gloria... Inversamente, hay composiciones poéticas de Ezequiel Martínez Estrada que igualan o sobrepasan a las mejores de Leopoldo Lugones, pero Martínez Estrada, poeta, no es más que una extensión de Lugones, y lo mismo podría acaso decirse del memorable y dulce López Velarde.
Lugones encarnó en grado heroico las cualidades de nuestra literatura, buenas y malas. Por un lado, el goce verbal, la música instintiva, la facultad de comprender y reproducir cualquier artificio; por el otro, cierta indiferencia esencial, la posibilidad de encarar un tema desde diversos ángulos, de usarlo para la exaltación o para la burla. Así, Góngora pudo sonoramente saludar la Armada Inven-cible y denunciar en un soneto burlesco la cobardía de los defen-sores de Cádiz... Lugones está, por decirlo así, un poco lejos de su obra; ésta no es casi nunca la inmediata voz de su intimidad sino un objeto elaborado por él. En lugar de la inocente expresión tenemos un sistema de habilidades, un juego de destrezas retóricas. Raras veces un sentimiento fue el punto de partida de su labor; tenía la costumbre de imponerse a temas ocasionales y resolverlos mediante recursos técnicos. Un poema suyo famoso enumera y celebra todas las variedades de la ganadería, de la agricultura, y de la industria; cuatro sonetos describen los paisajes del sur, del norte, del este, y del oeste. Cíclicamente surgen poetas que parecen agotar la literatura, ya que se cifra en ellos toda la ciencia retórica de su tiempo; tales artífices, cuyo fin es el estupor (qui non sa far stupire, vada alla striglia, decretó uno de ellos, Marino), acaban por cansar.
Ya Samuel Johnson observó que el asombro es un placer tra-bajoso. La obra que maravilla a una generación suele parecer fría, inexplicable y hasta poco ingeniosa a las venideras, interesadas en otras novedades o novelerías.
Acaso es lícito ir más lejos. Acaso cabe adivinar o entrever, o simplemente imaginar, la historia de un hombre que, sin saberlo, se negó a la pasión y laboriosamente erigió altos e ilustres edificios verbales hasta que el frío y la soledad lo alcanzaron. Entonces, aquel hombre, señor de todas las palabras y de todas las pompas de la palabra, sintió en la entraña que la realidad no es verbal y puede ser incomunicable y atroz, y fue callado y solo a buscar, en el cre-púsculo de una isla, la muerte.


martes, 16 de febrero de 2016

(Sétima entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg). Lugones.


(Sétima entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg).
 Lugones.
Las “nuevas generaciones” literarias.


Leo en las respetuosas páginas de una revista joven (los jóve-nes ahora, son respetuosos y optan por la urbanidad, no por el martirio):
“...la nueva generación o heroica, como también se la lla-ma, cumplió plenamente su cometido: arrasó con la Bastilla de los prejuicios literarios, imponiendo a la consideración de achacosos simbolistas nuevas ideas estéticas...”
Esa generación impositiva, arrasadora y cumplidora es la mía: he sido, pues, calificado, siquie-ra colectivamente, de héroe. No sé qué opinarán de ese ascenso mis compañeros de apoteosis; de mí puedo jurar que la gratitud no excluye el estupor, la zozobra, el leve remordimiento, y la suma incomodidad.
Generación heroica... El texto de Cambours Ocampo, del que acabo de distraer, ese párrafo laudatorio, se refiere a la de Prisma, Proa, Inicial, Martín Fierro y Valoraciones. Es decir, a los años comprendidos entre 1921 y 1928. En el recuerdo, el sabor de esos años es muy variado; yo juraría, sin embargo, que predo-mina el agridulce sabor de la falsedad. De la insinceridad, si una palabra más cortés se requiere. De una insinceridad peculiar, donde colaboran la pereza, la lealtad, la diablura, la resignación, el amor propio, el compañerismo, y tal vez el rencor. No culpo a nadie, ni siquiera a mi yo de entonces; ensayo meramente –a través del “grande espacio de tiempo” a que alude Tácito– un ejercicio cris-talino de introspección. No me arredra el temor (nada inverosímil, por lo demás) de revelar a un Mundo distraído le secret de Polichinelle. Estoy seguro de decir la verdad: una verdad superflua y anacrónica, bien lo sé, pero que debe ser manifestada por alguien. Por alguien de la “generación heroica”, precisamente.
Nadie ignora (mejor dicho: todos han olvidado) que el rasgo diferencial de esa generación literaria fue el empleo abusivo de cierto tipo de metáfora cósmica y ciudadana. Ya irreverentes (bajo la plu-ma de Sergio Pinero, de Soler Darás, de Oliverio Girondo, de Leo-poldo Marechal, o de Antonio Vallejo); ya piadosas (bajo las de Norah Lange, Brandan Caraffa, Eduardo González Lanuza, Carlos Mastronardi, Francisco Pinero, Francisco Luis Bernárdez, Guillermo Juan o J.L.B.), esas alarmantes imágenes combinaban hechos actuales, cosas del cielo intemporal o siquiera cíclico, y de la inestable ciudad. Recuerdo que asimismo recomendamos, como todas las nue-vas generaciones, el retorno a la Naturaleza y a la Verdad y la muerte de la vana retórica. También tuvimos el arrojo de ser hom-bres de nuestro tiempo –como si la contemporaneidad fuera un acto difícil y voluntario y no un rasgo fatal–. En el primer impulso abolimos –¡oh definitiva palabra!– los signos de puntuación: abo-lición del todo inservible, porque uno de los nuestros los substituyó con la “pausas”, que a despecho de constituir (en la venturosa teoría) “un valor nuevo ya incorporado para siempre a las letras”, no pasaron (en la práctica lamentable) de grandes espacios en blan-co, que remedaban toscamente a los signos. He pensado, después, que hubiera sido más encantador el ensayo de nuevos signos: signos de indecisión, de conmiseración, de ternura, signos de valor psico-lógico o musical... Opinamos también –entiendo que con toda razón y con el beneplácito secular de los rapsodas homéricos, de los salmistas de la Sagrada Escritura, de Shakespeare, de William Bla-ke, de Heine y de Whitman– que la rima es menos imprescindible de lo que cree Leopoldo Lugones. La importancia de esa opinión fue considerable. Nos permitió no parecer lo que éramos: involuntarios y fatales alumnos –sin duda la palabra “continuadores” queda me-jor– del abjurado Lunario sentimental.
Lugones publicó ese volumen el año 1909. Yo afirmo que la obra de los poetas de Martin Fierro y Proa –toda la obra anterior a la dispersión que nos dejó ensayar o ejecutar obra personal– está prefigurada, absolutamente, en algunas páginas del Lunario. En Los fuegos artificiales, en Luna ciudadana, en Un trozo de selenologia, en las vertiginosas definiciones del Himno a la Luna... Lugones exigía, en el prólogo, riqueza de metáforas y de ri-mas. Nosotros, doce y catorce años después, acumulamos con fer-vor las primeras y rechazamos ostentosamente las últimas. Fuimos los herederos tardíos de un solo perfil de Lugones. Nadie lo señaló, parece mentira. La falta de asonantes y consonantes perturbó para siempre a nuestros lectores, que prefirieron –escasos, distraídos y coléricos– juzgar que nuestra poesía era un mero caos, obra casual y deplorable de la locura o de la incompetencia. Otros, muy jóvenes, contrapusieron a ese injusto desdén una veneración no menos in-justa. La reacción de Lugones fue razonable. Que nuestros ejercicios metafóricos no acabaran de interesarle, me parece muy natural: él mismo ya los había agotado hace tiempo. Que nuestra omisión de los consonantes mereciera y consiguiera su desaprobación, tampoco es ilógico. Lo inverosímil, lo increíble, es que ahora, en 1937 * , siga persistiendo en ese debate, que ya se parece tanto al monólogo.
* _ Las “Nuevas Generaciones” Literarias. El Hogar, Febrero de 1937.
¿Y nosotros? No demorábamos los ojos en la Luna del patio o de la ventana sin el insoportable y dulce recuerdo de alguna de las imágenes de Lugones; no contemplábamos un ocaso vehemente sin repetir el verso “Y muera como un tigre el Sol eterno”. Yo sé que nos defendíamos de esa belleza y de su inventor. Con la injusticia, con la denigración, con la burla. Hacíamos bien: teníamos el deber de ser otros.
Examine el incrédulo lector el Lunario sentimental, examine después los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía o mi Fervor de Buenos Aires o Alcándara, y no percibirá la transición de un clima a otro clima. No me refiero a repeticiones lineales, aunque las hay. Tampoco a los intrínsecos valores de cada libro, por cierto incomparables. Tampoco a sus propósitos desiguales, tampoco a su feliz o adversa fortuna. Me refiero a la plena identidad de sus há-bitos literarios, de los procedimientos utilizados, de la sintaxis. Más de quince años dista el primero de los libros del último; este orden cronológico no impide que sean contemporáneos los cuatro. Esencial y realmente contemporáneos, aunque una mera diferencia de tiempo lo quiere desmentir.
Es muy sabido que no hay generación literaria que no elija dos o tres precursores: varones venerados y anacrónicos que por motivos singulares se salvan de la demolición general. La nuestra eligió a dos. Uno fue el indiscutiblemente genial Macedonio Fer-nández, que no sufrió de otros imitadores que yo; otro, el inma-duro Güiraldes del Cencerro de cristal, libro donde la influencia de Lugones –del Lugones humorístico del Lunario–, es un poco más que evidente. Por cierto, el hecho no es desfavorable a mi tesis.


Fuente: Editorial Pleamar. Buenos Aires, Argentina.

lunes, 15 de febrero de 2016

Sexta entrega: Lugones y la política. Lugones el narrador. Estudio Crítico. Jorge Luis Borges y Betina Edelberg.


Lugones y la política

Lugones, hombre de múltiples intereses, no podía sustraerse a los problemas que suscitó la primera guerra mundial; en 1912, previó que el conflicto de los Balcanes era el anuncio de otro más vasto y así lo declaró en una correspondencia enviada a La Nación desde Europa.
Para la imaginación popular, el auge posterior de la literatura pacifista –Sin novedad en el frente es acaso el ejemplo más divul-gado, aunque estéticamente haya otros mejores– ha reducido la guerra de 1914 a una torpe matanza de hombres aprisionados en trincheras. El horror de esta imagen no debe hacernos olvidar que la causa de los aliados era fundamentalmente justa. La invasión de Bélgica y el hundimiento del Lusitania fueron sentidos como algo terrible por los contemporáneos. Lo cierto es que, por sus crecientes atrocidades, Alemania ha logrado, en cada guerra, renovar el estupor y la indignación. Lugones, que compartía estos sentimien-tos, los expresó con fervor en los artículos de Mi beligerancia (1917) y de La torre de Casandra (1919), continuación del anterior. Nada, en el Lugones de aquella época, anuncia el venidero apóstol de “la hora de la espada”, salvo la entonación dogmática que es común a los dos. Más fácil es simpatizar con aquél que con éste. Lugones publicó ambos libros con un propósito esclarecedor, según lo manifiesta en el prólogo de Mi beligerancia:
“He creído que la eficacia con que algunos de mis escritos contribuyeron a esclarecer en este país el concepto de nuestra posi-ción y de nuestros deberes ante la guerra, duraría más si coleccionaba yo aquellas páginas; pues, aunque su relativo mérito dependiera en gran parte de la oportunidad circunstancial, uno mayor y permanente asignaríamos, de suyo, a los principios de verdad y de honor en ellas expuestos.”
Más tarde, para propagar las convicciones que la postguerra suscitó en él, Lugones no sólo se valió de artículos sino de confe-rencias. Aún se recuerdan las que pronunció en el Coliseo, en 1923, y que recogió ese mismo año en Acción. Este libro inauguró la serie de trabajos que clausuraría, en 1932, con El estado equitativo * . A través de ellos puede seguirse la evolución que lo llevó a un credo totalitario. Sin detenernos a juzgar, y por cierto a condenar ese credo, labor que no incumbe a estas páginas, queremos sin embargo dejar a salvo la indiscutible sinceridad de Lugones. Exaltó la espada porque la creyó necesaria para la redención de la patria. Es sabido que participó en la revolución de septiembre; a poco de triunfar este movimiento, Uriburu le ofreció la dirección de la Biblioteca Nacional; Lugones rehusó, porque su militancia había sido des-interesada.
* _ La organización de la paz (1925), La patria fuerte (1930), La grande Argentina (1930), Política revolucionaria (1931).

 El narrador


En 1905, el barroquismo de Lugones llega a sus últimas con-secuencias tanto en el verso de Los crepúsculos del jardín como en la prosa de La guerra gaucha. El farragoso léxico, la sintaxis a veces inextricable y el abuso de los pronombres demostrativos, que con frecuencia obligan al lector a retroceder, entorpecen la lectura seguida. El tema –las incursiones de los milicianos de Güemes ha-cia 1814– desaparece bajo la frondosidad del estilo:
“Rejuvene-ciendo en la ablución del rocío, el paisaje se embelesaba sonreído de aurora. Las montañas del oeste empolvábanse de violácea ceniza. La evanescencia verdosa del naciente desleíase en un matiz escarla-tino, especie de agüita etérea cuyo rosicler aún se sutilizaba como si una idea adviniese a color. La luz varió sobre el follaje de los cebiles. El horizonte pulíase en un topacio clarísimo sobre las montañas, azules las distantes, verdes de cardenillo las próximas, retro-cediendo sus depresiones en perspectivas de planiferio. Manchas de sulfatado azul debilitábanse en los declives. Un farallón de cerro oblicuaba sus estratos, semejante a un inmenso costillar; y orlaban los repliegues de las colinas desbordamientos de arcilla como una desolladura de carnazas. El cenit de cinc resucitaba en celeste.”
No en vano una de las últimas reimpresiones incluye un eru-dito y minucioso vocabulario de 1257 palabras, indispensable para la buena inteligencia del libro. Por obra del contexto, hasta las voces más familiares parecen rebuscadas:
“...Pasado el primer ímpetu de pavor, lo arrastraban a la brusca, irguiendo el testuz, mosqueando la oreja, como clavo de punta el ojo, prontos a venirse sobre el lazo en un bote ventajero, el moro a ras de tierra, la papada cimbrándose entre las manos. Aquel novillo se portó maula; huyó, y lo malogran a la fija, si un concurrente no se comide. Le faltaba lazo, iba en pelo, y para colmo, estorbado por los árboles, erró su tiro de boleadoras; pero en alcan-zando al animal, desnudó su cuchillo, tendióse a la paleta del caba-llo, y cogiéndose con la izquierda a las crines, con la otra desjarretó. Desplomóse el vacuno con un baladro...”
Los rasgos brutales que figuran en este libro –el moreno que guarda para su perro el brazo de un soldado español– son quizá verdaderos, pero no logran ser verosímiles.
Por su adaptación al cinematógrafo y por su argumento pa-triótico, no por su lectura, cuya dificultad ya hemos indicado, La guerra gaucha ha logrado gran difusión. La escritura de estas pá-ginas ampulosas sirvió de desahogo a Lugones; en obras ulteriores su estilo gradualmente se simplifica.
Las fuerzas extrañas (1906) comprende doce cuentos fantás-ticos y un ensayo de cosmogonía. Ambos géneros inevitablemente evocan al autor de Eureka y de Cuentos de lo grotesco y arabesco. El estímulo de Edgar Alian Poe es, en efecto, muy probable; pero ni la literatura fantástica de Lugones ni la cosmogónica se parecen a las del antecesor.
Ya en 1896, Lugones cultivaba el cuento fantástico. Quedan, en revistas de la época, muchos testimonios de esa predilección, no recogidos posteriormente, pero que llevan su firma. De los inclui-dos en Las fuerzas extrañas, acaso los mejores sean La lluvia de fuego (que revive, con minuciosa probidad, la destrucción de las ciudades de la llanura), Los caballos de Abdera, Yzur, La estatua de sal. Estas páginas se cuentan entre las más logradas de las lite-raturas de lengua hispana. Lugones resuelve uno de los cuentos mediante la intervención de un dios; el burdo recurso del deus ex machina, tan reprochado a Eurípides, logra, gracias al arte de Lu-gones, una tremenda y sobrecogedora eficacia.
Por el tema popular y por el estilo sencillo, nada frecuente en el autor, despierta interés El escuerzo. En este cuento, más que en otros, Lugones entra plenamente en lo sobrenatural.
El Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones tiene un proemio y un epílogo novelesco; es fácil adivinar que se trata de una pre-caución literaria o, para decirlo como Lugones, de una modestia. El propósito del autor es expresar seriamente una hipótesis. El marco narrativo sirve, pues, para disculpar esta intromisión de un profano en materia científica. La cosmogonía de Lugones reúne elementos de la física de su tiempo –energía, electricidad, materia– y otros del Vedanta y de la filosofía budista: aniquilaciones y recreaciones cíclicas del Universo y transmigración de las almas.
En 1921, Lugones volverá a la astronomía y a sus problemas en la conferencia titulada El tamaño del espacio, que es una expo-sición y una apología de las doctrinas de Einstein.
Filosofícula (1924) reúne prosas breves y poemas de índole sentenciosa. Entre las prosas, unas son de ambiente oriental y otras de ambiente helénico. Las primeras recogen temas de Las Mil y Una Noches y de la Biblia y son, quizá, las de ejecución más feliz Recomendamos a la curiosidad del lector: El talismán de la dicha y El tesoro de Scheherezada. En cambio, es difícil aprobar las pará-bolas en que aparece Cristo; imaginar una sola frase que sin des-doro pueda soportar la proximidad de las que han conservado los Evangelios, excede, acaso, la capacidad de la literatura. Lugones, verosímilmente, no pensaba en los textos evangélicos sino en ciertas páginas similares de Oscar Wilde o de Anatole France, pero no alcanza su ingenio y su levedad.
Al propósito de continuar Las fuerzas extrañas responde el libro Cuentos fatales (1924). La pompa de ciertas descripciones, algo mecánica, traduce la fatiga del escritor y su alejamiento de los temas tratados. Da cierta realidad a estas imaginaciones fantás-ticas, un procedimiento que ha encontrado muchos imitadores: el mismo Lugones es protagonista de lo que narra y en la acción in-tervienen amigos suyos, con su nombre verdadero. Aparece el tema del suicidio, que volveremos a encontrar en El ángel de la sombra (1926). En esta novela, redactada con languidez, es difícil recono-cer a Lugones, que, si bien ha eludido la extravagancia y el exceso retórico, no se ha librado de la trivialidad.
Por la activa pasión de su inteligencia, por la pluralidad de sus inquietudes, por la constante busca de una verdad que tantas veces lo llevó a contradecirse, Lugones constituye en este país un fenómeno insólito. Su personalidad excede sus libros; la imagen de sí mismo que un escritor deja en los otros es también parte de su obra.
En el caso de Leopoldo Lugones, la imagen del hombre ha obscurecido la literatura escrita por él. Admirables trabajos como El payador, como la Historia de Sarmiento, como Las fuerzas extrañas, y como El imperio jesuítico permanecerán virtualmente inéditos has-ta que nuestro tiempo los redescubra.

domingo, 14 de febrero de 2016

(Quinta Entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg). Lugones y lo helénico.


(Quinta Entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg).
Lugones y lo helénico
(Lugones (tercero desde la izquierda, de pie) junto a otros intelectuales, al fundarse (1928) la Sociedad Argentina de Escritores. Horacio Quiroga es el primero de la izquierda y sentados, Baldomero Fernández Moreno a la izq, y en el centro, se encuentra Alberto Gerchunoff.)

El amor de lo helénico acompañó siempre a Lugones, En una conferencia, pronunciada en 1915, refirió que en “la gracia mode-rada” de las colinas de Córdoba, en “la vivacidad de su aire seco y transparente” y en los ríos “de sonora delgadez” había presentido el paisaje griego.
Ya hemos dicho que los poetas del modernismo admiraban a Grecia; esta admiración, que en la mayoría se redujo al manejo retórico de algunos temas o palabras, fue genuina en Lugones. Lo llevó a estudiar la mitología, las costumbres, las artes, y aun los dialectos.
Prometeo (1910) forma parte del homenaje que Lugones quiso tributar a la patria, en su centenario. Es significativo que el tema central de este libro sean las ideas griegas; Lugones, en el prólogo, afirma que éstas “constituyen el fundamento de la civili-zación a la cual pertenecemos”. El cristianismo, considerado por Lugones una religión oriental, ha obscurecido nuestra vinculación con la cultura helénica. Lugones quiere recordar a los argentinos este lejano origen y contribuir a la formación de “lo que ahora nos falta: una civilización, una moral, y un culto”. En 1910 pensó que esa Argentina que se afanaba con su progreso material valía mucho menos que la otra que atravesó los Andes, creó repúblicas, y fundó la libertad “con su miseria generosa”. Querría que nuestro segundo siglo de historia organizara un nuevo tipo de vida basada en lo espiritual.
Prometeo es una exposición y una interpretación de la mitolo-gía griega. Lugones rechaza la tendencia, entonces en auge, a ver en los fenómenos naturales el fundamento de los mitos; desentraña o quiere desentrañar la parte de verdad que en ellos se oculta. En el capítulo titulado Un proscripto del Sol, niega que el descubrimiento del fuego sea el tema esencial del mito de Prometeo. Otros capítu-los analizan el arte, las costumbres, y las instituciones. En algunos pasajes de la obra asoma el influjo de las doctrinas teosóficas. Lu-gones, en este libro, reverencia una vez más a Platón.
En 1915 publicó El ejército de la Ilíada, que reproduce una conferencia pronunciada siete años antes en el Círculo Militar.
Con los apuntes de unas conferencias dictadas en la Universidad de Tucumán en 1915, compone el libro Las industrias de Atenas que apareció en 1919. El trabajo ateniense, la cerámica, la construc-ción de las flautas, y la industria de la miel son los temas princi-pales. Como de costumbre, Lugones emplea con un propósito aleccionador las analogías de lo griego con lo argentino. Señala, entre otras cosas, que el pueblo ateniense, como el nuestro, se formó por inmigración:
“Atenas fue un resultado de la tolerancia y hospita-lidad con que supo acoger en el suelo ático a los emigrantes corridos por la invasión dórica.”
En otra disertación observa un parecido local: se refiere a:
“...la industria de la miel que, como se sabe, era el azúcar de los antiguos. Reviste, pues, una especial importancia para Tucumán donde también existe una civilización de la dulzura...”
Estudios helénicos (1923) y Nuevos estudios helénicos (1928) reúnen varios trabajos dedicados a los poemas homéricos e incluyen traducciones del texto original en alejandrinos rimados. Se recorda-rá que en el prólogo del Lunario sentimental, Lugones había afir-mado que la rima es el elemento esencial del verso moderno; en Estudios helénicos aclara que ésta reemplazó al ritmo o cantidad prosódica del verso antiguo. La elección del alejandrino se debe a que Lugones lo consideraba “el hexámetro romanceado”. Este metro le permitió mantener en su traducción el mismo número de versos del original.
“Tengo la convicción –escribe Lugones– de que mi comen-tario es interesante y de que mis traducciones son buenas.”
Acaso le parecieron buenas porque en cada palabra seguía oyendo el texto original; tal ilusión es frecuente en los traductores, y casi inevita-ble. Esa iluminación indirecta no alcanza al lector, que no ve sino el resultado último del trabajo.
Más atento al significado de las palabras que a su valor esté-tico, Lugones las combinaba y las prodigaba con extraña insensibi-lidad. Construía así dificultosos pasajes como éste:

–Oh hermano, el raudo Aquiles te acosa grandemente
con pie veloz, en torno de la ciudad de Príamo.
Mas, ea, detengámonos ya y hagámosle frente.
Contestóte el grande Héctor del casco tremolente:
–Siempre fuiste, Detiobo, mi hermano más querido
entre los que hijos de Hécuba y Priamo hemos sido;
pero aun sabrá mi estima crecer en adelante,
pues a dejar los muros por mi te has atrevido
al ver mi riesgo, mientras los demás se quedaron.
Y la ojizarca Atena díjole:               
–Hermano, es cierto
que padre, augusta madre, y amigos, abrazaron
mis rodillas rodeándome, y harto me suplicaron
quedase allá (pues todos de terror están yertos).
(Ilíada, canto XXII)

Estudios helénicos y Nuevos estudies helénicos proceden de conferencias dictadas en Buenos Aires.
Fuente: Editorial: Pleamar.

sábado, 13 de febrero de 2016

El prosista Lugones y lo argentino (Cuarta entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg).


El prosista Lugones y lo argentino
(Cuarta entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg).

De los trabajos en prosa de Lugones * , ninguno se deja leer con mayor agrado que El imperio jesuítico (1904). En 1903, el go-bierno argentino le encargó la redacción de esta memoria, que llegó a ser un erudito ensayo histórico. Lugones recorrió el territorio de las Misiones y el Paraguay para documentarse. Como lo indica el título, este libro historia y analiza el régimen teocrático que la Com-pañía de Jesús instauró en el Paraguay y en las zonas limítrofes. El primer capítulo es una descripción del estado de España durante la época de la Conquista; Lugones considera que para comprender la conquista es indispensable comprender la nación que la llevó a cabo. Más adelante, pasa a detallar el paisaje de las Misiones; en otros libros, su estilo barroco no condice con los temas que trata; en éste, hay una afinidad natural entre la exuberancia del paisaje y la de la prosa.
* _ La prosa de Lugones es tan múltiple, que no podemos mantener en este capítulo el orden cronológico que hemos observado para su poesía. Nos ha pa-recido preferible una clasificación por temas.
“No tengo para los jesuitas y por de contado para los que ya no existen en el Paraguay –declara Lugones–, cariño ni animad-versión. Los odios históricos, como la ojeriza contra Dios, son una insensatez que combate contra el Infinito o contra la nada.”
Es interesante comparar este “ensayo histórico” de Lugones con el trabajo análogo de Groussac sobre el Padre José Guevara y su historia del Paraguay. Lugones, por ejemplo, se limita a señalar las leyendas milagrosas que pululan en las historias de los jesuitas; Groussac insinúa, al pasar, que una fuente probable de esa mila-grería fue cierta bula que se refiere a la canonización con estas pa-labras precisas:
“...las virtudes no bastan, sin los milagros... * ”
* _ Groussac, Estudios de historia argentina, 1918, páginas 56-57.
En El imperio jesuítico, el sujeto preocupa menos al autor que las posibilidades literarias que aquél le ofrece.
Piedras liminares (1910) integra con Didáctica, Odas secula-res, y Prometeo, el homenaje de Lugones al primer centenario argen-tino. Se trata de una obra desconcertante; menos resignado que otros ciudadanos de nuestro país a la agobiadora fealdad de los monumentos públicos, Lugones pretende que éstos sean bellos y sugiere varios minuciosos proyectos. Entre otros encara la construcción de un templo dedicado al himno argentino, en el que cada capitel re-presentaría:
“...una escena alusiva en mármol o en bronce, según la situación de las columnas...”
El primero y el último capítulo de la Historia de Sarmiento (1911), escritos con grandilocuencia, no corresponden al estilo ge-neral del libro, uno de los más fuertes y agradables de la obra de Lugones. Estos dos capítulos, en efecto, adolecen de gigantismo y de prolijidad. En uno de ellos no le basta al autor la comparación de Sarmiento con una montaña; la describe con pormenores geo-lógicos:
“Persiste la quemadura plutónica en el costillar de traquito, en la hacheadura de gneis que forman la grieta oblicua. En vano la náyade montañesa vertióle, por siglos compasiva, su escurridura de alcuza.”
En otro, proyecta esta detallada pirámide:
“La tumba de Sarmiento, es otro tema monumental. Paréceme que dado el personaje, debiera ser una pirámide de granito ocupada por un féretro de bronce... Deberíamos orientarla como aquellas otras de los fa-raones, por medio de la astronomía estelar, cuyo primer observatorio argentino fue una creación de Sarmiento. Quizá. conviniera formarla con cincuenta bloques, grabando en cada uno de ellos el título de un libro suyo.”
Felizmente, pasajes como los anteriores son excepcionales. La obra deja una imagen vivida de Sarmiento. La prolijidad que, apli-cada a lo meramente verbal, es intolerable, resulta una virtud cuando Lugones la emplea para comunicar hechos reales. Las predilecciones, los hábitos de trabajo, el régimen de vida, las anécdotas, la sucesiva indumentaria, las comidas preferidas, todas las circunstancias de Sarmiento, están en este libro. Sin indiscreciones, el historiador nos da la intimidad del protagonista. Lugones admira a Sarmiento, pero no se propone justificar todos sus actos. Condena, por ejemplo, la muerte de Peñaloza.
Años más tarde, el autor se desdijo de “la ideología liberal de este libro”.
Ciertos pasajes merecen un recuerdo especial: el capítulo titu-lado El innovador, la descripción de las orillas de Buenos Aires, las bien elegidas y bien comentadas citas del propio Sarmiento.
En 1913 publica su Elogio de Ameghino. No corresponde ana-lizar aquí el aspecto científico de este libro; en sus páginas, Lu-gones ha rescatado para la posteridad la modesta presencia de un gran hombre. Al iniciar su biografía, destaca una singular coincidencia, que bien puede ser una predestinación: en Lujan fueron descubiertos los grandes restos de los animales prehistóricos; en Lujan nació el estudioso que les dedicaría su vida. Lugones refiere las vicisitudes de esa labor, tardíamente reconocida, en nuestro país. Esta biografía, como la de Sarmiento, abunda en pormenores pre-cisos. La obra entera ha sido escrita con emocionada amistad.
Nos enfrentamos ahora con uno de los mejores libros de Lu-gones, El payador (1916). El propósito del autor era que esta obra, consagrada al Martín Fierro de Hernández, constase de tres partes: una introducción estética y descriptiva, un vocabulario, y el texto original, comentado. Sólo apareció la primera, Hijo de la pampa, más conocida por el título de El payador. Lugones consideraba que el Martín Fierro era un poema épico: razonar esta idea era uno de los fines que se propuso. Movido por su pasión helenística, vio en la obra de Hernández una epopeya, que bien podía significar para nosotros lo que para los griegos la Ilíada. No todos estarán de acuerdo; nadie, sin embargo, podrá permanecer insensible a los es-plendores y a la emoción de esta obra fervorosa. En una antología de la prosa española serían indispensables estas páginas que descri-ben los orígenes pastoriles de nuestra sociedad: el desierto, los in-cendios, el regreso del padre, la yerra, los indios, los desafíos de la guitarra y del cuchillo.
Roca (1938), la última producción de Lugones, ha quedado inconclusa. Esta biografía llega hasta la conquista del desierto. No hay en sus páginas un juicio directo sobre la ideología de su hé-roe, pero sí un ataque a la Constitución del 53, una censura del liberalismo, y una apología de la política exterior de Rosas. No es fácil formular una opinión sobre esta biografía que el autor no alcanzó a corregir; cautiva menos que la Historia de Sarmiento o que El imperio jesuítico.
Entristece que este libro póstumo cargue con un prólogo in-tempestivo de Octavio R. Amadeo, hecho de bromas débiles (“Cór-doba se sintió aliviada con la partida del hijo pródigo, y pudo decir: Vate!, vete!”) y de metáforas indigentes (“Ha llegado de Córdoba con cajones llenos de palabras eléctricas, de todos colores... El tanque cordobés hace fuego caiga quien caiga”).
Imposible omitir en este capítulo dos preocupaciones de Lu-gones: los problemas del lenguaje y los pedagógicos.
Vigoroso testimonio de lo primero es el fragmentario comien-zo de un Diccionario etimológico del castellano usual, que abarca más de seiscientas páginas y que no alcanza a agotar la letra A. La Academia Argentina de Letras lo publicó en 1944.
Lo pedagógico proviene de sus experiencias personales. Lugo-nes, desde el año mil novecientos, ejercía el cargo de inspector de enseñanza; tres años después renuncia por solidaridad con el inspec-tor general, Pablo Pízzurno, y publica La reforma educacional. Esta obra combate las arbitrarias innovaciones introducidas en el plan de estudios por el nuevo ministro. Se aprecia en ella la profunda versa-ción pedagógica del autor. Censura, entre otras cosas, que el francés o el inglés no sean materias obligatorias, y satiriza el predominio concedido a la gramática, en detrimento de otras asignaturas.
Otro libro, Didáctica (1911), recoge la experiencia de esos años de labor escolar. Es una obra extensa, que condesciende a las más minuciosas observaciones; analiza planes de estudio y el ma-terial de enseñanza; ni las dimensiones de los bancos ni la forma de los tinteros eluden su examen.
Fuente:
Editorial Pleamar, Buenos Aires. Argentina.

viernes, 12 de febrero de 2016

(Tercera entrega.Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg). Lugones, poeta.


(Tercera entrega.Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg).
Lugones, poeta


El primer libro de Lugones, Las montañas del oro, se publicó en 1897 y desconcertó o entusiasmó a los lectores. Todo en él era deliberadamente nuevo, hasta el artificio tipográfico de dar a los versos, sólo separados por guiones, apariencia de prosa. En esta dis-posición acaso influyeron Rimbaud y Maeterlinck * ; como tantas otras innovaciones, ésta era también un arcaísmo, ya que los más antiguos monumentos de la poesía medieval –el Beowulf, el Can-tar de los Nibelungos, y el Poema del Cid– presentaban esta forma.
* _ De 1897 son las Ballades Françaises, de Paul Fort, en las que se observa el mismo recurso.
Los guiones, en el Primer Ciclo, separan versos endecasílabos asonantados:

“...Entonces comprendí (Santa Miseria!) – el misterioso amor de los pequeños; – i odié la dicha de las nobles sedas, – i las prosapias con raíz de hierro; – i hallé en tu lodo gérmenes de lirios, – i puse la amargura de mis besos – sobre bocas purpúreas que eran llagas –...”

En el Segundo Ciclo, marcan las pausas entre versos irregu-lares:

“...Son las vacas que han venido a media noche, – olfatean-do en las distancias de la sombra, – el sutil olor de muerte que levantan de la tierra – mojada por el degüello, las frescuras de la fronda. – Con pesados trotes llegan – las salvajes plañideras, – en la niebla que envolviendo los zarzales – flota, – absorbiendo los cuajados alientos de sus narices, – que sobre la muda tierra con ronco estertor sollozan, – i destilan grandes lágrimas – llenas de candor salvaje, sus pupilas soñadoras, – i la sangre derramada se humedece – empapada de jemidos y congojas. –...”

Cierra el volumen un largo poema en prosa rítmica, el Himno de las torres. Hay, asimismo, composiciones en verso alejandrino (Reposorio) o endecasílabo (Salmos del combate), en lo que cada verso ocupa, a la manera tradicional, una línea.
En todo el libro es evidente la presencia de Hugo. Este influjo, más de una vez, ha sido reprochado a Lugones. Mucho podría de-cirse contra esa acusación. Imitar a Hugo no es fácil; imitarlo sin incurrir en la mera grandilocuencia y sin que el tono desfallezca es una tarea difícil, aún para el propio Hugo; Lugones, sin embar-go, la ejecuta con felicidad. No sólo hereda las sonoridades del maestro –que tanto daño suscitaron en imitadores mediocres–, sino la facultad narrativa y una expresión directa y concreta. No ignora que lo épico acepta, entre muchas cosas, el efecto aparente-mente prosaico. En el Himno de las torres, escribe:

“...i va Cristóbal Colón con una cruz i una espada bien leal; i Marco Polo, con un tratado cosmográfico de Cosmas en la ma-no... i la May-Flower con la carta del rei Juan; i Dumond Durville con un planisferio i una áncora; i Tasman con una brújula; i Stanley con el lápiz del New York Herald y su casco de corcho; i Livingstone con su biblia y su esposa – David Livingstone el padre del Nilo.”

Al recuerdo de Hugo y de Whitman se agrega, acaso el de Baudelaire, que asoma en la blasfemia y en la sensualidad de ciertas imágenes. Dante y Homero, dos admiraciones que lo acompañarán hasta el fin de sus días, ya son celebrados en este libro.
Sin afectación de criollismo, el lenguaje de Las montañas del oro, resulta espontáneamente argentino.
A la fama literaria del segundo libro de Lugones, Los cre-púsculos del jardín (1905), se agrega otra de carácter polémico y casi judicial. Se trata de una acusación de plagio. En 1904, el poeta uruguayo Julio Herrera y Reissig publicó Los éxtasis de la montaña; Blanco Fombona, en el prólogo de la edición Garnier (París, 1912), destacó las afinidades de este libro con Los cre-púsculos del jardín y acusó a Lugones de haber calcado a Herrera. El argumento, así formulado, parece irrefutable; pero como seña-lan, entre otros, conocidos escritores del Uruguay –Horacio Quiroga, Víctor Pérez Petit, Emilio Frugoni–, las poesías de Lugones ya habían aparecido en revistas de Buenos Aires y de Montevideo, antes de ser reunidas en un volumen. Así Los doce gozos se publi-caron en revistas argentinas hacia 1898 y 1899 * .
* _ Véase la revista Nosotros (2ª época), número dedicado a Lugones (N° 26-28), páginas. 225-266.
Lo cierto es que Lugones y Herrera habían leído a Samain. Telas, crepúsculos, jardines, suspiros, estanques y fragancias inva-den la poesía de Lugones y destierran las vastas divinidades de Hugo. Pero los motivos que en Samain aparecen desdibujados, en función de la melancolía, de la nostalgia, y de la contenida pasión, son prodigados ostentosamente por su émulo y sirven para el escán-dalo y la jactancia. Hugo y Baudelaire están lejos de Los crepúsculos del jardín, pero su recuerdo a veces asoma y perturba la unidad del estilo. Veamos estos versos de Samain:

Voici que les jardins de la Nuit vont fleurir,
les lignes, les couleurs, les sons deviennent vagues.
Vois, le dernier rayon agonise à tes bagues.
Ma soeur, entends-tu pas quelque chose mourir!...
(Elégie)

Compárense con éstos de Lugones:

Tal como una bandera derrotada
se ajó la tarde, hundiéndose en la nada.
A la sombra del tálamo enemigo,
se apagó en tu collar la última gema,
y sobre el broche de tu liga crema
crucifiqué mi corazón mendigo.
(En color exótico)

Y con los siguientes de Herrera y Reissig:

Con viperinas gulas, la onda impía
mordió las aromáticos billetes,
y el Sol se desangró en la fantasía
de tus sortijas y tus brazaletes.
La tarde ahogóse entre opalinas franjas...
(Holocausto)

En conjunto, el libro de Lugones es harto desigual. Al verso admirable: Se extenuaba de amor la tarde quieta, sigue: Con la ducal decrepitud del raso. Abundan estrofas como ésta:

Fúnebre es tu candor adolescente
que la luna sonámbula histeriza,
y el perfume de nardo decadente
en que tu alma pueril se exterioriza.
(Romántica)

En este libro, Lugones logra una mayor destreza formal, no así un mayor rigor. Su empeño es ser original y no se resigna a sacrificar el menor hallazgo, o lo que él considera hallazgo. Cada adjetivo y cada verbo tiene que ser inesperado. Esto lo lleva a ser barroco, y es bien sabido que lo barroco engendra su propia pa-rodia.
De este volumen, acaso inaccesible al gusto de nuestro tiem-po, perduran algunas composiciones: Emoción aldeana, cuyos versos irregulares prefiguran al Lunario sentimental; el soneto parnasiano León cautivo, y el sensible poema El solterón, cuyo atribulado pro-tagonista, a diferencia de otros del libro, parece real. En El solterón las muchas descripciones no entorpecen la fluidez y simplicidad del conjunto. La primera estrofa ya nos da el tono melancólico de la historia:


Largas brumas violetas
flotan sobre el río gris,
y allá en las dársenas quietas
sueñan obscuras goletas
con un lejano país.

En el Lunario sentimental (1909), se trasluce el ejemplo del simbolista francés Jules Laforgue y de su Imitación de Notre-Dame la Lune. Sin embargo, como Lugones fue algo más que un espejo de los libros que iba leyendo, es posible conjeturar que aun sin Laforgue hubiera llegado a despojarse de la juvenil y excesiva so-lemnidad de Los crepúsculos del jardín. La abundancia léxica y metafórica de este libro habrá despertado sonrisas; Lugones no renuncia a ella, pero gracias al tono festivo, logra una mayor le-vedad.
El prólogo del Lunario sentimental es polémico. En él se lee que “el verso vive de la metáfora” y que “hallar imágenes nuevas y hermosas expresándolas con claridad y concisión, es enriquecer el idioma”. Lugones, en efecto, presenta una de las mayores colec-ciones de metáforas de la literatura española. Es innegable que estas metáforas son originales y, a veces, muy hermosas; su desventaja es ser tan visibles que obstruyen lo que deberían expresar; la estruc-tura verbal es más evidente que la escena o la emoción que describen:

Mas ya dejan de estregar los grillos
sus agrios esmeriles,
y suena en los pensiles
la cristalería de los pajarillos.
(Himno a la Luna)

La variedad de evocaciones y la vehemencia llegan a ano-nadar:

Farol glacial del invierno:
cuando se paralice toda savia,
y muera como un tigre el Sol eterno,
y temple el cierzo formidable la gravia,
y petrifique el boreal Infierno
en suplicio de mármol toda la Escandinavia,
tu ojo de pez antediluviano
coagulará en su influjo maligno
la desolada extensión, en signo
de esplendor soberano.
(El Sol de medianoche)

“La rima –dice Lugones en el prólogo–, es el elemento esen-cial del verso moderno.”
En el texto se prodigan las rimas insólitas: apio - Esculapio, astro - alabastro, sarao - cacao, ampo - crisolampo, copos - Átropos, anda - Irlanda, garbo - ruibarbo, apogeo - Orfeo, oréganos - lléganos, insufla - pantufla, pícara - jícara, hongos - oblongos, orla - por la, petróleo – mole, o: náyade - haya de, preté-ritas - in vino ventas... Esta exigencia de que la poesía no pres-cinda de rimas invalidaría, por cierto, a poetas como Whitman, Carl Sandburg, Apollinaire, y al propio Lugones del Himno de las torres.
Lugones iguala y tal vez supera a Laforgue en el número y en la variedad de artificios verbales, pero estos artificios, que en Laforgue como en Byron, sirven para traducir una individualidad y corresponden, o parecen corresponder, a una idiosincrasia, en Lu-gones son meras habilidades, son deliberados juegos retóricos y no trascienden el plano literario.
Como en los más antiguos monumentos de la épica del Indostán o como en Las Mil y Una Noches, prosa y verso conviven en el Lunario sentimental. Quizá Une saison en enfer de Rimbaud sugirió a Lugones esta combinación, que en 1909 era rara; ahora es más frecuente.
La unidad del libro está dada por el tema de la Luna, expresado en odas, cuentos, sonetos, y en lo que el autor llama Teatro quimé-rico: el diálogo en prosa, Dos ilustres lunáticos; una égloga, La copa inhallable; una pantomima, El pierrot negro, y el “cuento de hadas” Los tres besos. Cierra el volumen la narración titulada Francesca, que ofrece una nueva interpretación del famoso episodio del canto quinto del Infierno.
“Ojo izquierdo del mundo” llamaron a la Luna los cabalistas, “puerta del cielo”, una de las Upanishadas, donde también se lee que la Luna interroga a los muertos y crece o mengua según entren o salgan de ella sus almas. De este sentido mítico de la Luna (tan evidente, para citar un solo ejemplo, en la obra de Yeats) casi no hay conciencia en Lugones, que recurre a ella como un pretexto para anécdotas irónicas o amorosas. Es significativo que la apostrofe así en el poema inicial:

Yo te hablaré con maneras corteses
aunque sé que sólo eres un esqueleto...

En realidad, esta actitud corresponde a las preferencias escépticas y materialistas de cierta literatura de aquella época.
En 1910, año de nuestro Centenario, publicó las Odas secu-lares. Al propósito, sin duda sincero, de conmemorar poéticamente aquella fecha y de participar en la emoción colectiva, acaso se agre-gó una necesidad de acercarse a la gente y de atenuar la impresión de extravagancia provocada por el libro anterior. Por primera vez aparecen en su poesía los temas argentinos en los que tanto insistiría después. Sin embargo, la entonación es más española que criolla y el vocabulario sigue exhibiendo una vanidosa riqueza. No faltan prosaísmos deliberados, que responden al deseo de probar que todo cabe en la obra del poeta y que éste debe medirse con cualquier tema. Tal es la verosímil explicación de versos como éstos:

Reclamemos la enmienda pertinente
del código rural cuya reforma,
en la nobleza del derecho agrícola
y en la equidad pecuaria tiene normas.
(A los ganados y las mieses)

El defecto del libro reside en lo que algunos han considerado su mayor mérito: la tenacidad prolija y enciclopédica que induce a Lugones a versificar todas las disciplinas de la agricultura y de la ganadería. Felizmente, hay confidencias personales que mitigan el fatigoso catálogo:

Como era fiesta él día de la patria,
y en mi sierra se nublan casi todas
las mañanas de mayo, el veinticinco
nuestra madre salía a buena hora
de paseo campestre con nosotros,
a buscar por las breñas más recónditas
el panal montaraz que ya el otoño
azucaraba en madurez preciosa,
embellecía un rubio aseado y grave
sus pacíficas trenzas de señora.
Seguíanla el peón y la muchacha.
y adelante, en pandilla juguetona,
corríamos nosotros con el perro
que describía en arco pistas locas.
Con certeza cabal decía el hombre:
–Aquí está el camoatí, misia Custodia.
Que así su nombre maternal y pío
como atributo natural la adorna.
Aunque aquí vaya junto con la patria
toda luz, es seguro que no estorba.
Adelgazada por penosos años,
como el cristal casi no tiene sombra.
Después se nos ha puesto muy anciana,
y si muere seria triste cosa
que no la hubiese honrado como debe
su hijo mayor por vanidad retórica.

También en determinadas estrofas de composiciones como A los Andes y A los gauchos, se abre camino la emoción a través de la constante grandilocuencia:

Yo, que soy montañés, sé lo que vale
la amistad de la piedra para el alma.

Con este libro, Lugones vuelve a los temas civiles de su pri-mera época. Es evidente la sinceridad patriótica del poeta; hay en sus palabras un estremecimiento que, por cierto, no se encontrará en el Canto a la Argentina, de Rubén Darío, obra de compromiso elaborada para la misma ocasión.
El libro fiel (1912) no es la obra más característica de Lu-gones (probablemente lo sea el Lunario sentimental), pero es la obra que mejor parece corresponder a una exigencia íntima. En otros libros se adivina el deliberado propósito de versificar deter-minados temas; en ellos, el autor, en lugar de abandonarse a la emoción, cumple una tarea que se ha impuesto. En éste, en cambio, el tono es confidencial. Ya títulos como El dolor de amar, La joven esposa, La estrella del dolor, Historia de mi muerte, anuncian una melancólica madurez que contrasta con los juegos o con las doc-trinas de páginas anteriores.
En este libro, hasta las alusiones mitológicas han superado su carácter decorativo y las sentimos recreadas por el poeta:

Porque es así que sin pavor ni estruendo,
viene y nos clava el peligroso infante,
tras la gota de miel dardo tremendo.
(Oda al amor)

Lugones regresa a su predilección por la Luna en el mismo poema:

Pero también, por singular fortuna,
te comunicará en noche bendita
el dulce bien de descubrir la Luna.

También en La blanca soledad:

La Luna cava un blanco abismo
de quietud, en cuya cuenca
las cosas son cadáveres
y las sombras viven como ideas.
Y uno se pasma de lo próxima
que está la muerte de la blancura aquella,
de lo bello que es el Mundo
poseído por la antigüedad de la Luna llena
y el ansia tristísima de ser amado
en el corazón doloroso tiembla.

En estos versos sentimos la presencia de la Luna con más con-vicción que en las laboriosas metáforas del Lunario.
Hacia 1897, Rubén Darío había comparado a Lugones con Poe; Historia de mi muerte y El canto de la angustia confirman por su ambiente de terror esta sorprendente opinión:

Y contemplaba mis manos
sobre la mesa, qué extraordinarios miembros;
mis manos tan pálidas,
manos de muerto.
Y noté que no sentía
mi corazón desde hacía mucho tiempo.
Y sentí que te perdía para siempre,
con la horrible certidumbre de estar despierto.
Y grité tu nombre
con un grito interno,
con una voz extraña.

que no era la mía y que estaba muy lejos.
Y entonces, en aquel grito,
sentí que mi corazón muy adentro,
como un racimo de lágrimas,
se deshacía en un llanto benéfico.
Y que era el dolor de tu ausencia
lo que había soñado despierto.

También recordamos el ambiente sombrío de Silva y de Gu-tiérrez Nájera.
La gravedad y la ternura del Libro fiel se prolongan en algu-nas composiciones del Libro de los paisajes (1917):

Oh amiga que tan dulcemente amparas
en tu suave amistad mi hosca fatiga,
purificando con tus manos claras
mi obscuro corazón, oh dulce amiga.
(Sonata primaveral)

El primer vuelo, La tarde clara, Salmo pluvial figuran entre los más famosos poemas de Lugones. Salmo pluvial termina admi-rablemente con los versos que siguen:

CALMA

Delicia de los árboles que abrevó el aguacero.
Delicia de los gárrulos raudales en desliz.
Cristalina delicia del trino del jilguero.
Delicia serenísima de la tarde feliz.

PLENITUD

El cerro azul estaba fragante de romero,
y en los profundos campos silbaba la perdiz.

Una de las partes, Alas, reúne composiciones dedicadas a pá-jaros argentinos. Por momentos la entonación, también vernácula, anticipa los futuros romances criollos. En las descripciones de los pájaros se prodigan toques realistas; ese realismo fragmentario es característico de todo el volumen. Decimos fragmentario, porque esos toques están como perdidos entre ornamentos retóricos y vagas efusiones líricas. No vemos los paisajes de Lugones como vemos, por ejemplo, los de Fernández Moreno; las estrofas de Mapamundi o de Horas campestres evocan a lo sumo acuarelas y óleos, no una inmediata realidad.
El libro fiel, El libro de los paisajes, y Las horas doradas (1922) componen, en cierto modo, una sola obra, pero en el último la versificación es más fluida. El terror sobrenatural, tema del Canto de la angustia y de Historia de mi muerte, reaparece con pareja eficacia en Los perros lunáticos:

Rozando interminables muros,
trotan sin fin. Su endeble traza
bajo la Luna se adelgaza,
y ella los vuelve más obscuros.
Y siguen con absurdo empeño
en nuestra misma dirección,
los fatales perros sin dueño,
sordos al mimo y al baldón.
Una esquivez de presidiario
manifiesta su intimidad
con los vampiros del osario
y el horror de la soledad.
Afelpando su oblicua marcha,
toda la noche van así,
exasperado por la escarcha
su silencioso frenesí.
O una demencia paralela,
su gañido histérico arranca,
y se pasan la noche en vela
ululando a la muerte blanca.
(Romanzas del buen invierno, IX)

El amor conyugal es otro de los temas que vuelven. De la admirable Balada del fino amor son los siguientes versos:

Y ¿habrá quien no haya visto en un inerte
crepúsculo de gélidos candores,
caer las violetas ulteriores,
de las lánguidas manos de la muerte?

Los diptongos quebrados del tercer verso recuerdan los de Góngora: Entre las violetas fui herido. Ventura García Calderón ha señalado la ocasional afinidad de Lugones con Góngora; la si-guiente estrofa reproduce no sólo el brillo sino la áspera dureza de las Soledades:

Mordido de color en cada poro,
friega de oro el metal su pulimento,
y exorbita hasta el cénit un violento
pavo real verde delirado en oro.
(La tarde)

Lugones, que iba buscándose y descubriéndose en los libros que leía, ahondó en su propia intimidad, gracias a los poemas de Heine. No sólo el título del Romancero (1924), atestigua esta in-fluencia, sino los trece Lieder, Intermezzo, y el romance inicial Gaya ciencia, que es una deliberada variación del poema Der Asra. Algunas composiciones –Las fatales, El ausente, Romance de las dos hermanas– permiten entrever al novelista que Lugones, tal vez, no logró ser cuando se propuso escribir novelas. Su predilección por el Libro de Las Mil y Una Noches y por la poesía islámica se refleja en Las tres kasidas y en ciertos poemas narrativos: Romance del rey de Persia, Tonada, El beso. El ropaje exótico no debe en-gañarnos; Lugones está mucho más cerca de estos poemas que, por ejemplo, de los ejercicios descriptivos que cultivó en las Odas seculares. El presentimiento y la curiosidad del amor, patéticos en un hombre maduro, asoman en muchas páginas de este libro (Chicas de octubre, Tennis, Perfil, Negro y blanco, Figurín) y les otorgan un interés humano que, acaso, estéticamente no alcanzan. En otras, la adivinación de la muerte se une al amor y es entonces cuando el lirismo de Lugones logra su plenitud:

LA PALMERA

Al llegar la hora esperada
en que de amarla me muera,
que dejen una palmera
sobre mi tumba plantada.
Así, cuando todo calle,
en el olvido disuelto,
recordará el tronco esbelto
la elegancia de su talle.
...........................................
Entregará con ternura
la flor, al viento sonoro,
el mismo reguero de oro
que dejaba su hermosura.
...........................................
Como un suspiro al pasar,
palpitando entre las hojas,
murmurará mis congojas
la brisa crepuscular.
Y mi recuerdo ha de ser,
en su angustia sin reposo,
el pájaro misterioso
que vuelve al anochecer.

En Poemas solariegos (1927), uno de los libros capitales de la obra que estudiamos, Lugones quiere fundar su poesía en la realidad o, mejor dicho, quiere celebrar una realidad que justifique y documente los poemas. Comparado con libros como el Lunario este volumen señala una reacción; el propósito de realizar una poe-sía argentina, ya ensayado en las Odas seculares, alcanza aquí su perfección. El lenguaje es más directo y más simple, sobre todo en El canto y en la perdurable Dedicatoria a los antepasados. Nuestra admiración por esta sencillez casi oral no debe hacernos olvidar que su eficacia, en buena parte, proviene del contraste con precio-sismos anteriores. A pesar de las influencias que hemos indicado, la obra de Lugones es una; el estilo barroco de Los crepúsculos del jardín hace resaltar la simplicidad de la Dedicatoria.
Recorre el libro un sentimiento elegiaco; Lugones ha querido rescatar viejas cosas criollas, olvidadas costumbres y personas. Las composiciones de inspiración cordobesa (El almuerzo, La sobre-mesa, El traspatio) son más auténticas que las Estampas porteñas, o que la demasiado famosa Salutación a Enbeita. En El payador (1916), Lugones menciona a:
“...un mozo llamado Serapio Suárez que se ganaba la vida recitando el Martín Fierro en los ranchos y en las aldeas. Vivía feliz y no tenía otro oficio; lo cual demuestra que la poesía era uno, si bien reducido a los cuatro granos diarios que constituyen el jornal del pájaro cantor.”
En los Poemas sola-riegos, dedica un largo romance a la memoria de aquel lejano amigo. Cierran el volumen unos cincuenta epigramas, Los ínfimos, que recuerdan las ocurrencias de Jules Renard o ciertos juegos de la poesía japonesa.
Con la obra póstuma Romances de Río Seco (1938) culmina la poesía de Lugones. Durante toda su vida había sido devoto del Martín Fierro, que juzgaba el libro esencial de nuestra cultura; esta veneración lo llevó a crear poemas de ambiente y tono criollos. Fueron surgiendo, así, los Romances de Río Seco. En los primeros (La cabeza de Ramírez, La presa) el criollismo es todavía un poco deliberado y enfático. Gradualmente, Lugones se libera y escribe, acaso, sus mejores poemas. En general, los escritores gauchescos habían preferido la bravata y el desafío; Lugones, en El regalo, La visita, El Señor de Renca, pone de relieve un rasgo menos divulgado y que fue típico de los payadores: la cortesía criolla. Más impor-tante que la anécdota es, en cada una de estas composiciones, el tono:

Aunque a rigor esta vez
la ley del canto me toque,
les narraré el sucedido
del gaucho Jacinto Roque.
Tal condición de mi letra
puntualmente determino,
porque es, con perdón de ustedes,
la historia de un asesino.
(El malevo)

En La visita admiramos, una vez más, la capacidad narrativa de Lugones. Conviven en este pausado relato el pudor, los buenos modales, y la picardía del hombre de campo. El poema concluye con las significativas estrofas:

Y como dándose tiempo
de asentar los cojinillos:
–Me habían dicho, amigo Robles,
que tenía unos novillos...
A estas palabras don Pepe,
como es de la misma laya,
regatea con desgano:
–Puede ser que algunos haya.
–¿Y costará mucho verlos?
El otro sin contestar,
afirma, entregando el mate:
–Yo lo voy a acompañar.
Montan juntos, y sin prisa
toman el camino al trote.
–Es allá cerca, nomás,
trasmontando aquel mogote.
Así podrá revisarlos
antes que asiente el calor.
La hacienda estaba rodeada
desde la tarde anterior.

Dos colecciones: Poesías diversas y La copa de jade, incluidas en sus Obras poéticas completas, nada esencial agregan a su labor.
Nadie discute que Lugones sea un gran poeta; esta definición, aplicada en general a escritores de producción abundante, acepta la presencia de irregularidades y de cierta grandilocuencia. Paradójicamente, resulta más difícil decidir si fue o no poeta. La dificultad es sólo verbal. Si, para tipificar la poesía, pensamos en Anacreonte en Keats, en Verlaine, en Garcilaso o, entre nosotros, en Enrique Banchs, hombres de tono íntimo, quizá no podamos incluir en esta categoría a Lugones. En cambio, si pensamos en Píndaro, en Milton, en Hugo, en Quevedo, es evidente que también Lugones tiene de-recho a la fama de poeta.

Mariposas negras para un asesino. Premio UNA-Palabra 2004. Cuarta entrega.


(Mariposas negras para un asesino. Premio UNA-Palabra 2004)
Cuarta entrega.
(7)
   

    Llovió esa noche, temporal anunciaba el Instituto de Meteorología. Henry dejó el vehículo estacionado cerca del Bar Morazán. Necesitaba  un trago de whisky o de cerveza para poder digerir  los sucesos de la última semana: eran  incidentes que le envolvían y le apretaban el cerebro en una secuencia de imágenes que no podía apartar de su mente.
Entró al bar. No había nadie conocido. 
 Siempre había pensado en la lucidez macabra y a veces casi diabólica que le producía el alcohol. 
Empezó con un par de cervezas y, mientras más se embriagaba, miraba hacia la calle las formas sombrías y  extrañas de las  retorcidas siluetas de los árboles sembrados cuarenta años atrás. No podía dejar de pensar que allí, en las sombras, en un San José nocturno estaba un ser abominable. Sabía que los crímenes de La Bella sin Marcas y de La  Parturienta no iban a ser los únicos y que la orgía de sangre iba a continuar.   
    Al filo de la medianoche  pagó la cuenta. Tambaleante se dirigió al Molokai. Ahora lo sintió con más fuerza: alguien espiaba detrás de las sombras, detrás de los muros y de los vitrales. Más que una persona era una fuerza, un poder magnético y eléctrico que recorría toda su piel. No le dio importancia.
Al llegar, unas cuantas putas conversaban en la “barra”, al verlo se lanzaron hacia Henry como quienes  miran a una presa herida. No les dio  oportunidad que se sentaran a su lado,  las increpó con gesto serio y pocas palabras que esa madrugada no quería  compañía. Las mujeres se fueron... Henry miró en derredor: más allá del bar, llovía a cántaros y alguien vigilaba...



(8)
   
 Henry, se levantó despacio de la cama. Imaginó que posiblemente Ernesto estaría llevando a cabo una minuciosa investigación: primero entre los prostíbulos de mayor categoría de San José y luego seguiría con las madamas más influyentes y conectadas con los círculos políticos y las clases poderosas del país. Segundo: que  bajaría como un minero del pecado en los estratos inferiores del proxenetismo, la pedofilia,  del pederasta, de los travestis,  y de las drogas, mundillos  que  Ernesto conocía al dedillo.
-Y es que la prostitución y el mundo de la droga, han aumentado en un cien por cien desde que vos dejaste el Organismo, abundan en San José. Henry, vos no te lo podés imaginar-, le  comentó con un semblante molesto, el último día que lo visitó. 
Como a las cuatro de la tarde llamó al bufete: decía que estaba fuera de San José. Que se encontraba con unos clientes italianos en el Golfo de Nicoya, finiquitando la venta de unas tierras para un proyecto hotelero.
Después que dio instrucciones a Rosarito, Henry respiró hondo,  llamó a Quique: quería visitar un bar gay.

Hotmail III.... diciembre de 1999.
Querida Guillermina: ayer estuve de nuevo con Kiara  en los campos universitarios de la Universidad de Costa Rica, fue como volver al pasado porque años atrás estuve estudiando en este centro de enseñanza. Tampoco que una es bruta a lo yegua. Ahora estoy en la Ulacit y espero terminar Administración de Empresas, la carrera que empecé en la de Costa Rica.
Le dije que tenía antojo de ir por San Pedro. Además, le comenté que como ella es mi confidente de amores frustrados, prohibidos, deseados, no deseados, comerciales, y otros más, la cosa iba para rato. Ella sonrió, siempre sonríe a mis ocurrencias.
Lo que  no sabe – porque  inventé un amor imaginario, un amor pasajero de weekend- es que ella me vuelve loca.
No es que yo sea lesbiana lesbiana pero me agrada más de la cuenta.
Yo lucho con todas mis fuerzas sobre este sentimiento que siempre me he negado, ha sido inútil. No acaba de llamar por teléfono  y se me quiere salir el corazón. Siento un dulce desconsuelo mezclado con una gran alegría, se me oprime todo el pecho, deseo llorar y hasta la voz se me quiebra.
Tengo que hacer un gran esfuerzo para que ella  no lo note.
He llegado a la conclusión para bien o para mal mío que todo este rollo es algo superior a mi propia naturaleza.
Al principio no lo quería aceptar y pensaba que era pura admiración, que veía en Kiara a mi hermana mayor que no tuve – debo aclarar que mi amiga tiene 29 años- pero comencé a darme cuenta que mi fascinación hacia su persona iba más allá, que ese estupor de cómo bailaba en el hot tube era deseo puro. De golpe  negué aquel sentimiento; lo que me convenció de mis inclinaciones hacia ella fue una noche:  me desperté asustada, había soñado que estábamos en una enorme cama, nos besábamos, nos mordíamos las orejas furiosamente hasta hacernos sangrar. Kiara me introducía su lengua húmeda en mi boca y yo la recibía sedienta de ella. Y al contrario de sentir repulsión por aquel sueño,  desperté decepcionada  que fuera pura ilusión y que  entonces, los besos apasionados eran invención de mi cerebrito.
Ella no se ha dado cuenta o si lo sabe disimula muy bien.  Siento como si este amor fuera un gusanito en mi interior que me está matando lentamente, que está carcomiendo mi voluntad.

Ahora, que vive  sola en Barrio Amón,  por lo menos una vez por semana me dice que la acompañe, que le da miedo estar tantos días  sin compañía. Ya esto te lo había comentado  y quiero reiterártelo porque para mí es un reto estar junto a ella sin tocarla, sin acariciarla. Al principio yo no quería acompañarla, sabía que iba a ser una verdadera tortura...  Será que una es masoquista y acepté. 
Y allí estaba yo mirando a mi amiga salir de la ducha en paños menores, espiándola sin que ella lo notara, mirando su cuerpo salvajemente bronceado, salvajemente semi desnudo, en microscópica ropa interior.
A mí  me mata, me vuelve loca todo, todo, lo de esta mujer.
Física y espiritualmente es perfecta.
¿Qué más podría decir de esta amiga que me tiene dando vueltas?
No tengo tiempo y mañana te cuento lo que pasó en el campus universitario.
Saludos. Jackie.


CAPÍTULO II
EL ÁNGEL ANTE EL ESPEJO

A Quique siempre le gustaron las mujeres bellas. Desde su adolescencia pasaba horas mirando películas de actrices que eran su ideal de mujer, o recortaba fotografías de revistas rosas, en donde se anunciaba la última película de alguna diva que estuviese pasando por un buen momento. Pero, sus favoritas eran las divas del pasado, por ejemplo: de la Mansfield, le agradaba su voluptuoso cuerpo  como de esas diosas antiguas de la fecundidad talladas en piedra; de la Garbo, le fascinaba su misteriosa imagen de femme fatale, sin dejar de lado - por supuesto - su voz gruesa, enigmática, en las escenas de amor, o era abandonada por el galán de turno en su última película.
La Garbo -decía -tiene algo de andrógino, que me seduce.
De Bette Davis era lo contrario: sus ojos  de un azul profundo y su frágil cuerpo lo hacían  temblar de emoción, adoraba  su figura de gorrioncillo herido. Diferente le sucedía con  la Crawford- y no estamos hablando de la modelo, sino de Joan-, su porte de mujer de clase alta envuelta en sus abrigos de pieles  lo enloquecía por completo.

    Al principio  le era algo divertido, y como un día le  confesó a Fernando: “existen personas  que coleccionan estampillas, yo colecciono “imágenes”.
Después, la diversión pasó a ser obsesión. Llegó un día que tenía en su haber cientos de casetes en donde atesoró por largos años su fantasía de coleccionista.
    Pero, esa afición o ese comportamiento fue paulatino, acomodándose en una rutina y en una elaboración mental o intelectual que no tenía nada de sicótico. Su obsesión era su transfiguración en mujer, el irse despojando  de todo rasgo masculino. En aquellas divas encontró el ideal de mujer hecho realidad, o la realidad de la mujer hecha idealización. Al final no sabía diferenciar una de la otra,  ¿importaba acaso eso?
Obsesión  que compartía  con  los Caballeros de la Media Luna, -grupo selecto de amigos-en su casa. Y entonces, no podía faltar  en las fiestas, el famoso concurso de adivinanzas de títulos de películas antiguas, en donde cada uno de los invitados se maquillaban haciendo lucir como ellas en el rol principal de las heroínas,  y  en esto Quique no tenía rival: era la Reina... pero  los concursos habían acontecido después que sus padres fallecieran, después que Enrique marchó a Europa y regresó; ahora en el presente, en los noventas.
   
     Con la muerte de sus padres, la comunicación entre sus dos hermanas  y él - doce y diez años mayores -, se redujo a los días festivos de fin de año y uno que otro compromiso social con la familia.
    La casa paterna se la dejó, dando a cambio a sus hermanas dos propiedades en las afueras  de la ciudad. Porque Quique, se declaraba un animal de asfalto, un animal de ciudad.  Siempre aborreció el campo, para lo cual tenía una frase con las personas que estuvieran en desacuerdo: “el campo es para las bestias, yo soy hombre, necesito de mis congéneres, por eso vivo en la ciudad”.

    Su holgada posición económica hizo que llevara una vida licenciosa, abundante en algunas cosas y carente en otras. Ave nocturna, se le podía mirar en la Palace, la Perla, el Imán, Chelles, y otros bares más de la capital hasta el amanecer. Todas las noches  salía  con sus amigos: Los Caballeros de la Media Luna por los alrededores de la Clínica Bíblica o iba al centro del San José nocturno. Porque –y a pesar de su familia- Enrique Lara Gutiérrez era decididamente homosexual.
    Su descubrimiento y aceptación no le fue fácil sino que,  un día  quedó convencido que aquella fijación con las mujeres hermosas no era atracción sexual sino que él Enrique quería ser ella o ellas, que su excitación era la necesidad de mirar en sus cuerpos una simetría de curvas y de líneas  que siempre  envidió.
    Ahora, entendía el por qué  en su adolescencia, se escondía detrás de la puerta de baño en la casa de sus padres vestido con las prendas íntimas de sus hermanas y que en varias ocasiones sintió una erección. Pero, no era sexualidad masculina, sino atracción de mirarse así  ante  el espejo: mujer.
   
 En plena juventud le agradó más de un chico: era ese acercamiento entre admiración y deseo de estar con aquella persona, juntos, cada vez más juntos, hasta que sucedió lo que tenía que suceder: Enrique, Quique para los allegados, tuvo su primera experiencia sexual y claro está no con una mujer sino con un compañero del  colegio.
    En el gimnasio del cole “papis” al terminar un partido de basket -diría a sus allegados en una de sus tantas fiestas que daba en su casa ubicada entre Barrio Amón y el Barrio Otoya-ahí fue donde perdí mi virginidad... y la perdió esa “ricura de chico que era Roberto”, porque ahora ni re-ga-la-do - y decía esto último con su voz femenina haciendo las pausas necesarias para afirmar su dicho  acompañado por último  de una risita chillona  la cual trataba de ahogar tapándose la boca con su dos manos.
   
 Para Quique aquella aceptación de su homosexualidad no fue tan fácil para su familia ni para él. Fue  una especie de transformación hacia un mundo que abría sus puertas y que solo algunos podían atravesar como su amigo Roberto. Pero, Roberto se fue, sus padres que eran diplomáticos en Costa Rica,  hicieron maletas  porque el Gobierno de su país lo mandaba a Sudamérica a hacerse cargo de una embajada. Y Quique quedó en  el más absoluto de los ostracismos sentimentales: lloró a “moco tendido” por varias semanas hasta que poco a poco fue resignándose a un sentimiento de impotencia ante la ausencia de su primer amor.
    Y en el Colegio, no tuvo más remedio que soportar esa soledad y ese distanciamiento de sus compañeros que no estaban seguros de su  “masculinidad”   porque, Enrique comenzó a mostrar unos ademanes  más delicados a la hora de hablar y aunque deseaba evitar no los podía reprimir.
Unicamente Fernando se  mantuvo incólume, firme, penitente ante los cambios de su amigo.  En aquella época, se murmuró de una relación homosexual entre ambos y que Fernandito y Quique siempre negaron.
     Al concluir la secundaria, Quique entró a la Universidad para  estudiar Arquitectura. Pero, aquel año sus padres murieron en un accidente de tránsito,  y entonces, debastado por la muerte de sus progenitores, Enrique decidió que lo mejor  era hacer un viaje por Europa y aprender  lo relacionado con el mundo del maquillaje y corte de cabello en hombre y mujer. En síntesis, ser un profesional de la Belleza.
    Ahora a los cuarenta y tres años “Enrique” para la “clase alta de San José” era el “peinador” de moda, el hombre “chic”.
   
En una hermosa y vieja residencia en Barrio Amón -cerca del edificio del Instituto Nacional de Seguros-instaló su elegante Clínica de Belleza. La casa era de ladrillo y pintada en tonos pasteles por dentro  lo que daba un aire de paz y tranquilidad al visitante. Una vez puesto el primer pie en la casa  -y no como en la mayoría de los Institutos de Belleza-el de Quique era bastante amplio y con un sinnúmero de afiches alusivos a la estética en mujeres como en hombres: en ellos se  miraban bellos cuerpos; más que mujeres eran náyades contemporáneas no saliendo como en las míticas historias de un río o de un lago sino de una piscina olímpica con el cuerpo  bronceado y sin un gramo de grasa.
En otros carteles, se veía  algún imberbe haciendo un esfuerzo sobrehumano para imitar al hombre maduro: con un vestido entero impecable uno tenía que adivinar  lo que promocionaba realmente: si su traje, su corte de cabello, o unos anteojos sport  que lucía en su mano derecha, mientras su corbata - posiblemente de seda florentina - se elevaba a pocos centímetros de su pecho  pareciendo saludar a los curiosos que miraban el afiche.
Igualmente en el  gran salón, el Foro de la Belleza y de los imposibles rostros hechos realidad, era asistido por varios “empleados”, que seguían un ritmo de trabajo dirigido por el mismo Quique, que con señas o un simple murmullo a sus oídos les iba indicando a sus acólitos-peinadores, si estaba bien o mal la limpieza facial o el corte  del cabello. Pero, lo más “chic” del  lugar era el salón de “estar”, el de la espera: allí se podía escuchar desde el murmullo de una cita de infidelidad vía celular hasta el último chisme gritado: que la esposa del embajador X  andaba con un estudiante de medicina;  pasando -como lógico debe  suponerse- por el desfile de marcas en pantalones y  calzado traído de New York o de Europa, sin faltar los comentarios de los últimos perfumes franceses.
    Adornando el salón de “estar” al fondo un jardín interior con grandes helechos y una fuente arabesca traía cierto frescor hacia el salón principal. Cerca del jardín interior un pequeño vestíbulo hacía de biblioteca y oficina con una gigantesca pecera de varios metros de largo y de alto, en la cual jugueteaban peces tropicales y que por efectos de las luces rojas, azules y verdes imitaba un arrecife de coral y que él, Quique, se hizo construir para  las horas de descanso, para escuchar a su querido Brahms.
    En síntesis,  Quique  tenía éxito con su profesión, y  se rozaba con la clase alta que lo vio nacer y crecer.

     Y “Quique- -como le decían en el Inner Circle cariñosamente -tenía un mundo que  pocos conocían: se sentía atraído irresistiblemente por los hombres menores de edad. En ocasiones,  después de una gran fiesta en su casa - y quedaban los del Inner Circle - hablaba de sus travesuras allá por los barrios del sur, por los alrededores de la Zona Fantasma, cerca de la Torre de los Desechos:
-Ustedes no saben el chiquillo que me “levanté” la semana pasada, -decía casi en un ataque de histeria y levantando la voz, una voz entrecortada con algo de sadismo-... pobreciiiito... íbamos en el carro para el motel, yo lo miraba de reojo y hasta que temblaba el chiquillo, - hacía una pausa y reía histéricamente. Y sus amigotes alababan entonces con gritería y risas las andanzas de Quique.
Porque ellos los del Inner Circle, los Caballeros de la Media Luna, eran una especie de club que no cualquiera podía entrar, era la estratificación social de la homosexualidad high, y trataban a estos profesionales del sexo como los hombres heterosexuales tratan a las rameras: objeto de deseo, comercio de carne fácil.
   
    Pero, no  siempre sus correrías fueron a pedir de boca  por los alrededores del Pacífico, “los barrios del sur” la “Clínica Bíblica” y la Zona Fantasma, porque una noche había sido detenido por una radiopatrulla y pasado a las celdas del Organismo de Investigaciones Criminales. Fue gracias a la intervención oportuna de Henry  De Quincey – en esa época jerarca supremo del Organismo de Investigaciones Criminales- que Quique, era puesto a “caminar” como se dice en la jerga policial.
    Fue así que conoció  a Henry  De Quincey, pero esto fue mucho antes que los padres de Quique murieran y  que Enrique se fuera a Europa.
Jamás podría olvidar la primera vez que vio a Henry  De Quincey:  con más de dos horas en las celdas del Organismo a Quique lo pasaron  al cuarto piso del Ministerio Público, directamente a la oficina de Henry.
    El frío de la madrugada y el silencio en el edificio le causó una gran impresión.   Esperó el ascensor con los oficiales, leyó en una plaquita al fondo del pasillo: “morgue judicial  ala oeste”  Se imaginó  él en aquellas planchas frías y de acero inoxidable  y el asistente de patología iniciando la autopsia.

    Buenas noches jefe, - exclamaron los dos oficiales del Organismo después de haber tocado la puerta y de escuchar: “está abierto, pasen”-. Era Henry que con camisa blanca, de mangas arrolladas y el nudo de la corbata flojo revisaba documentación interna. Ya su calvicie era incipiente, se le podía notar cada vez que bajaba y movía la cabeza buscando en el escritorio los papeles que lo tenían ocupado.
-A ver güevoncito, ¿con que seduciendo a carajillos de catorce años, no te da vergüenza? Mirá, yo no tengo nada en contra de los playos... pero eso de estar buscando a menores de edad, es como dicen - y esto último lo murmuraba revisando un file  sin levantar la cabeza del escritorio- tocarle los huevos al águila, ¿me entendés?
A lo que  Enrique le  respondió:
-Sí señor, mire usted yo le puedo explicar...  Henry le interrumpió:
-No me tenés nada que explicar. A mí no me tenés que justificar si andás por allí, por la Clínica Bíblica  buscando hombres jovencitos con tacones altos y con peluca o con vestido de noche con lentejuelas. Ese es tu problema o esa es tu vida. A mí me da igual, que pasés en tu vehículo y le digás como a las once de la noche a un travestido, a un homosexual: - “!ay mi amooor que animalón se le va a salir por esos calzones, qué rico!”, -te repito esa es tu vida y vos la vivís como mejor te parezca.
Y en aquella ocasión antes de iniciar la última frase lo miró fijamente a los ojos:
-Pero, que no vengás aquí otra vez porque andás seduciendo carajillos,  eso sí que no te lo voy a perdonar, - hizo una pausa oxigenó sus pulmones y continuó -:
-Porque  si me entero de nuevo que andás persiguiendo “carajillos”, te parto el culo, ¿ me entendés? 
-Sí, licenciado-  murmuró nervioso y humillado Quique -,  y Henry antes que  Quique cerrara la puerta  añadió:
- Y mirá no me digás licenciado porque no lo soy, ahora andate.
   
    Pasaron varios años y aquella frase de Enrique de sumisión ante Henry de “sí licenciado” se hizo realidad.  De Quincey  Acosta se licenciaba en Derecho  y dejaba el Organismo de Investigaciones Criminales. Con más de 30 años de servicio al Poder Judicial, obtenía una pensión y empezaba una nueva etapa en su vida como profesional en Derecho.

    Cincuentón, sin hijos y sin esposa, Henry llevaba una vida sin mayores preocupaciones que las del mismo litigio.
    Fue así que un día, un colega lo llamó a su bufete para decirle que no podía llevar un sucesorio.

-Mirá Henry,  -le comentó el colega- los herederos son tres hijos, de buena familia, gente de clase alta, adinerados, respecto a tus honorarios no vas a tener ningún problema.

     Días posteriores a la  conversación de Henry con su colega, llegaron al bufete los tres herederos. De Quincey quedó anonadado al mirar a Enrique Lara  conocido en el mundo artístico y de los gay como Quique. Evidentemente Enrique al verlo lo reconoció, igual le sucedió a Henry. De Quincey evitó mirar de frente a Enrique en toda la reunión y al responder preguntas de los herederos se dirigía a la hermana mayor.
    Y... a la hora de despedirse sucedió lo inevitable: en medio del apretón de manos que le daba Enrique, este le murmuró con una voz de profundo agradecimiento:
-¿Licenciado, no se acuerda usted de mí?
Abochornado sin tener razón para ello y, sin embargo, así era, De Quincey no atinó a decir palabras,  el diálogo le pareció una eternidad,  sintió que se sonrojaba e inmediatamente Enrique interrumpió:
 -¿Se acuerda?, en el Organismo de investigaciones Criminales porque... -y Henry sin saber  cómo iba a concluir la frase de Quique atropelladamente se adelantó-:
-¿cómo?, ahh, sí muchacho, con razón tu cara me era tan familiar, sí, sí, sí, fue..... pusiste una denuncia de un robo, de una billetera con tus documentos, claro que me acuerdo, le decía esto De Quincey apretándole la mano y ya con cierto aire de complicidad con Enrique y no porque hubiera cambiado su posición respecto a los pederastas sino para evitarle a las dos hermanas cualquier dolor o indiscreción que podría  malograr- incluso los jugosos honorarios que ya  imaginaba en su cuenta bancaria. Pero, esto  pasó quizá más de un lustro atrás,  antes que la vida por extrañas circunstancias los fuera a unir de nuevo.

Hotmail IV... diciembre de 1999.
Guillermina antes de empezar a contar lo que sucedió en la “U” me siento obligada a cerrar una serie de rasgos de mi amiga Kiara, rasgos físicos y morales. Ahí voy: lo primero que me llamó la atención  fue su voz de colegiala. Lo más interesante es que a pesar de su timbre  juvenil, nada que ver con su madurez. Ella es una persona con temple, carácter y decisión.  De su estatura debo confesar que es bajita: escaso 1:57 cm, pero ojo, bien empacada, porque posee una cintura delgada, y unas bien formadas caderas  con unas piernas bastante moldeadas.
Igual que muchas de nosotras estudia en una universidad privada como te comenté en mi carta anterior. Ella dice que este asunto de los topless y de “dama de compañía” con  gringos, es algo pasajero, que es para sacar adelante el estudio, que no se va a pasar toda la vida baboseando y puteando de bar en bar o de night club en night club.
Decía, que ayer fuimos a los campus universitarios.  Me encantó porque no había  gente.  Entramos al campus y todo a nuestro alrededor  parecía que giraba con una paz como muy pocas veces había sentido por aquellos corredores. La tarde estaba espléndida, fría y con celajes hermosísimos.
Comenzamos a caminar por el antiguo edificio de Estudios Generales, no deseaba entrar en “el tema de mis amores”  y sin embargo, había comenzado a disminuir el paso, buscaba un asiento para  sentarnos. Pero, no fue necesario, porque antes de encontrar un asiento, me dijo que si no quería hablar de mis royos sentimentales- porque me veía muy meditabunda y nerviosa- que no lo hiciera. Yo, me quedé sin contestarle por unos segundos, ella hizo lo mismo, me miró a los ojos, tomó mi mano y me la apretó un poquito como  cómplice de mi indecisión y de seguido me susurró:
- Jackie, si estás de acuerdo  vamos a la “Guevara” a tomarnos un café. Ahora que pasé estaba completamente vacía y tal vez allí te animés... 
Asentí con la cabeza mientras la miraba a sus ojos verdes.

Retardé la verdadera conversación, entretanto Kiara le daba vuelta con la cucharita al café y encendía un cigarro.
No sé cómo tomé fuerzas y mirándola fijamente a los ojos con una taquicardia  que me quería reventar el corazón  le dije: “me gustas y te deseo”. Justifiqué, le señalé que yo nunca había tenido relaciones lesbianas. Todo a mi alrededor desapareció por espacio de un minuto o quizá dos, mi retina solo fijaba un objeto: la cara de mi amiga. Estaba ebria de terror, atolondrada y una vez que comencé a hablar de mis sentimientos no paré: cada palabra como en un mecanismo involuntario me empujaba a otra palabra, era como una especie de engranaje que puesto a caminar era imposible detener. La sangre me golpeó con fuerza la cara, la sentí encendida... ya no me importaba nada.
Fue  horrible desnudarme  de repente, sin ningún indicio que las cosas iban a tener buen final pero, lo tenía que hacer. Hablaba y sentía un gran alivio de lo que decía. Me invadía un calor tibio en el pecho y mi corazón se evaporaba en espirales a cada frase mía. Le confesé mi tortura de verla desnuda salir del baño, de las veces que habíamos dormido en la misma habitación –aunque en camas separadas- y en medio de la madrugada contemplaba su cuerpo semicubierto por las sábanas.
Me miró seria y no dijo nada, luego volvió a mirarme y sonrió. En esos instantes no sabía si se burlaba de mí o era una sonrisa de aceptación a la infantil confesión. Estrechó  mis manos en las suyas, me las apretó levemente y exclamó:
-Tan loca que sos. Debemos de darnos tiempo, eso es todo.
Luego, acercó su boca a mi cara y me dió un beso húmedo cerca de la comisura de mis labios, esos besos término medio: mitad cachete y mitad boca.

Esto que te cuento fue en días pasados, el día jueves de la semana anterior.
Cinco días  posteriores a mi confesión  conversamos. Cuando  la fui a dejar en el pick up a Barrio Amón, le pregunté tímidamente si nos íbamos a ver de nuevo, me miró así como alguien que no espera una pregunta tan a quemarropa, me sonrió con esa risa maravillosa y respondió que estaba bien:
- Dejémoslo al azar, improvisemos, no planeemos nada... ahí vemos qué hacemos y a dónde  vamos.

¿ Qué pasará mañana mi querida Guillermina? No lo sé.
Pienso en la cita y siento retortijones en el estómago, es un susto de alegría. Sé que tal vez no me explico pero así es. Ojalá que vos me podás entender. ¡Claro que me entendés si sos una mujer inteligente como pocas he conocido!
Te dejo en suspenso para la próxima entrega de mi E-mail. ¡Qué emoción, qué emoción! Estoy que no quepo de la contentera! Un gran beso mi querida Guillermina. Saludos al viejo Paolo. Jackie.

Fuente: EUNA. Cuarta reimpresión 2014.
Autor: Jorge Méndez-Limbrick.

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